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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (86 page)

BOOK: La voz de las espadas
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—¿Qué decía? —gruñó el Primero de los Magos.

Las rodillas de Jezal se habían puesto a temblar. La boca se le había quedado abierta. Se sentía desfallecido, mareado, hueco por dentro. Tenía la cara manchada de sangre, pero no se atrevió a moverse para limpiarse. Miraba fijamente al anciano desnudo sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Era como si de repente un bienintencionado payaso se hubiera transformado sin la más mínima vacilación en un asesino brutal.

Durante unos instantes, la mujer pelirroja, salpicada de sangre y cubierta de restos de carne y de huesos, permaneció inmóvil contemplando la escena con los ojos como platos, luego comenzó a retroceder hacia la puerta arrastrando los pies. El otro Practicante la imitó, y, en su prisa por salir de allí cuanto antes, estuvo a punto de tropezar con uno de los pies de Nuevededos. Todos los demás estaban quietos como estatuas. Jezal oyó unos pasos apresurados en el pasillo: los Practicantes huían para salvar la vida. Casi le dieron envidia. Al menos ellos iban a escapar. Pero él estaba atrapado en aquella pesadilla.

—¡Partimos de inmediato! ¡En cuanto me ponga los pantalones! —dijo Bayaz haciendo una mueca como si le doliera algo—. ¡Ocúpese de él, Pielargo! —gritó por encima del hombro. Por una vez, el Navegante parecía haberse quedado sin palabras. Pestañeó, se puso de pie, se acercó al norteño inconsciente, se agachó y arrancó una tira de su camisa desgarrada para usarla a modo de venda. Luego se detuvo un instante, como si no supiera por dónde empezar.

Jezal tragó saliva. Seguía con la espada en la mano, pero ni siquiera tenía fuerzas para volver a envainarla. Esparcidos por la habitación se veían trozos del desdichado Practicante: pegados a las paredes, al techo, a las personas. Jezal no había visto nunca morir a un hombre, y menos aún de una manera tan espantosa y antinatural. Lo lógico hubiera sido sentirse horrorizado, pero en realidad lo único que sentía era un inmenso alivio. En aquel momento sus propias tribulaciones le parecían una insignificancia.

Él, al menos, seguía vivo.

Los instrumentos de que disponemos

Glokta aguardaba de pie en el estrecho vestíbulo apoyado en su bastón. Al otro lado de la puerta se oían voces.

—¡He dicho que nada de visitas!

Glokta suspiró. Tenía mejores cosas que hacer que permanecer ahí de pie apoyado en su pierna dolorida, pero había dado su palabra y estaba dispuesto a cumplirla. Un minúsculo vestíbulo, bastante corriente, de una casa minúscula, igualmente corriente e idéntica a cientos de otras. El barrio entero era de reciente construcción y, según era la moda, lo componía una sucesión de casas adosadas: edificios de tres plantas, construidos parcialmente en madera, adecuados tal vez para albergar una familia con dos sirvientes. Cientos de casas, todas muy parecidas. Casas de gente acomodada. Nuevos ricos. Plebeyos con ínfulas, como seguramente los habría denominado Sult. Banqueros, mercaderes, artesanos, tenderos, funcionarios.
Puede que también la residencia urbana de un próspero campesino, como en este caso
.

Las voces habían cesado. Glokta oyó movimientos, luego el tintineo de un vaso y, de pronto, se entreabrió la puerta y asomó una doncella. Una chica poco agraciada con grandes ojos acuosos. Parecía asustada y culpable.
Nada nuevo. Ante la Inquisición toda la gente parece asustada y culpable
.

—Le recibirá ahora —masculló la chica. Glokta asintió y pasó adentro arrastrando los pies.

Tenía el vago recuerdo de haber pasado una o dos semanas en Angland con la familia de West hacía unos doce años, aunque ahora le parecía que hubieran pasado más de cien. Recordaba que West y él solían hacer prácticas de esgrima en el patio de la casa y que todos los días una niña de cabellos negros les observaba con una expresión muy seria. También recordaba que hacía no mucho se había encontrado en el parque con una jovencita que se había interesado por su salud. Por aquel entonces andaba con tantos achaques que casi no podía ver, y el recuerdo que tenía del rostro de la joven era bastante difuso. Así pues, Glokta no estaba muy seguro de lo que se iba a encontrar, pero lo que desde luego no se esperaba eran esos moratones. Durante un instante se quedó un tanto desconcertado.
Pero creo que lo disimulo bastante bien
.

Oscuros, morados, marrones, amarillentos, rodeando el ojo izquierdo, cuyo párpado inferior estaba muy hinchado. Alrededor de la comisura de la boca también, el labio partido y recubierto con una costra. En materia de moratones, pocos hombres sabían más que Glokta.
Dudo mucho que sean fruto de un accidente. Le han dado un puñetazo en la cara, y quien se lo ha dado pretendía hacer daño
. Miró las desagradables marcas, recordó a su viejo amigo Collem West llorando en su comedor y rogándole que le ayudara, y casó las dos piezas.

Interesante.

Entretanto, ahí seguía ella sentada, sosteniéndole la mirada, con el mentón alzado y ofreciéndole el lado de la cara donde estaban los peores moratones como desafiándole a que se atreviera a decir algo.
No se parece mucho a su hermano. No, no se parece en absoluto. No me la imagino rompiendo a llorar en mi comedor, ni en ningún otro sitio
.

—¿Qué puedo hacer por usted, Inquisidor? —preguntó con frialdad. Glokta percibió una leve pastosidad en su forma de pronunciar la palabra Inquisidor.
Ha estado bebiendo... aunque lo disimula bastante bien. No lo bastante como para ponerse idiota, en cualquier caso
. Glokta frunció los labios. Por alguna razón, tenía la impresión de que convenía andarse con cuidado.

—He venido a título personal. Su hermano me ha pedido que...

Le interrumpió con brusquedad.

—¿Ah, sí? ¿No me diga? Ha venido para asegurarse de que tengo cuidado a la hora de elegir con quien follo, ¿no? —Glokta se quedó callado durante un instante mientras digería lo que acababa de oír, luego soltó una risita sofocada.
¡Vaya, esto es magnífico! ¡Esta chica empieza a caerme francamente bien
!—. ¿Dónde está la gracia? —le espetó Ardee.

—Discúlpeme —dijo Glokta mientras se pasaba un dedo por su ojo lagrimeante—, pero, verá, pasé dos años en las mazmorras del Emperador. Y créame si le digo que de haber sabido desde un principio que iba a pasar ahí, siquiera la mitad de ese tiempo, hubiera puesto más afán por acabar con mi vida. Setecientos días condenado a la más absoluta oscuridad. Jamás pensé que un hombre pudiera llegar a tener en vida una experiencia tan parecida al infierno. Lo que le quiero decir es que si pretende escandalizarme, tendrá que recurrir a algo más sustancioso que al uso de palabras malsonantes.

Glokta la obsequió con la más repulsiva, desdentada y trastornada de sus sonrisas. Había poca gente que tuviera estómago para aguantar una visión como ésa durante mucho tiempo, pero ella no apartó la vista. Y, al cabo de un momento, también sonreía. Una media sonrisa bastante peculiar que a Glokta le dejó desarmado.
Probemos con otro enfoque
.

—El caso es que su hermano me ha pedido que me cuide de su bienestar durante su ausencia. Por lo que a mí respecta puede usted follar con quien le venga en gana, aunque mi experiencia me dice que, en relación con la reputación de las jovencitas, cuanto menos se folle, mejor. En el caso de los hombres, por supuesto, ocurre exactamente lo contrario. Cierto que no es muy justo, pero hay tantas cosas en la vida que no lo son, que un asunto como ése apenas si merece mencionarse.

—Hummm. En eso tiene razón.

—Bien, me parece que ya nos vamos entendiendo —dijo Glokta—. Veo que se ha hecho daño en la cara.

Ardee se encogió de hombros.

—Me caí. Soy muy torpe.

—Entiendo muy bien cómo se siente, yo soy tan torpe que me destrocé la mitad de la dentadura y me machaqué la pierna hasta dejarla reducida a una masa de carne amorfa e inútil. Y, fíjese, ahora soy un tullido. Es asombroso a dónde puede llevarle a uno la torpeza, si no se esfuerza por corregirla. Creo que la gente torpe como nosotros deberíamos ayudarnos, ¿no le parece?

La joven se le quedó mirando pensativamente durante unos instantes mientras se acariciaba los moratones de la cara.

—Sí —dijo—, supongo que sí.

Vitari, la Practicante de Goyle, se encontraba tirada en una silla enfrente de Glokta junto a las grandes puertas del despacho del Archilector. Estaba desplomada, vertida, tendida sobre la silla como si fuera un paño húmedo, los brazos colgando a los lados, la cabeza recostada en el respaldo. De vez en cuando, sus ojos entornados recorrían el vestíbulo y se posaban en Glokta durante un rato descaradamente largo. Lo hacía sin volver la cabeza, sin mover ni un solo músculo, como si pensara que el esfuerzo podría resultarle demasiado doloroso.

Como seguramente ocurriría.

Era evidente que había participado en una refriega increíblemente violenta, luchada cuerpo a cuerpo. Por encima de su camisa negra, su cuello estaba sembrado de cardenales. Alrededor de la máscara había más, muchos más, y en la frente tenía una enorme cicatriz. Una mano llevaba un aparatoso vendaje, la otra tenía los nudillos llenos de costras y arañazos.
Le han dado una buena paliza. Se ha defendido, pero la persona con la que luchaba no se andaba con chiquitas
.

La campanilla dio una sacudida y tintineó.

—Inquisidor Glokta —dijo el secretario mientras se apresuraba a salir de detrás del escritorio para acompañarle a la puerta—, Su Eminencia le recibirá ahora.

Glokta suspiró, soltó un gruñido y, apoyándose en el bastón, se puso trabajosamente de pie.

—Buena suerte —le dijo la mujer mientras pasaba cojeando delante de ella.

—¿Cómo?

La mujer hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza y señaló el despacho del Archilector.

—Hoy está de un humor de perros.

Al abrirse la puerta, la voz de Sult, que hasta entonces no era más que un murmullo, se convirtió en un grito atronador que se esparció por el vestíbulo como un torrente. El secretario dio un salto hacia atrás como si acabara de recibir un bofetón en la cara.

—¡Veinte Practicantes! —aullaba el Archilector al otro lado de la puerta— ¡Veinte! ¡Ahora deberíamos estar interrogando a esa zorra en lugar de estar aquí sentados lamiéndonos las heridas! ¿Cuántos Practicantes ha dicho?

—Veinte, Archi...

—¡Veinte! ¡Maldita sea! —Glokta respiró hondo y asomó la cabeza por la puerta—. ¿Y cuántos muertos? —el Archilector caminaba a grandes zancadas por el enlosado de su despacho circular haciendo aspavientos. Iba vestido de blanco y estaba tan atildado como de costumbre.
Aunque me parece advertir que tiene un pelo mal colocado, dos quizás. Sí, parece que está muy enfadado
—. ¿Cuántos?

—Siete —murmuró el Superior Goyle encogiéndose en su silla.

—¡La tercera parte! ¡Un tercio del total! ¿Y heridos?

—Ocho.

—¡Casi todos los demás! ¿Contra cuántos?

—Seis, en total.

—¿Ah, sí? —el Archilector estampó los puños contra la mesa y se inclinó sobre el acogotado Superior—. Las noticias que yo tengo es que sólo eran dos. ¡Dos, y además unos simples bárbaros! —chilló y se puso de nuevo a dar vueltas alrededor de la mesa—. ¡Dos! Un blanco y un moreno. ¡Y encima resulta que el moreno era una mujer! ¡Una mujer! —la silla que estaba al lado de Goyle recibió una brutal patada del Archilector y se tambaleó—. ¡Y, lo que es peor, hay innumerables testigos de esta ignominia! ¿Acaso no le exigí discreción? ¿Qué parte de la palabra discreción es la que no comprende, Goyle?

—Pero, Archilector, las circunstancias no permitían...

—¿No permitían? ¿No permitían? —el chillido de Sult se alzó una octava—. ¿Cómo se atreve a decirme que
no
permitían, Goyle? ¡Le pido discreción y va usted y me monta una carnicería por todo Agriont, y encima fracasa! ¡Hemos quedado como idiotas!

¡Peor aún, como idiotas débiles! Los enemigos que tengo en el Consejo Cerrado no van a esperar ni medio segundo para sacar provecho de esta farsa. ¡Ese viejo charlatán de Marovia ya ha empezado con sus jeremiadas sobre la libertad, la necesidad de establecer controles más estrictos y todo ese tipo de sandeces! ¡Malditos leguleyos! ¡Como se salgan con la suya, no va a haber forma de dar ni un solo paso! ¡Y gracias a usted, están a punto de conseguirlo! ¡Trato de ganar tiempo, pido disculpas, intento presentar las cosas bajo la mejor luz, pero una boñiga es una boñiga, se mire como se mire! ¿Tiene usted idea del daño que nos ha hecho? ¿De los meses de trabajo que ha desbaratado?

—Pero Archilector, al fin y al cabo, ya se han ido y...

—¡Volverán, cretino! ¡Se cree que han montado esto para irse y no volver! ¡Claro que se han ido, maldito idiota, y se han llevado consigo todas las respuestas! ¡Quiénes son, qué pretenden, quién está detrás de ellos! ¿Que se han ido? ¡Es usted quien se va a ir al infierno, Goyle!

—Estoy desolado, Eminencia.

—¡Y más que lo va a estar!

—Le ruego encarecidamente que acepte mis disculpas.

—¡Tiene suerte de no estar pidiendo disculpas sobre un lecho de fuego! —Sult resopló asqueado—. ¡Desaparezca de mi vista!

Antes de abandonar encogido el despacho, Goyle lanzó una mirada asesina a Glokta.
Adiós, Superior Goyle, adiós. El Archilector no podía haber encontrado un candidato más idóneo para descargar su furia
. Glokta no pudo contenerse, y, mientras veía alejarse al Superior, no pudo evitar esbozar una mínima sonrisa.

—¿Y usted de qué se ríe? —inquirió Sult con una voz fría como el hielo mientras extendía el guante blanco donde centelleaba la piedra púrpura de su anillo.

Glokta se agachó para besársela.

—De nada, Eminencia.

—¡Más le vale, porque le puedo asegurar que no tiene motivo alguno para reírse! ¿Llaves? —se burló—. ¿Cuentos? ¿Manuscritos? ¿Cómo es posible que haya hecho caso de sus sandeces?

—Lo sé, Archilector, y le pido disculpas —Glokta se dirigió humildemente a la silla que acababa de dejar libre Goyle.

—¡Me pide disculpas! ¡Todo el mundo me pide disculpas! ¿De qué me sirve eso? ¡Menos disculpas y más éxitos, eso es lo que necesito! ¡Con la de esperanzas que tenía depositadas en usted! En fin, supongo que habrá que arreglárselas con los instrumentos de que disponemos.

¿Lo cual quiere decir?
Pero Glokta permaneció en silencio.

—Tenemos problemas en el Sur. Serios problemas.

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