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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (13 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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¿O es que no te acuerdas del juicio?

Ya sabes cómo se mueve la justicia.

Tú me acusaste ante el juez y me llamaron, pero en un juicio lo único que tiene valor es LA PRUEBA; eso deberías saberlo de memoria teniendo una abogada como mujer. Por cierto, aquí entre nos, la pobre Julia tenía una manera de hacer el amor un poco aburrida, ¿no estás de acuerdo? Podías haberle enseñado y que no fuera tan tímida y estrecha en según qué cosas; y mira que traté de emborracharla alguna vez para sacarle más salero, pero siempre iba medida (que esto no, que lo otro tampoco, que por detrás no porque me duele, que así no porque me da cistitis). Aunque también es cierto que si no hubiera sido por ella no me hubiera embolsillado tanto dinero; no el tuyo, claro está, sino el que vino después, el de los demás inversores.

Como te decía, LA PRUEBA es lo único que culpabiliza al inocente o presunto inocente. Y yo desde muy pequeño aprendí a no dejar huella, quizá porque lo había visto en las películas o por pura meticulosidad. Con decirte que ya cuando robé mi primer cáliz me puse los guantes blancos de mi primera comunión, y lo seguí haciendo hasta que se me quedaron pequeños y me convertí en un profesional. Es lo que tiene ser autodidacta, que se aprende haciendo; se trata de ensayar, y si el ensayo funciona, pues a repetir.

Bueno, lo de no dejar huella es un decir. Corrijo: si se trata de que has hecho una buena acción —algo que quieres que la demás gente se entere, un acto de caridad que seguramente puede llegar a servirte como escudo protector en un momento en que se te ha girado la tortilla—, entonces cobra vital importancia dejar todas las huellas posibles.

Sí, mi querido Casto, en la vida todo hay que cogerlo con guantes… y con pinzas, por si acaso. No hay más que ver a la policía científica con sus zapatos cubiertos, sus bolsas y sus guantes blancos recogiendo pelos, huellas, residuos de ADN, restos de lo que sea, buscando pruebas, porque todo habla. Y eso por no mencionar a los médicos forenses, maestros en encontrar lo inencontrable; cuando no hay pruebas fuera las buscan dentro. Escarban en el cuerpo del que en vida tal vez gozara de prestigio pero por culpa de la muerte se ha convertido en un amasijo de huesos, órganos, vísceras y músculos cercenados. Todo a su servicio. Lo que un día pudo casi matarte de placer, ahora son trozos de carne sueltos que no sienten nada mientras son analizados milímetro a milímetro. Muchos aprenden cortando y analizando el cuerpo ajeno, pero como no es el de ellos… A mí de sólo pensarlo me dan ganas de salir corriendo.

Por eso, porque les tengo manía —aunque no dudo de que en muchos casos policiales sean francamente necesarios—, dejé por escrito ante notario y con todas las firmas posibles, que a mí no me tocaran ni un pelo.

¡Faltaría más ser manoseado sin que uno se entere!

En eso debo agradecer la amistad que tengo, bueno, que tuve (todavía no me acostumbro a hablar en pasado), con mi apreciado Plácido Buenaventura, a quien finalmente y dada su fidelidad demostrada con creces convertí en mi albacea. Si no fuera por él —que por cierto bastante dinero me tocó dejarle para que se comprometiera en serio a hacer respetar mi voluntad—, ahora quién sabe qué funeral me hubiera hecho la retorcida de mi mujer.

Capítulo 31

Y ustedes se preguntarán, ¿por qué quise hacer ese testamento vital?

Muy sencillo. Porque empecé a sospechar que Morgana podría hacerme algo sin que yo me diera cuenta. Para ser más exactos: matarme. Y lo digo así, como si estuviera hablando de cualquier tontería —de si hace calor o frío, o de qué húmeda está la tarde, o de que se secó la buganvilla de la entrada—, y es que nuestra relación ya se había ido de madre y el odio nos tenía absolutamente atrapados. La necesidad de hacernos daño y escalar esa montaña que cada vez ofrecía horizontes más retadores eran una enfermedad terrible. Subir, subir, aunque nos hiriéramos; aunque nuestras manos y nuestros pies sangraran y nos asfixiáramos. Y coronar la cima del acto que más le doliera al contrincante. Un juego macabro pero muy adictivo; casi tanto como el amor no correspondido.

Estábamos unidos hasta la muerte. Era tal nuestra enfermedad que dejó de importarnos salvarnos. Permanecíamos al acecho el uno del otro, siempre en guardia. Por eso me di cuenta de que sus comportamientos habían cambiado. Se comenzó a preocupar en exceso por mi bienestar (cosa en ella del todo increíble). De la noche a la mañana se volvió simpática y hasta cariñosa. Quería que nos fuésemos de viaje, darle vitalidad a nuestra relación; era tal su falsedad y cinismo que incluso llegó a gestionar una audiencia papal en el Vaticano para que el Sumo Pontífice nos diera una bendición especial a nosotros y a nuestros hijos, y a pesar de tener fecha y hora, gracias a Dios nunca llegamos a ir. ¡Qué ridículo más grande habríamos hecho!

Intentó por todos los medios volverme a seducir vistiendo trajes con aquellos escotes que sabía que me ponían caliente; caminando desnuda por la habitación con su escultural cuerpo que, todo hay que decirlo, la maternidad no había logrado estropear en lo más mínimo. Ligueros y zapatos tacón de aguja, bragas carísimas, corsés asfixiantes, pantalones de látex… botellas heladas de
champagne
en la cubitera junto a la cama, etcétera, etcétera. Un desfile diario de exquisiteces que me volvían loco genitalmente hablando, pero que por el solo hecho de maltratarla y hacerla sufrir ni me los miraba. Y no se daba por aludida… Lo aguantaba todo; eso fue lo que más llamó mi atención.

Ahhh, y casi me olvidaba, viajes exclusivos a Londres y a Milán de donde volvía cargada de regalos. Los jerséis y las americanas del mejor
cashmere
de Loro Piana, las corbatas de Tom Ford, las camisas hechas a medida con mis iniciales caídas al más puro estilo italiano, los zapatos de ante de color
tobacco
de mi marca favorita John Loob, mis pañuelos Etro, mis puros Cohiba, mi whisky The Macallan… hasta que un día, la muerte súbita de cinco de mis hermosos pavos reales me puso en alerta máxima. El veterinario no supo dar con la causa. Entonces, me pasó una sombra por la mente.

¿Y por qué lo sospeché? Pues porque a mí también se me había pasado por la cabeza matarle su querido caballo y algo más terrible: matarla a ella. Pero juro que sólo lo pensé. ¿Quién en su vida, en un momento de ira, no ha deseado la muerte de un ser «querido»? Yo se la deseé tantas veces que ahora que lo recuerdo me faltan dedos en mis manos y mis pies para contabilizarlas. Muchos, muchos dedos; un ejército de dedos.

Imaginé estrangulándola con su bufanda azul la noche en que apareció adornada de plumas ofreciendo en su humeante bandeja mi adorado pavo real asado (y perdonad que os lo repita). Imaginé asfixiándola un mediodía en que empezó a mofarse de Alma imitando su tartamudeo hasta conseguir que todos los invitados se desternillaran de la risa. Cuando la descubrí hablando de mi pasado burlándose de mi santa madre, que lo único que hizo fue querernos y sacrificarse por nosotros, llamándola puta desgraciada. Fueron tantas y tantas las veces que soñé con su muerte que al final me di miedo a mí mismo.

Por eso, cuando redacté el testamento dejé muy claro que si yo llegaba a morir antes que ella, como finalmente sucedió, había perdido esta lucha y ya no valía la pena desentrañar nada de nada por respeto a mis hijos. No quería que al final se quedaran sin padre y, para remate, con una madre en la cárcel. De todas maneras, todo lo que digo son puras conjeturas, pues constarme no me consta nada; pero todavía no me tocaba palmarla, creo yo.

La petición que redacté era que sólo morir me llevaran de inmediato a una cámara frigorífica, para evitar perder mi lozanía y mi saber estar. Porque una de las cosas que no soporto es la descomposición de un cuerpo. ¡Lo siento!…, hasta sin vida sigo siendo un maniático perfeccionista de la belleza. Tengo que admitir que mi vanidad y excesiva pulcritud han rozado límites insospechados, y que el solo hecho de llegar a pensar que mi cuerpo iba a desprender un olor distinto al que fuera mi Fico di Amalfi de Acqua di Parma me superó. Y como en vida creo que logré controlarlo todo, me ocupé también de controlar mi muerte. No quería que me inyectaran ningún tipo de químicos para retrasar la putrefacción de mi cuerpo. Mejor ser enterrado, como máximo, en veinticuatro horas.

Por eso mi féretro, a pesar de que nadie lo sepa, es un perfecto frigorífico. Porque así lo pedí yo y mis deseos fueron órdenes. Ahora descanso sobre un colchón de hielo que me está matando de frío, pero ya no puedo hacer nada. Todo sea por la belleza.

No tengo la culpa de que en Sevilla les diera por llamarme «El Hermoso». Un calificativo que me obligó a empezar a ir al gimnasio, ¡pobre de mí! Yo, el rey de las noches y los saraos; yo, que siempre me burlé de los que hacían ejercicio y malgastaban las horas forjando músculos, acabé corriendo y haciendo ejercicio como el que más (aparte del que diariamente hacían mis pobres y cansadas neuronas).

¡Vanidad de vanidades! Valga el sacrificio para que todos me vean en mi último día fresco y lozano.

Capítulo 32

No existe edad para la soledad. Es una bestia que ataca en cualquier momento.

Esto lo afirmo ahora, mientras observo el descomunal gentío que se acerca al féretro donde yace mi Francisco.

Me sorprende esta capacidad de aislarme que de repente me ha brotado de no sé qué lugar. En los momentos más trágicos suelen suceder este tipo de reacciones del todo inadecuadas. Somos capaces de volvernos indiferentes y hasta fríos y analíticos, cuando en realidad lo que querríamos sería lanzar un desgarrador grito que nos liberara del amasijo de lágrimas atascadas y del desconcierto sin salida en el que nos encontramos.

En medio de este inconsolable dolor, soy capaz de reflexionar y pensar en cosas que seguramente no debería. Quizá sólo sea un mecanismo de defensa para evadir este aterrador instante. ¡Quién sabe! Se me vienen a la cabeza cosas nimias, ridículas; como que olvidé decirle a la chica que estuviera pendiente porque hoy el jardinero iría a plantar en el invernadero las orquídeas venidas de Colombia y hasta le gasto el tiempo a recordar su nombre:
Cattleya trianae
. Y me doy pena y vergüenza y me recrimino, pero sigo distrayéndome. Me miro los zapatos y descubro que en uno de ellos hay un rayón que no sé dónde me lo hice y pienso en la penúltima vez que me los puse y me acuerdo de que fue en una estúpida cena de compromiso donde todos reían mientras saboreaban ostras Guillardeau del calibre tres, y me veo limpiándome el zapato con mi saliva y mi dedo (tratando de disimular) mientras los demás continúan riendo en el velorio y ni se enteran de la ordinariez que acabo de hacer. Y de allí doy un salto mortal del pasado al presente y me dedico a observar los atuendos de las mujeres que pasan por delante del féretro… porque hace rato me he convertido en esfinge y ha dejado de importarme todo. Ni siquiera reacciono cuando Morgana finge su desmayo y monta su ridículo numerito.

Muchos de los presentes afirman haber venido para acompañar a Francisco en su último viaje, pero es la mentira más grande que alguien pueda llegar a creerse. Hoy está solo, más solo de lo que siempre estuvo… a pesar de ir siempre acompañado. Y aunque me duele reconocerlo, mientras lo miro no sé por qué me viene a la mente la impresionante imagen de aquel soberbio gatopardo disecado que me observaba con sus ojos de hielo desde la vitrina del loco taxidermista de la calle Descalzos, cada tarde al regresar de mis clases de baile. Lo miraba y lo miraba fijamente, esperando el momento en que sus pulmones respiraran y le rescataran al fin de su sueño; porque lo que yo quería era verlo saltar, verle un soplo de vida y que lanzara a los vientos un furioso rugido, aunque atacara.

Es lo que siento en este momento.

Preferiría ver a Francisco pavoneándose… de pava en pava, a pesar de ser un espectáculo tan grotesco y triste para mí. Preferiría verlo riendo y haciéndose el importante y poderoso; con su bilis cargada de ego y prepotencia —convencido de que haciendo eso me hería, ¡pobrecito mío!, cuando en verdad a quien estaba hiriendo era a él mismo—. Sí, preferiría mil veces verlo así que en esa impávida quietud.

Su cuerpo, su solitario cuerpo, está expuesto a un público distante y frío, más frío que él mismo. Personas que no tienen ni idea de lo que es el dolor de la pérdida ajena y que tanto les da lo que hay en aquella caja, porque de un momento a otro dejarán de pensar en el inerte amasijo de carne y huesos. Ya que este velatorio es un evento social como cualquier otro, que sirve para dejarse ver y que los demás tomen conciencia de que, a diferencia del difunto, ellos todavía están vivos («¡¡Ufff, qué descanso!!», suspiran por dentro), y aún pueden beber, charlar, reír, comer, hacer el amor… Entonces, para dar fe de lo que sienten, saldrán al jardín donde como en el mejor de los banquetes se encontrarán con decenas de camareros que se pasean enguantados con sus uniformes de gala y sus bandejas de plata, ofreciendo el aperitivo que les reafirmará que están vivos y servirá para espantarles la sombra del miedo; de imaginarse metidos en el cajón como el muerto que reposa en el salón. Y para tranquilizarse del todo tomarán algún vinito hasta ponerse alegrones, picarán dos croquetas, cinco pinchitos de tortilla y siete cortes de jamón. Y comentarán las últimas noticias y…

«El muerto al hoyo y el vivo al bollo».

No hace falta morirse para saber que uno nace solo y muere solo. El acto de la muerte es un acto tan solitario… sin duda el más solitario de nuestra existencia. Y reconozco sin un ápice de temor que en este momento me gustaría estar metida en el ataúd, abrazada a él; porque ahora, a pesar de tener mis hijos y de saber que me necesitan, no le encuentro a mi vida ningún sentido. Desearía, ya que no pude vivir, al menos que me hubieran dejado morir con él. Pasar juntos este último trance. Y que de nuestras soledades vividas ésta fuera la última soledad acompañada.

Aprovecho el desmayo de Morgana y todo el enredo que se genera a su alrededor y desvía la atención, y me acerco a Francisco. Vuelvo a sentir ese vacío en la boca de mi estómago, como si me hubieran arrancado todos mis órganos y sólo quedara la cáscara de lo que un día fui. ¿Adónde habrán ido a parar su alma y el amor que guardaba por mí?

Nunca, nunca lo había visto tan bello y sereno. ¡Nunca! Ni siquiera el día en que volví a verlo años después, cuando ya estábamos en plenos preparativos de boda con Beltrán y me lo presentaron. Se acercó a mí, con su camisa azul intenso, sus pantalones beige de raya impecable y una helada soberanía en sus ojos. Tomó mi mano y en un gesto protocolario la acercó hasta su boca, pero no la besó. La soltó y, como si no me hubiera visto en su vida, lanzó una frase mecánica que había oído muchas veces en muchos labios: «Es un placer conocerla. Beltrán me habla maravillas de usted. Está muy enamorado. Por cierto, felicidades. Sé que la boda es inminente».

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