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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (17 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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—¿Dominada? —le pregunté.

—Exactamente —respondió.

—¿Cuándo va a comenzar el juego?

—Ya ha comenzado.

Le miré sorprendido.

—Intentará escaparse esta noche —afirmó Marlenus.

Le miré sin comprender.

—Dudo que Verna, a menos que esté conquistada totalmente —explicó Marlenus—, esté dispuesta a volver a someterse a un examen como el que ha soportado hoy.

Pensé que tenía razón.

—¿Te has fijado en que nos ha servido la última copa de vino con mucho más respeto? —me preguntó Marlenus.

Sonreí.

—Sí —le dije—. La ha servido casi como una esclava lo hubiera hecho.

—Ha intentado servirnos correctamente para despistarnos y no hacernos sospechar.

—Así pues, ¿estás convencido de que esta noche lo intentará?

—Por supuesto; es más, espero que ahora mismo ya lo haya hecho.

Le miré desconcertado.

—Había dado orden de que su huida resultase desapercibida —dijo Marlenus.

—Está oscuro —le dije—. Llevará mucha ventaja.

—Podemos recuperarla en cuanto lo deseemos. He dado aviso a las mujeres de Hura de que se coloquen en el bosque alrededor del campamento. Si ellas no la encontrasen, saldré a hacerlo yo mismo dentro de un día o dos.

—Pareces confiado.

—Hay pocas posibilidades de que se nos escape. Dí orden esta mañana de que se sustituyese su manta por la de una compañera. Así que en vez de lavar su propia manta, ha lavado la de otra y yo tengo la suya.

—Y, además —apunté yo—, en Laura hay eslines entrenados.

—Ubar —llamó una voz. Era uno de los guardas—. La esclava Verna ha huido —anunció.

—Gracias, guerrero —dijo Marlenus, indicándole al hombre con un gesto que ya podía retirarse. Se volvió hacia mí—. Ya ves que el juego ha comenzado.

Apenas acababa Marlenus de colocar su Tarnsman Ubar en Constructor Ubar Siete cuando oímos el grito en la entrada.

Era una tarde calurosa, la tarde del día siguiente a la fuga de Verna.

Nos pusimos en pie al mismo tiempo, abandonamos el tablero de Kaissa y nos dirigimos a la puerta de entrada del campamento y la abrimos. Vimos a Verna inmediatamente. Llevaba dos correas cortas atadas al cuello y sostenidas por sendas mujeres pantera. Le habían atado las manos a la espalda y los brazos contra el cuerpo. Estaba arrodillada entre las dos mujeres. Otras más, armadas, estaban detrás suyo.

Alzó la mirada, rabiosa. Mantenía la cabeza erguida.

Una muchacha morena y alta se adelantó.

—Saludos, Hura —dijo Marlenus.

—Saludos, Ubar —respondió ella. Vi que Mira estaba detrás de ella. Mira parecía muy satisfecha—. Hemos atrapado una esclava fugitiva.

Verna se revolvió en sus ataduras.

—Una muchacha marcada y con collar —dijo Hura. Golpeó a Verna en el hombro y luego tomó su collar con violencia—. El collar dice que pertenece a Marlenus de Ar.

—Es cierto, es una de mis muchachas.

—Yo no soy una de tus muchachas, ¡no lo soy! —gritó Verna—. ¡Soy Verna! ¡Verna, la mujer pantera!

—Es hermosa, ¿verdad? —preguntó Hura.

Verna se enfureció y tiró con fuerza de sus muñecas, para soltarse.

—No lastimes tu lindo cuerpo —le dijo Hura—, podrías resultar menos atractiva a los ojos de los hombres.

—Te daré un cuchillo de acero —le dijo Marlenus— y cuarenta puntas de flecha por ella.

—Muy bien —respondió la mujer pantera.

Retiraron las correas de la garganta de Verna y Hura la empujó con el pie para hacerla quedar echada frente a Marlenus. Verna alzó la cabeza y se apoyó en un hombro para mirarle.

—La próxima vez, quizás no seas tan afortunado —le dijo.

—Levántate —respondió Marlenus.

Se puso de pie y él la sujetó por el cabello y la inclinó hacia delante tal y como se hace con una esclava.

—Hura, tú y tu segunda podéis presenciarlo, si queréis.

—Será un honor, Ubar —respondió Hura. Ella y Mira le siguieron al interior de la empalizada. Las puertas se cerraron detrás suyo.

—No me importa que me azotes —dijo Verna, doliéndose—. Ya sé lo que es el látigo.

Pero Marlenus pasó por delante del poste donde la habían azotado y vi claramente que aquello la atemorizaba.

Se detuvo junto a su gran tienda, al aire libre.

—Que todo el mundo acuda a mi presencia. Traed también a las esclavas.

Obligó a Verna a arrodillarse junto a él. Le soltó el pelo.

Al cabo de un momento todo el mundo se había reunido alrededor de aquel punto. No faltaba absolutamente nadie. Cuando estuvimos todos, se hizo un silencio.

—Quitadle sus ataduras —dijo Marlenus.

Ella le miró, sorprendida. Un cazador, miembro de la comitiva de Marlenus, tocado con una cabeza de pantera de los bosques, se colocó detrás de la esclava. Con su cuchillo de eslín, le soltó las manos y los brazos.

Verna seguía de rodillas, algo crispada.

—¿Quién eres? —le preguntó Marlenus.

—Soy Verna, la proscrita.

Entonces, ante el asombro de absolutamente todos los presentes, el Ubar tomó la llave del collar de Verna que llevaba en su portamonedas. Abrió el collar y volvió a guardar la llave. Luego le retiró el collar y lo arrojó al suelo, a un lado.

Ella le miró, desconcertada.

—Cortadle los tendones de las piernas —ordenó Marlenus.

—¡No! —gritó ella—. ¡No! ¡No! —Se puso de pie, pero dos cazadores la sujetaron por los brazos.

—¿Podemos retirarnos, Ubar? —solicitó Hura. También Mira quería salir corriendo hacia la entrada del campamento.

—Quedaos donde estáis —dijo Marlenus.

Las dos mujeres, asustadas, no se movieron.

—¡Ubar! —gritó Verna—. ¡Ubar!

A un gesto de Marlenus, los cazadores retiraron la seda que cubría el cuerpo de Verna. Quedó, pues, desnuda, sin el collar, sujeta por dos cazadores, frente a Marlenus.

—¡No, Ubar! ¡Por favor, Ubar!

Los dos tendones que se cortan son los que se hallan detrás de cada rodilla. A partir de ese momento, las piernas no pueden contraerse de nuevo y no sirven para nada. No se puede andar o correr, ni siquiera estar de pie.

Sin embargo siempre queda el recurso de desplazarse haciendo fuerza con los brazos.

Dos cazadores echaron a Verna hacia delante, manteniendo su cabeza contra el suelo. Otros dos sujetaron sus piernas algo en vilo y las tensaron.

Vi los tendones, hermosos y tensos, detrás de sus rodillas.

Un quinto cazador a una indicación de Marlenus se colocó detrás de la muchacha. Sacó su cuchillo de eslín de su funda. Vi cómo el borde de la hoja rozaba el tendón derecho.

—¡Soy una mujer! —gritó Verna—. ¡Soy una mujer! ¡Soy una mujer!

—No —replicó Marlenus—. Tan sólo tienes el cuerpo de mujer. Por dentro eres un hombre.

—¡No! ¡No! ¡Por dentro soy una mujer! ¡Soy una mujer!

—¿Es cierto?

—¡Sí, sí!

—O sea que te reconoces mujer —concluyó Marlenus—, tanto por dentro como por fuera.

—Sí —exclamó Verna—. ¡Soy una mujer!

—Entonces —dijo Marlenus—, parece que no tendríamos que cortarte los tendones por proscrita.

El cuerpo de Verna se estremeció, aliviado. Tembló en manos de quienes la sujetaban.

Pero éstos no la soltaron.

—En cuyo caso —dijo Marlenus—, sí podemos cortárselos por ser una esclava que ha huido.

El terror volvió a hacer acto de presencia en los ojos de Verna.

Era cierto. Aquel era el castigo que se imponía corrientemente a todas las esclavas que se escapaban por segunda vez.

—Cortadle los tendones a la esclava —ordenó Marlenus.

—¡Amo! —gritó Verna—. ¡Amo!

Marlenus indicó que el cuchillo esperase. Las palabras que había pronunciado ella nos habían sorprendido a todos, excepto al propio Marlenus. Le había llamado amo.

Los cazadores sostuvieron a la esclava.

—¡Por favor, amo! ¡No me hagas daño! ¡No me hagas daño, amo!

—La esclava suplica que te apiades —señaló uno de los cazadores.

—¿Es eso cierto? —preguntó Marlenus.

—Sí, amo —lloró Verna—. Soy tuya. Soy tu esclava. Suplico tu piedad. ¡Suplico tu piedad, amo!

—Soltadla —ordenó Marlenus. Los cazadores obedecieron. El cuchillo de eslín regresó a su funda. Quedó arrodillada en el suelo, con la cabeza agachada. Le temblaba el cuerpo por el terror que había pasado.

También las demás muchachas estaban asustadas, tanto las que habían sido de Verna, como Hura y Mira.

El orgullo y la obstinación de Verna habían desaparecido.

Miró a Marlenus como lo hace una esclava.

Sabía definitivamente que era suya.

Sin que hiciera falta decírselo, tomó el collar y temblando se arrodilló frente a Marlenus. Se lo tendió. Tenía lágrimas en los ojos.

Marlenus limpió el collar con la manga de su túnica. Trajeron una tira de fibra de atar.

Verna se sentó sobre sus talones y alzó los brazos hacia Marlenus con las muñecas cruzadas.

Bajó la cabeza hasta ocultarla entre los brazos.

—Me someto —dijo.

El collar se cerró alrededor de su garganta y le ataron las manos.

Marlenus se volvió hacia un subordinado.

—Lavadla y peinadla —dijo—. Y perfumadla.

Ella bajó la cabeza.

—Luego, vestidla con seda amarilla de placer y colocadle cascabeles alrededor del tobillo izquierdo.

—Sí, Ubar —dijo el hombre.

Marlenus se quedó mirando a la esclava arrodillada frente a él, con la cabeza agachada.

—Y que le agujereen las orejas y le coloquen pendientes de oro, de los grandes.

La esclava se limitó a levantar la cabeza. Le harían todo aquello que su amo desease.

—Y esta noche, cuando sea enviada a mi tienda para servirme, tiene que llevar los labios pintados.

—Se hará como tú digas, Ubar —dijo el hombre. Miró a Verna—. Ven conmigo, muchacha —le dijo.

—Sí, amo —dijo ella. Y se la llevaron.

—Llevaos a estas otras muchachas de aquí —dijo Marlenus indicando a las que antes habían formado parte del grupo de Verna.

—¿Podemos retirarnos, Ubar? —preguntó Hura.

—Sí —dijo Marlenus.

Hura, Mira y las demás desaparecieron rápidamente en el bosque.

No permanecieron durante mucho tiempo en las cercanías del campamento de Marlenus, Ubar de Ar.

—Creo, Ubar —le dije— que deseo regresar pronto a mi barco, a las orillas del Laurius.

—Puedes partir cuando tú lo desees, pero disfruta de mi hospitalidad un día más.

—Ubar, si la esclava Verna no hubiese llorado e implorado tu piedad, si no se hubiese entregado a ti sin reservas, completamente, ¿le hubieras hecho aquello con lo que la amenazabas?

—No te entiendo —dijo Marlenus.

—¿Le hubieras cortado los tendones de verdad?

—Por supuesto. Soy un Ubar.

—Cuando partas —dijo Marlenus mirando el tablero— es mi deseo que te dirijas a tu barco.

—Eso pienso hacer —le dije.

—No deseo que te dirijas a un punto de intercambio para liberar a alguien que fue ciudadana a Ar.

—¿Cuáles son tus planes con respecto a ella? —le dije.

—Permanecerá en Ar —contestó.

Marlenus levantó la vista.

—Apártala de tu mente —me dijo—. No es digna de un hombre libre.

Asentí. Cuanto me decía era cierto. Talena, que había sido la bella hija de un Ubar, avergonzada y sin familia, no era nada.

Sólo le quedaba su belleza y sobre ella llevaba una marca. Ya no era deseable, ni aceptable, ni conveniente como compañera.

Marlenus y yo, dos hombres goreanos, estábamos sentados cada uno a un lado de la mesa, jugando a Kaissa.

—Una esclava —dijo un hombre, desde la puerta de la tienda.

—Trae vino.

—Hazla pasar —dijo Marlenus estudiando el tablero. Yo levanté la vista.

Verna estaba deslumbrantemente bella. Su cabello, rubio y largo, estaba suelto y peinado hacia atrás. Se cubría con una prenda muy breve y transparente. Se movía con ella, con su respiración. Llevaba los cascabeles puestos alrededor del tobillo izquierdo. Me llegó el aroma de su perfume, un delicado aroma toriano, femenino.

Marlenus alzó la cabeza y la miró. La respiración de Verna se hizo más agitada.

—¿Te sientes en tu interior dispuesta —le preguntó Marlenus— a servir como una esclava?

—Sí —dijo ella—. ¡Sí, amo!

Marlenus volvió a fijar su atención en el tablero de juego.

—Constructor Ubara a Constructor Ubara Nueve —dijo Marlenus. Movió la pieza.

Respondí con Escriba a Constructor Ubara Dos.

Marlenus levantó la cabeza y miró a la muchacha distraídamente.

—Sírvenos vino —le dijo.

—Sí, amo.

Marlenus y yo la observamos mientras nos servía el vino. Lo hizo de una manera diferente a como lo hacía antes. Se notaba por sus maneras que alguien la poseía.

Marlenus me miró y sonrió. Asentí. Verna era una esclava.

Marlenus apartó el tablero y miró hacia ella. Había dejado de lado las cosas de los hombres y estaba dispuesto a estar por ella, una mujer.

Me dirigí a uno de los lados de la tienda.

—Quítate la seda —dijo Marlenus— y ven a mis brazos.

Verna separó la seda que la cubría y la dejó caer a un lado. Él estaba sentado con las piernas cruzadas y ella se le acercó temblando. La cogió y la colocó sobre sus rodillas y ella le miró, vulnerable y abandonada. La mano de Marlenus estaba sobre el muslo de la muchacha, sobre la marca. Se oyó un leve sonido dé cascabeles.

—Pareces una mujer —dijo Marlenus.

—Soy una mujer —afirmó Verna.

—¿Eres libre?

—No. Soy una esclava. Tu esclava.

La mano de Marlenus movió la cabeza de la muchacha de lado a lado.

—Son unos pendientes preciosos —dijo él.

—Sí —dijo Verna—. Me excitan. Me excitan como a una mujer.

—¿Te gusta llevar los labios pintados? —le preguntó Marlenus.

—Sí —respondió ella en un susurro—. Como los pendientes, me hace sentirme más mujer, más esclava.

Entonces Marlenus la atrajo hacia él y la besó.

Fue un beso brutal. Cuando se separaron, había sangre en la boca de Verna y temor en sus ojos. En aquel momento le tenía miedo, mucho miedo. Pero él la colocó de espaldas sobre el suelo, con cuidado, dejando reposar una mano sobre el cuerpo de Verna. Entonces, su cuerpo, como si tuviese voluntad propia, buscó la caricia de Marlenus.

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