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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (9 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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—Gracias —dije—. No conozco a nadie de esas características. Como le dije, creo que me están confundiendo con otra persona.

Roberto me miraba a la defensiva, ya no se creía todo lo que le decía.

—Entonces daré orden a mis compañeros de que no contesten ninguna pregunta sobre usted.

Le sonreí y abrí los brazos en señal de impotencia y en señal de que no escondía nada y de que estaba siendo objeto de una confusión absurda.

La puerta de la habitación permanecía como la había dejado. Al abrirla, los papeles transparentes cayeron al suelo y los recogí. No era buena noticia que Fredrik tuviera seguidores (como el que había preguntado por mí, como los que habían destrozado el cuarto), quizá, jóvenes neonazis. Mejor sería que se tratase de matones a sueldo, serían menos fanáticos. Volvía a sentirme como David contra Goliat, un David sin fuerzas. Y por otra parte, ¿qué pensaría Roberto de mí?

Sandra

Eché de menos seguir con el jersey que había comenzado a tejer y echaba de menos a estos abuelos adoptivos que habían entrado y salido de mi vida como si mi vida fuera el metro o el autobús, pero sobre todo no me parecía normal. Estaba fuera de toda lógica que ellos fueran más caóticos que yo, que siempre me había considerado la reina del cambiar de opinión y del no tener las ideas claras. Pensaba que al llegar a su edad las dudas habrían pasado a la historia, porque el camino ya estaba hecho y no habría que darle tantas vueltas a lo que se iba a hacer dentro de diez minutos. Podría ser que yo sin querer hubiese dicho o hecho algo que les hubiese molestado, al fin y al cabo éramos de diferentes culturas y de diferentes generaciones, y sería normal que surgieran malentendidos. Aún recordaba aquella mirada, totalmente incomprensible para mí, que se echaron mientras yo hablaba. O, lo más sencillo, que Karin hubiese recaído con lo de la artrosis. ¿Y me importaba mucho que a Karin se la comieran los dolores? En parte sí y en parte ya había regado las plantas, había tendido y recogido y doblado más ropa y lo sabía casi todo sobre Ira. Necesitaba volver a ver a personas conocidas que me dieran la bienvenida y calor humano, y no tenía que buscarlas, las tenía al alcance de la mano con sólo montarme en la Vespino y ponerla en marcha.

Así que al atardecer preparé para ascender hasta el Tosalet una mochila con algo de ropa por si me quedaba a dormir. En el fondo me atreví a subir a esa hora con la secreta intención de no tener que bajar de noche. Y aunque sería bonito rodar en medio de las estrellas, los árboles y los montes a la luz de la luna, también aumentaba la sensación de riesgo, de peligro, de indefensión. El miedo a todo y a nada se me había metido en el cuerpo, se había apoderado de mí, una cobardía sin sentido. O puede que fuese precaución. Los coches que llevaba pegados a la espalda se desesperaban porque no era fácil adelantar en las curvas, pero el precipicio de mi derecha me impresionaba más que ellos. ¡Jódete y jódete!, decía entre dientes a los coches. Para colmo hacia la mitad del camino empezó a lloviznar con gotas que se fueron haciendo más y más grandes. Fue angustioso porque no podía parar y se veía poco. Así que respiré cuando llegué a la zona residencial de los noruegos.

Callejeé con la moto hasta Villa Sol. Ahora las gotas se habían convertido en agujas de plata, parecía que tenían luz propia y que iluminaban la oscuridad. La noche se había ido echando encima. ¿Qué hacía aquí? Ni mis padres ni Santi se podrían imaginar que ahora mismo estaba buscando la casa de unos extranjeros jubilados en un paraje extraño en medio de la lluvia. No sé por qué hacía esto. Hacía cosas sin sentido porque ahora no tenía trabajo ni disciplina. Pero tener trabajo era darle un sentido superficial a la vida, una seguridad falsa. Tampoco me convencía que la panacea de la vida fuese tener un horario y estar atada a un sueldo.
¿Y
si el destino me hubiese puesto en el camino a Fred y Karin para poder librarme de una vida tan mediocre? Villa Sol, la granja del fiordo, el todoterreno verde oliva y el Mercedes negro que había visto que guardaban en el garaje tendrían que ser para alguien a su muerte. Y su muerte podría llegar en cualquier momento. No me guiaba el interés. Había subido hasta aquí jugándome la vida porque en las circunstancias actuales me encontraba mejor con ellos que sin ellos, lo que no impedía que considerase la posibilidad de que influyesen en mi futuro para bien. Ya me veía criando a mi hijo en esta casa y llevándole al colegio en el todoterreno. Vendería el Mercedes y alquilaría el piso superior para vivir con desahogo. En el invernadero pondría un pequeño taller de cerámica y me dedicaría a la artesanía. Quizá pudiera vender algunas piezas en el mercadillo de los jueves. Y todo esto lo tendría porque Fred y Karin me querían como a una auténtica nieta, más que a una nieta, porque nuestra relación era espontánea, elegida por nosotros y no por ataduras de sangre, de lo que habría mucho que hablar, ¿qué era eso de la sangre?

Aparqué en la calle desierta y toqué al timbre. Nadie abrió y sentí un poco de bajón. Volví a llamar y... nada. ¡Qué decepción! No había pensado en esta posibilidad y no me atrevía a bajar hasta mi casa con la lluvia, no era el momento de ser temeraria y al mismo tiempo estaba empapada, salvo la cabeza, donde llevaba el casco. Fue entonces cuando se me ocurrió acercarme por casa de Alice, donde me resguardé de la lluvia la primera vez que subí al Tosalet. Quizá hubiesen ido a visitarla, no parecía lógico que con este tiempo se hubieran aventurado más allá. Y acerté. Vi aparcado el Mercedes, no el todoterreno, sino el Mercedes negro a unos metros de casa de Alice. Habría pensado Fred que era una oportunidad para ponerlo en marcha. Había más coches de lujo bordeando toda la acera, por lo que Alice estaría dando una fiesta. De la casa salía música, música lejana que la lluvia traía y llevaba en ráfagas. Arrimé la moto al muro y me subí de pie en el sillín. Por las cristaleras que daban al jardín vi a gente bailando, creí distinguir a Karin dando vueltas en un traje de noche blanco, tal vez se había contagiado de la eterna juventud de Alice. No me dio tiempo de ver más porque sentí una presencia a mi espalda.

—Si te caes vas a hacerte daño.

Era la Anguila, Alberto creo que se llamaba, que ya había visto en casa de Karin. Llevaba paraguas y cara de pocos amigos. Y yo me sentí avergonzada. Me habían pillado fisgando y los Christensen se enterarían. Se enteraría Alice. Veía cómo la herencia se alejaba de mí.

Le tendí la mano para que me ayudara a bajar.

—Quería saber si Fred y Karin estaban dentro. He pasado por su casa... me estoy empapando..., no quiero bajar con esta lluvia en la moto.

Una vez en tierra firme me coloqué debajo del paraguas y me quité el casco.

—Te conozco —dijo.

—Y yo a ti también —dije yo como si estuviésemos hablando en clave.

—¿Por qué no has llamado a la puerta?

—He llamado —mentí—, pero no han debido de oírme.

—¿Dónde está el timbre, a la derecha o a la izquierda?

—No lo recuerdo.

—Mentirosa.

El paraguas nos obligaba a estar demasiado cerca y a echarnos el vaho de los alientos en la cara, no le caía bien. Era curioso porque aun llena hasta las cejas de ese temor vago a todo y a nada, había algo en este tipejo que no me daba miedo. Él no era como la nada llena de estrellas. No era como la carretera en medio de la noche. Él no era nada de eso, era tan mortal como yo y no me daba miedo del todo.

—Si puedes, diles que he venido a verlos. Me voy —dije poniéndome de nuevo el casco.

—No tan deprisa —dijo él.

—¿No tan deprisa? ¿Es que eres policía o algo así? Anda, no me jodas.

—Ni se te ocurra moverte —dijo sacando un móvil y dejándome fuera del paraguas.

Se alejó un poco para hablar sin quitarme ojo. Tuvo que esperar una contestación que le impacientaba. Imaginé a Fred y Karin aturdidos por el baile teniendo que asimilar la noticia de que yo estaba espiando por la tapia. Yo también esperaba con los brazos cruzados y el casco en la mano. Se comportaba como un portero de discoteca, como un guardaespaldas, como un vigilante de seguridad. Hoy llevaba traje y corbata y el pelo estirado detrás de las orejas. Por fin cerró el móvil.

—Te llevaré a Villa Sol y esperaremos a que lleguen ellos.

El chico cuadrado llamado Martín salió de dentro y le entregó unas llaves. No tenía ánimo para discutir, sólo quería secarme, ver un poco la televisión y acostarme.

Lo de llevarme era un decir. La moto la conducía yo y él iba sentado detrás con el paraguas abierto. Cuando llegamos sacó unas llaves del bolsillo y abrió la verja y la puerta de entrada. Me quité la mochila de la espalda y dejé que resbalara hasta el suelo.

—No se te ocurra sentarte mojada en el sofá —dijo adivinando mis intenciones.

Seguía sin ganas de discutir. Recogí la mochila y subí al que consideraba mi cuarto, el de las florecillas azules. Debajo del almohadón continuaba como yo lo había dejado el camisón de satén. La ropa de la mochila también estaba húmeda, sólo se salvaba una camiseta, así que me puse el camisón. Sabía lo que podría parecer, pero me daba igual. Igual. De perdidos, al río.

—No sé qué pretendes. A mí no me engañas. Y ellos acabarán descubriéndote, no te creas que son tontos.

Ésta fue su reacción ante el espectáculo que yo ofrecía bajando la escalera. Me miraba apoyado en la pared, con los pies cruzados. Con el traje negro y el pelo mojado y estirado para atrás debía reconocer que no estaba mal. Y de pronto esta impresión me desconcertó. El camisón me quedaba demasiado bien, incluso ajustándoseme a la barriga, se resbalaba en la zona de los pechos, los tirantes se caían. Era ese tipo de ropa que usan las mujeres que no quieren andarse con rodeos.

Como respuesta di una vuelta sobre mí misma haciendo ondear la falda.

—Piensa lo que quieras menos que pretendo seducirte, porque la cagarías.

Me miró con desprecio infinito, aunque yo sabía, me lo decía el instinto, que le gustaba más de lo que él quisiera. No podía evitar fijarse en los tatuajes. Era el típico fetichista. Uno de esos tíos en los que empiezas a descubrir cosas y cosas y más cosas hasta que ya no lo puedes aguantar. Decidí que no me incomodase y fui a la cocina, sus pasos, los pasos de unos zapatos nuevos, me seguían. Abrí el frigorífico y me puse un vaso de leche, lo calenté en el microondas y empecé a bebérmelo despacio sentada en el sofá y viendo la televisión. Ahora lo sentía detrás de mí. La ropa le olía a mojado.

—¿Quién te ha dado permiso para usar esa ropa?

—No lo necesito, es mía.

—Claro, en la mochila llevas esas cosas.

Sentía algo de frío pero aguanté hasta que él se marchó a la sala-despacho, que también abrió con llave, entonces cogí un chal de Karin y me lo puse encima. Olía a ella, a su perfume, lo que me produjo una sensación ligeramente desagradable porque no era como cuando me ponía un jersey de mi madre. Aunque no me entendiese con mi madre, su olor era tan familiar como la cena de Nochebuena, pero el olor de Karin en mi cuerpo en el fondo me repelía.

Cuando tuve bastante sueño, me lo quité y sin decir nada subí a la habitación y me acosté. Al principio me mantuve alerta porque el cuarto no tenía pestillo, luego me relajé. Alberto sería una anguila, pero nada más.

Me quedé dormida como un tronco pensando que seguramente Alberto también quería ser el nieto favorito de los noruegos, hasta que el ruido de la puerta de la calle al abrirse y cerrarse me despertó. Hubo un cruce de palabras y bostezos en voz baja. Dudé si debía salir o si sería peor para todos porque tendríamos que hablar de lo sucedido y nos desvelaríamos. La verdad es que no sabía qué hacer. Fui descalza hasta el hueco de la escalera y vi marcharse al majadero de Alberto. Y vi a Karin con el precioso vestido blanco con suaves plumas en el escote que en ella quedaba como un disfraz. Y sobre todo vi que Fred llevaba un uniforme que había visto mil veces en las películas de nazis, con gorra y todo, y que le hacía todavía más alto y marcaba aún más sus rasgos ya de por sí graves. Le sentaba mejor que a ella el vestido. A Alice le pegaba mucho montar fiestas de disfraces para sus amigos a la antigua usanza, cuando el mundo era elegante y las mujeres se vestían de largo todas las noches.

Me metí en la cama y apagué la luz tratando de volver al sueño, y al rato les oí subir la escalera cansinamente. Habría un momento, pensé, en que ya no podrían subirla y tendrían que habilitar la salita-biblioteca como dormitorio y hacer la vida abajo. Sería mucho más práctico, pensé mientras se me cerraban los ojos. Pero antes de que abandonara este mundo del todo, oí que se abría la puerta de mi cuarto, que unos pies descalzos se acercaban a mi cama y que unos ojos me miraban un rato y luego se iban V cerraban la puerta. ¿O estaba ya soñando?

Por la mañana me estaban esperando en la cocina, Karin aún en camisón y Fred arreglado de pies a cabeza para acudir a alguna cita, con pantalones gris claro y chaqueta azul, zapatos brillantes y los pómulos y los pabellones de las orejas más relucientes que nunca. Aún estaba de pie tomándose el último sorbo de té.

—Creíamos que no te gustaba esta casa ni nosotros por la forma en que te marchaste el otro día. A la francesa, decís vosotros, ¿no? —dijo Karin sonriéndome de un modo que hizo que me avergonzase.

Pero su marido la cortó y no tuve tiempo de dar ningún tipo de explicación.

—Me alegro de que estés aquí, así podrás hacer compañía a Karin.

Mi cara de desconcierto le desconcertó y nos quedamos mirándonos fijamente. Mi pregunta era: ¿compañía?, ¿durante cuánto tiempo?

—Tengo que marcharme de viaje y no quiero dejarla sola. Serán un día o dos —dijo, y se quedó pensativo—. Por supuesto se te recompensará debidamente. Te vendrá bien algo de dinero para la llegada del bebé.

—Pero sobre todo —intervino Karin— me haces a mí un gran favor. Aquí estarás bien, no te faltará de nada.

Me parecía buena idea ganar dinero, para variar. Era mejor que soñar con una improbable herencia.

—Viene una empleada a diario para hacer las faenas de la casa. Tú sólo tendrás que ocuparte de hacer algunas compras y de estar conmigo. ¿Podrás conducir el todoterreno?

—Sin problema —dije.

La presencia de Fred no me molestaba. Era silencioso y amable, aun así me parecía que la casa se aligeraría sin él; por otro lado no me agradaba responsabilizarme por completo de Karin, ¿y si se ponía enferma? Tal vez éste habría sido el momento ideal para preguntar por qué no habían dado señales de vida durante estos días, pero creí que ya lo sabía, querían que fuese yo la que viniera a ellos porque de lo contrario sería que no me interesaban lo suficiente. Dudarían de hasta qué punto querría estar con una pareja de ochenta para arriba.

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