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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (32 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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Tras cambiar la Via Flaminia por un camino menos transitado, ya de madrugada, llegaron por fin a las murallas de Roma. Nicolás, a pesar de las insoportables sacudidas del carro, había cedido al cansancio y estaba adormilado; cuando las antepuertas de la Porta Pinciana se abrieron se despertó sobresaltado. Al otro lado de las murallas aurelianas seguía siendo negra noche, y los viñedos y las tierras sin cultivar se alternaban con las ruinas de los antiguos tiempos del César. Al clarear el día, Maquiavelo entrevió, al fondo de una campiña inmensa, la silueta de la ciudad, que en comparación con Florencia parecía poco más que una aldea. Pero él sabía cómo era Roma en realidad: había estado recientemente en la ciudad, para asistir a dos cónclaves consecutivos, y sabía que la majestuosidad de la Urbe no dependía de su escasez de habitantes ni de la relativa modestia de las recientes construcciones. Además, el papa Nicolás V había emprendido, hacía ya cincuenta años, una auténtica reconstrucción de la ciudad, y Julio II prometía despejar sus calles y redificarla con construcciones más poderosas que las de los tiempos gloriosos del Imperio de los Césares.

El primer signo de la potencia de Roma fue anunciado por el sol, en el horizonte, que teñía de rosa el inmenso cilindro de ladrillos de Castel Sant'Angelo, hacia donde el carro se dirigía al trote. Cruzaron el puente sobre el Tíber, y los guardias abrieron las puertas de entrada cuando el carruaje todavía estaba lejos. Signo inequívoco de que esperaban su llegada.

Maquiavelo intentaba apaciguar el miedo con la fuerza de la razón. Estaba seguro de que no querían asesinarlo enseguida. No. Pero si querían interrogarlo, ¿por qué traerlo hasta Roma? Sintió escalofríos al pensar en las terribles prisiones del castillo que se cernía, amenazador, sobre él. ¿Qué tormentos iba a tener que soportar, en esas mazmorras secretas, él, que nada podía confesar porque nada sabía? Sintió ansias de volver a ver su Florencia. De repente, el carruaje se detuvo en un enorme patio en el que todavía ardían las antorchas, señal de que llevaban toda la noche esperándolo. Le recibió un capitán español, elegantemente vestido, con guantes de terciopelo y plumas en el sombrero. Ordenó que lo desataran de inmediato.

—¿Adonde me lleváis? La Signoria de Florencia enviará a sus soldados a buscarme, si dentro de dos días no estoy en...

—Acompañadme, messer Nicolás. Y no me hagáis preguntas, pues no puedo responderos a lo que ignoro.

Lo condujeron a una espaciosa sala, de la que salía un denso vapor. Le recibieron dos mujeres de mediana edad, rubicundas y con las mejillas rosadas, como las de las tierras bajas del norte. Sin miramientos, le quitaron sus prendas desgarradas y sucias, y lo dejaron completamente desnudo. En un rincón, otras sirvientas habían acabado de llenar una gran bañera con agua caliente, de la que emanaba una intensa fragancia, como si hubieran disuelto en ella alguna esencia oriental. Lo cogieron casi a peso para sumergirlo en el baño, le restregaron el cuerpo con un estropajo, luego lo secaron y le vistieron con unas suaves calzas de color blanco y una camisa azul de lino finísimo que le llegaba hasta las rodillas. Al cabo lo acompañaron a otra estancia, donde le esperaba un anciano que, sin dirigirle la palabra, estudió sus proporciones y le hizo probar un traje de gran elegancia, al uso español, que le encajaba a la perfección. En una esquina había un espejo con marco de plata, y Nicolás vio el reflejo de su imagen: era un viajero con barba de tres días.

—Quisiera afeitarme.

El viejo sastre le dijo que no con la cabeza. Y entonces apareció de nuevo el capitán.

—No tenemos más tiempo para que cuidéis de vuestra persona, messer Nicolás. Ahora poneos esto, por favor. —Y le tendió una capa con capucha de tela negra, con dos agujeros a la altura de los ojos—. Y no habléis con nadie, bajo ningún concepto, ni de vuestra vida ni de vuestros amigos.

Nicolás se quedó perplejo, pero el soldado español le dio a entender que no había nada que discutir porque el tiempo les apremiaba. Así, negro de pies a cabeza como un aristócrata lazaroso, siguió al capitán en un tortuoso recorrido por los subterráneos de Castel Sant'Angelo. Luego subieron por una escalera de caracol, y al final atravesaron un inacabable pasillo bien enlucido y pintado, que daba a una portezuela.

Salieron a la luz clara de la primera mañana. Siguieron caminando al aire libre, por una especie de corredor de ronda que reseguía las murallas leoninas. Nicolás veía a sus pies los tejados del Borgo y de las orillas del Tíber. Era el pasaje, del que tantas veces le habían hablado, que comunicaba Castel Sant'Angelo con la basílica de San Pedro. Era un paso tan estrecho que a duras penas cabían dos hombres, y los agujeros de la capucha eran lo bastante anchos para permitirle ver bien el panorama. Los campos y las ruinas, los rebaños en el pasto y los meandros argentados del río ofrecían una imagen de Roma que nada tenía que ver con su condición real de centro de poder, el mayor del mundo. Millones de almas respondían al Papa en temas de fe y a la vez le prestaban incondicionalmente obediencia civil.

Maquiavelo no tardó en localizar la basílica de San Pedro en el Vaticano. Nunca la había visto desde un punto tan alto, y no pudo evitar cierta emoción al contemplar esa inmensa construcción en cruz latina. El enorme vestíbulo, con el campanario y la fuente en el centro, estaba reluciente, y los peregrinos esperaban en fila para entrar por uno de los tres majestuosos portales, más allá de la escalinata. Pero la basílica propiamente dicha, con sus anexos externos, parecía a punto de desmoronarse, debido a su antigüedad y al estado de abandono de ciertas partes: un incendio había ennegrecido hacía tiempo un lado y había provocado el derrumbe parcial del techo más externo de la nave del templo; en la fachada, con dos órdenes de grandísimos ajimeces, una grieta enorme bajaba del rosetón hasta el suelo. La techumbre presentaba desniveles y curvaturas, como si las vigas que mandara poner Constantino el Grande ya no pudieran sostener por más tiempo aquel techo colosal.

Andamios y contrafuertes de madera reforzaban los muros externos; sin embargo, las intervenciones comenzadas por el papa Nicolás habían sido abandonadas a su muerte. El destino de la construcción ya se había decidido, porque el papa Julio había dado la orden de reconstruirla ex novo, con la ayuda de los mayores talentos de Italia. Pero aquel espectáculo tenía una majestuosidad extraordinaria: era la basílica de Constantino, y tenía más de mil años.

El pasaje moría en una escalera que conducía a los Palacios Vaticanos, grandes residencias comunicadas entre sí, con el aspecto de castillos fortificados. El papa Borgia había hecho construir las dependencias privadas en su interior, pero Julio II no las había utilizado y había preferido arreglar cuatro espaciosos aposentos en el segundo piso: según decían, ya había encargado a Rafael su decoración. Maquiavelo sabía que Della Rovere convocaba en una de esas salas la llamada
Segnatura Gratiae et Iustitiae
, el más alto tribunal de la Santa Sede. ¿Era allí adonde le conducían? Si hubieran querido torturarlo, lo habrían dejado en Castel Sant'Angelo, y sin duda no lo habrían vestido de esa guisa.

Entraron en el palacio por una puerta secundaria, después de un patio con vistas a las murallas. El capitán español le indicó con un gesto que no se quitara la capucha y que permaneciera en silencio. Pasaron por las habitaciones destinadas a la hospedería, luego por inmensas roperías, cocinas y despensas: se cruzaron sólo con personas del servicio, que les miraban con aire de sorpresa. Franquearon otra puerta y llegaron al patio más interno del palacio, rodeado por un alto muro almenado y adosado a una torre, en la que Maquiavelo pudo distinguir la enseña del trono de Pedro ondeando al viento. Se dirigieron hacia un gran portal y, tras cruzarlo, los recibió un mayordomo con una reverencia. Subieron una escalera que les llevó a los nuevos aposentos de los Palacios Vaticanos: la atmósfera desprendía un penetrante aroma a cal viva, como si estuvieran en obras, pero Maquiavelo no vio ni maestros ni artistas afanados en sus artes. Por supuesto no lo llevaban a las habitaciones de Julio, y el capitán español superó esa zona del palacio para detenerse ante una gran puerta, custodiada por un guardia que lo saludó al uso militar. Cuando cruzaron el umbral, el estilo de los ambientes y de las decoraciones había cambiado de nuevo: ahora eran sumamente modernos, con pinturas, frescos y estatuas del nuevo gusto que copiaba a los antiguos. Maquiavelo comprendió dónde se hallaba y se volvió para decírselo al capitán, pero éste ya se había retirado, sin avisar, y le había dejado solo en medio de una sala revestida por completo con paneles de madera. Estaba a punto de quitarse la capucha, que le molestaba enormemente, cuando se abrió otra puerta y compareció un hombre con hábito eclesiástico, que le saludó sonriendo:

—Quitaos también esa capa, ser Nicolás: aquí ya no hay ojos extraños que puedan reconoceros.

—Quiero manifestar mis protestas por la manera en que...

—Os han traído hasta aquí por orden expresa del Santo Padre en persona y en el mayor de los secretos. Y además, como ya imagináis, se trata de un asunto muy urgente.

—Me han arrancado de mis asuntos de Estado, y ser Pier Soderini...

—El Gonfalonero florentino ya ha recibido el aviso de que una cuestión importante, en vuestra residencia de Sant'Andrea, os mantendrá alejado de Florencia por unos días: el permiso os ha sido concedido de inmediato.

—¿Así pues, regresaré?

—¿Acaso lo dudabais, messer Maquiavelo?

El eclesiástico lo condujo de nuevo a lo largo de amplios pasillos, y llegaron ante una puerta majestuosa. No había ningún soldado montando guardia y del otro lado se oía un murmullo persistente. Antes de abrirla, el religioso adoptó una expresión grave y puso la mano en el hombro de Nicolás.

—Os dejo aquí, porque los hechos que en esta sala deben tratarse me están vedados. Pero os encomiendo humildad, obediencia y respeto. Y devoción por el lugar sagrado en el que os halláis.

Maquiavelo inclinó la cabeza y la puerta se abrió.

Lo primero que vieron sus ojos fue el cielo pintado de azul cobalto, iluminado por una infinidad de estrellas de oro. Un tabique falso dividía en dos el enorme espacio, idéntico en sus dimensiones al Templo de Jerusalén. En las paredes resaltaban las pinturas al fresco de Botticelli, Cosimo Rosselli, Ghirlandaio, Signorelli, Perusino y Pinturicchio, que representaban escenas bíblicas y evangélicas. Entre los ventanales colgaban los retratos de los primeros treinta pontífices.

Maquiavelo ya conocía la Capilla Sixtina, tras haber asistido a los dos cónclaves. Pero esa visión de la espléndida sala bajo los rayos del sol que caían sobre el suelo taraceado a la manera de los Cosmati, con teselas polícromas de mármol, le hizo contener la respiración. En cambio, las piernas le temblaron de puro miedo cuando vio que en los escaños más bajos, a ambos lados del altar mayor, había al menos treinta personas sentadas, la mayor parte de ellas ataviadas con hábito cardenalicio. Dos figuras estaban de pie, delante de aquella solemne reunión, mirando hacia él. Desde lejos sólo pudo apreciar que una vestía una túnica religiosa, y la otra, de considerable estatura, llevaba pantalones: tenía las piernas ligeramente arqueadas y los brazos cruzados.

Estaba tan impresionado por la escena, que no había advertido la presencia, a su lado, de un hombre vestido de obispo que le invitaba a avanzar.

—Por favor, messer Maquiavelo. Os estábamos esperando.

Nicolás, acompañado de su tercer guía después de su llegada a Roma, se dirigió hacia el altar. Tras unos pocos pasos reconoció a la figura más alta: Leonardo, también él vestido de negro de pies a cabeza. Debía de haber llegado apenas unas horas antes. No reconocía a nadie más, en aquella extraña audiencia a lado y lado del altar mayor: casi todos eran prelados de avanzada edad, aunque también había algunos clérigos jóvenes, así como frailes dominicanos que no llegaban a los cincuenta años. Se fijó en que también había dos hombres vestidos de paisano. Saludó a Leonardo con la cabeza y miró a su alrededor, buscando una silla que no veía por ninguna parte. El prelado que lo había recibido en la entrada hizo una leve reverencia.

—El Santo Padre insiste en que debéis considerar con la máxima atención las delicadas preguntas que se os formularán: ha dado la disposición, para vuestro bien, de no dejaros reposar tras el largo y duro viaje. El Espíritu Santo sin duda se encargará de guiaros correctamente, a pesar de que un poco de mortificación corporal os será de gran ayuda para responder con el alma purificada. Como bien sabéis, esta iglesia ha sido consagrada a la Virgen, así que debéis uniros a mí y a los padres en las oraciones que le dedicaremos.

Recitaron el
Salve Regina
y el
Ave María
, y a continuación el más anciano del consejo se levantó y abrió un cuaderno.

—Nicolás di Bernardo Maquiavelo, florentino, y Leonardo di ser Piero, florentino, habéis sido convocados para justificaros de los actos perpetrados contra la Santa Madre Iglesia mediante investigaciones engañosas, escritos no verdaderos y por la ayuda prestada a la propagación de las falsas doctrinas de los infieles...

Leonardo estaba rojo como el fuego y no supo controlarse:

—Pero qué sarta de mentiras, yo no...

El prelado que había acompañado a Nicolás, y que se había quedado de pie a su lado, agarró a Leonardo por el brazo.

—Todavía no podéis hablar, messere. Estamos en una audiencia extraordinaria y secreta, y habrá quien hablará en vuestro lugar y se encargará de la defensa.

—¿Y puede saberse quién es tal defensor? ¿Un cura?

—Es ser Nicolás, que está junto a vos.

—¡Pero si también él se halla bajo acusación! Todo esto no es más que una farsa.

—Conteneos, messer Leonardo, os lo ruego, porque en Castel Sant'Angelo disponen de métodos convincentes para haceros hablar, y sin defensor.

El anciano prelado, mientras tanto, continuaba declamando en

voz alta y monótona cuanto estaba escrito en su cuaderno, sin inmutarse por aquella interrupción:

—... Y mediante los escritos paganos, usados contra la Verdad revelada. Por tales motivos y otros que no se leen, el tribunal especial expresamente convocado por Su Santidad se ha reunido para escuchar a messer Leonardo y juzgarlo según la doctrina de la Iglesia.

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