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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (10 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—Oh, gracias —repuso Annie, alisándose el pelo con calma.

A continuación les hablé de la idea que había tenido; que ella pintara mi retrato en lugar de Ned. Annie me miró con incredulidad.

—¿Quién…, yo?

—¿Por qué no? Tiene mucho talento…, y acaba de decir que necesita practicar. Sería un verdadero placer posar para usted.

—Oh, no. —Annie meneó la cabeza—. No puedo practicar con usted. Quiero decir cobrar por ello. No estaría bien.

—Bueno, pagará mi padrastro, y me ha dejado elegir al artista. Oh, vamos, diga que sí.

—Creo que no —respondió ella con sequedad—. No es necesario.

Tal vez yo había dado la impresión incorrecta. Ella parecía cautelosa, como si creyera que yo la veía como alguien necesitado. Ned sonrió.

—¿Por qué no, querida? Es una idea excelente, además de una gran oportunidad. Creo que sería una tontería rechazarla.

—¿De verdad? —le preguntó su mujer, y empezó a cuestionárselo—. Bueno, estaría bien trabajar con una modelo de forma continuada.

Así, tras hablarlo un poco más, quedó decidido que el encargo iría a parar a Annie. Posaría para ella una o dos veces a la semana, cuando se lo permitieran sus obligaciones domésticas y sus clases de arte. Por fortuna, yo era dueña de mi tiempo y no tenía inconveniente en adaptarme a los requerimientos domésticos de la familia. Una vez que concretamos los detalles, Annie se sentó en un viejo sofá en la esquina y, cogiendo aguja e hilo de su bolso, se puso a remendar su sombrero mientras yo contemplaba con Ned su obra. El artista se paseaba de aquí para allá, mostrándome lienzos y dibujos de distintos tamaños, y se quedaba atrás, dando caladas a su pipa. De vez en cuando las niñas entraban y salían corriendo del estudio. Christina entró con la bandeja del té y se marchó. En un momento dado Sibyl fue hasta el centro de la habitación, extendió los brazos y gritó a pleno pulmón antes de volver a salir. Ni a su padre ni a su madre les inquietó ese comportamiento: Annie se limitó a seguir cosiendo y Ned continuó ojeando un montón de lienzos.

Al parecer Gillespie pasaba bastante tiempo pintando a los miembros de su familia, cuando lograba convencerlos para que posaran. Annie aparecía muchas veces, así como Sibyl y Mabel. Al recordar el cuadro que había visto en la Grosvenor, caí en la cuenta de que me encontraba en el mismo sitio donde había sido pintado, y que era Annie quien había posado, cubierta con un velo y dando de comer al canario. Recorrí con la mirada la buhardilla buscando una jaula, pero no vi ninguna; más tarde averigüé que la habían pedido prestada para crear un centro de atención en el cuadro.

Entre la selección de lienzos que Ned me enseñó esa tarde había varias perspectivas de la exposición: sus bocetos poco sentimentales de las vendedoras de tabaco Muratti, un retrato de los dos gondoleros venecianos que habían contratado para pasear a los turistas por el río Kelvin y varias escenas vibrantes de multitudes en el quiosco de música, al lado de la montaña rusa y frente al palacio Oriental. Sin embargo, acabé decantándome por un pequeño lienzo que no tenía nada que ver con la exposición ni con su familia.
Stanley Street
era, sencillamente, la vista desde la ventana del salón que mostraba un día de invierno y unas pocas personas corriendo con paraguas. Se trataba de un fascinante cuadro de carácter urbano que me chocó por su honestidad, originalidad y modernidad. Ned había olvidado por completo el lienzo, que estaba apoyado contra la pared del fondo del estudio, pero, tras examinarlo unos minutos, lo puse encima de la mesa y dije:

—Me gusta este.

El artista se rió.

—¿Este? Solo es un ejercicio que hice una mañana. Voy a utilizar el lienzo de nuevo, ya sabe, lo rascaré y pintaré algo encima.

—¡Oh, no! —grité—. No lo haga. Es una maravilla de cuadro.

Ned lo miró con escepticismo, ladeando la cabeza hacia un lado para evitar el techo bajo. Estaba a menos de un palmo de mí, jadeando un poco tras el esfuerzo de levantar los bastidores más pesados (al parecer, era un poco asmático). Varios de los lienzos todavía estaban húmedos, y el embriagador olor de las semillas de amapola del óleo se elevó y se mezcló con el persistente humo de pipa que nos rodeaba, como una fragante bruma. Recorrí el borde del bastidor con los dedos y la tela áspera me hizo cosquillas en las yemas.

—Es mi favorito.

Annie levantó la vista desde la esquina y dejó escapar una risita tintineante.

—¿Quién quiere ver Stanley Street en un día lluvioso?

—No soy una entendida. Pero creo que es un cuadro maravilloso. Y siempre me recordaría el tiempo que he pasado aquí en Glasgow. —Me volví hacia Ned—. ¿No será uno de los cuadros que está pintando para presentar al comité?

—No —respondió él riéndose.

—Entonces, ¿puedo comprarlo, por favor? ¿Cuánto quiere por él?

Él meneó la cabeza.

—Ya nos está pagando más que suficiente por el retrato. Quédeselo, por favor. Me alegro de que le guste.

Me di cuenta de que me sonreía con una expresión interrogante. Tal vez le había divertido que escogiera ese cuadro, pero quiero creer que también había una incipiente camaradería en esa mirada.

Enseguida llegó la hora de irme. Estábamos absortos en una conversación sobre su obra cuando Ned miró el reloj y exclamó:

—¡Santo cielo! ¡Ya son y diez! ¿No tenía usted una cita, Harriet?

—Qué lástima… Me lo estaba pasando muy bien. Supongo que podría llegar tarde…

—Ni hablar de eso. Vamos, ¿adónde tiene que ir?

—Oh, es aquí mismo en el parque. He quedado con alguien.

—Entonces no querrá cargar con el cuadro. Si está en casa mañana, se lo empaquetaré y se lo enviaré con el hijo de los vecinos. Es de fiar.

—Sí, tal vez sea lo mejor. Gracias, Ned. Estoy en el número trece.

—No olvide su sombrero y su cesta. Annie, ¿vienes, cariño?

Mientras yo recogía mis pertenencias, su mujer se deslizó por nuestro lado hasta el rellano y bajó. Ned y yo la seguimos, y apenas llegamos a la curva de la escalera cuando se oyó un grito agudo en el pasillo, seguido de un lamento juvenil. Ned se asomó por la barandilla.

—¿Qué pasa ahora? —murmuró.

Pronto se hizo evidente el motivo del altercado: solo era una continuación de la pelea de las niñas sobre los helechos. La puerta del comedor estaba abierta. En el centro de la habitación estaban Christina y las dos niñas. Sibyl lloraba mientras Rose la miraba furiosa, con expresión acusadora y las mejillas también manchadas de lágrimas. La causa de la desesperación de ambas se hallaba en el suelo del comedor: la maceta azul de Rose hecha añicos, con la tierra esparcida sobre la alfombra y el helecho roto. La planta de Sibyl estaba intacta encima de la mesa de comedor.

—¡Sibyl me ha roto la maceta! —gritó Rose mientras sus padres y yo irrumpíamos en la escena.

—¡No es verdad! —gritó la niña mayor.

Annie suspiró.

—Oh, Sibyl, ¿se te ha caído sin querer?

La niña daba saltos, gimoteando.

—¡NO! ¡No he sido yo! ¡No lo he hecho yo!

—Oh, cielos —suspiró Annie, llevándose las manos a la cabeza—. ¿Adónde vamos a ir a parar?

Era evidente que le costaba controlar a sus hijas, sobre todo a Sibyl. Ned se detuvo al lado de su mujer y la rodeó con un brazo. Ella se apoyó contra él, sonriéndole agradecida y llorosa, y él la besó en la coronilla y luego en la mejilla. Al cabo de un momento Ned le hizo un guiño afectuoso a Sibyl.

—No importa, Sibyl. Solo es una maceta.

La niña corrió hacia él y le rodeó las piernas con los brazos, y él la cogió en brazos para abrazarla.

Yo me volví hacia la pequeña Rose.

—No es posible salvar tu helecho, cariño, pero estoy segura de que alguien podrá traerte otro mañana. No hay motivos para desesperar.

Ella asintió de forma encantadora. Miré el estropicio que había sobre la alfombra.

—Esa porcelana parece cortante —dije—. Tenga cuidado, Christina, cuando la recoja. Si me permite la sugerencia, podría ponerse unos guantes para protegerse los dedos.

Así, poco a poco, la casa volvió a la calma. Ned subió a su estudio con Sibyl en brazos y Rose detrás, mientras Christina recogía los pedazos y Annie me acompañaba a la puerta. Allí nos despedimos y confirmamos que nuestra primera sesión de pintura sería el siguiente miércoles por la tarde.

El incidente del helecho habría pasado por un accidente si no fuera por lo que sucedió más tarde ese mismo día. Como era la menor de la casa, Rose dormía en la habitación de la buhardilla más pequeña, prácticamente un armario, al lado del estudio. Solo había espacio para un colchón de tamaño infantil, una pequeña cómoda y unos cuantos juguetes. Al parecer, a la hora de comer encontraron un fragmento de porcelana azul entre las sábanas de la cama de Rose, justo debajo del cabezal. El fragmento era afilado y triangular, con tres crueles puntas irregulares. Si no lo hubiera descubierto Mabel, con sus ojos de lince, cuando se ofreció a leer un cuento a su sobrina antes de dormir, la niña se habría cortado o incluso resultado gravemente herida durante la noche.

Solo con el paso del tiempo y el devenir de otros sucesos más desagradables, la familia empezó a preguntarse en serio si Sibyl, en un ataque de rabia, no habría roto la maceta de su hermana y subido luego de puntillas las escaleras para esconder esa horrible sorpresa en su cama. Lo cierto es que aquella tarde nadie oyó ningún alboroto, lo que resultaba extraño, ya que si alguien hubiera tirado el helecho al suelo del comedor, habría causado un estrépito. Pero, como es natural, todo el mundo estaba ocupado, y el culpable podría haber amortiguado sin problema el ruido envolviendo la maceta en un extremo de la alfombra y pisoteándola con fuerza después. El sonido resultante habría sido un ligero golpe sordo seguido quizá de un vago chasquido al romperse el recipiente en mil pedazos. Destrozar el helecho solo habría sido cuestión de segundos y se habría hecho silenciosamente. Luego la niña podría haberse escabullido del comedor sin que nadie la viera y haber subido a la habitación de su hermana, donde habría deslizado el maligno fragmento entre las sábanas.

Visto en retrospectiva, así era como sospechábamos que había sucedido.

Miércoles 12 de abril de 1933

Londres

Se me ocurre que tal vez debería decir algo sobre mi situación actual. Durante los últimos veinte años he vivido tranquila y modestamente en el barrio londinense de Bloomsbury, en el cuarto piso de una mansión dividida en apartamentos con vistas a una amplia plaza ajardinada. No soy lo que se dice rica: una pequeña herencia, depositada en inversiones de escaso riesgo, me proporciona unos ingresos moderados. Hace cuarenta años mi contable me informó de que, si quería, podía regar mis comidas con chateaubriand y champán todos los días, desde entonces hasta mi última exhalación. Pero sospecho que no contó con que fuera tan longeva, porque durante la pasada década me he visto obligada a economizar en algunas cosas.

Recuerdo que en 1888 iba y venía del apartamento de los Gillespie como una cabra montesa, pero hoy día las escaleras son un reto para mí, y no soy muy aficionada al ascensor de este edificio, proclive a las averías. Así, la mayor parte de mi vida transcurre entre estas paredes. De vez en cuando me aventuro a salir, pero en general cuento con que otros me traigan lo que necesito. Los tenderos del barrio hacen repartos a domicilio, y hago un pedido regular en Lockwood, la tienda de comestibles de enfrente. En cualquier caso, mis necesidades son pocas: aunque mi salud es por regla general buena y estoy en posesión de todas mis facultades, cada vez soy más propensa a la acidez de estómago, por lo que me he vuelto como un pajarillo comiendo. Así pues, genero poco desorden, lo que reduce las tareas domésticas, y eso me permite prescindir del servicio; es difícil encontrar a alguien de confianza, y hay mucha verdad en el viejo dicho sobre el personal doméstico: «Siete años mi criado, siete mi igual y siete mi señor», aunque por propia experiencia y lo que he observado reduciría los siete años a tres.

Lamentablemente ya no puedo ocuparme yo sola de todo, por lo que, como solución intermedia, tengo la costumbre de contratar a una acompañante o ayudante. Las jovencitas han demostrado ser poco fiables, así que esta vez le pedí a la agencia de colocación que me enviara a una persona de edad madura. Mi ayudante actual, Sarah, lleva conmigo poco más de un mes. He tratado de hacer que se sienta cómoda. Tiene su propio dormitorio, por supuesto, y acceso a un pequeño cuarto de estar situado al final de la cocina, que da al patio trasero. Además de hacerme compañía y realizar unas cuantas tareas domésticas sin importancia, se ha prestado amablemente a buscarme información para la preparación de estas memorias: nada muy complicado, solo unas cuantas comprobaciones de datos en la biblioteca. Sarah pasa una o dos tardes a la semana allí, consultando referencias y copiando pasajes de algunos libros y documentos. Al escribir este relato, debo confiar sobre todo en mis propios recuerdos. Sin embargo, las notas de Sarah me resultan muy útiles para comprobar fechas y demás. Esta clase de papeleo está, en realidad, por encima y más allá de sus obligaciones, pero a ella no parece importarle, al menos por lo que veo. Hasta ahora, aunque algo taciturna, Sarah ha resultado ser muy fiable.

Los acompañantes suelen ir y venir, pero mis verdaderos compañeros de viaje en el crepúsculo de mi vida son mis encantadores pájaros, una pareja de verderones orientales. Viven en una jaula de madera de boj que adquirí hace muchos años en Glasgow; me encanta poder darle utilidad, y la visión de los barrotes de bambú y las tallas tipo netsuke siempre me recuerdan a mi viejo amigo Ned. La jaula era de uno de sus lugares favoritos: una pequeña tienda de curiosidades
japonais
de Sauchiehall Street, que no quedaba muy lejos de donde él vivía. Ned tenía una gran afición por lo exótico, de ahí que siempre se parara a mirar el escaparate de esa tienda. No dejo de pensar que es una lástima que, debido a todo lo ocurrido, nunca tuviera la oportunidad de ver la jaula con pájaros cantores.

Estoy segura de que le habrían encantado mis verderones. Son pequeñas criaturas vivaces y muy afectuosas entre sí, por lo que las he llamado Layla y Majnun (o Maj, para abreviar), como los amantes de la leyenda árabe. Hace unos seis o siete años que los tengo. Maj, el macho, es de colores más vivos y su canto es más dulce. Canta a su amor todo el día, pero sobre todo por la mañana y al atardecer. Lo estoy oyendo ahora mismo gorjear mientras oscurece. Por mucho que adoro a Maj, ya se sabe que empieza a cantar antes del amanecer, así que guardo la jaula en el comedor, que está lo bastante lejos de mi dormitorio para reducir al máximo el alboroto matinal. Aparte de ese problema insignificante, los verderones son una alegría para la vista. Se los ve a menudo acicalándose mutuamente las plumas con el pico, y de vez en cuando Maj le da de comer a Layla mientras ella reclama, con la boca abierta y batiendo las alas, como si fuera un polluelo. Por extraño que parezca, después de haberlos observado con atención durante varios años creo que esas dos aves están realmente enamoradas. Por desgracia, en ocasiones, con sus propias plumas o cualquier otro material que recogen del suelo de la jaula (una piel de manzana ya correosa, tiras de papel…) construyen nidos, pero como no tengo ninguna intención de cuidar de sus crías, me veo obligada a deshacerlos, de lo contrario la hembra pondría.

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