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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (4 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Esos eran los pensamientos que me pasaron por la cabeza hasta que el himno llegó titubeante a su fin. Aplaudimos, y Sibyl sonrió, dejando al descubierto unos pequeños dientes recién salidos y tan mal colocados que el efecto era algo espeluznante y vampírico.

—¡Bravo! —exclamó Elspeth.

Me preparé para la posibilidad de que sugiriera que oyéramos otro, pero, por fortuna, empezó a repartir tazas y platos.

—Ya es suficiente, Sibyl. El té de la abuela ya debe de estar listo.

La niña siguió pulsando las teclas, mientras Elspeth cogía la tetera y se dirigía a mí.

—Ahora debe contarnos todo sobre usted, señorita Herriet. Quiero saber hasta el último detalle de la persona que me salvó la vida. ¿Leche? ¿Azúcar?

—Sí, leche, por favor. Y azúcar.

—Ah, es golosa como yo. Pero usted está delgada, Herriet, y se la ve muy elegante. ¿Evita los alimentos con almidón? Porque son mi perdición. ¿Quiere un bollo con frutos secos? ¿Una galleta de mantequilla?

—Una galleta de mantequilla, por favor. En cuanto a la comida con almidón, desde luego que no la evito. Para ser sincera, casi vivo a base de galletas.

Elspeth me advirtió con una sacudida de un dedo:

—¡Eso sí es ser goloso! De todos modos, espero que pruebe una tartaleta de limón. Rose y yo las hemos hecho expresamente para usted.

Algo debía de haber sucedido durante su preparación, porque las tartaletas estaban tan deformes y llenas de ampollas que, en lugar de un surtido de
pâtisserie
, parecían un puñado de heridas purulentas. Pero como no tenía ningún deseo de herir los sentimientos de nadie, seleccioné la tartaleta de aspecto menos alarmante y declaré que estaba «deliciosa».

Elspeth sonrió a la joven que se había acercado a la mesa y ayudaba a servir el té.

—¿Ya las han presentado? Esta es mi hija Mabel, que acaba de volver de Estados Unidos.

—Ah, Estados Unidos —respondí. Y, aferrándome rápidamente a ese tema antes de que Elspeth interviniera, me volví hacia Mabel—. Qué fascinante. Quiero saberlo todo. ¿Qué tal es el clima por allí?

Mabel me sonrió con lo que me pareció que era compasión.

—Bueno. Puede hacer calor, desde luego, pero si estás a la sombra no importa. Y prefiero el calor a doce meses enteros de lluvia como tenemos aquí en Escocia.

—Vamos —dijo Elspeth, sonriéndome mientras se arrellanaba en su silla—. No son los doce, querida.

—¡Bueno, pues poco le falta! —gritó Mabel, y cuando Annie le indicó que bajara la voz, continuó en un susurro—: No veo por qué tiene que criticar cada cosa que digo.

Elspeth respiró, pero antes de que pudiera hablar, y a fin de detener lo que parecía una desavenencia, intervine con la primera pregunta que acudió a mi mente.

—¿Han disfrutado de la Exposición Internacional?

—¡Ah…, nuestra maravillosa Expo! —exclamó Elspeth—. Tenemos un abono, por supuesto. Tengo debilidad por el auténtico curry indio y en el General Gordon Buffet sirven uno maravilloso. Ha estado en el palacio, ¿verdad, Herriet?

—Sí. De hecho es una de las razones por las que vine a Glasgow…, para ver la exposición y distraerme de…, bueno…, sucesos recientes.

—Lo sé, querida —dijo Elspeth, con una expresión compasiva—. Annie me comentó que había perdido a su tía. Lo siento mucho.

—Verá, mi tía Miriam era un encanto… En realidad fue como una madre para mí. Mi madre murió hace años.

Elspeth asintió.

—Sé exactamente por lo que está pasando.

—¿Sí?

—Bueno, soy viuda, y Nuestro Padre celestial se llevó a mi querida madre hace muchos años. A la madre de Annie también se la llevó, cuando era bastante joven. Todas hemos pasado por la muerte de nuestra madre.

—Todas no —dijo Mabel—. Todavía.

Elspeth parpadeó una vez, pero no dio muestras de haber oído o de haberse ofendido por el comentario. Bien mirado, la actitud quisquillosa de Mabel tenía una explicación; más tarde me enteré de que el estadounidense con quien había estado prometida había roto hacía poco el compromiso, y, como consecuencia, había regresado sola e inesperadamente a Escocia. La buena de Mabel nunca era muy dada a ocultar sus estados de ánimo, y por el momento la familia la trataba con guante de seda, tolerándole sus estallidos más melodramáticos y pasando por alto sus comentarios desabridos.

Para evitar un momento violento, hablé de nuevo.

—Mabel, he oído decir que Estados Unidos es un país muy animado. ¿A usted también se lo ha parecido?

—Claro…, eso cae por su peso. Todo es mucho mejor que aquí. El café americano, por ejemplo, es buenísimo. ¿Prefiere el té o el café, señorita Baxter?

—Por lo general tomo té.

—¿De veras? —Una vez más me lanzó una mirada compasiva—. Yo prefiero el café. Pero en Glasgow es imposible tomar un café como Dios manda. Allá donde miras solo hay salones de té. ¡Salones de té! —Y soltó una carcajada ante lo absurdo que resultaba.

—Bueno, en ellos también sirven café —murmuró Elspeth. Luego, volviéndose hacia mí con un grito agudo, golpeó la mesa (con lo que Annie hizo una mueca)—. Eso me recuerda dónde la he visto antes.

—He recorrido esta calle muchas veces, ya que me viene de paso…

—No, no…, fue en la puerta del Assafrey la semana pasada. Entré con mi hijo, pero estaba lleno y nos marchamos. Fue entonces cuando tropecé con usted, que entraba justo cuando nosotros salíamos.

—Santo cielo, he estado en tantos salones de té…, me temo que no recuerdo haberla visto, Elspeth. Aunque, quién sabe, si viene su hijo tal vez lo reconozca.

Sonreí a Mabel, que había mirado los dulces sin probar ninguno. Me clavó una expresión pesarosa y herida.

—Mi hermano está trabajando —me dijo, como si yo fuera una niña—. No creo que baje. Cuando lo he dejado me ha dicho que no quería que nadie lo molestara.

Al oírlo, Sibyl dejó de pronto el piano. Recompuso su expresión en una pequeña sonrisa almibarada, luego se acercó con sigilo a Mabel y empezó a acariciarle la falda con dedos aleteantes, de forma zalamera.

—¿Has entrado en la habitación de papá? —susurró.

—Un ratito —replicó Mabel en tono despreocupado, pero dando a entender al mismo tiempo que se sentía bastante satisfecha consigo misma.

Mientras Sibyl lanzaba una mirada melancólica a la puerta, Elspeth se inclinó hacia mí.

—Mi hijo es artista. No sé si habrán oído hablar de él en el sur. Ned Gillespie. Por aquí es bastante conocido en el mundillo del arte.

—¿Es pintor?

—Sí, y muy bueno —respondió Elspeth.

Se hizo un silencio mientras daba un mordisco a su bollo.

Me volví hacia Annie.

—En la Exposición Internacional hay un cuadro de un tal Gillespie…, una niña con unos patos.

Annie asintió.

—Sí…, es de él.
Junto al estanque
.

Había visto el cuadro varias veces. De hecho, estaba casi segura de haber conocido, aunque brevemente, al hombre que lo había pintado.

—Yo no paraba de dibujar cuando era niña —anunció Elspeth, después de haber despachado su bollo—. Y a menudo quedaba la segunda en la clase de dibujo. Teníamos una profesora tan maravillosa…, nunca la olvidaré. ¿Cómo se llamaba? ¡La señorita Niven! Alentó tanto mi talento juvenil. Ned lo ha heredado de mí en todos los sentidos: es un genio.

Afortunadamente, era apropiado sonreír.

—Debe de sentirse muy orgullosa —dije, y me volví hacia Annie—. ¿Ha estado en Londres su marido? Conocí a un artista llamado Gillespie el otoño pasado en la galería Grosvenor.

Habíamos hablado solo un momento y casi me había olvidado de él hasta que llegué a Glasgow y me fijé en que entre los artistas del catálogo de la exposición había un tal Gillespie; entonces me pregunté si podía ser el mismo.

Mabel se volvió hacia su cuñada.

—Bajó para esa exposición, ¿no se acuerda?

Annie asintió.

—¡Ah…, la Grosvenor! —exclamó Elspeth—. La maravillosa Grosvenor… Una galería preciosa, según tengo entendido. Mostraron un gran entusiasmo por sus cuadros en Londres…, y con toda la razón.

Mientras hablábamos no pude evitar reparar en que Sibyl había avanzado con sigilo hacia la puerta cerrada y tenía una mano en el pomo, que hacía girar poco a poco. Al oír el chasquido del picaporte, Mabel se volvió en su asiento.

—¿Sibyl? ¿Adónde vas?

La niña rió tontamente, con aire culpable.

—A ninguna parte —respondió con voz aflautada, saliendo de la habitación.

—¿Lo ve? —advirtió Mabel a Annie—. Ayer tuve que obligarla a bajar seis veces. No lo deja tranquilo.

Con un suspiro, Annie se levantó. Se le había deshecho una de las trenzas y se había abrochado mal el corpiño, dejando un botón suelto en la parte superior. Salió de la habitación gritando cansinamente:

—¡Sibyl, vuelve aquí!

Pero Sibyl no parecía tener ninguna intención de obedecer. Se oyeron pasos por las escaleras, seguidos de una breve escaramuza, y entonces la niña empezó a gritar. Los gritos se volvieron más fuertes y más desesperados, hasta el punto de que cualquiera habría pensado que la estaban asesinando. Unos momentos después, Annie apareció de nuevo arrastrando a su hija de la mano. La niña se agarró con fuerza a las jambas de la puerta, pero Annie le soltó los dedos uno a uno. Todas nos levantamos rápidamente, y Mabel cerró de un portazo, luego intentó ayudar a Annie a sujetar a la niña, que no paraba de retorcerse. Mientras cruzaban la habitación, llevándola entre las dos, Sibyl trató de aferrarse a una silla. Antes de que alguien pudiera detenerla, asió el mantel, con el desafortunado resultado de que salió volando de la mesa. Al suelo fueron las tazas y los platitos, las tartaletas y los pasteles, las cucharillas mate, la bandeja deslustrada, la tetera, una vieja lámpara (que afortunadamente no estaba encendida porque era de día), una fuente de frutas de cera abolladas, un costurero con manchas de humedad, varios objetos sueltos y los boletines y sobres de la iglesia. Todo cayó al suelo con un estrépito repentino que asustó a Rose, haciéndola llorar. Annie se acercó corriendo para consolarla, dejando que Sibyl se tumbara en el suelo, con las mejillas coloradas y gritando, mientras Mabel le decía que se comportara y dejara de molestar a Ned. Elspeth, entre miradas de disculpa, intentaba tranquilizarnos a todos, y del montón de tela y de pedazos de loza que había sobre la alfombra se elevaba una gran nube ondulante de polvo.

Por encima de ese estruendo se oyeron algunos ruidos en el piso superior, apenas audibles. Oí unos pasos impacientes y, tras una pausa, unos golpes rítmicos, como si —en protesta por el estruendo del salón— alguien golpeteara los tablones con un bastón o un palo. ¡El artista… en su desván! Golpeó seis o siete veces el suelo y al parecer se rindió, porque hubo un estrépito seguido de un repiqueteo, como si hubiera arrojado el bastón y lo hubiera dejado rodar por los tablones.

Mientras, Sibyl se tumbó rígida sobre la alfombra, con sus pequeños brazos a los costados, y llamó a gritos a su papá, hasta que la rabieta se volvió tan larga e insoportable que Annie cedió y le dijo que podía subir al estudio para verlo. Enseguida los gritos de la niña se convirtieron en pequeños sollozos estremecidos. Recobró la calma y salió despacio de la habitación, lanzando miradas sombrías y acusadoras a todos.

Sus pasos titubearon en los primeros escalones y luego cobraron velocidad a medida que ascendía, hasta que, tras olvidar su tristeza, se la oyó con claridad saltar por el piso de arriba. Unos momentos después se oyó el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose, sin duda la del estudio donde trabajaba el padre de la niña, el artista, Ned Gillespie.

Ah, sí. Ned Gillespie. Tal vez se estén preguntando cuándo va a hacer su entrada en esta historia tan abrumadoramente femenina. En esta ocasión debo decepcionarles, porque una vez que Sibyl desapareció en el interior del estudio, la puerta permaneció cerrada. Aquel día Ned no asomó el bigote por el salón a la hora del té.

A esas alturas sentía una gran curiosidad por conocer al hijo de Elspeth, para ver si era, en efecto, el joven artista que había conocido en Londres. La vida está llena de extrañas coincidencias. De hecho, acudí a esa exposición de la galería Grosvenor en otoño por puro azar; si de mí hubiera dependido, nunca me habría apartado de la cabecera de la tía Miriam. Como ya he mencionado, estaba enferma y, a finales de septiembre, mis deberes como enfermera me habían tenido prácticamente encerrada en casa durante varias semanas. Pero unos cuantos amigos, preocupados al advertir mi palidez y mi cansancio, me sugirieron que renunciara a velarla una noche y los acompañara, primero a la Grosvenor y luego a cenar. Las inauguraciones vespertinas de las exposiciones siempre atraen a mucha gente moderna, y hasta el último minuto estuve dudando si ir. No solo me horrorizaba dejar sola a mi tía, también temía la perspectiva de verme obligada a mantener conversaciones durante varias horas en salas ruidosas. Pero al final mis amigos me convencieron.

Tal como había temido, la galería estaba tan atestada que hasta la amplia sala oeste parecía abarrotada. Mis amigos venían de una comida tardía y formaban un grupo alegre; en contraste, mi humor era taciturno, como lo era mi estado de ánimo, y enseguida me cansé de su jovialidad y me las arreglé para separarme de ellos y deambular sola, mirando las distintas obras de arte.

En cierto momento me encontré en una esquina relativamente tranquila de la sala este, frente a un pequeño lienzo: un interior doméstico titulado
El estudio
. Los colores del cuadro eran particularmente llamativos sobre el damasco escarlata de la pared. El cuadro mostraba a una elegante dama con un traje negro. Estaba de pie en lo que parecía una buhardilla, y un caballete en el fondo era lo único que sugería que esa estancia pertenecía a un artista. Un rayo de luz entraba a través de una claraboya, iluminando la figura de la mujer. De su sombrero colgaba un velo corto y diáfano. En una mano tenía una pequeña bolsa de alpiste que daba a un canario prisionero en una jaula. Aunque parecía estar de visita, su forma de dar de comer al pájaro hacía pensar que iba allí con frecuencia. La expresión de su cara era intrigante: plácida y satisfecha, ensimismada en sus pensamientos, tal vez enamorada.

Me encantaría decir que, a primera vista, me sentí cautivada por la genialidad de la concepción y la ejecución de ese cuadro,
El estudio
. Pero, como sabía poco de arte, no me pareció nada excepcional. De hecho, si me detuve frente a él fue sobre todo porque esa esquina de la sala era, en ese momento, la que estaba menos atestada de gente.

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