Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (23 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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Y estábamos ahí.

Los dos, comprometiéndonos en una ceremonia que sólo nosotros podíamos recordar y sentir: la de aquella noche de un sábado lejano en la que —sin que nadie nos viera— nos escapamos para vivir aquel pacto de sangre que nos uniría para siempre. Francisco, con su navaja, hizo un pequeño corte en la palma de mi mano y yo, temblando, hice lo mismo en la suya. Dos cortes mínimos que a ambos nos estremeció. Un dolor, mezcla de miedo y de ansiedad, uniéndonos.

Nuestras palmas pegadas, sangre contra sangre, fundidas… diluidas, como se mezclan el agua y el vino. Luego, nuestra curiosidad. Las bocas succionando las heridas —yo la de él y él la mía—, sin besarnos, porque de eso todavía no sabíamos. Recogiendo ese dolor líquido en la palma de nuestras manos. Lamiéndonos como dos cachorros heridos. Descubriendo aquel sabor extraño, delicioso y metálico que nos hacía sentir mortales y celestiales. Y nos decía que dentro de nosotros discurría el mismo río rojo que nos daba la vida y nos convertía en iguales, a pesar de que la gente se empeñara en crear diferencias.

A partir de ese instante, pasara lo que pasara, nadie en el mundo podría separarnos.

Nos mirábamos incrédulos queriendo hacer lo que estábamos convencidos era nuestra pequeña boda. Mi dedo índice revolvía nuestras sangres y yo ponía en su frente una gota trémula —que bajo la luna se convertía en una lágrima roja— y antes de que cayera la rescataba y escribía con ella la A de Alma, para que todo el mundo supiera que era mío. Y él dejaba caer en la mía otra y me marcaba con su inicial para siempre. Dos lágrimas como dos gotas de amor; dos iniciales indisolubles.

Aquellos dos niños —cuando yo vestía un traje de novia y acababa de casarme con un ser a quien no amaba y Francisco se había convertido en el marido de mi peor enemiga— estaban ahora delante de mis ojos, repitiendo aquella ceremonia de amor y sangre. Y yo sabía que nadie, absolutamente nadie, podía compartir conmigo ese instante.

Me acerqué a ellos, los abracé y besé.

Sí, los abracé despacio y suave con todo el amor y compasión que tenía para darles. Sí, besé a ese par de hermosos y diáfanos seres indefensos que representaban nuestro pasado; a ese Francisco y esa Alma tan inocentes, que desconocían los avatares del destino; a ese par de ilusos que la vida apenas empezaba a pellizcar; a aquellos desconocedores de lo que les esperaba. A ese par de niños desvalidos, que por desaciertos del destino se encontraban en caminos torcidos que no iban a saber enderezar.

Amé con todas mis fuerzas a esos dos pobres soñadores que serían incapaces de llevar a cabo su sueño.

Mientras los besaba y sentía su calor en mi regazo oí una voz que me llamaba, y aunque hacía fuerza por no oírla me arrastraba y me alejaba de ellos… hasta que se desvanecieron en mis brazos y desaparecieron.

Me quedé delante de aquel banco, sola. Sentí que un ser desconocido tiraba de mi brazo, me sacudía los hombros, tocaba mis mejillas.

—Alma, Alma, cariño, debemos irnos. Los invitados esperan. Es la celebración de nuestra boda. Mírame, amor. Soy tu marido.

Abrí los ojos y me encontré de frente con Beltrán y con mi realidad. Al fondo Morgana se peleaba con Francisco.

No podía irme así; le pedí dos minutos. Volví a cerrar mis párpados y me fui. Desesperada caminé sin rumbo buscando a aquellos niños. Y juro que los vi. Corrían cogidos de la mano por el Parque, llevando en su frente sus iniciales rojas. Reían y nos miraban como si no nos conocieran, ajenos a todo lo que los cuatro vivíamos.

Supe entonces que ellos estarían allí siempre… En la Glorieta de Bécquer.

Capítulo 53

¡Por fin se calló la mosquita muerta!… Uffff… ¡Qué descanso! No sé por qué demonios vino a recuperar el habla con lo bien que me iba cuando era tartamuda. Me servía para humillarla y tenerla a raya.

No ha parado de cuchichear con una monja que le va sonriendo y diciendo a todo que sí con cara de beata. ¿De qué estarán hablando? ¿Por qué no se larga de una vez y nos deja en paz? Ya hizo su acto de presencia y nos mostró delante de todos que se moría de amor por mi marido. ¿Qué pretende ahora? La verdad es que empiezo a estar harta de este velorio. Quiero que Francisco desaparezca de la faz de la Tierra de una vez. No soporto este lloriqueo, esta novelería barriobajera, ni los reclamos y elogios de toda esta chusma que se ha colado en mi casa por su culpa.

Oye, Francisco, no te imaginas lo que me aburre todo esto. Deberíamos llegar a un pacto
in extremis
. Aquí,
inter nos
, de Viva a Muerto, como buenos camaradas de maldades que fuimos, ¿no se te ocurre nada? Daría lo que fuera por estar imaginando alguna sorpresita para ti, o mezclando venenos con mis pócimas florentinas. Siempre se disfruta más cuando se está haciendo el camino que cuando se llega a la meta, lo dicen los grandes sabios. ¿Es verdad o no? Tu aburrimiento —porque imagino que no te lo debes estar pasando nada bien, aunque tu cara muestre lo contrario y hagas esfuerzos por parecerlo; aunque te vayan distrayendo con todos estos numeritos— no se compara con el mío. ¡Estoy que me pudro de asco! Y eso que dejaste tantas historias abiertas que sería para divertirme, pero al final se te salió el cobre de tu barrio, porque hay que ver quiénes vienen aquí a rendirte honores. Puros desechos. ¡Vaya gentuza! Debería haber permitido que el duque te rematara para que hubiera decorado tu falsa cara de sinvergüenza con la que nos engañaste a todos… pero con ese pulso de viejo, seguro que hubiera destrozado mis antigüedades —que ya son piezas incunables—, antes que rematarte bien.

Ojalá pudieras aclararme una duda: ¿te tomaste los zumos de naranja que te hacía cada mañana cuando volvías de correr? No sé por qué tengo la impresión de que nunca te los tragaste, porque según mis cálculos no deberías haber durado tanto. No puedo creer que lo que le diera a los pavos reales surtiera un efecto tan rápido y en cambio contigo, habiendo triplicado la dosis, fuera tan… ¡tan lento! He estado a punto de volver a Florencia sólo para aclarar con aquella vieja mi técnica.

Lo que no voy a perdonarte nunca es lo que hiciste con mi
Ulises
al día siguiente de encontrar tus pajarracos muertos. Eso fue una puñalada trapera a traición. Porque ni siquiera te dignaste comprobar que había sido yo la causante de sus muertes. ¿Y si no hubieran muerto por el veneno que les administré aquella mañana? Compara lo que valen cinco gallinazos de medio pelo, ¡qué digo!, de media pluma, con un caballo de pura raza. ¡Por favor, aquellos bichos no le llegaban a mi
Ulises
ni a la altura de las herraduras de sus cascos! Es inconcebible que hubieses buscado aquella manera tan retorcida de eliminarlo.

Cuando iba a hacer mi paseo matutino, salió a mi encuentro tu capataz, que ese día estaba más atento que nunca. Era otro de tus tantos secuaces, porque a todos los tenías comprados. Siempre tan servil y modosito, como si jamás en su vida hubiera matado una mosca. ¡Un falso!… —señora por aquí, señora por allá, qué quiere la señora, le ensillo un caballo, la ayudo con las botas, aquí tiene sus monteras…—. Me vino con el cuento de que la noche anterior él y su mujer habían escuchado unas extrañas voces, pero pensaron que todo venía de una película que en ese momento estaban pasando en la televisión, y a la mañana siguiente… zas… mi caballo ya no estaba en el establo. Había desaparecido. ¿Mi
Ulises
… desaparecer sin ton ni son? ¿Cómo? Y luego, cuando me enloquecí y fui a ti desesperada, llorando como una tonta a contártelo, tu cara impasible me lo aclaró todo. «No te preocupes, querida —me dijiste con sorna—, seguro que ha ido a encontrarse con mis pavos. Los debía estar echando de menos».

Nunca supe cómo lo mataste… No quedó rastro de él, aunque utilicé todas mis influencias para encontrarlo. Quizá le perdonaste la vida y aún anda vivito y coleando por ahí… ojalá —porque me consta que le tenías cariño, por lo menos es lo que me pareció cuando me lo diste fingiendo que me amabas—. A lo mejor se lo regalaste a alguna de aquellas fulanas con las que te metías en la cama. Si es así, estoy segura de que mi
Ulises
, que fue lo único fiel que tuve, no me defraudará. Conozco el alma de los caballos y si aman a alguien le son leales y fieles hasta la muerte. Él y yo éramos uno; me quería, ¿sabes? Sabía cuándo estaba triste, me acercaba su hocico y me golpeaba suave, como diciéndome que me entendía, y con sus ojos me decía que no importaba, que saliéramos a cabalgar sobre la vida; a sentir la libertad del viento y de los árboles. Se comportaba como una persona. Sólo verme se alegraba… lo que nunca me pasó con nadie. Entendía todo lo que le decía, porque yo le hablaba… le contaba de mis dolores; de todo lo que me hacías sufrir; de lo vacía que me encontraba. Sí, en verdad me quería… con un amor limpio y desinteresado. Y era un animal. A veces los animales saben más del amor que las personas.

¿En qué nos convertimos, dime, Francisco? ¿En qué se convierte el sentimiento humano cuando está cargado de venganza? ¿No fuimos tú y yo unos salvajes más rastreros que los más animales? ¿Nos sirvió de algo todo esto? Fíjate en ellos; sobreviven y van en consonancia con la naturaleza. Su violencia no es como la violencia malintencionada de nosotros. Nuestras pasiones nos mataron, ¿sabes por qué? Porque estaba nuestra razón de por medio, maquinándolo todo. Nos convertimos en dos seres maquiavélicos…, enfermizos. Hace tiempo que tú y yo estamos muertos, querido.

Pero ¿qué es esto que estoy viendo? ¿De dónde han salido todos estos niños que se acercan con estas pancartas?… ¿Y la monja que hablaba con la mosquita muerta, qué hace? ¿Será posible?

Capítulo 54

En la mansión se había atemperado el ambiente. Después de que el alcalde, valiéndose de su diplomacia, hubiese invitado al duque a abandonar el velatorio y de que Circunstancio Pomposo por compasión lo acompañara hasta su coche, una tensa calma invadió el salón. De repente, un impresionante coro de voces infantiles empezó a cantar. Una fila interminable de niños vestidos con uniforme de gala azul marino entraba por la puerta principal e invadía la sala hasta rodear completamente el féretro sin que quedara un solo espacio por donde circular. El virtuoso grupo era dirigido por una bellísima monja. Al acabar la canción, la religiosa pidió silencio antes de hablar.

—Señores y señoras, pido un minuto de silencio para este hombre. Estamos ante el más grande de los grandes. Es posible que don Francisco Valiente, a quien Dios tenga en su gloria, haya sido incomprendido por muchos. Sé que algunos lo han tildado de mal hombre; dicen otros que era despreciable, vicioso, tramposo y mujeriego… pero tenéis que saber que fue nuestro gran benefactor. Un ser humano con un corazón tan grande que no le cabía en el pecho. Todos estos niños que veis aquí son huérfanos; no tenían un hogar. Los recogió de la calle y hoy tienen un lugar donde vivir y un colegio donde estudiar. Estos pequeños son Los Valientes de Sevilla.

Tras el canto, el gentío permaneció en riguroso silencio. Un silencio que el alcalde, en colaboración con Pomposo, ayudó a que se cumpliera. A continuación, la religiosa volvió a tomar la palabra:

—Ahora que está de cuerpo presente y que ya le hemos ofrecido nuestros respetos, pido también un aplauso por esa vida ejemplar. Quiero que todos sin excepción recemos un rosario por su alma… aunque estoy segura de que no lo necesita.

Ella arrancó con el aplauso y la gente se sumó enfebrecida.

De pronto Morgana, que no podía más de oír tantos elogios de Francisco, se acercó e interrumpió el homenaje.

—Vamos a ver, hermana. Usted no tiene ni idea de quién era mi marido. Por lo tanto, le ruego que se limite a recoger a sus niños y sacarlos de mi casa cuanto antes. Ya lo del minuto de silencio me pareció un exceso, aunque por ser un tema que tiene que ver con el respeto a la muerte hasta lo entiendo; pero el aplauso es demasiado. Una cosa le digo, si ha montado todo este numerito esperando que yo le siga financiando este engendro de colegio, bien puede irse desencantando. Si por eso despertó, vuélvase a dormir. Puedo decirle muchas cosas, pero por consideración a sus hábitos no lo hago. No sé… tal vez entre usted y mi marido haya existido algún tipo de relación de aquellas que él estaba acostumbrado a… ya me entiende… no me alborote la lengua. Llévese sus elogios y sus niños «valientitos» a otra parte.

—Hija mía, qué pena me da. Debe estar muy mal consigo misma y me atrevería a decir que casi necesita un exorcismo, en sus ojos se ve el diablo que lleva dentro; conociéndola ahora, verdaderamente entiendo a su pobre marido. Es usted una harpía. Todo lo que don Francisco pudo hacerle en vida, se lo tenía más que merecido… y que me perdone Dios. Aquí no hemos venido a pedir ninguna limosna porque, para que lo sepa, don Francisco lo dejó todo atado y bien atado. Tenemos dinero para rato. No nos faltará de nada; es más, creo que usted no tiene ni la más mínima idea de lo que dejó por escrito en su testamento, obviamente hablo de lo que nos dejó en herencia. Ya nos encontraremos usted y yo cuando se dé lectura de éste… Entonces, veremos quién pide a quién.

La monja se puso delante de los colegiales, cogió de la mano al más pequeño y cuando estaba a punto de retirarse se giró y le dijo:

—Ahhh, señora, acuérdese de una cosa: el que ríe de último, ríe mejor. Vámonos niños, antes de que se nos contagie la maldad.

Capítulo 55

Se muere de la rabia, eso es lo que le pasa; y, ahora que no me oye, hasta un poco de razón voy a tener que darle. Creo que incluso estando de novios, cuando tardé tanto tiempo en hacerle el amor —¿quizá cuatro años?… ahora no recuerdo; es que en eso de las fechas los hombres somos un auténtico desastre—, ya me tenía un poco de manía. Porque aunque no salía prácticamente de su casa, sabía que se moría de las ganas de que me la follara. Pero yo todavía necesitaba escalar y conseguir grandes objetivos antes de ir a por ella. Era muy importante para mí que cuando Alma me viera con Morgana ya hubiese cumplido con unas cuantas metas que me había propuesto.

Mi gran benefactora, doña Benévola de las Mercedes Alvear, que en paz descanse aunque muchos años la maldijera, había puesto una cláusula en su testamento que me impedía acceder a su-mi herencia hasta tanto no alcanzara mi mayoría de edad. Ahí se portó muy mal, pues como os podéis imaginar eso supuso una contrariedad para mis planes y durante varios años me obligó a continuar con mis negocios de «estraperlo», como me gustaba llamar a mis pequeñas fechorías. Mientras eso sucedía, aproveché para mejorar las técnicas del engaño y me salió un fuerte competidor: Justo Malaparte. Otro chico listo, casi tan listo como yo, que a diferencia de mí no lo hacía por necesidad —ya que venía de una familia adinerada—, sino por puro vicio, para entretenerse. Era un niño «bien», más malo que la tiña, un hijo de papá que se aburría como una ostra y siempre quería llamar la atención buscando emociones fuertes; pero yo le ganaba en
charm
y eso le restó puntos; digamos que se quedó corto. Porque mientras sus patrañas eran hasta ingenuas y de lo más corrientes, yo me especialicé en algo en lo que él llevaba las de perder: encantar a las mujeres. En eso era un lince, no fallaba; tengo que decir que mis conocimientos literarios eran el anzuelo, mucha lengua y citas eruditas. Y obviamente mi físico me ayudó muchísimo —aparte de otra cosa de la que no quiero alardear mucho ahora que duerme el sueño de lo injusto; resumiendo, que la madre naturaleza fue muy generosa conmigo… ya me entendéis—. En cambio a él… ¡pobre! Tenía una cara muy poco favorecida, llena de pústulas que nacían como colinas y morían como pequeños volcanes en erupción. Un acné virulento que le dejó la cara como si fuese un paisaje lunar y le daba un aspecto siniestro que, para su frustración, lo alejaba de las bellas víctimas.

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