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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (11 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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La semana pasada, después de reflexionar, decidí que Sarah se ocupara de los verderones. En adelante ella les dará de comer, les cambiará el agua, limpiará la jaula y demás. Soy perfectamente capaz de hacerlo yo, pero veo que a ella le produce un gran placer, y tengo la impresión de que su vida, hasta la fecha, ha carecido de ocupaciones agradables. Además, me estoy concentrando en escribir estas memorias y quiero dedicarles toda mi energía. Por supuesto, seguiré observando a mis amigas aves cada tarde, durante esa media hora en que cierro las ventanas y las suelto para que vuelen por el apartamento. A Layla le gusta investigar las esquinas y esconderse detrás de los objetos, mientras que Maj es mucho más aventurero y osado: ¡hasta le he enseñado a posarse en mi dedo!

Es una satisfacción decir que, hasta ahora, Sarah ha respondido bien al cuidado de los pájaros. De hecho, disfruta mucho con ello. Habría que tener el corazón de piedra para no llevarse bien con esta muchacha (digo «muchacha» cuando debe de tener cincuenta años, pero a pesar de su edad conserva algo infantil en ella). Aunque hasta la fecha no ha sido muy comunicativa, veo por su cara —las arrugas entre las cejas, el gesto de la boca y el ocasional brillo de los ojos— que no ha tenido una vida fácil. En vista de eso intento que su trabajo sea lo más agradable posible. Ella tiene mucho tiempo libre: el martes, se toma la mitad del día de asueto, y también le dejo las tardes del sábado y todo el domingo para que haga lo que quiera. Como el museo está a poca distancia andando, la animo a pasar tiempo allí y, de camino, tomar el aire en los jardines. Si yo tuviera su edad pasaría todas mis horas libres en el cine, pero ella solo va una vez a la semana, y prefiere quedarse en su pequeño cuarto de estar, cosiendo; fuma Kensitas y está haciendo una colcha de flores con las muestras de seda que regalan con las cajetillas. Uno de nuestros rituales diarios es el de la abertura de la nueva cajetilla, para ver qué flor hay dentro; creo que seguimos esperando varias especies, entre ellas la petunia, la rosa de té y la violeta.

Esta tarde me ha traído una taza de té a la sala de estar, como suele hacer, pero en lugar de dejarla marchar inmediatamente le he pedido que se quedara un momento y le he indicado por señas que se sentara en el sillón que hay frente al mío. Sarah ha mirado el sillón y luego a mí. Su expresión era difícil de interpretar, pero, al percibir su aprensión, me he apresurado a tranquilizarla.

—¡No se preocupe! Estoy muy contenta con su trabajo. Solo se me ha ocurrido que podíamos charlar un poco.

—Ah.

Ella se ha sentado en la silla y ahí se ha quedado, rígida, con las manos entrelazadas.

—Pero ¿nos llevará mucho tiempo?

—¡No, no! —le he dicho, riéndome—. No nos llevará mucho tiempo. ¿Le apetece un té? Vaya a buscar una taza, si quiere.

—No, gracias.

No fruncía exactamente el entrecejo, pero tenía las cejas juntas. A pesar del calor, llevaba una rebeca de manga larga y abotonada hasta el cuello. Tenía el labio superior cubierto de sudor, consecuencia de sus esfuerzos en la cocina.

—Solo quería saber qué tal se está adaptando.

—Bastante bien, supongo.

—¿Es cómoda su habitación? ¿No es demasiado sofocante? El colchón… ¿no es demasiado duro?

—No, está bien.

—Y sus tareas…, ¿cómo las lleva?

—No del todo mal.

—¿No le resultan pesadas?

—No puedo decir que lo sean.

—Bueno, eso está bien.

Se ha hecho un silencio. Le he sonreído, aunque yo ya no estaba muy tranquila. Si bien no ha expresado ninguna queja, sus respuestas me han hecho pensar que no estaba del todo contenta. También me ha dado la impresión de que, al hacer estas preguntas, estaba armando demasiado revuelo. He vuelto a probar.

—Sarah, ¿hay algo tal vez que quiera pedirme?

Ella me ha mirado sin comprender y por fin ha dicho:

—Creo que no. Solo que…, bueno, ¿no debería cambiar el agua de los pájaros ahora? Tengo que hacerlo antes de empezar a preparar la cena.

—Ah, sí, por supuesto. Adelante.

Entonces se ha puesto de pie y ha salido con pasos lentos y pesados de la habitación. Parece que están sucediendo cosas bajo la superficie, pero supongo que debo creerla cuando dice que se está adaptando bastante bien. A veces tengo la clara impresión de que no me aprueba. Sospecho que sería menos agradable conmigo si no fuera por mi edad avanzada. Sin embargo se ve obligada a ser amable: gozo de inmunidad diplomática; ¡pronto cumpliré ochenta años!

II

Junio - agosto de 1888

Glasgow

5

Tal vez este sea un lugar tan bueno como cualquier otro para decir algo sobre los primeros años de Ned Gillespie, sobre los que me fui enterando al conocer a su familia. Nació en 1856 y creció en una pequeña casa de campo en el pueblo de Maryhill. Su niñez estuvo dominada por los problemas económicos de su padre, Cecil, hijo de un granjero arrendatario que durante muchos años tuvo dificultades para pagar a sus acreedores mientras establecía su tienda en Great Western Road: Gillespie’s Wool and Hosiery. De niño Ned compartió una habitación minúscula con sus hermanos y, aunque demostró un talento precoz para dibujar y pintar, no dispuso de medios para estudiar arte o apuntarse en un
atelier
; sin embargo, sospecho que algo así habría sido impensable por aquel entonces para sus progenitores: gente sencilla con (hay que decirlo) opiniones convencionales sobre lo que podía ser una buena profesión para su hijo. Así pues, Ned empezó su vida laboral a los quince años en la tienda de su padre, como ayudante. Una vez que Cecil saldó sus deudas, se marchó con su familia de la casa de campo (que no tardaría en ser demolida) para vivir en una casa con portal en Stanley Street.

Con habitación propia por primera vez (aunque en un húmedo sótano), Ned empezó a pintar en serio, cuando podía, hasta que a los veintiún años se inscribió en la Escuela de Bellas Artes, en las clases de primera hora de la mañana que se impartían para los que trabajaban y no podían estudiar a tiempo completo. Seis días a la semana ese valiente joven se levantaba antes del amanecer para asistir a la Escuela de Bellas Artes, después de lo cual cumplía con una jornada de trabajo completa, cargando cajas y vendiendo alfileteros y medias. Unos años después conoció a Annie en una de sus clases (huérfana desde los dieciséis, se había visto obligada a buscar trabajo como modelo) y se casaron: Ned tenía veinticinco años y ella dieciocho. Annie dejó de posar como modelo y se fueron a vivir justo enfrente de la familia de Ned, en el número 11. El año siguiente nació Sibyl y el siguiente falleció Cecil Gillespie. Entonces Kenneth ya trabajaba en la tienda, junto con Ned. Al morir su padre, los hermanos decidieron diversificarse y empezaron a vender una gama más amplia de mercancías: además de lanas y géneros de punto, artículos de regalo, pequeñas herramientas y algunos útiles de jardinería.

Mientras tanto Ned pintaba y trabajaba, trabajaba y pintaba. Por fin, a mediados de la década de 1880, hizo un pequeño progreso artístico: varios de sus lienzos fueron seleccionados para participar en exposiciones locales y vendió un par de ellos. Tras haber reunido algunos ahorros, en caso de imprevistos, decidió arriesgarse a vivir solo de su arte; así, a comienzos de 1887, Ned Gillespie contrató a una ayudante, la señorita MacHaffie, para que lo reemplazara, y dejó de trabajar en el negocio familiar, aunque siguió llevando las cuentas. Cuando nos conocimos, hacía apenas un año que se dedicaba exclusivamente a pintar.

Ned no podía venir de un mundo más diferente que el mío, y sin embargo teníamos muchísimas cosas en común, en cuestiones de gusto y estética, así como en nuestra visión de la sociedad. Más o menos de la misma edad, solo nos llevábamos unos pocos años; además, yo había nacido el 20 de abril y él el 21 de mayo, y la relación de esos números siempre me ha atraído, ya que creo que hay algo significativo en la progresión del día y del mes de nuestra fecha de nacimiento.

De entrada fueron Elspeth y Mabel quienes me informaron sobre Ned y el resto de la familia, ya que Annie era, por naturaleza, menos comunicativa. Los primeros días que posé para el retrato intenté pasar el rato charlando. Pero sus respuestas monosilábicas a mis preguntas y su aparente falta de interés en embarcarse en alguna conversación no tardaron en disuadirme.

Después de decidir prolongar mi estancia en Glasgow, tomé varias medidas, como abrir una cuenta en el National Bank of Scotland, y comprometerme a alquilar mis habitaciones tres meses más, con la opción de prolongar mi estancia, si así lo decidía. Terminé pasando mucho tiempo en la residencia de los Gillespie ese verano, posando una o dos veces a la semana para mi retrato, siempre que los otros compromisos de Annie lo permitían. La zona del salón frente a las ventanas era bastante luminosa, de modo que fue allí donde montamos nuestro pequeño estudio improvisado. El marido de Annie solía estar en el piso de arriba, trabajando en los cuadros que iba a presentar a los miembros del comité que otorgaría el encargo real. Al parecer, esos caballeros deseaban ver tres lienzos de cada uno de los artistas seleccionados, y tomarían su decisión después de examinarlos en privado en algún momento del mes de agosto. Ned estaba concentrado en un cuadro a gran escala del palacio Oriental, que esperaba terminar a tiempo. Era agradable tenerlo tan cerca, pintando, mientras Annie y yo estábamos ocupadas en algo similar, abajo en el salón: éramos una pequeña fábrica de obras de arte. Sin embargo, yo nunca me relajaba del todo, sobre todo porque Annie trabajaba en silencio con una mueca de concentración, y el carboncillo, al chirriar sobre el papel, a menudo hacía que pareciera enfadada.

De vez en cuando el artista llamaba a su mujer al piso de arriba para pedirle su opinión sobre algún aspecto de su trabajo, y cuando —al entrar o salir del apartamento— asomaba la cabeza por la puerta para hacer una pregunta o decirnos a qué hora volvería, siempre era amable y la alentaba en sus progresos con mi retrato. Ned me dedicaba un alegre «buenas tardes», y a veces se paraba a charlar con nosotras y con quien estuviera en ese momento en el salón. A medida que pasaban las semanas, me familiaricé con las particularidades de su carácter. Cómo sorbía un poco por la nariz (siempre olvidaba el pañuelo), su risa gutural y su falta de vanidad personal. Creo que todos los puños de sus camisas estaban cubiertos de garabatos, como consecuencia de esas veces que no tenía un cuaderno cerca; siempre iba salpicado de pintura, por supuesto, y las niñas le dejaban rastros pegajosos en la ropa, en forma de lamparones y manchas desagradables.

Sospecho que Ned nunca se habría afeitado o recortado el bigote, ni habría comido siquiera, de no haber sido instado a hacerlo por una u otra de las mujeres Gillespie. Al parecer ignoraba esos asuntos profanos. Como muchos hombres, tenía una capacidad envidiable para ensimismarse en su trabajo excluyendo todo lo demás. Por lo general estaba tan absorto pintando que perdía la noción del tiempo, con la consecuencia de que casi nunca llegaba puntual a sus citas. Echaba a andar, distraído, hacia su destino a la hora en que debía llegar allí, y sin embargo siempre se sorprendía de llegar tarde.

El número 11 era, sin duda, una vivienda llena de vida, y raro era el día que nos dejaban solas. Circulaban varios juegos de llaves de la puerta de la calle, lo que significaba que el resto de la familia —que vivía en la acera de enfrente— entraba y salía a menudo sin anunciarse. Elspeth parecía tratar el piso como un anexo de su propio salón, y caía sobre nosotras, con muchas ganas de charlar, después de ir a la iglesia o camino de la prisión de Duke Street, donde era miembro del comité de visitas. Mabel iba a menudo a ver a su hermano. Ese verano andaba algo perdida, atormentada por la ruptura de su compromiso y necesitada de atención, lo que significaba que Ned —que sabía escuchar— tenía que dejar de lado su trabajo para oír sus penas. El hermano de Ned, Kenneth, también solía pasar al volver de la tienda —expresamente, o eso parecía, para estimular a sus sobrinas más de lo necesario antes de que se fueran a dormir—, y Walter Peden, una visita habitual por las tardes, subía corriendo al estudio con tanta frecuencia que podría haberse construido allí un nido en el armario de la ropa blanca.

Annie, como es natural, se veía obligada a atender a todas estas visitas, en el salón, si era necesario, y cuando no estaba la doncella, lo que ocurría con frecuencia, tenía que dejar el pincel para ofrecerles algún refrigerio. Al regresar, Christina afirmaba: «He corrido a la tienda», pero bastaba con observar un momento la conducta de la joven para saber que nunca «corría» a ninguna parte. Al contrario, a menudo se la veía por el barrio charlando con otras mujeres y, aunque no se lo comenté a Annie, yo misma la había visto salir de una sórdida taberna de Saint George’s Road en más de una ocasión. Creo que Annie le tenía miedo, por eso nunca le había llamado la atención o despedido.

Con esa doncella irresponsable, y una amplia y exigente familia, no era de extrañar que Annie avanzara muy despacio en mi retrato. De hecho, durante las primeras semanas no hizo más que unos bocetos en distintas poses hasta que encontró la que le gustaba. Solo entonces empezó a hacer progresos sobre el lienzo. Afortunadamente hacíamos frecuentes descansos y no me suponía un gran esfuerzo posar: permanecía sentada, con los codos apoyados en los brazos de la silla y las manos juntas en el regazo. Annie se colocaba de tal modo que veía mi perfil de tres cuartos. Me pedía que no sonriera y, si era posible, que no pensara en nada. Tengo una mente muy activa, ¡incluso ahora! Pero procuraba evitar que mis pensamientos se reflejaran en mi expresión, y creo que lo lograba. Annie no tenía reparos en enseñarme el lienzo y, durante unas semanas me fascinó observar los progresos del retrato, de bocetos de carboncillo a vagos bloques de color, hasta que al fin empezó a surgir de las sombras una figura reconocible.

Aunque la mujer de Ned nunca lo habría admitido, vi que anhelaba ser una artista de mérito. Se sentía decepcionada cuando, por algún motivo doméstico, se veía obligada a saltarse su clase de dibujo, y creo que habría asistido a más clases de no haber estado tan ocupada atendiendo la familia y la casa. Soy una gran defensora de las mujeres que intentan hacer algo fuera de lo corriente, y sentía una profunda simpatía por Annie y sus ambiciones artísticas. Sin embargo, no tengo reparos en decir que a veces era brusca conmigo, por no hablar de cómo fruncía el ceño mientras trabajaba y la forma en que parecía acuchillar el lienzo con el pincel. Durante un tiempo me pregunté si había alguna clase de explicación para esa falta de calidez: ¿estaba siendo yo una modelo difícil, por ejemplo? Pero al final llegué a la conclusión de que lo único que deseaba Annie era que la dejaran tranquila mientras trabajaba, así que renuncié a tratar de despertar su interés, contentándome con observar las idas y venidas en la casa.

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