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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (35 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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El cardenal más anciano levantó el brazo para frenar tanto entusiasmo:

—Giovanni, deja que Leonardo acabe. ¿Por qué motivo, estimado maestro, el Dux habría tenido tales intereses?

—Por cuestiones de carácter temporal, relacionadas con la Romaña y los demás territorios disputados.

Maquiavelo alzó la cabeza al momento:

—¡Cuestiones que por lo tanto no interesan a la Iglesia, sino al poder temporal!

El inquisidor golpeó su escaño con las hojas, con un gesto exasperado.

—El Papa es señor de almas y cuerpos, no existe tal neta división...

Nicolás pensó en el desconcierto de los padres ante la sospecha de que Giovanni de Médicis quisiera aprovechar el juicio para una venganza política, y le replicó sin dejarlo terminar siquiera.

—No existe separación en la
sustancia
... pero sí en la
forma
, especialmente en el proceso penal. En esta sede no pueden tratarse hechos que guarden relación con ayudas militares brindadas a un enemigo de Roma... Y si de verdad estamos en un tribunal, como vos decís, el auditorio se ha preparado para discutir acerca de cuestiones religiosas y filosóficas, no políticas. Si pretendéis continuar hablando de la supuesta traición, entonces cabrá preguntar a los padres y a sus señorías presentes, uno a uno, si aceptan convertirse impropiamente en brazo secular...

Un murmullo general de desacuerdo recorrió la asamblea, pero el cardenal Giovanni se apresuró a levantar la voz, para apagarlo.

—¿Quizá preferís regresar a Castel Sant'Angelo, ser Nicolás, a merced del fuerte e inflexible brazo secular?

—Leonardo no puede ser juzgado tampoco en las otras cortes de la Urbe, y el primer motivo se halla en la acusación de la que es objeto, porque Leonardo es florentino, señorías, y por tanto no puede imputársele traición contra Roma. En cualquier caso debería ser juzgado como un simple enemigo capturado en campo contrario, de ser necesario, aunque insisto en que él no es ni jamás ha sido enemigo.

El inquisidor guardó un minuto de silencio, con la cabeza baja, y después miró a Nicolás y sonrió:

—Admitamos que la cuestión sea competencia de San Marco y tal vez jurisdicción de un tribunal secular. Vos, maestro, ¿habéis aceptado el dinero que os ofrecieron, no es así?

Leonardo permanecía serio, pero no parecía preocupado: estaba sumamente irritado.

—El deseo de conocimiento me cegaba. Confié algunas ideas al maestro Michele Almieri, que estaba a mis órdenes en la cadena de mando de la excavación del Arno. Él me dijo que San Marco iba a darme todo el apoyo posible para completar mis estudios, porque la teoría que estaba elaborando interesaba a los venecianos...

El cardenal Giovanni de Médicis no pudo aguantar más y estalló: cogió los papeles y los lanzó al suelo, y luego se puso frente a Leonardo, señalándolo con el índice acusador. Por fin estaban en igualdad de condiciones, pensó Maquiavelo: aquel acto instintivo, dictado por la inseguridad ante su superioridad dialéctica, jugaba a su favor, y debía prepararse para sacarle partido. Al inquisidor parecía no importarle la altura de Leonardo, que le sacaba una cabeza entera.

—¡He aquí el problema! ¿Afirmáis que el cristianismo de San Marco habría financiado vuestra colecta de falsedades, sólo porque está temporalmente en contradicción con Su Santidad? ¿Es eso lo que queréis hacernos creer? ¡Si es así, o sois más ingenuo que un muchacho o sois el diablo en persona!

Maquiavelo se estremeció al recordar lo que Valentino le había contado, con un temor impropio de él, durante su encuentro en Maremma. Siempre había creído que Leonardo tenía en el fondo un alma inocente, pero la aventura que habían vivido juntos le causaba ciertas dudas: en efecto, ante la furia de Giovanni de Médicis, Leonardo, lejos de inmutarse, continuó ostentando la misma sonrisa, como la de la
Monna Lisa
. El inquisidor no se arredró, y exclamó con mayor vehemencia:

—¡Almieri era un emisario del Sultán! ¡Un espía vendido a los infieles y bastante despierto, sin duda más que vos, a pesar del genio y el arte que os distinguen, para entender el alcance devastador de vuestra teoría!

Nicolás tembló ante las palabras del cardenal, pero se complació de sí mismo. Porque, al lanzar la flecha más venenosa de su carcaj, el inquisidor demostraba tenerle miedo a él y al innominado cardenal teólogo. Leonardo continuaba sonriendo con valentía y se mostró un punto despectivo:

—Teoría que vos conocéis, ¿no es cierto?

—¡Sí, la conozco, pero quiero oírla de vuestros labios, innoble siervo de los infieles!

Leonardo no reaccionó a esa terrible ofensa. Permaneció en silencio, y fue el cardenal teólogo quien salió en su ayuda. Se puso en pie y ladeó la cabeza, dirigiéndose en particular al cardenal Giovanni:

—Ser Nicolás ha dicho algunas cosas profundamente justas, hermanos. Estamos aquí para dirimir asuntos de fe y de ciencia, no para ocuparnos de disputas políticas y militares. Yo, personalmente, me niego a hablar de traiciones en esta santa sede, y estoy convencido de que los demás hermanos convendrán conmigo en este punto. Tomad a Leonardo, llevadlo a Castel Sant'Angelo, pero antes concluyamos dignamente lo que hemos comenzado. El maestro, de hecho, todavía no ha explicado la naturaleza profunda de su descubrimiento. Borremos entonces todo lo que se ha dicho sobre San Marco y sobre los infieles y volvamos a la excavación del Arno y a los célebres huesos.

Los otros padres le secundaron, mientras el inquisidor recogía sus papeles, momentáneamente vencido, y Nicolás, por un momento, se henchía de orgullo. Había salido airoso de una batalla que habría hecho temblar a cabezas más fuertes que la suya. Entretanto, Leonardo se aclaró la voz y continuó con toda parsimonia su relato. Su tono de voz era tan sosegado que Maquiavelo se sorprendió. Casi añoraba las intrigas y los engaños de Valentino, más simples en su hechura que las razones que ahora se discutían.

—Esperaba los libros perdidos de Herófilo y de Erasístrato, y mientras tanto otros textos antiguos, que ya estaban en mis manos, me despejaron todavía más el camino. Aristóteles ya había intuido algunos detalles de esa verdad que se me había revelado en los huesos del Arno. Él, que fue el primero en clasificar a los animales en base a su naturaleza, dice:

Nada impide que, por ejemplo, los dientes incisivos nazcan necesariamente afilados y apropiados para cortar; los molares, en cambio, planos y eficaces para masticar el alimento; puede decirse que todo esto adviene no por un fin, sino por accidente. Y podría decirse que así sucede también con las otras partes en las que parece existir una causa final. Por lo que podría concluirse que las modificaciones en aquellos seres en los que todo se ha producido accidentalmente (cuando en cambio parecía que se había producido con un fin determinado), se han conservado por el hecho de que, por casualidad, esos seres han resultado estar constituidos del modo oportuno. Todos aquellos, en cambio, que no estaban preparados para tal situación se han perdido o se van perdiendo, como ha sucedido con los bueyes de cara humana de los que habla Empédocles.

»Aristóteles formula este concepto para refutarlo, en nombre de su filosofía. Pero en cualquier caso él concibe una idea del todo nueva, que después deviene el núcleo de teorías sucesivas. Lo que aquí cuenta es la formación, en la mente de los antiguos, de una visión de la progenie de los vivientes en la que actúa una lentísima criba...

Giovanni de Médicis tenía el rostro de color morado.

—¿Habéis dicho «criba»?

Leonardo asintió:

—Lo mismo que un cedazo que escoge semillas diversas, pero de las que se salvan sólo las que se distinguen por una mayor utilidad, en un tiempo determinado y en condiciones sujetas a cambio.

Los padres continuaban inmóviles y en silencio, como figuras pintadas. Tal vez algunos ya habían sido informados acerca de la sustancia de la idea de Leonardo; muchos otros probablemente no entendían el objeto de la discusión. Leonardo esperó un momento, para dejar que sus palabras aletearan en el aire de aquel lugar sagrado, mensajeras de impredecibles descubrimientos futuros.

—En las generaciones, durante decenas de milenios, la naturaleza cumple esta elección como un ciego que cambia las características de los vivos sin prestar atención a si son buenas o malas. Teofrasto, discípulo de Aristóteles, concibió la posibilidad de que tales cambios espontáneos pudieran pasar en herencia a las generaciones sucesivas. Es decir, tuvo la idea brillante de que tales cambios espontáneos se verificaban en la simiente.

El cardenal Giovanni hizo un gesto con la mano, como despreciando aquella cita del antiguo filósofo.

—Pero ¿qué habríais hecho con los quinientos simios que vuestros señores os compraron en África? ¿Y con los hombres negros?

—Quería comprobar algunas ideas antiguas y verificar otras más justas, y sobre todo demostrar mi teoría. Los pitagóricos ya habían comprendido que los animales no pueden generarse de forma espontánea, sino que deben nacer necesariamente de otros animales. Y por tanto, si los hombres primitivos fueron nuestros antecesores, ellos a su vez tuvieron que nacer de otros, todavía más rudos. Empédocles imaginó que sobre la faz de la tierra habían vivido seres monstruosos, obtenidos por combinación de distintos miembros de animales. Pero yo mismo pude comprobar que eso era falso. Utilicé los pobres cuerpos de los simios que los pisanos habían arrojado a la fosa: quité ciertos huesos de los gorilas y los puse en miembros humanos de los hombres negros, y viceversa. Pero luego hallé una línea que une, en una cadena continua, los simios parecidos a hombres que viven en África, más allá del gran desierto, con los hombres negros y con nosotros mismos. Ésta es la razón por la que necesité, señorías, tantos huesos y cadáveres...

—Conseguiréis que os acusemos de brujería, Leonardo. Pero si de verdad creéis en lo que decís, entonces...

Leonardo levantó el brazo y mantuvo la mano en alto, como en una especie de aviso: estaba a punto de responder a la pregunta fundamental y desvelar la naturaleza de su arma secreta. Los padres reunidos y el mismo Maquiavelo se dieron cuenta y se quedaron a la expectativa, sin decir nada.

—Los antiguos habían entendido el porqué de esta línea evidente y sustancial, mediante sucesivas intuiciones y estudios: Anaximandro sostuvo que la vida nació en el agua; Anaxágoras, que el hombre debe su propia inteligencia a las manos, las cuales, liberadas de la posición a cuatro patas, se hicieron apropiadas para destruir, construir y manipular el mundo. Y Herófilo, como he dicho, había encontrado y estudiado los huesos de nuestros antepasados más antiguos a lo largo del Nilo, al igual que hice yo con los que por ventura hallé en el Arno. De esta manera, yo, Leonardo...

En la Capilla Sixtina ya no quedaba tiempo para más rumores, aparte de la voz del cardenal inquisidor y de la voz potente de Leonardo. Así, cuando éste finalmente completó la frase, la última palabra retumbó como una bomba que explotara de improviso bajo las murallas de un castillo asediado.

Los huesos de Dios

—Yo, Leonardo da Vinci, he comprobado, sin posibilidad de error, que la materia física del hombre fue extraída, en los tiempos de Dios, que no son los tiempos del hombre, de un ser inferior.

Giovanni de Médicis lo miró despavorido:

—¿De los simios?

Leonardo repitió:

—De los simios.

Un viejo prelado, que hasta el momento había permanecido completamente en silencio, rompió a reír con estridencia. El cardenal teólogo estaba a la expectativa, mientras que el resto de los presentes parecían haberse convertido en estatuas de piedra. Leonardo les miró, uno o uno, con una lentitud que a Nicolás le resultó insoportable, y a continuación prosiguió tranquilamente:

—He descubierto, y puedo probarlo incluso con el libro de Herófilo de Calcedonia, que, gracias a la obra de selección de la naturaleza y después de innumerables y pequeñísimos cambios en la simiente, unos simios más evolucionados derivaron de otros simios más antiguos. De éstos proceden los primeros hombres, todavía rudos y sin lenguaje, los cuales, pasando por los hombres negros de África, todavía imperfectos, han evolucionado hasta llegar a nuestro esplendor. En conclusión, nuestro linaje deriva de los simios, señorías, y no puedo sino creerlo porque indudablemente es así.

Giovanni de Médicis había recuperado toda su vehemencia belicosa, y, todavía con la cara roja como el fuego sobre su corto cuello taurino, bajó del escaño y se puso de nuevo delante de Leonardo, mostrándole el puño cerrado.

—¡Ésta es la blasfemia más atroz que he oído en mi vida! ¿Dios ha creado... los simios a su imagen y semejanza? Señor mío, perdóname. ¿Y vos pensáis que sois un sabio, razonando de este modo? Los hombres negros del África negra son nuestros hermanos en Cristo, maestro Leonardo, y no son inferiores a nosotros en ningún aspecto...

—No me cabe duda alguna, messer Giovanni, de que los hombres negros tienen un alma inmortal como la nuestra. Sólo afirmo que, por motivos que todavía ignoro, la materia de la que están hechos ha conservado una forma más cercana a la concepción divina originaria: un estado más antiguo de la humanidad, intermedio, por consiguiente, entre mis huesos y nosotros. Por otra parte, la Biblia nos dice que la vieja humanidad fue destruida por el Diluvio y que la actual desciende de Noé. Pero de los hijos de Noé y de su historia no sabemos nada. Los patriarcas tenían muchas esposas. ¿Y si Cam hubiera tenido otra madre que Jafet y Sem?

—Dejad a los expertos la exégesis de la Biblia, maestro, y aceptad que cuanto habéis dicho es una herejía flagrante.

El otro cardenal, el teólogo más anciano, se puso en pie y todos enmudecieron de nuevo, fijando la mirada en él.

—Al contrario, hermano mío, escuchemos con prudencia al maestro Leonardo, que puede que investigue la naturaleza con más sagacidad que el propio Aristóteles...

El inquisidor lo miró desconcertado:

—¿Cómo podéis decir eso, hermano? ¿Qué ha sucedido en la Tierra, entre Aristóteles y nosotros, para que haya cambiado tan profundamente nuestra manera humana de acceder a la verdad? ¿Tal vez esta nueva forma blasfema de usar a Platón, que tanto gusta a los filósofos florentinos?

El cardenal teólogo sonreía, sin dejarse atemorizar por la impetuosa intervención del inquisidor, como si le divirtiera el nuevo rumbo que había tomado la discusión. Sin duda, para él, no era sólo una manera de luchar en pos de la verdad, sino una forma placentera de ejercitar su ingenio.

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