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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (8 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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La casa de mi padrastro, que veía por primera vez ese día, solo puede describirse como una fortaleza: una mansión almenada, lúgubre y gris, desde la que se dominaba el Gare Loch (más lúgubre y más gris). Al llegar me hicieron esperar en un salón. Era una estancia oscura y fría. En una esquina había una vitrina que me resultó familiar; no tuve que mirar el interior para saber que en ella estaba la colección de calidoscopios de mi padrastro. Cerca, en un plinto polvoriento, había lo que debía de ser un giroscopio. Encima de una mesa había una máquina de coser y, apoyado contra un cajón de embalar abierto, un artefacto extraño: una caja baja de madera sobre ruedas con un mango largo como de escoba. Era evidente que las obsesiones de mi padrastro no habían cambiado. Siempre había sido un fanático a la hora de adquirir nuevos aparatos, tal vez porque recelaba del mundo moderno y de sus exigencias, y le aterraba quedarse atrás. Recuerdo que cuando era niña lo veía examinar los periódicos y semanarios en busca de referencias a nuevos inventos, y compraba cuantos artefactos salían a la venta. Por desgracia, cuando llegaban esas compras, él a menudo descubría que no tenía ni idea de cómo hacer funcionar los artilugios, y era demasiado orgulloso para pedir más instrucciones al fabricante, con el resultado de que las habitaciones de nuestra casa de Eaton Square siempre estaban abarrotadas de carcasas de artefactos inservibles que nadie sabía cómo funcionaban. De hecho, Ramsay no permitía ni a los criados ni a nadie tocar las máquinas hasta que él las había probado, y si no lograba ponerlas en marcha, insistía en que nadie podía.

Ninguna de las chimeneas estaba encendida, y en vista de que el movimiento parecía aliviar mis náuseas, empecé a dar vueltas por la habitación para entrar en calor. Unos diez minutos después se abrió la puerta de par en par y mi padrastro entró, frotándose las manos de forma atlética. Me miró de arriba abajo con una sonrisa tensa.

—¡Ay, querida! Casi no has cambiado… Reconocería esa nariz en cualquier parte.

Por alguna razón no puedo recordar bien qué dijo en los minutos siguientes. Tal vez me quedé parada al ver lo mucho que había envejecido desde la última vez que lo había visto, diez años antes, en un funeral de la familia; aunque no debería haberme sorprendido, al fin y al cabo tenía casi setenta años. Físicamente se le veía bastante robusto, pero su cabello y su barba se habían vuelto de un blanco plateado, y tenía la piel pálida como el sebo. Siempre había tenido una tez espectral, pero, en mi recuerdo, su pelo y su barba eran negros, con solo un ligero toque gris.

Impaciente por entablar conversación con él, y, advirtiendo que su mirada no paraba de desviarse hacia el artefacto que había junto al cajón, pregunté:

—¿Es una adquisición reciente, señor? ¿De qué se trata?

—Es un cepillo mecánico para barrer alfombras —respondió él. Luego preguntó, como al azar—: ¿Tienes alguna idea de cómo funciona?

Cuando le informé de que no tenía ni la más remota idea de cómo funcionaba ese trasto, él frunció el entrecejo y dio unos golpecitos a la caja con el pie.

—De todos modos, creo que está roto —dijo—. Estas varas no giran. Ha llegado de Estados Unidos, además, con un gasto enorme, ¡típico!

Mientras reposaba el té, dimos una vuelta por la mansión, a petición mía. Parecía que a mi padrastro le preocupaban los ladrones, porque había más candados que en una prisión. Me fijé en que un vigilante patrullaba los jardines con perros, todas las ventanas estaban aseguradas con clavos, las puertas que daban al exterior estaban atrancadas con barras de hierro en la parte superior e inferior, y todas las puertas interiores podían cerrarse con un cerrojo desde el vestíbulo o el pasillo contiguo; así, en el caso poco probable de que un intruso entrara en una de las habitaciones, no lograría acceder al resto de la casa, a menos que fuera con varios cartuchos de dinamita.

A pesar de ello, y de la fortuna de Ramsay, no parecía haber mucho que robar. La mayoría de las habitaciones estaban sin amueblar y solo servían de almacenes para sus artefactos. Por una parte, mi padrastro parecía frustrado por el mal funcionamiento de sus máquinas, pero también parecía disfrutar con sus fallos, como si eso confirmara que el mundo moderno, pese a todos sus desconcertantes artilugios y su precocidad, en realidad no era tan ingenioso. En el salón matinal me animó a admirar un grafófono mecánico: una máquina parlante que al parecer nunca había pronunciado una sola sílaba. A su lado, en la trascocina, me enseñó un refrigerador; ese aparato no solo no se enfriaba nunca sino que (según la cocinera) soltaba gases venenosos de forma intermitente. Fuera, en el camino de entrada, nos detuvimos a mirar un cortacésped accionado por vapor que estaba medio escondido dentro de un matorral. Lamentablemente el aparato resollaba y se caía a pedazos de lo oxidado que estaba, ya que el jardinero se había negado a utilizarlo. Por fin llegamos al gabinete, la diminuta habitación en la que mi padrastro parecía pasar la mayor parte del tiempo. Se sentó y, cogiendo un montón de negativos de vidrio opaco, empezó a pasarlos. Yo estaba a punto de tocar el tema de Ned cuando él me preguntó con brusquedad si sabía cómo funcionaba una cámara (o, como lo llamó él, un «aparato fotográfico»), y cuando respondí que no, arqueó una ceja.

—Pero tú eres joven —gritó—. Como mujer se te puede disculpar cierta ignorancia sobre la fotografía, ¡pero tampoco sabes nada de esos nuevos cepillos mecánicos!

Le sonreí con cordialidad.

—Sé que son muy útiles, señor. Y ahora que lo pienso, conozco a alguien que tiene uno en su casa. El artista Ned Gillespie.

Admitiré que esto último no era del todo cierto. Por lo que yo sabía, los Gillespie no tenían nada más sofisticado que una escoba. Pero estaba deseando apartar a mi padrastro del tema de sus artefactos.

—¿Conoce su obra? —me apresuré a añadir.

Pasando por alto mi pregunta, Ramsay agitó una mano.

—¿Y dónde se fabricó el aparato de tu amigo?

—Creo que no me ha entendido bien, señor. Es un artista, no un inventor.

—Sí, pero has dicho que tenía un cepillo mecánico, ¿no? Lo que quiero saber es si puede lavar la alfombra además de barrerla.

—Estoy casi segura de que no sirve para lavar la alfombra, señor. Pero lo que quería decir era que el señor Gillespie…

—¡Ajá! —exclamó mi padrastro—. En este caso, dime, jovencita, ¿sabes de algún aparato que lave además de barrer? ¿Existe tal máquina?

Era una conversación agotadora, hostil y que no llevaba a ninguna parte. Me había olvidado de que esa era la única clase de discusión en la que mi padrastro se embarcaba; sus interlocutores siempre eran sus adversarios; de hecho, él no tenía la sensación de estar manteniendo un verdadero diálogo a menos que un interlocutor acabara triunfando sobre el otro. Admitiré que me sentía frustrada. Hacía muchos años que no nos veíamos; costaba creer que estuviéramos enzarzados en una conversación tan inútil y combativa sobre algo tan intrascendental como unos aparatos.

—No, señor —respondí—. No conozco tal artilugio.

Se le curvaron los labios y me miró con desconfianza; si yo era una representante del mundo moderno, parecía ocupar un lugar muy bajo en su estima. Enseguida me sentí apenada y ansiosa; ¡lo había decepcionado! De niña había aprendido todo lo relacionado con sus calidoscopios confiando en agradarle. Lamenté no estar mejor informada sobre los cepillos mecánicos para barrer alfombras.

En ese momento llegó el té. Ramsay se sentó erguido y se mostró silenciosamente alerta. No tardé en ver la razón. La habitación era tan pequeña y su anciana ama de llaves temblaba tanto que el acto de dejar la bandeja del té resultaba bastante peligroso, sobre todo cuando había en ella líquidos que escaldaban. La anciana tembló; la porcelana tintineó; la leche y el agua se derramaron, y pareció que de un momento a otro mi padrastro iba a levantarse de un salto para ayudarla. Cuando el ama de llaves se fue, abordé una vez más el tema de Ned.

—Quizá haya visto su cuadro en la exposición. Ha estado en la Exposición Internacional, ¿verdad?

—¡No! —exclamó él con desdén—. Todo son obras secundarias.

—Bueno, hay algo más que eso, señor. Deberíamos ir algún día. Hay varios edificios muy atractivos… ¡y maquinaria! Por no hablar de los inventos. ¡Vendían una tetera muy ingeniosa que se servía sola! —Un destello de interés se reflejó en su cara—. También podría enseñarle el cuadro de Ned, aunque el que hay en la exposición no es el mejor.

Mi padrastro me miró con atención.

—¿Has clavado tus garras en la carne de ese dobbin?

—¿Cómo… dice?

—¿Vas a casarte con él? ¿De eso se trata?

Me reí.

—¡Oh, no! Se llama Gillespie, señor, y ya está casado. Solo creo que tiene mucho talento.

Qué típico de mi padrastro, asociar el matrimonio con la imagen de unas «garras» femeninas clavándose en la carne masculina. Sentía devoción por mi madre, por supuesto, al menos antes de que se separaran, pero, por lo general, no parecía tener una gran opinión del sexo femenino. ¡Jamás habría sido sufragista! De hecho, moriría mucho antes de que empezara esa campaña: víctima, lamentablemente, de una extraña explosión causada por un bañoducha accionado por gas recién adquirido sin patente.

—¿Por qué no viene a la ciudad la próxima semana, señor? Podríamos ir juntos a la exposición… y pasar allí el día. Podría invitar al señor Gillespie y a su mujer. O tal vez traerlo conmigo en mi próxima visita.

La cara de Ramsay reflejó tal alarma que añadí de inmediato:

—Aunque quizá sería mejor que viniera usted a la ciudad. ¿Quiere más té?

Meneó un poco la cabeza.

—Me preguntaba, señor, si…, tal vez…, entre sus amigos, hay algún coleccionista o el dueño de una galería.

—Amigos —dijo Ramsay con amargura, dando un empujoncito al azucarero.

Puede que por entonces fuera todavía más solitario de lo que yo había supuesto.

Sin saber qué más hacer, sonreí. Luego miré fuera del gabinete, la habitación con corrientes de aire que había al otro lado del pasillo.

—Es una casa muy bonita, señor. Quedaría bien colgar algo en esas paredes… Algún cuadro, por ejemplo.

—Humm —musitó mi padrastro. Luego se echó hacia delante y me miró, con los ojos centelleantes—. ¿Quieres que recomiende a ese tal Gillespie?

—Bueno, eso sería de gran ayuda. Aún no está en la vanguardia, pero es tan bueno como Guthrie o Walton, o cualquiera de los otros. —La expresión de Ramsay no se alteró; era probable que nunca hubiera oído hablar de esos artistas—. Si acordáramos un día para que viniera a la ciudad, podría organizarlo para que viera su obra…

—Bueno, ya veremos. —Alzó uno de los negativos de cristal a la luz y miró—. ¡Niebla en el salón! —gruñó—. ¡Inservible!

Estaba por ver que mi padrastro comprara alguno de los cuadros de Gillespie o que lo recomendara a sus socios, pero antes de que me fuera aquel día me hizo una propuesta sorprendente: pagar para que me pintaran un retrato que pudiera colgar en la pared de su salón. Por supuesto, me sentí satisfecha y halagada, pero tengo que confesar que, de entrada, la idea me resultó algo embarazosa. Para empezar, me parecía un acto vanidoso posar para mi propio retrato. Además, ni siquiera en mi juventud me había hecho ilusiones sobre mi aspecto físico, y desde luego no poseía la clase de belleza que se entusiasmara ante la perspectiva de ser examinada, tan de cerca y durante tanto tiempo. Aun así un encargo como ese se pagaría bien y decidí hacerle el ofrecimiento a Ned Gillespie, convencida de que podría resultar económicamente beneficioso para él. El retrato podía prolongar mi estancia en Glasgow, pero no tenía inconveniente en alargar mi viaje, aunque fuera unos meses, y no había nada urgente en Londres que requiriera mi atención.

Al día siguiente, tal como habíamos acordado, acudí a Stanley Street para ver los cuadros de Ned. Después de llamar al timbre, una persona con zapatillas y delantal me dejó entrar en el edificio; no había duda de que era la doncella de los Gillespie, Christina. En mi visita anterior se me había pasado por la cabeza que Annie, con sus quejas de que era el día libre de la doncella, intentaba ocultar cierta escasez de recursos,
sans serveuse,
pero allí estaba la doncella, una joven de ojos azules y pestañas negras, con una belleza de nariz chata y respingona. Me precedió por las escaleras, golpeando los peldaños con los talones de las zapatillas. Su aspecto no era muy pulido; aun así, parecía (al menos en un primer encuentro) una criatura bastante competente.

Una vez en el interior del edificio, Christina me condujo directamente al piso superior. Una buhardilla es algo poco común en un bloque de pisos, pero Stanley Street se había construido siguiendo un diseño poco común. Por ejemplo, todas las viviendas tenían el lujo de contar con un aseo interior, y los residentes de la planta superior, como los Gillespie, disponían de un segundo piso en la buhardilla. La familia de Ned había hecho buen uso del espacio adicional. Además de tres dormitorios pequeños (para Sybil, Rose y Christina), allí arriba tenían el armario de la ropa blanca y —mi destino aquella tarde— un estudio de pintura: un estrecho y sombrío desván con una claraboya. Lo reconocí de inmediato como la buhardilla del cuadro que había visto en la galería Grosvenor.

Me llevé una sorpresa, así como una pequeña decepción, cuando descubrí que yo no era la única visita ese día. El amigo de Ned, Walter Peden, ya estaba allí cuando llegué y llevaba consigo —«por casualidad»— su carpeta. Aunque era descendiente de escoceses, Peden había nacido en Londres y estudiado clásicas en Cambridge, circunstancias que lo habían dotado de un acento inglés y de la actitud de que, allá donde se encontrara, siempre sería la persona más inteligente de la reunión. Peden se enorgullecía de su erudición y la blandía de manera ostentosa como si se tratara de una insignia. Por desgracia, había confundido la inteligencia con la pedantería, dos cualidades que no tienen nada que ver. De mediana estatura, tenía los pies varos, llevaba gafas y era medio calvo; su aire altanero se veía multiplicado por su incapacidad para dirigirse a alguien sin cerrar sus ojillos, como si no quisiera ensuciar su mirada posándola en su interlocutor. Era tan negado para tratar con el prójimo que no podía enfrentarse con nadie directamente en una conversación, por lo que no cesaba de buscar la manera de situarse en un ángulo oblicuo con respecto al otro. Igual de desconcertante era su tendencia a danzar alrededor de la otra persona como un indígena sin previo aviso, mientras sonreía para sí con suficiencia. En líneas generales, era una figura bastante trágica, pero tal vez esa «feliz danza» era su manera de protestar ante el mundo y de hacer creer que, en su interior, era un individuo alegre y satisfecho.

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