Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (6 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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De repente, cuando estaba a punto de morir en sus brazos, me dejó; allí, tirada, tiritando de ansiedad y amor en aquel zaguán donde no llegaban ni las almas de los muertos. Acurrucada, con mis piernas abrazadas. Apretando entre mis muslos mi alma para que no escapara tras él…

Había conocido la muerte en vida: el Deseo.

A lo lejos, una voz desgarrada cantaba una saeta:

Angustiáaaa

y sin consuelo,

y con el alma

partíaaaaa,

fijó su vista

hacia el cieloooo

ofreciéndole

su vidaaaa

para mitigar

su dueloooo…

Capítulo 14

No quería hacerle daño. A ella no. Lo juro por mis 5.989 pavos reales.

A pesar de haber llegado a odiarla con todas mis fuerzas y de habernos maltratado mutuamente hasta lo indecible, tengo que reconocer que Morgana fue una pobre víctima; un simple instrumento que yo utilicé a destajo para que Alma sintiera el mismo dolor que yo viví cuando me dejó por Beltrán.

Encontré el arma que la iría matando poco a poco, pero no la calibré bien y terminó apuntándome directamente a la sien.

Recuerdo perfectamente la noche en que la conocí. La ciudad entera hervía de fervor. El aroma de los cirios derretidos y el incienso de las cofradías se mezclaban con el salitre de las lágrimas de todos los devotos y las voces perdidas de los saeteros. Una luna de cobre incendiaba el cielo; decenas de arreboles ardientes caían sobre la ciudad en espirales y yo lo tomé como una señal divina que me indicaba que ese día mi vida daría un vuelco. Me quedé largo rato contemplando el espectáculo celeste; pensando en Alma y en mi pena secreta. En lo que por su culpa me veía obligado a hacer esa noche, y de repente llegó a mi nariz el olor del jabón de coco con el que lavaba mi madre. Su mano áspera, de tanto fregar suelos, pasó como una lija por mi mejilla. Se me acercó y me susurró al oído.

—Ayy, mi Currito, no sé por qué, mi corazón me dice que no andas por buen camino.

Yo desvié el tema con una pregunta.

—Madre, ¿te has dado cuenta de que hoy seguramente nadie mirará hacia arriba? Vírgenes y más Vírgenes llorando muerte, y Cristos desfilando dolor… La gente como nosotros sólo ve el suelo. ¡Pero mira qué cielo y qué luna! ¡Anda, deja de pensar tonterías y disfruta conmigo de este instante, ma!

Ella insistió.

—A mí no me vengas con evasivas, Curro. ¿De dónde diablos estás sacando todo lo que estás trayendo a casa, ah? ¿Ese jamón y esas latas de sardinas?… ¿Y leche y huevos?… ¿Y de dónde a acá, tú con perfume fino? ¿Qué ha sido del niño sencillo al que inculqué tantos valores?

—Y dale con emborronar la poesía de esta noche, madre. Si no vas a acompañarme en silencio, ¡déjame tranquilo y vete! Ten en claro una cosa: tu hijo te va a sacar de la miseria, le cueste lo que le cueste. Eso está escrito en el cielo de esta noche, aunque tú desconozcas su idioma.

—No digas tonterías, hijo. No tienes por qué sentirte avergonzado de la pobreza. No es más quien más tiene, sino quien más es. No lo olvides nunca.

—Ma… ¿habrá alguien fuera, en ese infinito renegrido? ¿Algo más allá de lo que alcanzamos a ver?

—Sigues cambiando el tema. ¿No será que te has enamorado? Sólo los enamorados no correspondidos se fijan en el cielo. A mí no me engañas, ¡pobre hijo mío! ¿Quién es ella? ¿Es del barrio? Ojalá fuera la hija de la comadre Lola. He visto que no para de mirarte. No es mala chica…

—¿Crees que me fijaría en semejante ordinaria que huele a cebolla y ajos? Por favor, madre, ¡ésa no me da ni a la suela del zapato!

—No hables así. ¿Qué te has creído? Ya está bien de tantas ínfulas. No olvides nunca de dónde venimos. Deberías estar agradecido con la vida…

Era imposible explicarle a ella mis planes. Su corazón era demasiado bondadoso; en él no había cabida para la maldad, y menos la que podía venir de alguien de su propia sangre. ¿Cómo decirle que el hijo que conocía, a quien le hablaba de esa manera, ya no existía? Acababa de nacer otro Francisco: el que todos iban a respetar. Mi silencio dio por zanjada la charla.

Me fui. Salí de casa duchado, peinado y acicalado con mis mejores galas: todas robadas, a mucha honra. Perfumado con Varon Dandy, una colonia que en aquel entonces me parecía finísima, también adquirida con mi espléndida astucia en un gran almacén —lo de robar se había ido convirtiendo en una gustosa y temeraria costumbre diaria que se me daba muy bien.

¡Era increíble! Vestido de esta manera podía mezclarme entre los más señoritos y ser como el que más: nadie hubiera dicho que no era uno de ellos. Rebujito por aquí, vinito por allá. Puros y gomina. Gritar, asentir, dar la razón al estúpido de turno. Mentir, recitar dos o tres frases robadas de algún filósofo o poeta en desuso y… ¡Eureka! Al final, el hábito sí hace al monje.

Beltrán ya me había dicho que nos encontraríamos con su hermana en la esquina de la calle de la Luna y que lo haría parecer una pura coincidencia. (Yo le había confesado mi amor platónico por ella, cosa del todo falsa, aunque dada su belleza era para enamorarse perdidamente; la consideraba un diamante de gran pureza. Sabía que no había conocido hombre alguno, pues en aquel entonces eso era algo natural; la severidad de sus padres sumada a las prohibiciones a las que nos tenían acostumbrados el estricto Régimen y aquel catolicismo exacerbado del momento eran su certificado de autenticidad). El pobre, tan ingenuo, se lo creyó a pie juntillas y lo dispuso todo para que yo pudiera quedarme a solas con ella y declararle mi amor. De mis verdaderas intenciones evidentemente no tenía ni puñetera idea. ¿Cómo iba a imaginar que su mejor amigo, a quien tanto admiraba, fuese a resultar tan ruin? Así que me lo allanó todo. Se encargó de distraer a sus padres mientras yo me la llevaba «al huerto».

Fue fácil, demasiado fácil engatusarla y eso me molestó mucho, para qué negarlo. Me estropeó el juego. Yo quería que se me resistiera; tener que obligarla, porque la resistencia tiene de por sí su encanto. Es un sí y un no juntos que excitan —un cuerpo templado, como la piel de un tambor a punto de rasgarse—. La intensidad de la resistencia es directamente proporcional al deseo de ceder. Sabes que al final caerá y la lucha por conseguirlo agiganta el placer.

Pero no se defendía de mis embestidas; en mis brazos parecía una gata tan sumisa y entregada que me aburrí. Por eso me largué y la dejé tirada. Desaparecí un mes de su vista (tiempo que utilicé para dar rienda suelta a mis lucrativos negocios intraescolares de los que les hablaré más adelante). Por su hermano supe que la pobrecita ni comía ni dormía; le empezaron unas terribles palpitaciones que ningún médico, a pesar de las muchas exploraciones que le hicieron, logró entender. Su cuerpo se llenó de unas manchas moradas como mapas oceanográficos que su madre, tan religiosa, acabó relacionándolas con el Viernes Santo y la pasión de Cristo, por haber sido el día en que le salieron. Y claro, de pasión sí eran, pero no de la que pensaba su madre sino de la otra, la que si no se sacia acaba por enloquecer a las mujeres: la estaba consumiendo la pasión de la carne.

Estuvo recluida en su habitación el mes entero, llorando de impotencia sin confesarle a nadie su pena y sin mirarse al espejo por temor a ver su cara convertida en un mapamundi. Sólo se vino a curar el día en que me oyó hablando con su hermano en la sala de su casa. Le había vuelto, como se dice, el alma al cuerpo.

Yo, que a esas alturas ya me había leído, a escondidas claro está, la obra completa del marqués de Sade y estaba impregnado de maldad, jugaba a ser bueno, educado y galante. Sabía que para llegar al corazón de una hija primero hay que saciar el de la madre. Así que me dediqué a llenarla de piropos y a hacerme indispensable, hasta que se enamoró de mí. No como hombre, o quizá al principio sí. Confieso que tuvimos un desliz, largo como un tobogán, que empezó en el baño de invitados con un apasionado beso, con maniculitanteo y refriegue de bragueta, y acabó en castigo divino de cara a la pared. Ella iba tan caliente que casi no me tocó hacer nada; se trataba simple y llanamente de seguirle la corriente. ¡Era tan cómodo! Llevaba la batuta y dirigía el concierto en SI SI SI bemol. ¿Que por qué era en si bemol? pues porque no paraba de decir sí, sí, ¡así sí!…, sí, sí, síii… Se trataba de no perder el ritmo de sus síes y crear con ella una sinfonía de quejidos.

Me contó sus frustraciones sexuales y la frigidez que sufría con su marido. Yo me hacía el que la comprendía y recostaba mi cabeza entre sus pechos, pidiéndole que me alimentara. Me agarraba a sus pezones como un niño hambriento y le succionaba hasta el alma. Satisfacía sus elementales y casi infantiles fantasías sexuales —que pasaban por nalgaditas y pellizcos que la ponían a aullar como una gata en celo—. Me pagaba habitaciones en hoteles selectos con meriendas espectaculares:
foie gras
, quiches, tartas de mil y un sabores; platos exquisitos jamás saboreados que yo, con tanta hambre como la que pasaba, me los zampaba de un bocado. Todos, valga la aclaración, mojados con vinos de las mejores añadas. Jugando siempre a que el postre era ella. Así aprendí que la mujer regada con
champagne
sabe mejor.

Se desvivía por darme gusto con tal de que la transportara con mis embestidas al séptimo cielo; yo, a cambio, la hacía morirse de la risa con mis pseudoingenuidades y mi descaro carnal. Sus mejillas recobraban una lozanía y una belleza púberes que sólo yo disfrutaba.

—Mi amor, tú eres mi tratamiento antiedad —me decía al oído con su voz musical.

Una tarde me llevó al Hotel Alfonso XIII y en la cafetería su marido se despachaba a gusto un coñac y un puro con el alcalde de la ciudad; pasamos por delante de sus narices, nos miró y continuó charlando como si nada. Para mí que la imagen de su mujer le era tan repetidamente cotidiana que había acabado haciendo parte de un paisaje que ya no veía.

¡Ese día la hicimos grande!

Yo le había hablado de mi debilidad por los inciensos que quemaba la Cofradía del Cristo de los Perdidos y se me apareció con varias cajas de «Magnificat» y «Litúrgico Superior» —unas mezclas que contenían mirra y especias que fabricaban en la calle Camón Mejías—, y un incensario en filigrana y plata antigua —regalo de un obispo de México, como me aclaró orgullosa—. Yo, que no tenía ni idea de cómo quemarlo, quise demostrarle mi dominio y coloqué en el interior del recipiente (que, para mis adentros, también deseaba robar) la totalidad del «Magnificat» y lo encendí. Una gran llamarada subió por la pared convertida en una embriagante lengua de humo. La humareda era tal que hubo que desalojar todo el hotel. Huéspedes desnudos, enjabonados y descamisados, y personal y bomberos corrían despavoridos sin entender que el edificio de repente se hubiese convertido en un descomunal botafumeiro que derramaba por pasillos, escaleras y ventanas ríos de aroma a iglesia. Mientras, en el interior de la habitación, nosotros, los culpables del desatino, nos amábamos sin vernos; con lágrimas en los ojos, perdidos en el humo santo y el placer sublime.

Al día siguiente, todos los diarios lo publicaban en primera plana.

¡Cómo llegué a reírme y a disfrutar recordándolo, años después, en mis largas noches de cautiverio!

¿Que cómo acabó nuestra relación? Pues como acaban todas las calenturas. Debió sentirse culpable de ver lo que hacía con un muchacho tan tierno e «ingenuo»; alguien que podía ser su hijo. Le debió entrar el remordimiento de conciencia, o el temor a Dios… ¡yo qué sé! Lo único que recuerdo es que se acabó sin que nos diéramos cuenta. Nunca más volvimos a vernos como amantes. Empezó a temer que yo revelara a alguien lo nuestro y prefirió crear un pacto mudo conmigo. El precio de mi silencio era que ella me entregara a Morgana. Que facilitara y apoyara mi relación con ella.

Me convertí en el hijo perfecto y listo que nunca tuvo. La antítesis del blando de su Beltrán. Todo lo que yo hacía o decía lo alababa; en sus ojos veía terror y admiración a partes iguales. A veces la arrinconaba y trataba de besarla o tocarla, buscando intimidarla, hasta hacerla huir. Se dio cuenta de que si iba en mi contra podría soltarme de la lengua y empezó la lucha con su marido por defenderme de todos sus ataques.

Su marido… ¡ay!, su marido: otro caso a analizar.

Mientras yo sólo era el amigo de Beltrán, me tragaba y hasta me trataba con cierto cariño. Pero cuando empecé a convertirme en su hipotético yerno, me transformé en su enemigo.

Tuvieron que pasar algunos años para que el padre de Morgana acabara siendo mi gran aliado. El compinche de mis más sonadas juergas. El alcahueta y defensor de mi inocencia marital. Y todo porque lo tenía cogido por los…

Terminó viviendo de mi dinero y comiendo de mi mano. El ilustrísimo don Raimundo Romero de Hinestrosa, transformado en un baboso lameculos. Ayayay… como diría mi madre: «por la plata baila el perro».

Capítulo 15

«Respetemos siempre el vicio y no combatamos sino la virtud». Eso no lo dije yo, lo dijo Donatien Alphonse François de Sade, Marqués de Sade, pero yo me lo apropié durante mi adolescencia. Y es increíble cómo escandalizaba a los mojigatos y causaba admiración en los tontos ilustrados.

Así empezó mi leyenda.

En aquella época, el foco lo tenía puesto en hacer que todos se fijaran en mí y me respetaran, sobre todo por las malas. Mi madre siempre decía de nosotros: «Pobres, pero honrados», pero a mí lo de honrados y pobres me sabía a lo que sabemos y preferí:
cum finis est licitus, etiam media sunt licita
, algo así como «el fin justifica los medios».

Tenéis que entender que al principio yo fui un niño humillado y menospreciado por muchos. El hecho de estar en un colegio tan selecto y elegante me causaba más complejos que alegrías. Ver a mis compañeros con sus libros recién estrenados, forrados y marcados con etiquetas de primera mano: Colegio tal, Curso tal, Pertenece a tal, mientras los míos estaban descuajeringados y marcados con un nombre que evidentemente no era el mío. Y de ello se daban cuenta TODOS. Ésa era mi entrada triunfal de cada año escolar. Zapatos rotos remendados por mi padre; pantalones con el culo desteñido por el uso, heredados de algún compañero que para más burla decidía estampar su nombre en maldita e indeleble tinta china con el único fin de reconocerlos apenas me paseara por el patio. Risas y burlas a tutiplén.

¿Sabéis lo que era esperar los viernes a que tus propios compañeros de clase trajeran comida para los niños pobres, que en este caso sólo era yo, y tener que salir de allí con la mochila cargada de patatas, arroz y lentejas, escondiendo entre los libros las barbas de las cebollas mientras tus compañeros se descojonaban en tu cara?

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