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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (7 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—Buenas tardes, John.

A modo de saludo Lavery agitó un carboncillo en el aire y siguió dibujando, pasando por alto el tono mordaz de Ned. No hubo presentaciones; Ned siguió andando, sin detenerse, hasta que llegamos a los puentes, donde empezó a mirar con el ceño fruncido a la gente que pasaba. Era fácil adivinar la razón de ese cambio de humor; le había molestado encontrar a otro artista pintando la exposición. De hecho, según me enteré después, Ned estaba pintando, unas semanas atrás, unas vendedoras de tabaco Muratti enrollando sus cigarrillos turcos, cuando Lavery —a quien hasta la fecha no se le había visto en el parque con nada que se pareciera a un lápiz en la mano— pasó por casualidad por delante y, al verlo, se detuvo a hacer comentarios sobre sus bocetos. A partir de ese encuentro (o eso sospechaba Ned) Lavery le había copiado la idea de dibujar escenas de la exposición.

Triste al ver a mi nuevo amigo tan alicaído, me aventuré a sugerir algo que lo distrajera.

—Tal vez podríamos entrar en el palacio, señor Gillespie. Me interesaría mucho saber su opinión sobre las obras. Y podría enseñarme dónde quiere que cuelguen su cuadro.

Él miró el reloj y pareció decepcionado.

—Me temo que hoy no podrá ser —respondió—. Como sabe, debo localizar a Hamilton, y luego he quedado con un amigo. Tal vez en otra ocasión. Sería un placer.

En ese momento, entre las hordas desperdigadas frente a la sección de industrias para mujeres, vi cómo la figura espectral de Mabel caía sobre nosotros, seguida a cierta distancia del resto de la familia. Por inevitable que fuera la intrusión, estaba disfrutando de ese tiempo a solas con el artista y me llevé un chasco cuando tocó a su fin. Sin embargo, acababa de tener una excelente ocurrencia. Tal vez podría contribuir al sustento de la familia comprando uno de los cuadros de Ned. Me pregunté cómo abordar el tema y al final dije:

—Da la casualidad de que me gustaría adquirir un cuadro de algún artista escocés que prometa. Tal vez incluso más de uno.

Ned asintió, pensativo.

—Si puedo serle de ayuda —dijo—, conozco a Lavery… No es mal tipo, en realidad. Luego están Guthrie y MacGregor, por supuesto; y algunos de mis amigos están empezando a darse a conocer. Por ejemplo, Walter Peden. Pero tal vez abordaría antes a MacGregor o a Guthrie. Puedo presentárselos, si lo desea.

—Me temo que me ha malinterpretado. Lo que quiero decir es que, para empezar, me gustaría comprar alguna obra suya.

Ned se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo, y al extender el brazo dejó al descubierto una vez más el dibujo garabateado en su puño.

—¡Santo cielo! —exclamó—. Bueno, me siento… muy halagado.

Así fue como acordamos que me pasaría por su estudio más adelante esa semana. Estábamos concretando los detalles cuando Mabel se acercó y cogió del brazo a su hermano. Le susurró algo al oído y se volvió hacia mí.

—Buenas tardes, Harriet. Lo estará pasando divinamente, ¿no?

—Sí, gracias.

—Creo que la gente debería pasarlo divinamente, ¿tú no, Ned? —Mabel le dio en el codo—. ¿Qué piensas, hermano mío?

Imaginé que bromeaba y sin duda a mi costa. Me sentí cohibida, ya que no había nada que pudiera decirse en esas circunstancias. Ned se rió, como es natural; sin duda había pasado por alto el tono burlón de Mabel, ajeno, como siempre, a sus malos modos. El bueno de Ned siempre veía el lado amable de la gente, y a menudo no veía sus defectos.

In extremis
, recurrí de nuevo a la vieja táctica del halago.

—Oh, lleva un vestido precioso, Mabel.

—Gracias —gorjeó ella, de manera mecánica. Y aunque a continuación me miró de arriba abajo, no pudo devolverme el cumplido.

De pronto los demás cayeron sobre nosotros y enseguida Elspeth empezó a chillarme al oído. Bajé la mirada y me sentí desconcertada al ver que Sibyl me miraba furiosa a mí y a mi sombrilla. La visión de la cara de una niña transformada por una mirada tan siniestra resultaba de lo más inquietante. Acorralada por Elspeth, empezaba a sentirme como una mosca atrapada en la tela de una araña: una araña irrefrenablemente alegre y locuaz, pero araña de todos modos. Hipnotizada por los movimientos de su boca mientras hablaba sin parar, casi me había convencido a mí misma de que pronto me vería envuelta en hilos de seda y me quedaría colgando para ser devorada más tarde, cuando Annie se acercó con ansiedad e interrumpió a su suegra diciendo:

—¿Dónde está Rose?

—No lo sé —respondió Elspeth—. ¿No estaba con Sibyl?

Todos miramos a la niña. La mirada siniestra había desaparecido, para ser reemplazada por una expresión de herida inocencia.

—¿Dónde está tu hermana? —le preguntó Annie.

Sibyl abrió mucho los ojos, como si la hubiera insultado.

—No lo sé.

Miré hacia el edificio principal. En la entrada, Ned y Mabel acababan de acercarse a un caballero de aspecto próspero, tal vez la persona que buscaban. Elspeth siguió mi mirada y, como para confirmar mis pensamientos, exclamó:

—¡Hamilton! —Y se escabulló para reunirse con su hijo y su hija.

Yo seguí mirando, con la esperanza de que Ned tuviera éxito en la misión de cambiar la ubicación de su lienzo. El dueño de la galería daba la impresión de escuchar con atención a su ex alumno. Por desgracia, Mabel no tuvo el sentido común de hacerse a un lado. En lugar de ello, había adoptado una actitud de superioridad, con los ojos entrecerrados, la barbilla alzada, y una pose condescendiente y agresiva que confié en que no le chocara demasiado al hombre. A mi lado, Annie reprendía a Sibyl.

—¿Cuántas veces te he dicho que no la pierdas de vista?

La niña dio patadas al suelo, enfurruñada.

En ese momento, de los alrededores del puente de piedra, llegó el llanto incorpóreo de una niña. Annie se volvió enseguida gritando:

—¿Rose? ¿Dónde estás?

Corrió en dirección al río. Yo me volví hacia la entrada. Ned había oído el grito de Annie e interrumpió su conversación con Hamilton para mirar a su mujer con cierta preocupación. Tras murmurarle algo a Elspeth, que acababa de reunirse con el pequeño grupo, la dejó con Hamilton y Mabel, y cruzó a todo correr la explanada, abriéndose paso entre la multitud y gritando:

—¿Annie? ¿Qué pasa?

—¡Es Rose! —La oír responder—. Rose, cariño, ¿dónde estás?

En ese momento apareció la menor de los Gillespie. Estaba sentada en un sendero, cerca del coche de bomberos, berreando con sus mejillas como manzanas sucias y llenas de lágrimas. En cuanto vio a sus padres acercarse, dejó de llorar, comprendiendo que ya no estaba perdida. Annie se abalanzó sobre la niña y la cogió en brazos.

—Aquí estás, mi cielo.

Elspeth, Mabel y el dueño de la galería contemplaban la pequeña escena que se desarrollaba junto al río, pero en cuanto se hizo evidente que Rose no estaba en peligro, las dos mujeres se volvieron hacia Hamilton y le soltaron una arenga. Los labios de Elspeth se movían sin parar, y aunque desde donde yo estaba no distinguía bien lo que decían, oía su voz estridente e imperiosa. Entretanto, al parecer sin saber que sus planes se habían arruinado, Ned se había reunido con Annie y los dos mimaban a Rose. Miré de soslayo a Sibyl, que observaba desde el otro extremo de la explanada a su hermana y a sus padres. Tenía una expresión alicaída, tal vez más desgraciada que hosca. Annie, en particular, parecía adorar a su hija pequeña; ya entonces me pareció evidente que era su predilecta. Me pregunté si Sibyl se sentía alguna vez excluida.

Haciendo un esfuerzo por alegrarla, le dije:

—Debe de ser duro ser la mayor y cuidar de tu hermana todo el tiempo.

Sin duda, también trataba de ganarme a la niña, pero ella no se dejó impresionar. Parpadeó mirándome con recelo, otra extraña expresión que parecía, de algún modo, demasiado madura para su edad.

—Roce ciempre ce pierde —ceceó, luego se volvió y se escabulló en dirección a la fuente de Doulton.

Siempre que pienso en ese momento, me estremezco.

Cuando Ned se reunió de nuevo con su madre y su hermana en la entrada, Horatio Hamilton, del Comité de Arte, ya había soportado bastante a las dos mujeres y, excusándose, había desaparecido en alguna oficina privada del interior del edificio principal, para no dejarse ver más en todo el día. Nadie supo con exactitud qué ocurrió entre Elspeth, Mabel y el dueño de la galería, pero, según ellas, pese a sus más encantadores y persuasivos esfuerzos, él les había asegurado que no podía hacer nada por trasladar el cuadro de Ned. Al parecer el comité lo había planeado todo cuidadosamente varias semanas atrás; los cuadros no podían moverse a capricho de los artistas y sus familiares. Así,
Junto al estanque
se quedó donde estaba durante toda la exposición, y, en consecuencia, la proyección pública de Ned no fue la que podría haber sido.

Tal vez empieza a esbozarse una imagen: la de un artista, un hombre de talento indiscutible pero limitado por las circunstancias y las responsabilidades. ¡Pobre Ned! ¿Acaso es de extrañar que le costara darse a conocer? No me habría sorprendido en lo más mínimo averiguar que envidiaba a sus colegas, sobre todo a los que no tenían líos domésticos. Además, debía enfrentarse a las injusticias de un mundo artístico que (entonces, como ahora) tenía fama de esnob, y no había lugar más exclusivista que Escocia, donde la mayoría de los artistas establecidos poseían una fortuna, un patrimonio en Edimburgo y una educación de primera calidad. Incluso la vanguardia de la «nueva escuela», esa alianza libre de pintores que al final se había dado a conocer como los «Chicos de Glasgow», estaba formada, en su mayoría, por hijos de pastores, comerciantes o magnates de compañías navieras que, con el apoyo económico de sus familias y sus mecenas, no necesitaban ganarse la vida con la venta de sus cuadros. Algunos de esos hombres estaban tan establecidos a esas alturas que no solo habían colgado su obra en la exposición sino que también les habían pedido que pintaran varios frescos en sus edificios. Ned Gillespie no formaba parte de ese círculo de elegidos, y no le habían pedido que contribuyera con un garabato siquiera.

En sentido estricto, los Gillespie eran bastante respetables, pero a pesar de los valerosos esfuerzos de Elspeth por sonar culta, no había ni riqueza ni
noblesse
por su lado. Sin embargo, allí estaba Ned, luchando por crear obras de arte, pese a su origen y sus circunstancias adversos. Eso hizo que me preguntara cuántos había cómo él: jóvenes dotados cuyo talento se desperdiciaba por falta de dinero y oportunidades. Tampoco pude evitar pensar en otros conocidos que, pese a su fortuna y a haber tenido todas las ventajas, no habían conseguido hacer nada que mereciera la pena. Al menos Ned creaba algo valioso con su talento. Lo compadecí, y esa noche, sola en mi alojamiento, me descubrí reflexionando sobre las terribles injusticias del mundo.

4

Después de dar vueltas al asunto, decidí ver qué podía hacer para ayudar a Ned Gillespie, ese joven talentoso. Era lo menos que podía hacer, y no me costaba nada. Saltaba a la vista que entre él y el verdadero éxito se interponían varios factores. De nuestra conversación en el parque había deducido que, por motivos económicos, se veía obligado a producir cuadros «populares» en serie, en lugar de dar rienda suelta a su propia creatividad, más interesante. También sospechaba que estaba a merced de su encantadora pero díscola familia, que debía de distraerlo mucho de su oficio, sobre todo porque tenía el estudio en la buhardilla de la casa. Por último, era evidente que carecía de un círculo de influencia: esos amigos que ocupan cargos elevados y suelen hacer la vida más fácil a tantos artistas. El pobre Ned no gozaba de tales ventajas, y yo tenía el presentimiento de que él no era una persona lo bastante calculadora o materialista para cultivar amistades influyentes o en buena situación.

Antes de acostarme esa noche escribí una carta a mi padrastro, Ramsay Dalrymple, que vivía al norte de Helensburgh, una ciudad que no quedaba lejos de Glasgow. Tenía la sensación de que al menos debía hablarle de Ned. Por lo que yo sabía, Ramsay no tenía especial interés en las artes, pero era rico, y siempre existía la posibilidad de persuadirlo para que comprara un par de cuadros. Además, seguro que conocía a alguna figura del
establishment
en el oeste de Escocia, tal vez incluso del mismo mundillo de arte, contactos que podían resultar muy útiles a un joven pintor.

En mi carta le proponía ir a verlo el miércoles, siempre que él diera su aprobación. No hubo respuesta, pero eso no me sorprendió, ya que sabía bien que a Ramsay no le gustaba escribir cartas. De hecho, desde que se había ido de Londres, después de separarse de mi madre, y a pesar de que yo le había escrito varias veces todos los años, él solo me había devuelto unas cuantas notas breves. Últimamente casi no salía de su finca, y yo había estado tan ocupada las últimas semanas (con la exposición, mis nuevas amistades y demás) que todavía no le había informado de mi llegada a Glasgow. Pese a lo poco que le gustaba la correspondencia, supuse que si no hubiera querido que fuera a verlo me lo habría hecho saber, aunque fuera con un telegrama. De ahí que el miércoles por la mañana, al no haber tenido noticias en sentido contrario, tomara el tren a Helensburgh.

Tal vez debería aclarar que Ramsay era el segundo marido de mi madre. A mi verdadero padre, un capitán de los Fusileros, lo mataron en la batalla del Alma, en 1854, un año después de que yo naciera. El año siguiente mi madre volvió a casarse y, tal vez porque yo era muy pequeña entonces, siempre pensé que Ramsay era mi «papá», aunque lo recuerdo como una figura bastante distante.

Pero eso no viene al caso. Como estaba diciendo, el miércoles fui a visitar a mi padre, es decir, a mi padrastro (tal vez, en aras de la claridad, en adelante debería referirme a él de este modo). Era un día húmedo y frío de finales de mayo. Por desgracia algo debía de haberme sentado mal, porque en la estación empecé a marearme, y durante el trayecto en tren tuve tantas náuseas que creí que tendría que bajarme unas paradas antes. Logré controlarme hasta que llegamos a Helensburgh, donde me encaminé corriendo al paseo marítimo y respiré el aire puro durante diez minutos. Luego contraté para toda la tarde a un hombre con un carruaje ligero tirado por un poni. Temí por mi estómago durante el trayecto hasta la finca, pero la carretera era excelente, y, afortunadamente, no dimos demasiados botes.

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