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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (6 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Nuestro pequeño grupo, compuesto por Elspeth, Annie, las niñas y yo, empezó a moverse en dirección a ellos. Por desgracia, Elspeth frenaba nuestro avance al irse deteniendo para hablar mejor. Empezó a contarme la vida de una persona que un allegado suyo había conocido; alguien a quien era improbable que yo llegara a conocer y a quien, además, la misma Elspeth no había conocido nunca, pero al parecer ninguno de esos detalles le impidió hablar largo y tendido sobre ese completo desconocido.

Yo hubiera deseado algún apoyo moral bajo ese torrente de verborrea, pero Annie, sin mostrar ningún compañerismo, no tardó en salirse del sendero para recoger una hoja, y, absorta en la contemplación de su forma, se rezagó. Sibyl y Rose daban brincos delante de nosotras. Mientras Elspeth seguía parloteando, yo miraba de vez en cuando hacia donde estaba Ned. Se había apartado de sus compañeros para mirar hacia el otro extremo del parque el globo de Waterbury Watches, que apenas se veía por encima de los árboles, más allá de la sección de maquinaria. Tenía un brazo medio levantado y parecía estar jugueteando con algo que tenía en la muñeca: un gemelo, tal vez, o un reloj. Me descubrí preguntándome si recordaría nuestro encuentro en Londres.

Justo en ese momento dio la casualidad de que miró en mi dirección y, casi sin pensarlo, me saludó con una mano, como se haría con un viejo amigo. Para mi sorpresa se separó al instante de Mabel y de los demás, y se apresuró a acercarse a nosotras, dando sacudidas a la pipa para vaciar la ceniza. Estaba segura de que me había reconocido. Su presencia al menos interrumpió el monólogo de Elspeth.

—¡Ven aquí, Ned, cariño, que te presentaré a la señorita Bexter! Herriet, este es mi otro hijo, Ned.

El artista se descubrió la cabeza y, volviéndose hacia su madre, dijo simplemente:

—¿Y bien?

—Aún no hay rastro de él, cariño —respondió Elspeth—. Pero espera a que lleguemos al palacio. Allí es donde más posibilidades tenemos de encontrárnoslo.

—Ah —dijo Ned, y miró hacia Annie, que seguía de pie en la hierba, examinando la hoja que había recogido del suelo. Contemplando a su mujer, su expresión se suavizó y sonrió.

Era evidente que no me había reconocido en absoluto, pero ¿por qué iba a hacerlo? Un artista profesional puede hablar con numerosos desconocidos durante una inauguración en una galería como Grosvenor, y si su obra aparece en otras cuantas exposiciones a lo largo del año, el número de caras nuevas debe de ser elevadísimo. Habría sido una necia si me hubiera dolido que no se acordara de mí.

—¿Qué estará haciendo? —preguntó Ned cariñosamente, como para sí. Luego la llamó—: Annie, querida. ¡No te quedes atrás!

Le hizo señas para que se acercara, pero ella se limitó a saludarlo con la mano, sonriendo de una forma muy atractiva; sospeché que estaba demasiado lejos para oírlo. Ned se rió y le tiró un beso, luego suspiró alegre y se alejó por el sendero, balanceando su bastón. Elspeth y yo nos acoplamos a su paso, y las niñas empezaron a corretear entre nosotras y él, cantando una canción infantil sobre unas campanillas azules. Un transeúnte nos habría tomado por una familia, yo como la figura materna; el pensamiento casi me divirtió.

—¡Bueno, Herriet! —gritó Elspeth—. No le importa si vamos un poco más deprisa, ¿verdad? Estamos buscando al señor Hamilton, del Comité de Arte. Confiamos en que trasladen el cuadro de Ned y tenemos una vaga idea de cómo conseguirlo.

A continuación añadió que la lamentable colocación de
Junto al estanque
había sido una fuente de preocupación desde el comienzo de la exposición. De hecho, la misma semana de la inauguración Ned había escrito a Horatio Hamilton pidiéndole educadamente que cambiara de sitio el cuadro. Hamilton (hace tiempo en el olvido) era entonces un pintor bien establecido de la anticuada «escuela del bote de engrudo», así llamada debido a la naturaleza oscura y pegajosa del medio preferido por los artistas, el megilp, y también, quizá, a la temática que tocaban, que a menudo era viscosa, empalagosa y sobre todo moralista. Como miembro de semejante escuela, quizá Hamilton no era uno de los aliados naturales de Ned, pero se trataba de una de las principales figuras del Comité de Arte que había organizado la exposición, dirigía una respetable galería en Bath Street y, lo más crucial, había sido uno de los profesores de Ned en la Escuela de Bellas Artes. Sin el apoyo de Hamilton, a Ned le parecía que tenía pocas posibilidades de cambiar el cuadro de sitio. Así, según me contó Elspeth, le había escrito una carta, pero no había recibido respuesta. Una segunda carta tampoco fue contestada.

Todo eso era fascinante, y me sentí halagada de que me hiciera tales confidencias, aunque advertí que Ned no se sumó a su madre para contar la historia. De hecho, al principio intentó disuadirla de divulgarla demasiado, pero era como si un gatito recién nacido se hubiera cruzado en el camino de un toro en fuga. No tardó en renunciar a cambiar de tema y se concentró en suplicar a su madre que no se detuviera mientras hablaba. Entretanto, las niñas seguían correteando a nuestro alrededor. Sibyl, en particular, parecía chocar con nosotros cada vez que pasaba por nuestro lado y, una o dos veces, me pregunté si no me había empujado de manera deliberada.

—Es bien sabido —decía Elspeth— que Hamilton suele dar un pequeño paseo por el parque entre las cuatro y las cinco de la tarde. Pues bien, Herriet, nuestro plan es encontrarnos con él como por casualidad, y en el transcurso de la conversación persuadirlo para que se asegure de que cambian de sitio el cuadro de Ned. No le dejaremos irse del parque antes de que se haya comprometido a hacerlo. ¡Me sentaré encima de él si es necesario!

Aunque no me pareció una estrategia recomendable, habría sido una grosería sugerirlo, por lo que me limité a mirarla pensativa, como si tomara en consideración lo que me había contado.

—Si todo falla —le gritó Elspeth a su hijo—, ponlo en su sitio. ¡Suéltale que es un viejo estúpido! ¡Un esnob calvo y gordo excesivamente cotizado!

—Sí —respondió Ned con una sonrisa—. Con eso seguro que lo convenzo.

—Y mientras estás en ello, cariño, debes insistir en que cuelguen tu cuadro del lago donde todo el mundo lo vea. ¿Por qué no cambiarlo de galería? Casi nadie entra en esa.

—Es la sala de obras británicas en venta —le explicó Ned con paciencia—. El cuadro tiene que permanecer allí, madre, ya que está en venta, no en préstamo, y está catalogado como británico.

Elspeth rechazó esos detalles nimios con un gesto.

—Pero, cariño, no se ha vendido porque está en un lugar horrible. ¡Deberían colgarlo junto al cuadro de Balaclava! Todo el mundo se detiene a verlo. ¡Si el cuadro de tu estanque estuviera a su lado, todos los visitantes que hacen cola para ver el Balaclava estarían obligados a ver tu cuadro mientras esperaran!

—Qué gratificante pensar que están obligados a hacerlo.

—¿Y qué hay del vestíbulo principal? Podrían colgarlo allí. Así sería lo primero que verían al entrar en el edificio.

—Vamos, madre, ni sería factible ni está permitido.

Las palabras de Ned tenían mucho sentido, pero Elspeth insistió. Su alegre lealtad hacia su hijo era admirable, aunque sus sugerencias fueran poco prácticas.

—¿No podrían construir otra galería —continuó— para exponer algunos de los mejores cuadros? Tu obra podría tener un lugar destacado en ella.

Ned pareció considerar sus palabras.

—Podrían llamarla el ala Gillespie —repuso con ironía.

—¡Exacto! —exclamó Elspeth sin notar el brillo en los ojos de él. Batió palmas—. Qué idea más genial.

De pronto Sibyl tropezó a mi derecha y cayó al suelo sobre las manos y las rodillas. Hubo un paréntesis de unos pocos segundos, mientras la niña asimilaba lo ocurrido, luego, como era de esperar, se puso a berrear. Elspeth se lanzó a su rescate, y Annie se acercó corriendo para consolar a su hija. Así, por un golpe de suerte, el artista y yo acabamos paseando juntos, los dos solos. Él estaba visiblemente preocupado; no paraba de mirar en una y otra dirección, observando los grupos de visitantes, sin duda buscando a Hamilton. Para distraerlo de su ansiedad, rompí el silencio.

—Su madre parece recuperada por completo.

Me sonrió desconcertado.

—¿Recuperada? Perdone, pero ¿de qué habría de recuperarse?

Lo miré sorprendida. ¡Tenía que haberse enterado de lo ocurrido!

—Del accidente que tuvo la semana pasada en la ciudad…, cuando se desmayó.

—Ah, sí…, eso. Sí, ya lo creo. Está en perfecto estado.

Transcurrió un rato. Ned escudriñó la cola que esperaba frente a la Kelvingrove Mansion mientras nos acercábamos.

—Fue una suerte que yo pasara por esa parte de la ciudad ese día y la viera.

Me miró con los ojos entrecerrados.

—Oh, usted es la señora… Discúlpeme. Sí, gracias. Muchas gracias. Le estamos muy agradecidos por lo que hizo. —Me sonrió con afecto—. Ha resultado ser un día excelente, ¿verdad?

Hacía, en efecto, una bonita tarde. No había nubes en el cielo, y gracias a una ligera brisa el calor no era excesivo. Los árboles estaban en su apogeo, y a nuestro alrededor crecía la hierba, verde y exuberante. Casi podríamos haber sido dos figuras paseando en un paisaje verde. En el quiosco de música tocaba la Blue Hungarian y sus estrepitosas notas flotaban por todo el parque. De pronto me sentí eufórica. Tal vez fuera ese júbilo lo que me llevó a ser bastante impertinente en mi siguiente comentario. Me sentía despreocupada y osada. ¿Qué importaba si demostraba interés?

—Tengo entendido que es usted artista, señor. ¿Podría decirme en qué ha trabajado últimamente?

Ned hizo un gesto bastante tímido hacia el paisaje.

—Bueno…, en esto. La exposición, los artesanos. Estos temas.

—Los artesanos…, qué fascinante. —Luego añadí (tal vez con cierta picardía)—: Muy diferente de su cuadro
El estudio
, el de la dama de traje negro y velo con la jaula.

Se volvió hacia mí, sorprendido.

—Pero… ¿cómo? ¿Lo ha visto usted?

—Ya lo creo.

—Pero… ese cuadro solo se ha expuesto una vez.

—Lo sé… Estuve allí, en la Grosvenor. ¿Lo compró alguien?

—Sí, nada menos que un coleccionista anónimo.

Batí palmas.

—¿Anónimo? ¡Qué emocionante!

Sin embargo, Ned se detuvo en seco.

—Disculpe…, acabo de darme cuenta de lo grosero que he sido. Ahora recuerdo su cara. Le pido disculpas.

—No se preocupe…, no tenía por qué recordarla.

—Pero la recuerdo —insistió—. Llevaba un sombrero sofisticado…, un bonito sombrero muy alto… y… un traje azul muy llamativo. Sí, ahora me acuerdo… Yo iba con ese horrible comisario. Su sombrero le molestó porque le impedía ver, y luego yo perdí un gemelo del cuello. Discúlpeme por no haberla reconocido de entrada. Verá, cuando mi madre nos ha presentado, he dado por sentado que era una de las señoras de su iglesia.

—Oh, no. A decir verdad, soy lo que podría llamar una librepensadora.

Ned miró por encima de su hombro y me lanzó una alegre mirada de complicidad.

—Este…, bueno, entre nosotros —dijo bajando la voz—, yo tampoco soy un fanático de la Iglesia presbiteriana de Escocia.

Me reí, y él sonrió.

—Disculpe, señorita, pero ¿cómo ha dicho que se llamaba? Estas inauguraciones me ponen los nervios de prueba y luego nunca me acuerdo de nada.

—No hace falta que se disculpe…, nadie nos ha presentado. Me llamo Harriet Baxter. Pero, por favor, llámeme Harriet.

—Harriet, eso es. Encantado.

Me estrechó la mano. Fue un momento encantador, no solo porque era la primera vez que le oía pronunciar mi nombre, sino por la sonrisa tímida y cautivadora que me dedicó después de hablar. Sus ojos, aunque tristes, eran de un azul extraño y desconcertante; en ese instante no habría sabido poner nombre al color, pero en retrospectiva describiría ese tono, esa tarde, como ultramarino.

Bajé la mirada cuando él me soltó la mano y reparé en la musculatura de su muñeca. Luego vi un boceto a lápiz del globo de aire caliente garabateado por todo el puño, que debía de ser lo que lo había tenido ocupado hacía un rato, cuando creí que daba cuerda a un reloj de pulsera o jugueteaba con un gemelo de su camisa. Tal vez suene estúpido, pero me pareció bastante emocionante: que estropeara los puños de su camisa dibujando algo en ellos demostraba una alentadora ausencia de vanidad, por no hablar de una atractiva y despreocupada actitud hacia los convencionalismos.

Reanudamos el paso y, al poco rato apareció ante nosotros la multitud que pululaba frente al edificio principal. Había mucho movimiento, incluso para un sábado. La mirada de Ned fue de un lado para otro mientras nos encaminábamos al palacio Oriental.

—Me parece muy interesante que esté dibujando la exposición —dije—. Es un tema tan inspirador. ¡El paisaje urbano! ¡El humo! ¡Los habitantes de la ciudad! ¡Las multitudes!

—Sí —repuso él, no muy seguro—. Pero nadie compra cuadros de la ciudad. Prefieren colgar almiares y granjas en sus paredes. Y uno tiene que ganarse la vida, señorita Baxter, sobre todo si tiene una familia que mantener.

Recordé la escena que había presenciado hacía un momento: el hermano de Ned pidiéndole dinero prestado. Me pregunté si sería algo habitual. A juzgar por su forma de vestir, Kenneth Gillespie debía de tener gustos caros. ¿Y a quién más tenía que mantener Ned? Su madre, al parecer, era viuda; Mabel aún era soltera, y luego estaban Annie y las niñas, a las que había que dar de comer y vestir.

—Supongo que tiene muchas presiones económicas.

Como Ned no respondió, me volví hacia él y vi que tenía la mirada fija en un hombre que estaba sentado detrás de un caballete, en el césped próximo a Van Houten’s, en el mismo lugar donde yo los había esperado no hacía mucho. El artista, un personaje achaparrado y medio calvo, parecía estar dibujando la multitud que pululaba frente al palacio. Una sombrilla blanca lo protegía del sol. Había varias personas paradas a ambos lados de él, a una distancia respetuosa, admirando su obra.

Ned lo miró como si estuviera estupefacto.

—¿Es el señor Hamilton? —aventuré a preguntar.

—No —respondió Ned—. ¡Es Lavery…, maldita sea!

Y, dicho esto, se precipitó a través del patio con feroz determinación. Medio sospeché que estaba a punto de atacar al artista, o de volcar el caballete y pisotearlo, así que corrí tras él; pero Ned no hizo nada de eso (por supuesto que no, no había violencia en su carácter). Se limitó a mirar fríamente al hombre mientras caminaba a grandes zancadas por su lado y a soltarle un rígido y deliberado:

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