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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (39 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Puede que me quedara dormida un rato. En cierto momento descubrí que podía deslizarme entre los barrotes de la ventana y salir volando, elevándome por encima de los tejados. Con la imaginación fui derecha hasta Stanley Street, donde me sostuve en el aire frente al piso superior del número 11. Las cortinas del piso de los Gillespie estaban descorridas. Atisbé por la ventana del salón, y allí estaba Ned, sentado solo, con la cabeza oculta entre las manos. No había rastro de Annie. Al acercarme más, tendí una mano hacia el cristal. Anhelaba el consuelo de su compañía, hablar con él…, y sin embargo titubeé. No quería sobresaltarlo: se daría un susto de muerte si me viera ahí suspendida, golpeando la ventana como un pequeño pájaro. En el último momento, me alejé.

Al final, el proceso en el juzgado de guardia fue una mera formalidad. El tribunal, reunido en una simple sala de la comisaría de Cranston Street, estaba presidido por el magistrado municipal, un concejal de aspecto bastante siniestro cuyo nombre ahora no recuerdo. Me dieron pocas oportunidades para hablar y, al contrario de lo que había esperado, no desestimaron mi caso. En lugar de ello me convocaron a las once de esa misma mañana en el juzgado de primera instancia, y me llevaron directamente allí en un carro de madera oscura tirado por un caballo. El vehículo no tenía ventanas, solo una pequeña puerta en la parte trasera. Parecía un enorme ataúd sin ruedas. El trayecto fue corto y lleno de baches, y lo único que podía ver del mundo exterior, a través del diminuto tragaluz del techo, era un cuadrado de nubes grises. En Wilson Street, los dos agentes que habían viajado de pie en el estribo me ayudaron a bajar. Unos cuantos transeúntes se volvieron para mirar, pero por lo demás nuestra llegada pasó inadvertida.

Una vez en el juzgado de primera instancia me llevaron a una celda del sótano, donde conocí a John Caskie, el abogado que había seleccionado de la lista de la comisaría. Me habían asegurado que todos los abogados que la configuraban eran criminalistas expertos, pero en nuestro primer encuentro Caskie me pareció la persona menos idónea para ser letrado, ya que era un caballero apacible, de unos sesenta y tantos años, con un ligero aspecto de librero o tal vez de cura entrado en años. En su mano tenía un documento, un pliego acusatorio, que exponía los cargos contra mí. Allí, en blanco y negro, decía que, conchabada con unos alemanes, había secuestrado a Rose. Como es natural, le insistí a Caskie sobre mi absoluta inocencia. Él pareció sorprenderse ante mi sugerencia de que solicitara la desestimación del caso.

—No creo que eso sea posible.

—¿Tiene algún consejo que darme, señor?

—Diga la verdad y no cotorree.

—¿Perdón?

—No cotorree —repitió, pero cuando vio que seguía confusa, aclaró—: Sea breve, señorita Baxter. Le harán muchas preguntas, pero no se preocupe. Puede que sea la única oportunidad que tenga para hablar, pero no diga más de lo que debe. Luego veremos qué podemos hacer para obtener la libertad provisional.

Quizá esas palabras pretendían tranquilizarme, aunque me dieron poco consuelo. A medida que se acercaba el momento de comparecer ante el tribunal me fui poniendo nerviosa, pues no tenía ni idea de qué me encontraría. Caskie aún no había hablado con los Gillespie. No sabía si Annie había vuelto de Aberdeen y no supo decirme si la policía había informado a Ned de mi detención. Reacia a que mis amigos se enteraran de mi situación, parte de mí pensaba que sería tranquilizador ver sus caras en la sala del juzgado, pero, al parecer, la vista de esa mañana iba a celebrarse a puertas cerradas y era poco probable que estuviera presente alguien que yo conociera. Tampoco acudirían mis acusadores teutónicos. Caskie sabía de buena fuente que ya los habían mandado a la cárcel. Schlutterhose había sido confinado a la nueva prisión, en las afueras de Glasgow, mientras su mujer era destinada a North Prison, en Duke Street: una mole lúgubre y ennegrecida por el hollín que se alzaba sobre la ciudad, detrás de altos muros limítrofes. Unos meses atrás había pasado por casualidad por la puerta principal y había visto a varias damas desastradas, riéndose y burlándose mientras las ponían en libertad; asimismo había oído a través de Elspeth las historias más espantosas sobre las condiciones en su interior. Solo pensar en Duke Street se me revolvía el estómago.

Cuando quise darme cuenta eran las once. Mi abogado se despidió y llegaron los agentes para acompañarme al piso de arriba, donde se encontraban la sala del juzgado de primera instancia. Allí, detrás de un enorme escritorio situado junto a la ventana, con una peluca, estaba sentado el señor Spence, el juez suplente de primera instancia. Su secretario ocupaba una pequeña mesa junto a él, mientras el señor Caskie y Donald McPhail, el fiscal de cejas pobladas, estaban sentados a uno y otro lado de una mesa en mitad de la sala. Caskie me dedicó una sonrisa tranquilizadora al verme entrar, y cuando el secretario me preguntó si yo era Harriet Baxter, mascullé que sí.

Después de echar un último vistazo a los documentos que tenía ante sí, Spence abrió el proceso, dirigiéndose a mí con voz suave y refinada.

—¿Ha leído el pliego acusatorio que contiene el cargo de secuestro contra usted?

—Sí, milord.

—¿Entiende el cargo?

—Sí.

—Ahora el señor McPhail, aquí presente, y yo le haremos unas preguntas. No está obligada a responder, pero si no lo hace, mi secretario hará que conste en acta y podría utilizarse contra usted en su juicio. Recuerde que esta es su oportunidad para esclarecer su caso.

A continuación el fiscal empezó su interrogatorio con un tono áspero y sepulcral, y yo respondí lo mejor que pude. Tengo que reconocer que estaba nerviosa, pero en cierto modo fue un alivio hablar, exponer mi versión de los hechos, que esperaba que contrarrestara las escandalosas teorías de Grant. En cuanto a mi testimonio de ese día, no lo incluiré aquí. Aparte de que estaba bajo una gran presión, todo lo que se dijo aquel día ya ha sido descrito, de forma más coherente y comprensible. Además, el secretario tomó nota de cada palabra, y ese documento, o «declaración», se leyó en voz alta durante el juicio y se halla en los archivos públicos; hasta se reprodujo, literalmente, en un panfleto reciente del señor Kemp.

Durante el interrogatorio de McPhail, el juez se quedó mirando con expresión alicaída por la ventana, y tan pronto garabateaba algo como tiraba de sus poblados bigotes colgantes, que seguramente se había dejado crecer para compensar la falta de pelo en la brillante mollera que se entreveía debajo de su peluca. En un par de ocasiones tachó alguna frase que había escrito y empezaba de nuevo. ¡Con franqueza, parecía estar aprovechando esa oportunidad para componer unos versos, mostrando una indiferencia total hacia mi destino! En cuanto el fiscal hubo agotado su provisión de preguntas, el juez formuló unas cuantas más, y luego Caskie se puso en pie.

—Milord, la defensa quiere pedir la libertad bajo fianza.

Debía de referirse a mí.

McPhail se volvió hacia Spence.

—Milord, como ya he informado al señor Caskie, en estos momentos seguimos investigando el caso.

—Eso tengo entendido —respondió Spence.

Dejó la pluma y se volvió hacia mí con una mirada interrogativa y melancólica. Aunque parecía haber compuesto un poema durante la mayor parte del procedimiento, lo que me predisponía en contra de él, en todos los demás aspectos daba la impresión de ser un hombre perceptivo y bondadoso. Seguro que me concedía la libertad condicional.

El fiscal insistió.

—Estas nuevas investigaciones, milord, probablemente resultarán en un cargo de naturaleza más seria del que se presenta contra la acusada.

Spence suspiró y me miró con pesar.

—En ese caso no puedo sino reconocer que podrían presentarse cargos más serios contra usted, señorita Baxter, y, en consecuencia, denegarle la libertad bajo fianza. La acusada queda emplazada a comparecer de nuevo ante mí para un nuevo interrogatorio el próximo miércoles, y hasta entonces seguirá detenida.

Me quedé tan atónita con esa declaración que casi me perdí lo que dijo a continuación: que me iban a llevar del juzgado de primera instancia a la North Prison, el mismo lugar que he descrito antes con tanto pavor. Los minutos que siguieron están incompletos en mi memoria. Creo recordar que Caskie se apresuró a acercarse a mí con nuevas palabras de aliento y promesas de ir a verme en cuanto pudiera. Luego los agentes me sacaron del edificio en el carro con forma de ataúd.

A medida que avanzábamos traqueteando hacia Duke Street solo me sentí aturdida. Todo lo que puedo recordar es que esas calles estaban a un paso de la iglesia de Elspeth. Es posible que por el camino se viera Saint John, y no podía evitar imaginarme a Ned o a su madre viendo cómo ese siniestro carro pasaba por delante de ellos, sin sospechar siquiera que su amiga, Harriet Baxter, estaba encerrada dentro.

La cárcel es un lugar sórdido y hay innumerables historias que documentan los sufrimientos de esas pobres almas que son lo bastante desafortunadas para que las encierren. Si soy sincera, no tengo intención de explayarme sobre las lamentables condiciones de la prisión, la falta de agua caliente y de aseos, la suciedad, etcétera: esto no es el manifiesto de una reforma. Baste decir que, tras mi ingreso, me condujeron a la jefa de celadoras, quien me informó de que iban a llevarme al hospital. Con bastante ingenuidad, di por sentado que ese «hospital» era un edificio aparte, pero resultó ser una amplia celda «colectiva» situada en la planta baja de una de las alas corrientes.

Al parecer, debía compartir esa habitación con otras dos mujeres, que ya estaban instaladas cuando llegué. Ninguna de las dos estaba enferma, por lo que pude ver, aunque una era anormalmente alta y parecía un poco corta de luces. La otra era una criatura despampanante de ojos vivaces y brillantes rizos rojizos. Los nombres de pila de esas dos mujeres hace mucho que se borraron de mi memoria, tal vez porque las celadoras siempre se referían a nosotras solo por el apellido. La pelirroja, Cullen, era una tipa lista que, como no tardé en percatarme, tenía como mínimo tanto poder e influencia como las celadoras, y llevaba los asuntos de la prisión, casi ella sola, desde nuestra celda. La gigante, Mulgrew, era una criatura corpulenta con unos puños del tamaño de un jamón. Casi no hablaba, pero durante el primer día con su noche que pasé en Duke Street, tal vez como una forma de intimidarme, se dedicó a copiar todo lo que yo hacía: si yo suspiraba, ella suspiraba; si me cruzaba de brazos, ella se cruzaba de brazos; si me llevaba una mano a la cara, ella hacía lo mismo. Me quedé desconcertada, y solo podía ignorarla con la esperanza de que pronto se aburriera.

Como pueden imaginar, estaba aterrorizada. Esa primera noche me daba miedo cerrar los ojos, aunque Cullen me había asegurado que nos encontrábamos a salvo: la puerta estaba cerrada, ni ella ni su socia querían hacerme daño, y me habían puesto con ella para protegerme. Pese a ello, casi no pegué ojo. Mi insomnio fue fomentado por Mulgrew, que roncó al principio tan fuerte que pensé que fingía para crear un efecto cómico, así como por los distintos golpes, colisiones y gritos desgarradores que resonaban a través de los oscuros pasillos de la prisión.

Una vez que los ronquidos de Mulgrew disminuyeron de volumen, logré dormitar, pero me despertaba a menudo, y en cuanto recuperaba el conocimiento, aunque no lo suficiente para saber dónde me encontraba, ocurría el mismo fenómeno. Durante unos segundos yacía allí, en el limbo entre el sueño y la vigilia; luego, al recordar todo lo ocurrido (Rose muerta, yo acusada y encarcelada), pensaba: ¡Qué pesadilla más horrible!, solo para, instantes después, dar un respingo, con la sensación de que unas manos invisibles tiraban de mis entrañas y de mi corazón; a continuación la sensación espeluznante de dolor, horror y pavor se extendía por mi cuerpo al percatarme una vez más de que lo que estaba experimentando no era en absoluto un sueño.

La siguiente mañana, muy temprano, una celadora nos llevó un cubo de agua, luego llegó otra con una jarra de té, y más tarde una tercera llamó a la puerta con una olla de gachas poco espesas. El día anterior, al llegar a la prisión, había visto a varios celadores, pero parecía que esa ala estaba vigilada exclusivamente por mujeres. Por lo general, según Cullen, eran más duras que los hombres. Se mostraba respetuosa en su presencia, pero a sus espaldas hablaba de ellas con desdén. Por lo visto, esa ala en particular estaba dirigida por una jefa de celadoras recién llegada, una tal señora Fee, cuya reputación autoritaria la precedía.

A media mañana, Mulgrew, la gigante, se había aburrido de imitar cada uno de mis movimientos y se quedó sentada, la mayor parte del tiempo en silencio, mordiéndose las uñas. Por otra parte, Cullen demostró ser una fuente de información, y no tardé en advertir que sabía más acerca de mi caso que yo misma. Al parecer, mis supuestos «cómplices sospechosos» y yo íbamos a estar en lugares diferentes todo el tiempo. A Schlutterhose y a su mujer los habían separado tras su arresto; él estaba en la nueva prisión, en las afueras de la ciudad, y a su mujer, para evitar que se encontrara conmigo, la habían puesto en el otro extremo de Duke Street, en la otra ala femenina. Era poco probable que me topara con uno de esos dos sinvergüenzas, ya que nuestros movimientos estaban severamente restringidos.

—Siempre que pueden separan a los internos de sus colegas —dijo Cullen—. Por si empiezan a discutir sobre quién tuvo la culpa de que los pescaran.

—Esos tipos no son mis amigos. Ni siquiera los conozco.

Cullen cruzó una mirada con Mulgrew.

—Aun así. Seguro que le guardan rencor por algo. Tiene que hacerse valer.

Según ella, los secuestradores no eran los únicos que podían querer perjudicarme. Como no tardé en darme cuenta, la prisión era un lugar jerárquico, con un código moral muy estricto. Las noticias volaban y, dado el interés que había despertado la historia de Rose Gillespie, solo era cuestión de tiempo que toda la prisión se enterara de que la niña desaparecida de Woodside había sido hallada muerta. Yo sabía que los cargos contra mí eran falsos, pero ninguno de los demás presos de Duke Street lo habría esperado, y muchos de los que se encontraban entre esas paredes no recibirían con amabilidad a la sospechosa de haber hecho daño a una niña. Mi nacionalidad inglesa solo empeoraba las cosas. De ahí que me hubieran puesto allí, aclaró Cullen, en el ala más tranquila, donde sería vigilada día y noche.

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