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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (32 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Su cara tenía un aspecto frágil, como si pudiera hacerse añicos en cualquier momento. Parecía tan alterada que me apresuré a aplacarla.

—Lo que crea que es mejor para ella, querida. Cuidado con esas patatas…, sale humo. ¿Puedo echarle una mano?

Negó con la cabeza y apartó la sartén de la llama. Luego se acercó a la puerta y llamó a Sibyl. Miré hacia la chimenea, absorta en mis pensamientos, mientras Annie ponía las patatas en un solo plato pequeño. Al final Sibyl entró, tan silenciosa que di un pequeño respingo cuando tosió, y al volverme la vi tratando de pasar inadvertida en el umbral. Como Annie, parecía ir vestida para irse a la cama, con una fina combinación sin mangas. Su piel tenía un aspecto blanco grisáceo poco saludable, como el de la leche rancia. Su tos nerviosa sonaba peor que nunca, y en los últimos días le había dado por encorvar los hombros, con la cabeza gacha, como si quisiera evitar mirar a los ojos a la gente. Siempre había sido una niña delgada, pero al verla así vestida, con una simple combinación, pude comprobar lo escuálida que estaba. La postura encorvada hacía que le sobresalieran las paletillas de un modo que parecía que tenía que dolerle. Las articulaciones de los codos se le veían desproporcionadamente grandes en comparación con sus brazos escuálidos, y la clavícula prominente en exceso. Miraba con lo que parecía pavor las patatas fritas que su madre acababa de dejar encima de la mesa.

—Siéntate —le dijo Annie.

Sibyl se quedó en el umbral, mirando cansinamente el plato.

—Es tu plato favorito. Lo he hecho para ti.

—¿No puedo comérmelas más tarde?

—No, cómetelas ahora.

A la niña le tembló el labio.

—¿Puedo llevármelas arriba? ¡Me las comeré!

Annie suspiró.

—Solo si me lo prometes.

—Se lo prometo. ¡Sí, se lo prometo!

Sibyl se precipitó hacia delante, cogió el plato y salió de la habitación. A través de la puerta abierta la vimos escabullirse por el pasillo y subir las escaleras sosteniendo con los brazos extendidos el plato, como si fuera una antigüedad de coleccionista. Cuando me volví, me di cuenta de que Annie también la observaba. Estaba llorosa. Habló sin mirarme.

—No se las comerá. Apenas ha probado bocado desde entonces.

Hacia el final de mi visita oí pasos en las escaleras y al volverme vi a Ned bajar de la buhardilla. Allí estaba, una sombra oscura que cruzó el pasillo, cogió el sombrero de la percha y se dirigió a la puerta… sin dirigir una sola mirada a la cocina. Incapaz de atraer su atención, miré a Annie. Estaba haciendo bolas de papel de periódico para la chimenea y, aunque debía de haberlo oído bajar las escaleras, no prestó atención. Me volví de nuevo y vi a Ned abrir la puerta principal y salir. Seguramente nos había visto al pasar, porque la puerta de la cocina estaba abierta y se nos podía ver desde el pasillo. Pero se había ido sin decir nada, cerrando la puerta con firmeza detrás de sí. Oí sus pasos cada vez más débiles a medida que se alejaba. Annie parecía resuelta a ignorar su brusca salida.

—Era Ned —comenté, pero ella no respondió.

El grifo goteaba y me levanté para cerrarlo. Al mirar por la ventana, alcancé a ver a Ned cruzar la zona de tendedero corriendo. Había dos periodistas apoyados contra el muro trasero de Stanley Lane, pero cruzó la verja tan deprisa que casi había desaparecido antes de que estos advirtieran su presencia. Le gritaron algo y salieron tras él. Aunque solo había visto de manera fugaz la cara del artista —mientras cruzaba el pasillo, y luego cuando miró por encima del hombro y echó a correr por la calle—, noté que estaba agotado. Me volví hacia Annie.

—¿Duerme algo?

—No tengo ni idea —respondió ella con despreocupación.

Como no quería parecer entrometida, guardé silencio. Annie me dio la espalda y no pude verle la cara. Arrugó otra tira de papel de periódico como si quisiera estrujarla. Al final habló.

—Si quiere saberlo, estos días duerme en el diván de su estudio.

Jugueteé con el grifo, que parecía necesitar un buen frotado. Si soy sincera, no sabía qué decir. Al parecer Annie necesitaba explicar la situación, porque continuó.

—Verá, ninguno de los dos podemos soportar estar en nuestra habitación, ni siquiera con las cortinas corridas, porque ese hombre horrible lo observa todo. De modo que Ned duerme en el estudio y yo en la cama de Rose.

—Ya, bueno —dije incómoda—. Debe de ser… reconfortante.

Durante todo ese tiempo me pregunté si un matrimonio que se había deteriorado tanto podía salvarse.

A finales de mayo, después de casi cuatro semanas de investigación, la policía seguía sin descubrir una sola pista de Rose, y había agotado casi todas las posibles líneas de investigación. No se habían recibido más peticiones de rescate. Era como si la pobre niña se hubiera esfumado en el aire. Todos los testigos habían sido interrogados, así como los vecinos y sus amigos, incluidos yo. Había esperado que me interrogara el subinspector Stirling, ya que, por extraño que parezca, nuestros caminos nunca se habían cruzado, y me interesaba conocerlo y juzgar por mí misma qué clase de hombre era. Pero, al final, se me confió, junto con la señora Alexander y sus hijas, al agente Black, el del bigote pelirrojo, quien habló con nosotras, una después de otra, en el salón de mañana de Queen’s Crescent. Black me ofreció un caramelo de menta, me hizo unas pocas preguntas sobre si había advertido algo extraño el día que Rose había desaparecido, tomó unas cuantas notas en su cuaderno y me dio las gracias. Me dio la impresión de que yo no había sido de gran ayuda en la investigación.

A pesar de que el subinspector Stirling había asegurado a Ned que él y sus hombres no abandonarían el caso, no estaba claro cómo pensaba continuar, a menos que salieran nuevos testigos o aparecieran nuevas pruebas sorprendentes. La pregunta seguía siendo: ¿qué le había ocurrido exactamente a Rose? Según Annie, el subinspector Stirling no quería contemplar siquiera la posibilidad de que se hubiera alejado demasiado ella sola. Creía con firmeza que se la habían llevado una o varias personas desconocidas. No podía o no sabía decir con qué fin, y no era capaz de explicar por qué no habían tenido más noticias del secuestrador.

Huelga decir que la búsqueda de la niña desaparecida, de la que los periódicos habían informado cada día, había dado lugar a las habladurías habituales, y a varios irresponsables les faltó tiempo para informar de que habían visto a Rose en el trayecto de Dan a Beersheba. Habían visto a una niña que respondía a su descripción, primero en la estación de Bridge Street, luego en Auchenshuggle Woods y, por último, en Candleriggs. También decían que la habían visto en Kilmarnock, Pittenweem y Oban. Tal vez debido a las sospechas que seguían despertando los moradores de Vinegarhill, los testimonios de gente que había visto a la niña casi siempre provenían del East End: la «vieron» una noche, con ropa que no era de su talla, cogida de la mano de una irlandesa gruesa, en London Road; al día siguiente una niña llamó la atención de un transeúnte en High Street porque gritaba y lloraba mientras caminaba con un hombre alto con un gorro de tweed; luego una mujer que iba en el trasbordador de Oatlands, que cruzaba hasta Glasgow Green, reparó en una niña con un vestido azul, acompañada de una mujer que no hacía caso a las preguntas de la niña: «¿Vamos a ver a mamá? ¿Dónde está papá?».

La policía hizo un gran esfuerzo por investigar todas las declaraciones, pero, lamentablemente, hasta la fecha ninguna de sus pesquisas había conducido al descubrimiento de la niña desaparecida.

No tardamos en oír rumores de que Rose ya había sido trasladada al extranjero (tal vez Francia o Bélgica), donde la habían vendido a una casa de mala reputación o a un pudiente minotauro. En los periódicos o en los bufets para caballeros como Lang’s y Longan’s se dijeron muchas cosas sobre la trata de blancas y sórdido negocio del sexo en el que hombres ricos, compinchados con la policía y altos funcionarios, comerciaban descaradamente con niñas para satisfacer su horrible lujuria. Otra teoría era que no habían llevado a Rose al extranjero, sino que estaba cautiva en algún burdel del East End, en Glasgow, donde le llevarían a los clientes hasta el día —solo unos años más adelante— en que fuera lo bastante mayor para ser por sí misma una pervertida.

Cada vez más resueltos a hablar con los afligidos padres, los periodistas empezaron a utilizar tácticas más imaginativas. Llenaban el buzón de notas con distintas peticiones e invitaciones. ¿Accedería el señor Gillespie a ser entrevistado? ¿Posarían él y su mujer gratuitamente para una foto? ¿Se dignarían aceptar entradas para
The Scotia
? ¿Estarían dispuestos a tomar el té con el director del periódico y su mujer? Una revista ilustrada publicó un retrato grande y muy fiel de Ned (firmado, por supuesto, por Mungo Findlay), y a partir de entonces Gillespie empezó a ser acosado en los lugares públicos por completos desconocidos: se producía un silencio en las habitaciones cuando él entraba; la gente se le quedaba mirando por la calle, y los hombres se le acercaban, con el sombrero en la mano, para darle el pésame.

Inexplicablemente, como para aumentar el misterio, el autor de la nota de rescate parecía haber enmudecido. Tras la primera carta, habían esperado la siguiente, con instrucciones de dónde y cuándo entregar el dinero. Pero el secuestrador no había vuelto a ponerse en contacto, y un mes después de la desaparición de Rose, no se había recibido una segunda carta.

Un sábado de principios de junio crucé el barrio de Blythswood, una ordenada cuadrícula de calles situada al oeste de la ciudad y coronada por la plaza de Blythswood Hill. Regresaba a mi alojamiento, después de pasar la tarde ayudando a distribuir octavillas que informaban de la desaparición de Rose. Me notaba las piernas y los pies cansados tras haber estado todo el día de pie en la esquina de Buchanan con Saint Vincent. Solo unas cuantas mujeres de la clase de dibujo habían participado ese día en el reparto; hacía casi cinco semanas de la desaparición de Rose y algunas alumnas habían perdido la esperanza. Parecía existir la opinión general e impronunciable de que cuanto más tiempo transcurriera, menos posibilidades habría de encontrarla.

Yo estaba cada vez más preocupada por el estado de Ned y Annie y me habría gustado pasar a verlos cada día, solo para asegurarme de cómo estaban. Sin embargo, habían dejado dicho a sus amigos y vecinos que, después del caos del mes anterior, necesitaban algo de intimidad. Teniendo eso en cuenta, había reducido mis visitas e iba cada tres días más o menos, aunque me habría gustado hacerlo más a menudo. Había visto a Elspeth durante ese período, por supuesto, y estaba al corriente de las novedades, pero, como se pueden imaginar, el paso del tiempo nos agobiaba a todos.

Tomé la costumbre de ir a todas partes andando, aprovechando para explorar las callejuelas y los pasajes, siempre con la esperanza de ver alguna niña con un vestido azul. Esa tarde, cuando estaba a punto de girar por West Campbell Street, me fijé en que había un grupo de gente en la acera, un poco más adelante. Al acercarme me di cuenta de que hacían cola fuera de la galería Hamilton, donde seguía abierta la exposición de Ned. Me había enterado por Elspeth de que había recibido más visitas en el transcurso de mayo y que Hamilton había prolongado la exposición. Varios de los artículos publicados hacía poco en la prensa habían informado de que el padre de Rose era artista; unos cuantos habían mencionado que sus cuadros estaban expuestos en la conocida galería de Bath Street, y el
Evening Times
, que hasta entonces había ignorado la exposición, de pronto había decidido mandar a un experto y había aparecido un artículo en el periódico justo el día anterior. Como es natural, al crítico le había sorprendido los recientes cuadros de Ned de Cockburnspath, sobre todo el del bosque con las dos niñas que parecían estar huyendo de algún monstruo o terror inexplicable. «¿Se parecen las niñas del cuadro a las hijas del artista?», preguntaba, y concluía: «Ello nos lleva a pensar que estos inquietantes cuadros podrían ser premonitorios». En general, los comentarios eran favorables, lo que tal vez podría justificar el aumento de visitantes aquella tarde.

Sentí curiosidad y decidí dar una vuelta por Hamilton. Mientras me acercaba a la cola me fijé en que había varios hombres holgazaneando, algunos fumando, otros escupiendo o apoyados en las rejas con las manos en los bolsillos. Había varias familias completas, lo que resultaba sorprendente, ya que no es habitual ver a niños en las pequeñas galerías de arte privadas. Algunos de ellos, visiblemente aburridos por la espera, se habían sentado en los escalones mientras los demás jugaban en la acera. Una mujer corpulenta de cara colorada comía cacahuetes tirando las cáscaras a sus pies mientras su pareja trataba de calmar a un bebé que berreaba. Como grupo, no se parecían en absoluto a la clase de gente que suele visitar una exposición; de hecho, muchos se habrían hallado más en su ambiente en Glasgow Green, entre las hordas que acuden a los espectáculos de feria y las casetas de whisky un sábado por la noche.

La cola llegaba hasta los escalones de la entrada y desaparecía en la puerta principal de la galería. Desde la última vez que había recorrido Bath Street, habían aparecido avisos escritos a mano en los escaparates de la galería. En uno se leía: «¡La exposición de Gillespie se prolonga!». En otro se anunciaba la recompensa de veinte libras que había ofrecido Hamilton a cambio de cualquier información que ayudara a encontrar a la hija del artista.

Al pie de las escaleras, dos mujeres de aspecto afable que debían de tener mi edad estaban hablando. Solo por ver qué respondían, me detuve y les pregunté a qué se debía ese gentío. Una de ellas, que era un alma con hoyuelos y mejillas sonrosadas, señaló el edificio.

—Es una exposición de cuadros… ¿Ha oído hablar de la niñita que se perdió…, Rose?

Asentí.

—Bueno, pues su padre es artista, y parece ser que dentro hay cuadros que pintó de su hija, la que desapareció.

—¿De veras? —respondí, antes de darle las gracias y seguir andando con una extraña sensación de opresión en el pecho.

Al parecer en menos de un mes Gillespie había alcanzado un gran éxito.

13

A lo largo de junio los visitantes siguieron llegando en tropel a la galería. A raíz del éxito de Ned la sala principal de Hamilton también se llenaba, ya que el público pasaba de un espacio a otro, y en ella habían mejorado asimismo las ventas. Hamilton prolongó la exposición dos semanas, y luego varias semanas más, mientras montaba en la sala principal una segunda muestra de artistas locales. De pronto parecía que el estilo lúgubre de Ned hallaba adeptos, y hacia final de mes hasta su paisaje más resueltamente deprimente se había vendido. En la prensa seguían apareciendo críticas sobre su obra. Un gacetillero del
North British Daily Mail
se dio una vuelta por la galería y, en el artículo que publicó, describió los lienzos de Ned como la obra desgarradora de un hombre con talento pero atormentado. A raíz de dicho artículo se multiplicó el número de visitantes; personas con escaso interés en el arte, pero con inclinaciones sin duda morbosas, acudieron para deleitarse con los cuadros del padre trágico. Es posible que algunos de los visitantes incluso esperaran toparse con Ned en persona, pero él no se había dejado ver por allí desde la desaparición de su hija.

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