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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (33 page)

BOOK: Las partículas elementales
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Que todos los seres en el Este,

que todos los seres en el Oeste,

que todos los seres en el Norte,

que todos los seres en el Sur

sean felices, conserven su dicha;

y puedan vivir sin enemistad.

La culpa no era del todo suya, pensaba; habían vivido en un mundo terrible, un mundo de competición y de lucha, de vanidad y de violencia; no habían vivido en un mundo armonioso. Por otra parte, tampoco habían hecho nada para modificar ese mundo ni habían contribuido a mejorarlo en lo más mínimo. Pensó que tendría que haberle dado un hijo a Annabelle; luego, de golpe, se acordó de que lo había hecho, o más bien de que había empezado a hacerlo, de que por lo menos había aceptado la idea; y este pensamiento le llenó de alegría. Entonces entendió la paz y la dulzura que había sentido durante las últimas semanas. Ya no podía hacer nada, nadie podía hacer nada contra el dominio de la enfermedad y de la muerte; pero al menos durante unas semanas ella se había sentido amada.

Si uno practica la idea del amor

y no se abandona a las prácticas licenciosas;

si corta los lazos de las pasiones

y vuelve la mirada hacia el Camino,

por haber sido capaz de practicar ese amor,

renacerá en el cielo de Brahma,

conseguirá sin tardanza la Liberación

y entrará para siempre en el Reino de lo Incondicionado.

Si no mata ni trata de hacer daño,

si no intenta hacerse valer humillando al prójimo,

si practica el amor universal,

no sentirá odio en la hora de su muerte.

Por la tarde llegó la madre de Annabelle; quería saber si había alguna novedad. No, la situación no había cambiado; los estados de coma profundo podían ser muy estables, les recordó la enfermera con paciencia, a veces pasaban tres semanas antes de que se pudiera establecer un pronóstico. Ella entró a ver a su hija y salió al cabo de un minuto, sollozando. «No lo entiendo…», dijo sacudiendo la cabeza. «No entiendo la vida. Era una niña encantadora, ¿sabe? Siempre fue cariñosa, nunca dio problemas. No se quejaba, pero yo sabía que no era feliz. No ha tenido la vida que se merecía.»

Se marchó poco después, visiblemente desanimada. Era raro, pero él no tenía ni hambre ni sueño. Recorrió el pasillo, bajó hasta el vestíbulo de entrada. Un antillano sentado en recepción resolvía un crucigrama; le saludó con la cabeza. Se sirvió un chocolate caliente en una máquina, se acercó a las ventanas. La luna flotaba entre los edificios; algunos coches circulaban por la avenida de Châlons. Tenía conocimientos médicos suficientes para saber que la vida de Annabelle pendía de un hilo. Su madre tenía razón al negarse a entenderlo; el hombre no está hecho para aceptar la muerte: ni la suya ni la de los demás. Se acercó al guarda y le pidió una hoja de papel; un poco sorprendido, éste le tendió un paquete de hojas con el membrete del hospital (fue el membrete lo que permitió a Hubczejak, mucho después, identificar el texto entre la masa de notas que se encontraron en Clifden). Algunos seres humanos se aferran con ferocidad a la vida, la abandonan, como decía Rousseau, de mala gana; él presentía que ése no era el caso de Annabelle.

Ella era esa niña hecha para la felicidad,

ofrecía a quien lo quisiera el tesoro de su corazón.

Podría haber dado su vida por otras vidas,

entre los nacidos de su propio lecho.

Por el grito de los niños,

por la sangre de la raza,

su sueño siempre presente

dejaría una huella

grabada en el tiempo,

grabada en el espacio.

Grabada en la carne

santificada para siempre

en las montañas, en el aire,

en el agua de los ríos

y en el cielo transformado.

Ahora estás ahí,

en tu lecho de muerte,

tranquila en el coma

y para siempre llena de ternura.

Nuestros cuerpos se enfriarán y sólo estarán presentes

en la hierba, Annabelle mía.

Será la nada

del ser individual.

Habremos amado poco

bajo nuestras formas humanas,

tal vez el sol, la lluvia sobre nuestras tumbas, el viento y la escarcha pongan fin a nuestro dolor.

4

Annabelle murió al cabo de dos días, y seguramente fue mejor para la familia. Cuando alguien muere la gente siempre tiende a decir una estupidez así; pero es verdad que su madre y su hermano no habrían podido soportar una larga incertidumbre.

En el edificio de acero y cemento blanco, el mismo en el que había muerto su abuela, Djerzinski fue consciente, por segunda vez, del poder del vacío. Cruzó la habitación y se acercó al cuerpo de Annabelle. Ese cuerpo era idéntico al que él había conocido, salvo que la tibieza lo abandonaba poco a poco. La carne ya estaba casi fría.

Algunos seres viven hasta los setenta o incluso los ochenta años pensando que siempre hay algo nuevo, que la aventura está, como suele decirse, a la vuelta de la esquina; prácticamente hay que matarlos o por lo menos reducirlos a un estado de invalidez muy avanzado para que entren en razón. No era el caso de Michel Djerzinski. Había vivido su vida humana solo, en un vacío sideral. Había contribuido al progreso del conocimiento; era su vocación, era la manera que había encontrado para expresar sus dones naturales; pero no había conocido el amor. A pesar de su belleza, Annabelle tampoco había conocido el amor; y ahora estaba muerta. Su cuerpo descansaba a media altura, para siempre inútil, semejante a un peso puro, bajo la luz. Cerraron la tapa del féretro.

En su carta de despedida, pedía que la incinerasen. Antes de la ceremonia tomaron un café en la Cafetería H del vestíbulo de entrada; en la mesa de al lado, un gitano sondado hablaba de coches con dos amigos que habían ido a visitarlo. Había poca iluminación; unos apliques en el techo en medio de un soporte desagradable que recordaba unos enormes tapones de corcho.

Salieron bajo el sol. Los edificios del crematorio formaban parte del mismo complejo y no estaban lejos del hospital. La cámara de incineración era un gran cubo de cemento blanco en mitad de una plaza igualmente blanca; la reverberación era deslumbrante. El aire caliente ondulaba a su alrededor como una miríada de serpientes pequeñas.

Sujetaron el féretro a una plataforma móvil que llevaba al interior del horno. Hubo treinta segundos de recogimiento colectivo, y luego un empleado puso en marcha el mecanismo. Las ruedas dentadas que activaban la plataforma chirriaron un poco; la puerta se cerró. Una portilla de Pyrex permitía observar la combustión. Cuando las llamas surgieron de los enormes quemadores, Michel apartó la mirada. Un resplandor rojo persistió durante unos treinta segundos en la periferia de su campo visual; y eso fue todo. Un empleado guardó las cenizas en una pequeña urna, un paralelepípedo de abeto blanco, y se lo entregó al hermano mayor de Annabelle.

Volvieron a Crécy conduciendo despacio. A lo largo de la avenida del Hôtel de Ville, el sol brillaba entre las hojas de los castaños. Annabelle y él se habían paseado por esa misma avenida veinticinco años antes, al salir de clase. Había unas quince personas reunidas en el jardín de su madre. Su hermano pequeño había viajado desde Estados Unidos; estaba delgado, nervioso, visiblemente tenso, vestido con una elegancia un poco excesiva.

Annabelle había pedido que dispersaran sus cenizas en el jardín de la casa de sus padres; cumplieron su deseo. El sol empezaba a descender. Era polvo, un polvo casi blanco. Se posó suavemente, como un velo, sobre la tierra que había entre los rosales. En ese momento se oyó a lo lejos la campana del paso a nivel. Michel se acordó de las tardes de sus quince años, cuando Annabelle iba a esperarlo a la estación y se abrazaba a él. Miró la tierra, el sol, las rosas; la superficie elástica de la hierba. Era incomprensible. Los asistentes estaban silenciosos; la madre de Annabelle había servido un vino de honor. Le tendió un vaso y le miró a los ojos. «Puede quedarse aquí unos días si quiere, Michel», dijo en voz baja. No, tenía que irse; tenía que trabajar. No sabía hacer otra cosa. Le pareció que unos rayos cruzaban el cielo; se dio cuenta de que estaba llorando.

5

Cuando el avión se acercó al techo de nubes que se extendía hasta el infinito bajo el cielo intangible, tuvo la impresión de que su vida entera había estado encaminada a ese momento. Durante unos segundos sólo existió la inmensa cúpula del azul y un enorme plano ondulado donde se alternaban un blanco resplandeciente y un blanco mate; luego entraron en una zona intermedia, movediza y gris, donde las percepciones eran confusas. Abajo, en el mundo de los hombres, había praderas, animales y árboles; todo era verde, húmedo e infinitamente detallado.

Walcott le esperaba en el aeropuerto de Shannon. Era un hombre rechoncho, de gestos animados; una corona de pelo rubio rojizo rodeaba su pronunciada calvicie. Conducía muy deprisa su Toyota Starlet entre los pastos brumosos y las colinas. El centro estaba un poco al norte de Galway, en el término municipal de Rosscahill. Walcott le enseñó las instalaciones y le presentó a los técnicos; estarían a su disposición para llevar a cabo los experimentos, para programar el cálculo de las configuraciones moleculares. Todos los equipos eran ultramodernos, las salas estaban inmaculadamente limpias; todo el conjunto se había financiado con una subvención de la CEE. En una sala refrigerada, Djerzinski echó una ojeada a los dos grandes Cray, en forma de torre, cuyos paneles de control resplandecían en la penumbra. Sus millones de procesadores construidos en paralelo estaban listos para integrar las variables de Lagrange, las funciones de onda, los análisis espectrales, las operaciones de Hermite; en adelante, iba a vivir en ese universo. Sin embargo, ni cruzando los brazos sobre el pecho ni apretándolos contra su cuerpo conseguía librarse de una sensación de tristeza, de frío interior. Walcott le ofreció un café de la máquina automática. Por los ventanales se veían las verdes pendientes que se hundían en las aguas oscuras del Lough Corrib.

Bajaron por la carretera que llevaba a Rosscahill a lo largo de un prado en suave pendiente donde pacía un rebaño de vacas más pequeñas que la media, de un bonito color castaño claro. «¿Las reconoce?», preguntó Walcott con una sonrisa. «Sí…, son las descendientes de las primeras vacas que se crearon a partir de sus trabajos, hace ya diez años. En aquella época teníamos un centro muy pequeño, no demasiado bien equipado; usted nos dio un buen empujón. Son robustas, se reproducen sin problemas y dan una leche excelente. ¿Quiere verlas?» Aparcó en un camino hundido. Djerzinski se acercó al murete de piedra que delimitaba el prado. Las vacas pacían tranquilamente, frotaban la cabeza contra el flanco de sus compañeras; dos o tres estaban tumbadas. Él era quien había creado, o al menos perfeccionado, el código genético que gobernaba la reproducción de sus células. Para ellas, él tendría que haber sido una especie de Dios; sin embargo, parecían indiferentes a su presencia. Un banco de niebla bajaba desde la cima de la colina, ocultándolas poco a poco a su vista. Regresó al coche.

Sentado al volante, Walcott fumaba un Craven; la lluvia había mojado el parabrisas. Con su voz suave, discreta (pero cuya discreción no parecía en absoluto un signo de indiferencia), le preguntó: «¿Ha perdido a alguien?» Él le contó entonces la historia de Annabelle y de su final. Walcott escuchaba; de vez en cuando sacudía la cabeza o lanzaba un suspiro. Tras el relato se quedó callado, encendió y luego apagó otro cigarrillo, y al fin dijo: «Yo no soy irlandés. Nací en Cambridge, y creo que sigo siendo muy inglés. La gente suele decir que los ingleses han desarrollado sus cualidades de sangre fría y de reserva, y también una manera de enfrentarse con humor a los acontecimientos de la vida, incluidos los más trágicos. Es bastante cierto, y una completa estupidez por su parte. El humor no nos salva; no sirve prácticamente para nada. Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acaba con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte.»

Puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó. «Aquí hay mucha gente católica», continuó. «Bueno, las cosas están cambiando, Irlanda se moderniza. Muchas empresas de alta tecnología se han instalado aquí aprovechando las reducciones de los gravámenes sociales y de los impuestos; en esta región están Roche y Lilly. Y Microsoft, claro: todos los jóvenes de este país sueñan con trabajar en Microsoft. La gente va menos a misa, hay más libertad sexual que hace unos años, cada vez hay más discotecas y antidepresivos. En fin, el escenario clásico…»

Pasaban junto al lago. El sol surgió en medio de un banco de niebla, dibujando irisaciones resplandecientes en la superficie del agua. «Aun así», añadió Walcott, «el catolicismo sigue siendo muy fuerte. Por ejemplo, la mayoría de los técnicos del centro son católicos. Eso no me hace más fácil la relación con ellos. Son correctos, corteses, pero me consideran como alguien un poco aparte, con quien no se puede hablar de verdad.»

El sol apareció del todo, formando un círculo de un blanco perfecto; también apareció todo el lago, bañado en luz. En el horizonte, los picos de las
Twelve Bens Mountains
se superponían en una gama decreciente de grises, como las películas de un sueño. Guardaron silencio. Al llegar a Galway, Walcott habló de nuevo: «Yo soy ateo, pero entiendo que aquí se pueda ser católico. Este país tiene algo muy especial. Todo vibra constantemente, tanto la hierba de los prados como la superficie de los lagos; todo parece indicar una presencia. Hay una luz inestable y suave, como una materia cambiante. Ya verá. Hasta el cielo parece vivo.»

6
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