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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (13 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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Estaba mareada por la herida y la pérdida de sangre. Se había desmayado mientras la llevaba en brazos. En aquellos momentos estaba consciente, y me miraba sentada contra el árbol.

Le retiré la mordaza, que quedó colgando alrededor de su cuello.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Grenna —respondió.

—¿Dónde están el campamento y el círculo de danza de Verna?

Me miró mareada y confundida.

—No lo sé —susurró.

Algo en su manera de decirlo me convenció de que era verdad. No me alegró demasiado.

Le di algo de comida de mi zurrón y un trago de agua.

—¿No eres del grupo de Verna?

—No.

—¿A qué grupo perteneces?

—Al de Hura.

—Esta zona del bosque es el territorio de Verna.

—Será nuestro —respondió.

Aparté la cantimplora.

—Somos más de cien mujeres —afirmó—. Será nuestro.

Estaba sorprendido. Por lo general, las mujeres pantera se desplazan y cazan en pequeños grupos. El hecho de que pudiera haber más de cien mujeres pantera bajo el mando de una única líder me parecía increíble.

—¿Estás rastreando la zona para tu grupo? —pregunté.

—Sí.

—¿Qué adelanto llevas tú sobre tu grupo?

—Pasangs.

—¿Qué pensarán cuando no regreses con ellas?

—¿Quién puede decirlo? En ocasiones una muchacha no regresa.

Formó la palabra son los labios. Le di más agua.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó.

—No hables —sugerí.

En aquellos momentos aún me parecía más importante localizar cuanto antes el campamento de Verna.

Por lo que sabía entonces, comprendí que al cabo de poco tiempo, dos o tres días, más mujeres pantera penetrarían en aquella parte del bosque.

Teníamos que actuar rápidamente.

Miré al sol. Estaba bajo, como hundido entre los árboles.

Dentro de un ahn o dos, habría oscurecido.

Yo deseaba encontrar el campamento de Verna. De ser posible, antes de que se hiciera de noche.

No me quedaba tiempo para llevar aquella prisionera con Rim y los demás donde me esperaban. Habría caído la noche antes de que pudiera llegar hasta ellos y regresar.

Tomé la mordaza y volví a ponérsela. Le solté las anillas que le sujetaban las manos.

—Sube —le ordené, señalando un árbol cercano.

Se puso en pie tambaleándose un poco. Me indicó que no lo haría con un movimiento de cabeza. Estaba débil. Había perdido sangre.

—Sube o te dejaré encadenada sobre el suelo.

Ascendió lentamente, rama a rama. La seguí.

—Sigue ascendiendo —le indiqué.

Finalmente llegó a estar a diez metros sobre el suelo. Tenía miedo.

—Colócate sobre la rama con la cabeza hacia el tronco.

Dudó.

—¡Hazlo! —le ordené.

Se echó sobre la rama, boca arriba.

—Más lejos —ordené.

Tal y como estaba se alejó un poco más, hasta que quedó a un metro y medio del tronco.

Comenzó a temblar.

—Deja caer los brazos —le dije.

Obedeció. Las esposas colgaban de una de sus muñecas.

Las cerré. De esta manera sus muñecas quedaron esposadas debajo de la rama y por detrás suyo. Le crucé los tobillos y los até igualmente a la rama. Por último, con un trozo de cuerda de atar, la sujeté por el vientre al árbol.

Miró hacia mí por encima de su hombro, con miedo en los ojos.

Bajé del árbol. Los eslines rara vez trepan. La pantera sí lo hace, pero capta el olor de sus posibles presas en el suelo.

Una vez resuelto el problema de la muchacha, me dispuse a proseguir mi viaje.

Un ahn antes del anochecer di con el campamento.

Estaba situado a espaldas de la orilla de un pequeño riachuelo.

Me acomodé en las ramas de un árbol, desde donde tendría una vista mejor.

El campamento consistía en seis cabañas cónicas hechas con árboles jóvenes curvados y recubiertas de paja y estaba rodeado por una pequeña empalizada de árboles que habían sido afilados. Una tosca puerta permitía la entrada al campamento, en cuyo centro había un hueco para cocinar, rodeado por un círculo de piedras planas. Sobre un soporte de madera, dejando caer la grasa sobre el fuego, había una pata de tabuk.

Olía bien. El humo ascendía, formando una línea delicada, hacia el cielo.

Vigilando la comida había una mujer pantera que de vez en cuando tomaba algunos pequeños pedazos de carne y se los metía en la boca. Luego se chupaba los dedos para así limpiarlos. A un lado, otra muchacha reparaba o confeccionaba una red de esclavas.

Algo más allá había otras dos jugando.

Vi claramente que no había otras mujeres pantera allí. Sin embargo, sí que percibí un movimiento en el interior de una de las cabañas, y supuse que se trataría de otra de ellas.

No vi señales de que Talena estuviera allí. Por supuesto, podía encontrarse encadenada en la oscuridad de una de aquellas cabañas. Quizás el movimiento que yo había visto en el interior de una de las chozas fuese ella. No había manera de saberlo.

Sin embargo, una cosa parecía clara. Dentro de aquel recinto no se encontraba la totalidad de las mujeres de Verna.

Allí habría como mucho cinco o seis muchachas.

Las observé. Ignoraban lo que yo estaba haciendo. No se daban cuenta de que su campamento había sido descubierto. No sabían que pronto, tal vez al día siguiente, lo atacarían y serían hechas prisioneras, para acabar marcadas con fuego y vendidas en los mercados de esclavas del sur.

Sin embargo, teníamos que obrar con rapidez. Por lo que me había explicado Grenna, mi prisionera, había un grupo inusualmente grande de mujeres pantera aprestándose a caer sobre aquel mismo campamento bajo el mando de Hura.

Sonreí.

Cuando las mujeres de Hura llegasen, dispuestas a luchar por aquellos pasangs de bosque, no encontrarían resistencia.

Para entonces Verna y su grupo serían mías.

Teníamos que darnos prisa.

Me resultaba difícil de creer que Hura pudiese tener bajo su control tantas muchachas. Por lo general semejantes grupos no sobrepasan las veinte.

Fuera como fuese, yo no podía permitir que interfiriesen en mis planes.

Otras dos muchachas llegaron al campamento, desatrancaron la puerta, entraron y volvieron a cerrarla.

Pensé que tendrían un aspecto estupendo cuando estuvieran encadenadas.

Recorrí el campamento con la vista. Detrás de las cabañas descubrí unos mástiles sobre los que estaban secándose unas pieles de pantera. Junto a una de las cabañas había unas cajas y unos barriles.

No había mucho más.

Supuse que cuando cayese la noche todo el grupo de Verna, o casi todo, regresaría al campamento.

Descendí de mi escondite y desaparecí en el bosque.

—Lleva esta prisionera —le dije a Rim— al
Tesephone
.

Arrojé a Grenna hacia él. Tropezó y cayó de rodillas, con la cabeza agachada, a los pies de Rim.

Ya no llevaba la mordaza. No era necesario.

—Preferiría —dijo Rim— unirme a vosotros para el ataque al campamento de Verna. Recuerda que fue ella quien me hizo esclavo.

—Me acuerdo, y me preocupa que pudieras ser demasiado impulsivo.

Rim sonrió.

—Quizás —dijo.

Era casi imposible apreciar la zona que le habían afeitado desde la frente hasta la nuca.

—Yo te acompañaré —dijo Arn.

—Bien —repuse.

Arn miraba a Grenna con buenos ojos. Ella, que se dio cuenta, bajó la cabeza rápidamente.

Me alegré de que le gustase a Arn. Quizás pudiera dársela más tarde.

—En el
Tesephone
—dije, señalando a Grenna con el pie—, marcadla y aseguraos de que aprende su nueva condición de esclava. Luego, curadle las heridas.

La muchacha sollozó.

—Sí, Capitán —dijo Rim. Se agachó y la levantó suavemente en brazos.

Miré a mi alrededor, a los nueve hombres que estaban conmigo.

—Será mejor que durmamos ahora. Tendremos que levantarnos dos ahns antes del amanecer, para dirigirnos a continuación hacia el campamento de Verna.

—De acuerdo —dijo Arn.

Me eché sobre las hojas, dentro del perímetro de estacas afiladas con el que habíamos rodeado nuestro pequeño asentamiento.

Cerré los ojos. Pensé que a la mañana siguiente podría recuperar a Talena.

Las cosas estaban marchando bien.

Me quedé dormido.

8. AGUARDAMOS EN EL CAMPAMENTO DE VERNA

Un refrán goreano dice que las mujeres libres, que son educadas con delicadeza en los altos cilindros, que llevan velos para cubrirse, que ni portan armas ni han recibido instrucción para usarlas, son tan dóciles para el mercader de esclavos como flores.

Pero no hay ningún refrán parecido que pueda aplicarse a las mujeres pantera.

El hecho de que nosotros fuéramos diez, incluyéndome yo mismo, y el grupo de Verna contase con unas quince muchachas duchas en el manejo de las armas y peligrosas, era lo que determinaba nuestro ataque.

Íbamos a utilizar redes para cazar eslines, extendiéndolas sobre más de una muchacha a la vez, para a continuación atarlas juntas evitando así la posibilidad de que utilizasen armas. De esta manera podríamos incluso desayunar en el campamento antes de sacarlas una a una de las redes para encadenarlas.

Rodeamos el terreno del campamento con mucho cuidado.

Lo más importante era hacerse lo antes posible con las centinelas.

Pero no había ninguna ni fuera, ni dentro del recinto.

—No es muy inteligente por su parte —susurró Arn— no haber puesto centinelas.

Nos arrastramos hasta la entrada y allí, con calma, estudié el nudo que sujetaba la puerta para que, de ser necesario, pudiera atarlo de la misma forma. No se trataba de ningún nudo complicado. Era sencillamente un nudo hecho para sostener la puerta contra las embestidas y golpes de los animales.

Lo deshice y uno a uno, nos deslizamos hasta el interior de la empalizada.

Desenrollamos las redes y desenvainamos nuestros cuchillos.

El suelo estaba empapado por el rocío. Hacía algo de frío en el bosque. Pude distinguir el perfil de la cabeza de Arn, que aguardaba junto a mí.

Se oyó el canto de un pájaro en el bosque.

Luego vimos el primer brillo de la luz de la mañana que hacía brillar levemente las hojas húmedas.

Podía ver con bastante claridad los rasgos de Arn. Les hice a él y a los demás una señal con la cabeza. Había cinco cabañas y éramos diez hombres. Nos dirigimos hacia ellas de dos en dos, con las redes extendidas entre nosotros.

Le hice una señal a Arn.

Éste lanzó un silbido agudo y repentino, y tanto nosotros como los demás nos lanzamos hacia el interior de las cabañas para apresar lo que se hallase en su interior.

Lancé un grito de rabia.

Nuestra cabaña estaba vacía.

Nos miramos el uno al otro.

Arn estaba furioso.

—Haced un reconocimiento —ordené a dos hombres—, rápido y bien.

Los hombres y Arn se miraron, con aprensión. Acababan de darse cuenta, con todo lo que ello implicaba, de que nos habíamos quedado encerrados en el interior de la empalizada, que podía ser utilizada por las mujeres pantera como una trampa para nosotros, tal y como podía haberlo sido para ellas.

Los dos hombres se apresuraron a salir para recorrer la zona.

No me parecía a mi posible que las mujeres estuviesen acechando desde el exterior, puesto que nosotros habíamos examinado cuidadosamente la zona antes de penetrar en la empalizada. Sin embargo, no me apetecía aceptar la posibilidad de que se nos hubiesen escapado o de que hubiesen decidido retirarse y cedernos el campamento para luego utilizarlo como trampa para nosotros. La explicación más posible era que, al no tener constancia de nuestra presencia en los alrededores, hubiesen abandonado la empalizada antes del amanecer por razones suyas propias. Tendrían planeados sus propios ataques o sus propias batidas en busca de esclavos. A lo mejor habían tenido noticia de la presencia de Hura y su grupo y hubiesen salido a vigilar su avance o a hacerles frente. Quizás estuviesen preparando una emboscada para Marlenus y sus hombres en alguna parte. Tal vez debido a Hura o a Marlenus, o a cualquier otra razón, habían decidido abandonar el campamento.

Miré a mi alrededor. No, habían dejado demasiadas cosas. Y nada reflejaba que hubieran salido de allí con prisas.

Vi lanzas en varios sitios y grupo de flechas.

Las mujeres pantera no podían haberlas dejado abandonadas. Regresarían.

Uno de los dos hombres que había enviado a hacer el reconocimiento penetró en la cabaña en que nos encontrábamos.

—No hay señales de mujeres pantera —dijo.

—Volverán —afirmé.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Arn.

—No guardéis las redes todavía —sonreí.

Me miró.

—Sentémonos y celebremos un consejo —le dije.

Con dos hombres apostados como centinelas, nos sentamos en el interior de una de las cabañas.

—Probablemente regresaran antes de que anochezca —sugirió Arn.

—O quizás antes —comentó uno de sus hombres.

—No sabemos por dónde aparecerán —dijo otro.

—Lo que está claro —dijo Arn— es que volverán a este lugar.

Todos estuvieron de acuerdo.

Uno de los hombres, recorriendo con la vista el interior de la choza, lo descubrió.

—¡Ka-la-na! —dijo.

Allí, atadas por los cuellos, había seis botellas de Ka-la-na.

Fue hacia ellas y las miró. Eran seis botellas oscuras. Les dio la vuelta.

—De los viñedos de Ar —silbó. Era Ka-la-na de mucha calidad.

—Las mujeres pantera habrán tenido suerte en algún saqueo —dijo uno de los hombres de Arn.

—Déjalas —le dije. De mala gana, el hombre me hizo caso.

—¿Regresaremos aquí mañana al amanecer? —me preguntó uno de mis hombres.

—Tal vez —contesté. Sin embargo, no me importaba perder el tiempo. No sabía cuánto podían tardar Hura y su grupo en llegar hasta nuestra zona del bosque. Por otro lado, ¿Cómo podíamos saber si Verna y su grupo no regresarían aquella noche y volverían a marcharse al día siguiente antes del amanecer?

—Tengo una idea mejor —dijo Arn.

—Yo quiero quedarme aquí —afirmé—, escondido, y sorprenderlas cuando regresen.

—¡Es una idea magnífica! —exclamó uno de los hombres de Arn.

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