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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (10 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Mientras me entregaba a la lana y las agujas, mientras intentaba llegar a la perfección de Karin, Karin trajo de la salita-biblioteca papel y sobres y se puso a escribir unas cartas. Iba a ser su cumpleaños y quería celebrarlo. Bajo las gafas de cerca se iba desplegando parsimoniosamente una letra muy bonita, que parecía alemán, sin tener ninguna idea de cómo sería el noruego, la verdad.

—¿Sabe alemán? —pregunté contando los puntos.

Karin se quitó las gafas para mirarme mejor.

—Un poco. Un poco de alemán, un poco de francés, un poco de inglés. Soy muy vieja, sé algunas cosas.

—Ayer estaba muy guapa con el vestido blanco, la vi en la fiesta de Alice —dije para que mi espionaje dejase de ser tema tabú.

—Sí, ya sé que estuviste mirando. Yo también me habría asomado si hubiese podido subirme de pie encima de una moto —dijo riéndose.

Me limité a sonreír porque cada vez me parecía más exagerada la importancia que se le daba a aquel acto completamente inocente y más ahora con la distancia y la luz del día.

—Lo que no entiendo es por qué no llamaste. Ya conoces a Alice.

—Yo tampoco lo entiendo, fue una tontería. Creo que no quería ser una intrusa, interrumpir, llegar a una fiesta donde no he sido invitada.

Por el gesto de Karin entendí que la explicación la había dejado totalmente satisfecha. Y a mí también me dejó satisfecha.

Aproveché ese momento para decirle que me había olvidado las pastillas para las náuseas abajo (empezábamos a llamar «abajo» a la casa de mi hermana) y que tenía miedo de marearme. En el fondo me habían entrado muchas ganas de estar sola un rato. Tenía ganas de escuchar sólo mis propios pensamientos o ninguno. Ser tan contradictoria me mataba, primero quería estar con ellos y ahora sin ellos. Como anochecía me dijo que me llevara el todoterreno. Probablemente pensaría que la moto era demasiado endeble y querría asegurarse de que volvería, y lo comprendía, es muy fácil ser valiente cuando nada te lo impide.

El todoterreno era tan grande que aparqué en un saliente de tierra antes de llegar a mi calle. Al cerrar la puerta tuve una sensación de libertad de lo más tonta, puesto que nadie me retenía ni me obligaba a hacer nada, y aun así respiré profundamente el olor de la calle. Fueron las luces mortecinas de los porches las que hicieron visible a un hombre ante mi verja. Un hombre mayor. Lo miré mejor. Lo conocía. Era Julián, el mismo al que le había enseñado la casa. No me oyó acercarme y cuando le hablé detrás de él y le toqué el brazo temí que se asustara. Era como meter la mano en la misma burbuja de debilidad en que también estaban atrapados Fred y Karin. Pero no, se volvió con calma y sonriente.

—Me alegro de que estés bien —dijo mientras le hacía entrar.

Venía por el asunto del alquiler. Dijo que era la segunda vez que intentaba verme sin conseguirlo. Me pidió disculpas por la hora. Yo le dije que me había pillado de puro milagro. Hablamos durante un buen rato, mejor dicho, hablaba sólo él y mencionaba siempre que podía a su mujer y le interesaban mis amigos noruegos, quizá porque le llamase la atención que tuviese amigos de su edad. Y escuchaba con mucha atención cualquier cosa que le dijese. Siempre había oído decir que a los ancianos les encanta contar batallitas, menos estos con los que yo me encontraba, porque ni la pareja de noruegos ni éste parecía que tuviesen batallas que contar.

Cuando se marchó, aproveché para regar las plantas y recoger unas toallas del tendedero. Las doblé despacio y las dejé sobre la mesa. Cogí las pastillas, las llaves y apagué la luz. Cada vez me iba sintiendo más unida a Villa Sol que a esta casa.

Julián

Tuve que ir al hospital, a urgencias. Conocía los síntomas, desfallecimiento, sudor frío, y no quería dar más problemas en el hotel, no quería que pensaran que era el peor cliente de su historia. Me encontraba bien allí, me conocían y Roberto había decidido ser casi un cómplice en un asunto del que no tenía ni idea. En el fondo aquí conocía el terreno y podría defenderme mejor que si me mudaba a otro hotel, lo que me llevó a plantearme revisar, en cuanto me recuperara, las instalaciones, escaleras, distintos salones, los lavabos para uso general y las cocinas. Lo bueno de estar solo es que no preocupas a nadie, no tienes que vivir la doble angustia de estar mal y de ver que el otro sufre porque estás mal. Fue maravilloso tener a Raquel a mi lado durante tantos años, logró que cada día estuviese más lleno de vida, pero a veces en los momentos malos habría agradecido estar solo y no tener que fingir que estaba bien para que ella no sufriera. A veces uno quiere vivir lo que le ocurre tal como es, en toda su dimensión, pero no hasta el punto de hacer daño a quien tienes al lado, así que sentí cierta sensación de libertad al marcharme al hospital solo en un taxi en cuanto noté que algo no iba del todo bien. Nunca he soportado a las personas que les echan en cara su soledad a los demás, ni tampoco los que la viven como una afrenta. La soledad también es libertad.

Tal como me imaginaba, en el hospital me preguntaron si no estaba acompañado. Les dije que no, que estaba pasando unos días de vacaciones solo. La doctora movió pensativa la cabeza pensando en mi soledad. Me dijo que en esas circunstancias debería pasar la noche en observación en el hospital. No era nada serio, una subida de azúcar, una descompensación general. Les dije que me parecía bien, ¿qué más me daba dormir en el hotel que en el hospital?

Lo que más me molestó es lo que tardaron en darme el alta por la mañana. A las doce dije que no podía esperar más y que me marchaba. Parecía un viejo gruñón, un viejo maniático, pero tenía mucho que hacer y me daba perfecta cuenta de que ya estaba estabilizado. Me hicieron firmar un papel por el que me responsabilizaba de mi decisión, de modo que si me moría sería por mi propia negligencia. Me pareció justo. Una simple firma nos tranquilizaba a todos.

No había dormido bien por culpa de los descomunales ronquidos del compañero de la cama de al lado y porque las enfermeras entraban cada dos por tres haciendo ruido, pero me encontraba bien, en plena forma, incluso me pegaría un bañito en el mar cuando hubiese terminado lo principal. Y lo principal consistía en acercarme por Villa Sol, algo demasiado peligroso en estos momentos, por lo menos hasta que cambiase de coche. Así que lo mejor sería dirigirme a casa de Sandra para comprobar si habían vuelto por allí los Christensen.

La ropa me olía a hospital, me palpé los bolsillos para revisar que llevaba todo conmigo, era un día hermoso como ninguno. Aparqué el coche en otro lado diferente por pura precaución, aunque no creía posible que pudieran relacionarme con Sandra de ninguna manera, y fui callejeando hasta la casita.

Nadie salió a la llamada del timbre, las contraventanas estaban entornadas y en el tendedero había unas toallas tendidas, la manguera culebreaba en el enlosado. No localicé la moto en el jardín. No se oía ningún tipo de música. Así que regresé al coche y bebí un poco de agua de una de las botellas que procuraba tener siempre a mano, y pensé que lo más lógico era que a estas horas Sandra estuviera en la playa, probablemente con los noruegos. Y me encaminé hacia allí.

Al menos en el lugar en que solían situarse no estaban. Sólo había unos niños correteando y una pareja besándose. Anduve cerca de un kilómetro por la parte de arriba por si los veía en algún punto hasta que decidí abandonar y regresar al coche. Me encontraba mucho más ágil que antes de ingresar en el hospital. Y aunque no hacía demasiado calor, el agua estaba tan azul y la espuma tan blanca y en cualquier momento podían acabar con mi vida los matones de Fredrik o los infartos, que decidí quedarme en calzoncillos, que afortunadamente eran de tela y me llegaban por medio muslo y casi parecían un bañador, y darme un chapuzón. Ya estaba haciendo lo que Raquel llamaba locuras porque lo que para un joven era sano a mí podría suponerme una neumonía, pero cuando quise darme cuenta ya estaba dentro de las olas, y al frío siguió un gran bienestar. ¿Por qué no disfrutar del paraíso si se tiene a mano? Raquel siempre me decía que a las personas que, como nosotros, habíamos sufrido mucho nos daba miedo disfrutar, nos daba miedo ser felices y también decía que hay muchas clases de sufrimiento en el mundo y que nadie se libra del todo de padecerlo, por lo que tampoco nos debíamos sentir especiales. Si he de decir la verdad yo admiraba mucho a la gente frivola y con gran capacidad de pasarlo bien en la vida, de divertirse con cualquier cosa. Ir de compras, jugar un partido y cenar con amigos sin tener nada más en que pensar. Para mí su estilo de vida era deseable e inalcanzable. La inocencia era un milagro más frágil que la nieve. Y era más fácil que los alegres llegaran a ser de los míos que yo uno de los suyos. En el fondo quería que Fredrik y Karin, frivolos corrompidos y perversos, fueran de los míos, que sufrieran, que probaran el dolor. Ahora lo veía claro, la justicia jamás podría hacer justicia como yo quería. Si Fredrik tenía matones, yo tenía odio.

Me sequé levantando los brazos y dando pequeños saltos en la arena y luego me senté para recibir del sol toda la vitamina D posible. Me encontraba mejor que nunca, cerré los ojos. Vivir, siempre vivir. En estos momentos estaba sintiendo menos miedo del recomendable.

Por precaución cambié de bar para comer y me pedí un menú. Tenía hambre, hambre de verdad. Aún notaba la sal en la piel y también noté el pelo, el poco que me quedaba, fosco y revuelto, me pasé la mano por la cabeza, un día de estos tendría que cortármelo. El baño me había dado hambre y también el hecho de que apenas había probado el desayuno del hospital, sin comparación posible con el bufé del hotel. Aunque me encontraba con energía suficiente para seguir adelante y acercarme por los alrededores de los Christensen, comprobé que no llevaba las pastillas encima, y regresé al hotel.

En recepción Roberto me dio el alto con cara de preocupación. Me habló bajo para que no le oyera el otro conserje ni los clientes acodados en el mostrador.

—Estaba preocupado, la camarera me ha dicho que no ha dormido en la habitación.

Era evidente que de alguien como yo sólo se puede esperar que no haya dormido en su cama porque se haya muerto en cualquier otro sitio.

—No ha sido nada, me marché de excursión y se me hizo tan de noche que me quedé en otro hotel. Gracias por preocuparse.

Y luego agregué en plan confidencial:

—¿Ha habido alguna novedad?

—No, que yo sepa. Bueno..., el detective quiere verle.

Sin consultarme, Roberto cogió el teléfono, informó de que yo estaba ahora mismo en el hotel y colgó.

—El detective se llama Tony y le espera en el bar. ¿Ha comido ya?

Asentí pensando en si debía o no subir a la habitación a coger las pastillas.

—Entonces puede aprovechar para tomar café.

Me sacudí el sombrero en la pierna, que desprendió algo de arena, y fui hacia el bar.

Roberto debía de haber hecho una buena descripción de mi persona porque, al entrar, un chico robusto, que en un par de años sería gordo, vino hacia mí, me tendió la mano y me condujo a una mesita, un velador, diría Raquel, con una lamparita encendida a pesar de que era de día, lo que no impedía que el bar estuviera siempre en penumbra para crear un clima de intimidad.

—Sentimos mucho el incidente del otro día en su habitación.

—Bueno, son cosas que pasan.

Tony empuñaba una botella de cerveza en su fuerte mano. Yo me pedí un café, muy bueno por cierto, y mientras lo saboreaba, Tony volvió a pedirme disculpas. Demasiadas disculpas en conjunto. Llevaba una chaqueta que parecía que se le iba a rajar por la espalda cuando se encorvaba sobre la mesita velador.

—Llevo en esto mucho tiempo —dijo Tony mirándome fijamente con ojos algo saltones— y todo tiene siempre, y digo siempre, una explicación.

Me quedé pensando en esta frase con la taza en los labios.

—Hijo, entonces podrá explicarme qué ha ocurrido.

Creo que no le gustó que le llamase hijo, a mí tampoco me habría gustado, lo hice adrede para comprobar el grado de seguridad en sí mismo. No tenía mucha.

—Aún no puedo, pero podré —dijo poniéndose más serio—. ¿Lo vamos a tener por aquí mucho tiempo?

—Espero que sí, por lo menos mientras haga buen tiempo.

—Me han dicho que cree que le han confundido con otro.

—¿No es lo más lógico? —dije.

—Tal vez —respondió, y se tomó un último y largo sorbo.

Yo también di fin de la taza. Nos levantamos.

—Esperemos que no vuelva a repetirse —dijo.

Me pareció que la frase iba dirigida a mí y la recogí. Trató de recomponerse la chaqueta, de removerse dentro de su segunda piel. Rebusqué a alguien de mi pasado que se pareciera a Tony y encontré a varios. No eran precisamente de Premio Nobel, pero lograban que el mundo acabara siendo tal como ellos lo veían.

Estaba casi seguro de que Tony había hecho el destrozo de la habitación por orden de Fredrik Christensen o que había permitido que lo hicieran. Había algo en el movimiento de los ojos que lo delataba. De camino a los ascensores le dije a Roberto que necesitaba cambiar de coche porque éste no iba muy bien. Roberto asintió con gesto de haber barajado esta posibilidad. Ya no me miraba como el primer día, me miraba con más respeto e interés.

Tuve que usar una botella de agua del minibar para tomarme la medicación, algo que me repateaba porque dentro del minibar todo era varios euros más caro. Y cada euro de más que gastaba se lo estaba sisando a la herencia de mi hija. Nadie nos iba a recompensar ni a ella ni a mí por este servicio. A nadie le importaba, había otras cosas en qué pensar, otros enemigos. Yo me había quedado atrás, en mi mundo, allí estaban mis odios, mis amigos y mis enemigos, y no tenía fuerza ni cabeza para nada más. Y para ser sincero era la primera vez que no esperaba recompensa ni reconocimiento, era la primera vez que nadie se enteraría de si fracasaba o triunfaba, era la primera vez que la opinión de los demás me importaba una mierda, y me sentía libre.

Me eché la siesta y cuando me desperté atardecía. Ahora el sol se ponía un minuto antes cada día, como más o menos le ocurría a mi vida. Y un minuto era mucho tiempo. No me arrepentí de haber dormido más de la cuenta, porque necesitaba descansar. ¡Dios!, hacía tiempo que no me encontraba tan bien. Si no fuera por lo caro que salía el teléfono habría llamado a mi hija para decírselo, pero una llamada lleva a otra y si un día dejase de llamar ella se preocuparía, así que prefería decírselo con el pensamiento. Mi mujer sí que había llegado a leerme el pensamiento, lo había comprobado muchas veces, y solía decirme bromeando que tuviera cuidado con engañarla aunque sólo fuera con el pensamiento porque podía leérmelo, y yo lo creía a pies juntillas. Estaba convencido de que sus ojos negros eran capaces de penetrar hasta lo más profundo de mi mente.

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