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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (2 page)

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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El Torreón estaba situado en una zona de veraneo, en Rageleje, en tercera línea de mar, en la costa norte de Sjaelands, rodeado de un generoso jardín, en su mayor parte cubierto de césped y circundado de abedules y abetos. Desde allí había solo diez kilómetros al puerto de Gilleleje, donde asiduamente compraba pescado, en los puestos del muelle.

Fue mi conocimiento de la zona lo que me llevó precisamente a emplazar en el puerto de Gilleleje la escena del crimen de
En el espacio rojo
, pero ahora siento que la elección fue desacertada. Estaba demasiado cerca de mi casa, en adelante ya no me atrevería a comprar allí. En realidad, tampoco podía entender cómo podía haber habido un asesinato en esa pequeña y adormecida ciudad pesquera.

En lugar de ello intenté ignorarlo. Con la ayuda de quehaceres prácticos, intenté desviar mi atención de la noticia sobre el asesinato. No fue fácil. La muerte ocupaba mi mente a diario. No pasaba ni una hora sin que maquinara nuevos métodos de asesinar y formas de lesionar y producir dolor. Objetos caseros y utensilios corrientes se convertían en armas asesinas o instrumentos de tortura, pero todo sucedía en mi fantasía.

Ahora, sin embargo, esto se había llevado a la práctica y había sucedido de verdad.

No conseguí rastrillar las hojas ese día ni escribir las dos mil quinientas palabras que constituían la cuota diaria. Cuando después de una hora ya no podía mantener mi cabeza alejada del asesinato, me tonifiqué con un güisqui, a pesar de que solo eran un poco más de las once de la mañana. Me senté en la terraza, donde el sol otoñal luchaba contra enormes nubes en movimiento, y entonces el viento embistió los árboles altos y les propinó una sacudida. De los abedules se esparció una lluvia de semillas sobre la terraza, y varias de aquellas pequeñas escamas trilobuladas acabaron en la bebida. Flotaron por la superficie como piezas de un puzle en un mar dorado, y permanecí largo rato sentado estudiando cómo paulatinamente se hundían hasta el fondo del vaso como si engulleran líquido.

En inglés, a un asesino que copia un asesinato se le llama un
copycat
, un calificativo que nunca he comprendido del todo y que supongo que nada tiene que ver con los gatos. En danés se diría que el asesino «imita como un mono» a otro; eso, para mí, da más sentido al hecho, pues puedo imaginar a un simio al que, al igual que a un niño, le gusta repetir los movimientos que otro hace. Un concepto que hace referencia a dos animales bien diferentes. Cuanto más razonaba sobre ello, más absurdo me parecía. Me había bebido mi güisqui y fui a por otro y a por un ejemplar gratuito de
En el espacio rojo
, que había recibido un par de semanas antes, reluciente y recién salido de la imprenta. Sentado en la terraza de nuevo, hallé donde se describía el asesinato. Era hacia la tercera parte de la novela y se prolongaba durante siete páginas. El asesinato constituía el momento de máximo clímax emocional de la novela, lo que, casi siempre, planifico mejor y que constituye la base para desarrollar el resto.

Kit Hansen, tal y como se llama la víctima en la novela, es una belleza de veintiocho años, pelirroja, delgada, con un cuerpo bien modelado y pechos turgentes. Su terror al agua y a ahogarse le viene de un accidente de submarinismo sufrido en Sharm El Sheij, donde ella y su novio, de forma imprudente, se lanzan a hacer submarinismo pocos días después de haber obtenido el certificado. Y quedan atrapados en una red de pesca del fondo, aunque Kit consigue liberarse y, acto seguido, intenta febrilmente liberar a su novio. Pero él está atrapado sin remedio y ella se ve obligada a presenciar cómo se ahoga ante sus propios ojos. Bajo todo el peso de la culpa, vuelve a Dinamarca y explica a la familia del novio lo sucedido, después se viene abajo y ya no puede llevar una vida normal. Pierde su trabajo en la empresa de publicidad, se aisla del mundo y empieza a drogarse con pastillas a un ritmo peligroso. Pasado un tiempo, su vecino se enamora de ella; es el único que se ocupa de esa chica aislada del mundo. Poco a poco, su amor va tomando forma y es correspondido. Ella deja las pastillas con la ayuda de ese vecino, y es él mismo quien la anima a ir al psicólogo, un tal Venstrom, que es el que acaba asesinándola. La historia termina con que el vecino atrapa a Venstrom, pero no sin antes haber sobrevivido a una horrible tortura a causa de su fobia a las agujas.

Pasé hojas hacia atrás hasta encontrar la descripción de Kit Hansen y especulé acerca del grado de parecido entre ella y la chica asesinada, o más bien al contrario. Si en realidad se trataba de una copia del asesinato, ¿sería la víctima pelirroja? ¿Tendría una herida en la tibia que llegaba hasta el hueso, justo donde la red la había cortado cuando consiguió liberarse en el fondo marino de ese paraíso egipcio para el submarinismo?

El alcohol empezaba a producir efecto. Sentía mi cuerpo más pesado y me costaba retener los pensamientos. Volví a leer la descripción del asesinato. Me parecía más y más irreal y, al final, empecé a dudar de si Verner me había llamado realmente. Quizá todo había sido una serie de ideas alocadas, un evasivo acto inconsciente para eludir el trabajo del día.

Tenía que ir a Gilleleje para obtener pruebas palpables, tenía que determinar si realmente se había producido un asesinato y, dado el caso, intentar averiguar en qué medida las circunstancias que rodeaban el crimen remitían a mi descripción, o si resultaba que a Verner le había cogido una paranoia.

2

A
L TOYOTA NO LE HABÍA DADO EL AIRE desde hacía meses y refunfuñó cuando le di al motor de arranque. Al final cedió y conduje a lo largo de la costa en dirección a Gilleleje: la mayor parte de la carretera estaba flanqueada por chalés de verano y abetos, pero en algunos tramos podías echar ojeadas al mar. Crestas blancas surcaban las olas y la playa quedaba reducida a tres o cuatro metros de cantos rodados, cubiertos aquí y allá de espuma azotada. Con marea alta.

No había mucha gente en el puerto ese día. Noviembre ya estaba lejos de la temporada turística y los restaurantes de pescado y los bares habían recogido las mesas de las terrazas y quedaba espacio para aparcar el Corolla junto al muelle.

El libro no detallaba en qué lugar del puerto se había perpetrado el crimen, así que permanecí sentado en el coche explorando el exterior por la luna delantera del coche. El viento fuerte arremolinaba las afiladas crestas de las olas. Muchos barcos ya habían sido retirados a tierra. Los que quedaban se balanceaban inquietos y producían ese desagradable ruido de gomas que rozan unas con otras, solo ensordecido por los cables de acero que pegaban latigazos a los mástiles de aluminio.

En el lado opuesto de la dársena había unos cinco coches, de los cuales uno se delataba como coche de la policía. Me acometió un súbito mareo y me agarré al volante; cerré los ojos y tomé una bocanada de aire. Permanecí un rato así aspirando de la forma más regular posible. «Serénate», ordenaba a mi cuerpo. Podían existir miles de razones por las que la policía estuviera en el puerto y solo una de ellas tenía que ver conmigo. Después de un par de minutos me atreví a abrir de nuevo los ojos. Alrededor de los coches había gente, pero eran más los que se habían ido hacia el malecón y miraban hacia el mar del lado opuesto. No había ningún cerco policial, por lo que pude divisar.

Bajé del coche y caminé lo más tranquilo posible por el otro lado de la dársena. Cuando estuve cerca, pude oír las voces y el ruido de la radio de la policía. Un par de hombres con trajes isotérmicos y sentados en la abertura que dejaba la puerta de una furgoneta tomaban café en silencio. Un agente uniformado me siguió con la mirada cuando pasé por delante de ellos. Yo no lo miré, sino que seguí caminando lo más tranquilamente que pude hacia el malecón. Ahí había entre veinte y treinta personas apelotonadas, adultos y niños; todos atisbaban por encima de la escollera. Algunos, equipados con anteojos y cámaras fotográficas. Me uní al grupo y seguí la dirección de su mirada.

A unos cien metros más allá había dos botes, uno grande, amarillo y rojo, era un bote de salvamento; el otro era una lancha de goma negra. Cuatro boyas con una bandera roja formaban un cuadrado de unos veinte por veinte metros.

—Sacaron a una señora esta mañana —pronunció una voz fina—. No llevaba ropa.

En un banco a mi lado, había un chiquillo de unos diez años, pelirrojo y que llevaba un impermeable amarillo. De su cuello colgaban unos prismáticos casi tan largos como su antebrazo.

—Totalmente blanca —continuó—. Y roja.

—¿La viste? —le pregunté. Y mi voz vibró levemente. Él afirmó con la cabeza.

—He estado aquí todo el día. —El chiquillo se puso las manos en las caderas y dirigió la mirada hacia los barcos—. Estuvieron aquí por la mañana muchos submarinistas y policías. Primero querían que me fuera, pero les esquivé. Ahora ya pasan de insistir. —Sonrió y sacó pecho.

—¿Y la señora?

—Estaba totalmente blanca —repitió—. Una cadena rodeaba su cuerpo, y con una piedra.

—¿Era pelirroja? —le pregunté. Volvió la mirada hacia mí extrañado.

—¿Cómo lo sabes? Me encogí de hombros.

—Hace un momento has hablado del color rojo.

Él lo corroboró con un movimiento de cabeza.

—Pelirroja. Pero también estaba roja aquí. —Hizo un movimiento cortante con el canto de la mano sobre su pecho y después en el cuello—. Y aquí, y en las piernas y en los brazos.

No supe qué decir, ni siquiera estaba en condiciones de pronunciar una sola palabra, así que dirigí la mirada hacia los botes. Estuvimos un par de minutos en silencio hasta que carraspeé y señalé los prismáticos.

—Tienes unos prismáticos fantásticos. ¿Puedo probarlos?

El chico cabeceó para decir que sí y alzó los prismáticos por encima de la cabeza.

—Pero me los tienes que devolver si sucede algo.

Me acerqué los prismáticos a los ojos y enfoqué con precisión hacia los botes. En el bote de goma había un hombre sentado, sujetaba con fuerza una cuerda que desde el lateral se sumergía en el agua. El bote se balanceaba con violencia, y él, de vez en cuando, tenía que soltar la cuerda y agarrarse fuerte a la borda para estabilizarse.

Por supuesto no esperaba que hubiesen trazado sobre la superficie del mar el contorno del cadáver, pero sí que hubiera algo, cualquier cosa. En todo caso, me quedé un tanto decepcionado. Contaba con hallar signos visibles de que allí había sucedido algo terrible, pero el agua no lo delataba, solo las boyas y los botes indicaban que era una zona especial.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó el chiquillo a mi lado.

—Nada —respondí, y le devolví los prismáticos. Al instante se los llevó a los ojos para asegurarse de que no se había perdido nada.

—¿No crees que habrá otro? —Su voz sonó expectante.

—No —dije, y di media vuelta para volver al puerto.

—¿Eres policía o algo así? —preguntó, pero no respondí y seguí andando.

Cuando pasé por delante de los agentes del muelle, uno de ellos me lanzó una mirada llena de repugnancia.

—¿Viste ya lo que querías? —preguntó uno cuando los hube rebasado.

Le comprendía plenamente. «Fisgonear casos de accidentes» es de mal gusto e inaceptable del todo, pero a mí no era la curiosidad lo que me llevaba hasta allí. En todo caso, no la curiosidad morbosa que mueve a algunos. No era para provocarme una subida de adrenalina viendo imágenes de sangre, huesos, entrañas y masa cerebral. A pesar de formar parte de mis recursos para recrear crímenes y mutilaciones en mis libros, la inspiración no provenía de los accidentes o experiencias directas, sino de mi interior. No necesitaba horror o realismo añadido, en general me bastaba con cerrar los ojos. Las imágenes que mi cerebro era capaz de producir eran ya suficientes.

Pero sí, pude ver lo que quería en el puerto de Gilleleje.

3

D
E VUELTA A MI CHALÉ DE LA PLAYA, intenté valorar cuántas personas podían haber leído
En el espacio rojo
. Mi editor fue el primero en leer el manuscrito, y en la editorial debía de haber unas tres o cuatro más, además de un par de editores del Club del Libro a quienes se lo había mandado. Faltaban pocos días para el lanzamiento, el libro estaba impreso, eso significaba que la imprenta había tenido acceso a él a lo largo de un mes o dos. Yo mismo había recibido treinta ejemplares por correo, y era probable que ya se hubieran mandado ejemplares a la crítica y a las librerías que habían hecho encargos con anticipación. De mis treinta ejemplares le había enviado uno a Verner, le había regalado uno a mi vecino, uno a mi exmujer y uno a mis padres,

En total quizá fueran de cien a doscientas personas las que habían tenido acceso a
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en versión papel, pero tanto la editorial como la imprenta disponían de una versión electrónica y, ya se sabe, estas pueden aparecer en los sitios más raros. Una vez recibí una copia de mi novela número siete,
Familias nucleares
, con los nombres de las víctimas sustituidos por el mío y los de mi familia. No me lo tomé a la tremenda. Tras mi éxito, me había acostumbrado a recibir cartas que criticaban mi trabajo o mi persona, pero eso no guardaba relación con el hecho de que aquella vez alguien hubiera manipulado la versión electrónica de mi manuscrito. La editorial no pudo explicarlo, pero aprovechó la ocasión para endurecer la política de seguridad. De eso ya hace muchos años, y tales reglas suelen hacer aguas si no son revisadas con regularidad.

A ciencia cierta no podía saber quiénes o cuántos habían tenido acceso a
En el espacio rojo
, así que cuando pasé la puerta de El Torreón no había avanzado mucho en el tema.

—¡Hola F. F! —gritó mi vecino Bent cuando bajé del coche.

Estaba de pie a la entrada de su chalé, con pantalones militares abombados, una camiseta negra demasiado pequeña y un hacha colgada al hombro. Durante el verano había cortado siete u ocho árboles de su propiedad y tres de la mía. Así que gran parte de su jardín se parecía a un hormiguero deforme, lleno de tocones de todos los tamaños y grosores. Aunque llevara una pierna artificial, era asombrosamente activo e insistió en hacerlos todos leña para la chimenea.

—Hola, vecino —respondí, e intenté dibujar una sonrisa.

—Llegamos tarde a lo nuestro —dijo riéndose.

Se refería a nuestro ritual de la tarde, cuando alrededor de las tres nos juntábamos para tomar un trago. Bent bebía cerveza y yo güisqui, generalmente un Single Malt Laphroaig u Oban. A menudo, para mí representaba el final de mi jornada laboral. Raras veces escribía más de cinco o seis horas diarias y me venía bien un poco de calor humano tras toda una jornada concentrado en mi relato. Las conversaciones que sostenía con Bent no eran de lo más sofisticadas, y por periodos, realmente, me sentía más que harto de sus prejuicios sobre los inmigrantes, las mujeres o la política, pero, aun así, siempre se mostraba amistoso y presto a echarme una mano si hacía falta.

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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