Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (9 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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Hemos bailado, sí, Mariana querida; hemos bailado un bosque de preguntas que nunca necesitaron su respuesta. Así es el baile. Sólo dejarse llevar sintiendo el cuerpo; el sudor de dos pieles con ganas de gritar vida. Manteniendo el compás, sin buscar un porqué. Tu cuerpo y el mío, guitarras desgarradas en manos de un destino de tardes despistadas. Tú lo sabes mejor que nadie. Eres Mariana La Bailaora. Quédate con el recuerdo de nuestros encuentros y que nos quiten lo
bailao
.

Ahora, que todos buscan hurgar en las miserias, me pregunto… ¿no es verdad que todo muerto tiene derecho en última instancia a su perdón?… Mi madre decía que «no hay muerto malo». Claro que hay muertos de muertos; el dicho no vale para todos… pero yo, a pesar de lo que digan por ahí, me considero de los buenos.

Zuuuuummmm… Zummmmmm… Zummmmmmm…

¿Qué diablos es esto? ¡No me lo puedo creer! ¡Auxilio! Por favor, ayudadme. Hay una abeja en mi ataúd. ¡Auxilio! ¡Soy alérgico a sus picaduras! ¡¡¡Hey!!! ¿Es que nadie me oye? En lugar de estar discutiendo sobre el sexo de los ángeles y estar imbecilizados por los chismes, ¿podría algún alma caritativa levantar la bendita tapa y espantar esta abeja de mi nariz antes de que me mate?…

¡Pero qué estoy diciendo! Dios mío, ¿me estaré volviendo loco? ¿Qué diablos importa que me pique?… ¿No estoy muerto?

¡Maldita sea la madre que te parió, abeja de los demonios! Fuera de aquí. ¡Lárgate!

¿Qué está pasando? ¿Me estoy perdiendo algo importante?

Alma, Alma, ven aquí.

Capítulo 20

No era la primera vez que fingía un desmayo. La primera la recuerdo como si fuera ayer; debía tener unos once años y me sirvió para huir de un castigo que la hermana San Dionisio, mi tutora de entonces, me quería imponer. Castigo que me merecía por malvadilla, por haber pegado una descomunal e inmunda bola de chicle en la cola de caballo de la mosquita muerta que… ja, ja, ja… la obligó a ir rapada casi al cero durante un tiempo. La segunda me sirvió para que Francisco no me abandonara… ¡Maldita equivocación!

Luego vino la tercera, la cuarta, la quinta… hasta que me aficioné, como nos aficionamos a fumar, beber o mentir. Se me convirtió en una adicción escandalosamente compulsiva.

Lo de actuar, sinceramente y no es por echarme flores, se me daba genial.

Empecé practicando en casa las mañanas de invierno, en las que me daba pereza levantarme para ir al colegio y verle la cara de imbécil y de tonta al cuadrado a la mosquita muerta que tanto odiaba. O cuando quería algún capricho y mi padre, tan estricto y compuesto, se negaba a concedérmelo. O cuando me daba por llamar la atención sin nada en particular; sólo para comprobar mi magnífica capacidad de manipulación.

Lo primero que aprendí fue a elevar mi temperatura corporal y hacerme la enferma. ¡Era tan divertido! Empezaba desde el día anterior. A la hora de la cena y aunque esa noche sirvieran mi comida favorita, dejaba el plato casi sin probar (no sabéis los esfuerzos que tenía que hacer cuando se trataba de espaguetis). Subía las escaleras a desgana, suspirando cabizbaja, hombricaída y medio ahogada. Me despedía de mis padres y hermano con una voz casi inaudible y me metía en la cama meditabunda y tumefacta. Esa noche, entre las cobijas, vivía una excitación increíble; una ansiedad que me subía por el esófago y me obturaba la garganta. Despertaba cada media hora esperando el amanecer, pues era un reto para mí engañarlos a todos. Al día siguiente me levantaba antes de que sonara el despertador, encendía la lámpara de mi mesita de noche y me ponía debajo de la bombilla hasta que mi frente ardía y el olor a pelo quemado me avisaba de que si no me retiraba, más que dejar de ir al colegio lo que me pasaría sería entrar directico a la unidad de quemados del hospital Virgen del Rocío con quemaduras de tercer grado. Por eso me gastaba tanto tiempo calculándolo todo: el olor era la alarma, el tiempo justo para que llegara la niñera a despertarme. «Niña Morgana, niña Morgana… aquí huele raro, como a quemado». Y yo, quejándome y quejándome, como si fuera la Virgen de los Dolores. La chica me tocaba y salía corriendo, desesperada: «Señora Luisa, señora Luisa»…, llamando a mi madre, que acudía a poner su mano en mi frente y… leche caliente con miel, «trae toallas húmedas para bajarle la calentura», «pobrecita la niña», «cierra las cortinas», «avisa al colegio y diles que Morgana se encuentra mal», «tráeme el listín telefónico, hay que llamar al doctor Urbano». Toda la casa rendida a mis pies: ¡¡¡Gloria in excelsis!!!

Mi padre acercándose a besarme; su mano enredada en mi pelo, su olor a limpio y a lavanda fresca inundando mi cama. Eran las únicas veces que lo sentía cerca regalándome amor. Si hubiera podido, me habría hecho la enferma todos los días de mi vida, sólo para que me acariciara de aquella manera. Pero eso me lo llevaré a la tumba como recuerdo de mi «espléndida y maravillosa» niñez.

Creían que porque lo tenía «todo» no necesitaba nada. Esto, ahora que lo veo, justifica el descuajaringado comportamiento de mis últimos años. Este ir de mano en mano… ¡qué digo!, de polla en polla hablando en términos académicos, buscando encontrar el hombre que me considerara lo suficientemente valiosa como para entregar su vida por mí. El que me regalara el amor que nunca tuve. Ja, ja… qué risa me da ahora que soy doctor en estas artes y me encuentro frente a los despojos del miserable sabelotodo, que se creyó más listo que yo y nunca se imaginó que en eso de engañar yo le daría diez vueltas y media.

Porque boba, lo que se dice boba, nunca fui. Ingenua quizá, y soñadora hasta los treinta, tal vez. Pero cuando me quedó claro que lo que quería no lo iba a conseguir nunca, decidí lanzarme a la vida contemplativa: la de contemplar y aprovechar el cuerpo de los hombres.

Amantes los he tenido todos y de todos los colores; todavía coletean algunos por ahí; os aseguro que si quisiera, al primer chasquido de mis dedos los tendría de rodillas lamiéndome el… Pero hoy, no sé, estoy como inapetente. Quizá la muerte de Francisco me tenga el buche lleno aunque, a decir verdad, un poco de penita me da; por allá muy en el fondo del fondo, donde nadie llega. Y no sé si sea que me quedé sin con quien competir o quizá se deba a un poco de sensiblería barata, herencia de algún antepasado de yo qué sé dónde. Lo importante es que esta reflexión que estoy haciendo en este instante me está sirviendo para tomar conciencia de que durante mucho tiempo entregué mi cuerpo a cambio de que me regalaran amor. Sí, como tantas ingenuas. ¿Y qué conseguí? Pues lo que tocaba: ¡NADA! Eso me pasa por idiota.

De aquello que buscamos las mujeres (sí, eso, lo que sabemos), ningún hombre, o por lo menos ninguno de los que me he comido, tiene la más mínima idea.

Y no sé ni por qué os hablo de esto, ya que son temas que nunca deberían airearse. Las miserias particulares son como las cacas del gato: dicen que hay que mantenerlas invisibles y sin remover (como las he mantenido yo), revueltas entre la arena del cajoncito que su dueño le ha asignado para tal eventualidad. Se sabe que están allí y pueden hasta oler, pero nadie las ve. Aunque, todo hay que decirlo, el hecho de que estén escondidas no quiere decir que no existan. En eso los perros son más listos: no trabajan. Se hacen los bobos y se desentienden de la mierda. «Que la limpien otros», pensarán (si es que lo hacen) cuando se levantan y dejan su regalito. Ahí van, orondos y campantes por las aceras, con sus cabezas altivas y su cola empinada al cielo, mientras sus dueños se humillan y recogen sus porquerías para lanzarlas al primer contenedor de basura. ¿Que quiénes mandan? ¡Los perros!… ¡Maldito Francisco! Perro entre los que más. Todo el mundo sabía lo que hacía y, sin embargo, siempre encontró quienes recogieran sus porquerías, ¡incluso en la cárcel! Y eso que moví cielo y tierra para que se pudriera allí. Hasta me rebajé como nunca, seduciendo al despreciable del director penitenciario. No para que lo dejara libre, como al principio supuso al ver como lo agasajaba con espléndidos y costosísimos regalos que le llegaban acompañados de mi tarjeta —con membrete grabado en oro— y mi firma estampada con la Montblanc de brillantes, herencia de mi tía (la que sólo uso en ocasiones especiales, cuando tengo que enviar un regalo a los reyes, a los príncipes o a la duquesa, por poner algunos ejemplos), sino justamente para que lo mantuviera allí los años de los años. Trabajando en las labores más jodidas y con los presos más peligrosos. Porque quería que se consumiera de asco, humillación y tristeza entre sus barrotes.

Capítulo 21

Mi historia con el director merecía un capítulo aparte. Fue de lo más grotesca y, valga la pena subrayarlo, viciosa. Aunque soy mujer de gustos exquisitos y durante años me consideré una mojigata perdida, aprendí con él, sí, con él (un tipo tan ordinario y barriobajero), que en la cama lo de ser de alta cuna sirve para muy poco; mejor dicho, para lo único que sirve es para perderse lo mejor.

Siempre había considerado que un encuentro sexual debía llevar obligatoriamente un previo ritual de escrupulosa limpieza: baño con sales y jabones perfumados, cremas exfoliantes y aceites suavizantes y, obviamente, una larga y concienzuda selección de finísima lencería. Jamás se me habría ocurrido dar un beso sin antes haberme cepillado los dientes cuarenta veces arriba y cuarenta abajo, y haberle dado, como mínimo, veinte cepilladas a mi lengua.

¡Mi madre me inculcó tantas manías! Debían verme en todo momento como una «niña buena». Suavidad, pulcritud, chifones y sedas… Caída de ojos, las manos siempre limpias, las piernas cruzadas en el punto justo. Más allá de la rodilla, la pierna debe ir siempre cubierta: «mejor sugerir que exhibir». Copa de champán para desinhibirte «sólo un tris», y en el «acto», un meticuloso tira y afloja que debía ir acompañado de quejidos contenidos, «ni muy muy ni tan tan». «Que no se noten las ganas, hija», recalcaba mi madre. Rechazo a caricias en zonas intocables por «impuras», y a obscenos susurros «para que no te confundan con las mujeres malas».

Pensé que jamás iba a ser capaz de besar una boca sucia ni unas axilas ajolientas y encebolladas; ni comerme un descomunal sexo exhalando aquel olor ácido de macho embravecido a punto de reventar de esperma… Y de pronto, este animal montuno acabó convirtiéndome en la mujer más exquisita, puta y loca de Sevilla. Excitándome sólo con verle aquellas ásperas manazas de obrero curtido. ¡Es increíble!; en estos asuntos no valen ni el pudor ni la decencia. Eso hay que dejárselo a las que quieren morir Vírgenes, sentadas sobre su tesoro; pero ése, definitivamente, hace muchos años dejó de ser mi caso.

La primera cita la tuvimos en su propio despacho. Una habitación lúgubre y escueta, de paredes que muchos años atrás debían haber sido azulonas, pero que la humedad había desconchado y convertido en un viejo lienzo de mapas desconocidos —algo muy esnob, que sólo había visto en locales muy exclusivos de Nueva York y Londres; una moda
underground
para tener en cuenta a la hora de decorar un sitio—. Del techo colgaba un cable rojo del que florecía una luz cetrina, una escueta bombilla, que a mí me produjo el primer rechazo; rechazo que pronto, al pensar en Nueva York y en las últimas novedades que había visto en el SoHo, se convirtió en mi primer goce, pues el solo hecho de imaginarme a mí misma en aquel lugar tan sórdido y a la vez tan vanguardista me excitó. Y yo fui la primera sorprendida, ya que había vivido siempre entre el lujo y la exquisitez (es increíble lo que la novedad puede llegar a producir en las hormonas). Además, se trataba de mentir y ése era mi pasatiempo favorito. Mentir del todo, no a medias, porque cuando se miente a medias la acción deja de tener su morboso valor. La verdadera mentira, la que se enseña totalmente, es muchísimo más excitante, porque te obliga a darlo todo; a disimular y a actuar hasta el límite para que no te descubran… y es entonces cuando dejas de ser tú misma y te conviertes en un ser libre, sin prejuicios. Quizá sea la denigración de ti misma o no… todo depende del cristal con que lo mires. Allí me sentía la
fleur d’élégance
… una elegancia que por primera vez bajaba de las alturas a mezclarse con el pueblo:
l’omnipotence
versus la ordinariez.

Me recibió con ademanes pseudoexquisitos, y no hay peor cosa que un ordinario fingiendo ser un gran señor. Creía que haciéndose el fino me iba a gustar más. No se había dado cuenta de que de estos tipejos estaba hasta el moño y que prefería que fuese auténtico, aunque acabara de embalsamarse en el agua de colonia más barata que nunca en mi vida había olido.

Me besó la mano con aires de marqués ceremonioso, pero yo me le planté delante descarada y le ofrecí mi boca para que entendiera que no estábamos para perder el tiempo. Al quitarme el abrigo, su sorpresa fue mayúscula, pues para este encuentro yo había planeado no llevar ropa alguna, salvo un maravilloso sujetador rojo sin copas —que dejaba los pechos desbocados—, con su braguita y su liguero a juego —que sabía que a algunos hombres les volvía locos y además imaginaba que, dada su condición, le fascinarían—. Sin embargo, y a pesar de todos los supuestos, el muy jodido no me besó. No quería que yo lo dominara (algo típico en ese tipo de especímenes). Me agarró de las manos hasta inmovilizarme y con su nariz de catador de perfumes vulgares fue olisqueando mi escote; subió hasta el cuello y, como si hubiese sido poseído por un animal rabioso, clavó sus dientes. Mientras lo hacía, reventó el sujetador y me apretó los senos, buscando arrancarles sangre o leche… no sé. Me dolió mucho pero me gustó, para qué negarlo. Era algo que jamás había experimentado. Algo que me obligaba a aullar de dolor y placer. Incrustó su lengua en mi oreja y me dijo en secreto la obscenidad más grande que jamás había escuchado. Ni siquiera hoy soy capaz de repetirla. Era una porquería tal que, de sólo oírla, la entrepierna me palpitó y salió volando.

Lo que vino a continuación me produjo tal desquicie que todavía hoy, y mira que han pasado unos cuantos años, me sigue alterando.

Tenía una especie de sala donde debían interrogar a los presos (eso imaginé al verla). Una precaria mesa de madera gastada y recia, como de leñador, y un par de sillas más duras que la pobreza. Pero lo que más llamó mi atención fue la pared de ladrillo visto en la que colgaban unas oxidadas cadenas con sus grilletes abiertos. Al ver aquello, sentí una frenética mezcla de pavor y excitación.

Primero me puso de espaldas a la mesa, arrancó mis bragas e introdujo su enorme sexo hasta hacerme pegar un desgarrador alarido. Ninguna preparación: una violación en toda regla y con mi absoluta aquiescencia. Y aunque en el fondo sabía que debía decirle que no, lo que salía de mis labios era un ¡más! Luego me colocó de cara a la pared, como cuando me castigaban en el colegio, cerró los grilletes en mis muñecas, se tragó la llave y volvió a embestirme como un toro de pura casta. Una y una y una, y otra y otra y otra y otra… tantas veces hasta que de tanto sentir, perdí el sentido. Cuando volví en mí, el toro se había convertido en un manso gatito. Mi cuerpo ya no colgaba de la pared; se encontraba tendido en la escuálida mesa de leñador y mi verdugo derramaba sobre él, gota a gota, burbuja a burbuja, una botella de
champagne
—nada menos que la que le había enviado en mi último regalo.

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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