Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (27 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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Entonces me hice amiga de un joven boticario de alta cuna y baja cama, que había heredado de su abuelo una antigua farmacia en la calle Inocentes. Con él, además de probar sus jugosos labios y sus bien dotados bajos, me fui ilustrando en los pormenores de la farmacopea. Entre aprendizaje y aprendizaje, cuando ponía el cartel de cerrado nos pegábamos unos inenarrables jolgorios en el mostrador y frente a sus estanterías. Entre gritos y suspiros, al ritmo de nuestros cuerpos iban estrellándose contra el suelo medicamentos para todas las dolencias: para el resfriado, las infecciones, los espasmos musculares, las alergias, la artritis, la fiebre, las indigestiones, los soponcios…, remedios que no curaban nuestra desbocada pasión. Mientras lo hacíamos, veíamos desfilar a los transeúntes despistados que, de haberse enterado de lo que pasaba en el templo medicinal del barrio, hubiesen tenido palco de honor para presenciar un espectáculo de erotismo supremo.

Y así, entre beso y beso, suspiro y suspiro, sin que se diera cuenta le fui sonsacando información para tratar de entender qué demonios pasaba cuando una persona, a pesar de beber diariamente una dosis de láudano, no mostraba ningún tipo de reacción. Me inventé que estaba inmersa en la lectura de un libro de espionaje y que no entendía lo que pasaba con su protagonista: una mujer a quien su amante estaba tratando de envenenar. Me explicó con lujo de detalles que existían antídotos y que bien podía ser que la mujer en cuestión, aunque bebiese el veneno, si inmediatamente tomaba el antídoto adecuado, el efecto desapareciese. Me sonó hasta cierto punto coherente. Sin embargo, no veía a Francisco bebiéndose el zumo y corriendo a tomar un antídoto de algo que desconocía absolutamente. Por si acaso, porque también era posible que lo hubiera descubierto no sé cómo —conociendo sus alcances—, decidí probar con el almidón envenenado en los cuellos de sus camisas. El problema era que debía encontrar una fórmula que no dejara ninguna huella…

Pero yo era Morgana Romero de Hinestrosa, una mujer de armas tomar. Y ya se sabe que, en astucia, las mujeres somos cosa seria.

Capítulo 62

Las mudas promesas que ingenuamente creí que me había hecho Francisco en la boda resultaron erróneas; eso me causó un terrible dolor. Tras la ceremonia, desapareció de mi vida. Lo veía con frecuencia en los eventos familiares —siempre del brazo de Morgana—, pero evitaba mirarme. Yo sabía que su espíritu estaba convulso y que no se hallaba, pero no sabía ayudarle ya que al mío le pasaba exactamente lo mismo. El destino se había ordenado de tal forma que nos obligaba a vivir nuestros caminos separados y nos forzaba a enterarnos de lo que cada uno vivía en esas soledades acompañadas. A pesar de no sentirme tan fuerte para asumirlo, no sé de dónde me llegaba cada día la energía y la comprensión suficiente para aceptarlo.

Con el paso de los días, él se fue distanciando de Beltrán, quien lentamente entendió su actuación porque si algo tiene mi marido es un alma noble y limpia. Pienso que en el fondo se había dado cuenta de que Francisco lo había utilizado para alcanzar sus fines; sin embargo, nunca lo juzgó, porque la admiración que le tenía en aquel entonces seguía siendo grande y su cariño más.

Sus caminos se abrieron. Beltrán se dedicó a la escritura, que a pesar de lo que dijera Morgana se le daba muy bien, y a gestionar los negocios de su padre, quien sufría un alzhéimer progresivo que lo había ido alejando de la vida mundana. Me mimaba y me daba todos los gustos. Quería que tuviéramos hijos pronto y cada noche insistía, para mi tristeza y desazón, en conseguirlo. No lograba sentir ningún tipo de pasión por él, aunque hacía todos los esfuerzos y en el fondo le tuviera un gran cariño. Fingía y aguantaba lo que podía, pero me costaba mucho hacer el amor, a pesar de que él se esforzaba en tratar de darme placer. Era considerado y os puedo asegurar que jamás me forzó a nada; más bien era yo la que en agradecimiento acababa cediendo a sus requerimientos sexuales porque sabía que todo lo que me solicitaba lo hacía desde el infinito amor y el respeto que me tenía.

Mis episodios de tartamudeo desaparecieron por completo y lentamente adquirí una extraordinaria fuerza y solvencia en todo lo que se refería a mi papel de esposa y ama de casa. Los padres de Beltrán me admiraban cada día más y para desgracia de Morgana continuaban poniéndome de ejemplo. En cuanto a los míos, a los dos meses de la boda nos regalaron una casa en Carmona sembrada de antiguos olivos, donde pasábamos los fines de semana buscando una tranquilidad imposible, pues como era de esperar, junto a la nuestra, al poco tiempo Francisco adquirió una mucho mayor. Un extenso cortijo que además de tener una casa de patios cubiertos de espléndidos mosaicos —con suntuosas habitaciones para los muchos invitados— y de poseer su capilla privada, él aprovechó para llenar de caballos de pura raza española. Allí hacía unas fiestas monumentales a las que siempre asistían gentes que de alguna u otra forma le podían servir para sus fines y en las que, acompañado de los mejores grupos de flamenco, aprovechaba para lucir su magnífica voz. Creo que en el fondo todos sus comportamientos obedecían a querer demostrar que era alguien importante, y eso debía cansarle mucho.

A los ocho meses de habernos casado los cuatro, nació la primera hija de Francisco y Morgana, y yo, como concuñada que era, fui a conocerla. Era una niña preciosa, de ojos vivos y cara angelical, que hubiera deseado que fuera mía y de él, y que aterrizaba en este mundo, como todos, sin tener culpa de nada. Lo vi emocionado, a pesar de que ya nos había comentado que deseaba que fuese hombre. La trajo una enfermera y al acercar la cuna se adelantó, la cogió en sus brazos y me miró.

—¿Habéis visto que niña más bella? Es una Valiente de pura cepa. Mi madre estaría orgullosa de ella. —Le dio un sonoro beso y la miró—. Te llamarás Macarena —le dijo—. Alma, ¿qué te parece…, te gusta el nombre?

Morgana lo interrumpió.

—¿Por qué no me lo preguntas a mí, no soy yo la madre?

—Querida, claro que eres la madre, pero está bien que la familia opine.

No quise entrar en la discusión. Con mi dolor en carne viva los felicité, me agarré al brazo de Beltrán y le pedí que nos fuéramos.

—No te vayas, Alma —me imploró Francisco—. Éste es uno de los días más grandes de mi vida y quiero compartirlo con vosotros. Beltrán, amigo, dile a tu mujer que no tenga prisa.

Me quedé. Beltrán se acercó a Morgana y yo salí de la habitación seguida de Francisco.

—Alma mía —me dijo—. Ya sabes lo que yo habría deseado que esta hija fuera tuya…, todo es por tu culpa.

—Déjame en paz…

—Tú me has forzado a desviar mi camino. Nada de lo que hago ahora lo hubiera hecho si tú…

Lo interrumpí llorando.

—Ya es suficiente lo que vivimos para que ahondes en eso. Bastante tengo con lo que veo. ¿O es que te parece poco lo que vas haciendo delante de mis narices? Hazte responsable de tus actos y olvídame. Una cosa te digo: yo también tendré hijos… y no serán tuyos. ¿Te gusta la idea? No me pidas más.

Me fui sin esperar a Beltrán. Esa noche me quedé embarazada.

Capítulo 63

Mi siguiente meta, como ya os había comentado, era hacerme con una ganadería de reses bravas de primera. La adquirí aprovechando la amistad que tenía con Valentín Montes de Toro, ganadero ilustre, esporádico amante de Morgana y además padre de la chica a quien había desvirgado bajo el Palio de la Virgen la noche de su presentación. A él le faltaba el dinero para continuar llevándola, y a mí me sobraba por todas partes. Sus toros eran los únicos del mundo que, además de ser más negros y brillantes que la noche, tenían los ojos azules y por eso me salieron carísimos. Teniendo tan excelente ganadería me fue muy fácil aceptar el hierro con el que se habían marcado las reses hasta entonces y decidí que no lo modificaría. Era un óvalo que enmarcaba la V de Valentín y de la ganadería de toros bravos de origen Veragua, y que al adquirirla y por mi orgullo, se convertía en la V de Valiente que también significaba Vencer, algo para lo que yo había nacido.

La excitación que me produjo ser el dueño absoluto de aquellos animales tan hermosos me llevó a convertir en ritual el vagar por los campos donde se paseaban serenos en las noches de luna llena. Aquella omnipotente soledad me hacía sentir a la vez poderoso e ínfimo, y olvidar el dolor de no tener a mi Alma conmigo. En ese silencio, volvía a pensar en ella y me hacía niño. La imaginaba a mi lado, caminando descalzos y cogidos de la mano, observando la grandeza de la noche y de aquella manada. Bajo aquella luz, los ojos de los toros brillaban como desmesurados zafiros que cualquier mujer hubiese deseado colgar en su cuello.

Una medianoche me pareció oír un jadeo. Me acerqué sigiloso al lugar de donde provenía y lo que vi me hizo bullir la sangre. La silueta de un hombre con un capote toreaba una de mis reses. Me quedé en silencio observando la belleza de aquel cuerpo que se arqueaba en unas magníficas verónicas rematadas con una media belmontina. Mi primera reacción fue de disgusto, pues estaba violando mi campo, pero me detuve cuando me di cuenta de que dejaba el capote y a continuación cogía la muleta blanca con su mano izquierda. Le observé torear por naturales de una manera magistral, como jamás había visto. La helada luz sobre el cuerpo del animal y de aquel ser liviano se entrelazaban en una mágica danza de la que se desprendía un arte de luna que quitaba el aliento. Continué acercándome hasta que, sin que aún percibiera mi presencia, su rostro quedó delante de mí. Sobre su frente unas gotas de luz rodaban como si fueran las lágrimas de la más bella Virgen Dolorosa que hubiese contemplado. No era un hombre: era la joven más hermosa que había visto en mi vida. Sus cabellos negros, empapados de sudor, se pegaban a sus pálidas mejillas y enmarcaban sus ojos tan azules como los de mis toros.

Esperé a que terminara de «hacer la luna», como decimos aquí a quienes torean de noche y a escondidas, y tosí. La chica me miró espantada y huyó.

—Espera, espera —le grité, persiguiéndola—. No tengas miedo; no quiero hacerte daño. Aunque no está bien que te metas en mis dominios, no voy a decirte nada. Quiero hablar contigo.

Tuve que perseguirla muchos metros, pues parecía una salvaje gacela escapando de su cazador, hasta que —gracias a mi estado físico— la atrapé.

Su pecho subía y bajaba y alcancé a oír los acelerados latidos de su corazón, que escapaban por la hendidura de sus senos.

—Lo siento, pensé que no había nadie. Suélteme —me dijo observando mi mano que sujetaba su brazo—, me hace daño.

—Te dejo libre, siempre y cuando no escapes. No estoy enfadado… aunque debería. Imagino que no es la primera vez que lo haces.

Me miró directo a los ojos, como si retara a un toro, y me respondió altiva:

—No.

—Toreas muy bien. ¿De dónde has salido tú… pequeño demonio?… ¿Dónde vives?

Me contó que era huérfana, muy pobre, y que vivía en casa de unos tíos en El Tardón, el mismo barrio de mi infancia. De pequeña —cuando aún no había llegado a Sevilla— había vivido con sus padres en Huelva; allí solía vagar por la Sierra, y se había hecho amiga de los toros, a quienes no temía y además amaba con locura. Me confesó que su gran deseo era convertirse en torera, pero que no sabía cómo hacerlo porque, a pesar de que muchos apoderados la habían visto torear, ninguno creía en ella por ser mujer.

Me enamoré de su arte, de su cuerpo y de sus ojos, aunque por primera vez y a pesar de su enfermadora belleza, nunca los poseí. Tal vez el hecho de sentirla una igual a mí la salvara de mis garras; de ver en su fuerza y desparpajo el reflejo de aquel joven pobre e impetuoso que fui.

A partir de ese momento, porque yo era impulsivo y cuando algo se me metía en la cabeza no había quien me lo sacara, decidí apostar por ella y convertirla en mi admirada protegida, a regañadientes de Morgana, que sólo conocerla le cogió la más enconada ojeriza, especialmente porque la encontró bella y la sentía como una competencia diferente a las demás.

La bauticé con el nombre artístico de «La Valiente». Hablé con sus tíos, quienes más que sentirse mal por mi aparición se encontraron aliviados de que me hiciera cargo de una sobrina que habían tenido que acoger porque no les había quedado más remedio, y para ellos su llegada se resumía en una boca más que alimentar.

Le conseguí una asesora de imagen pagada por mí, y le di dinero para que se comprara ropa decente y de altura. La chica sentía que conmigo se le había aparecido el Señor de los Milagros y empezó a verme como un padre, algo que no me molestaba en lo más mínimo; es más, me servía para engordar mi parte bondadosa. Le hice diseñar trajes lujosos y elegantes en la calle Adriano —donde se vestían de luces los toreros más afamados—, para que desde el principio todos se dieran cuenta de que no era una muerta de hambre, sino una mujer que iba a por todas. En su cuerpo y sobre el albero, aquellos trajes, que marcaban sus curvas de líneas perfectas, la hacían ver como una mágica sirena.

Monté una espectacular corrida en Sevilla que reunió a lo más grande de la fiesta taurina. Una cálida tarde de abril, tomó la alternativa de la mano de Antonio Montañés y Julián Trajano, y en mayo se confirmó en Madrid con Cueva de Mora y Álvarez Mejías, obviamente con mis toros marcados por el hierro que portaba la V de Valiente, Veragua y Vencer. Con unas extraordinarias faenas que la encumbraron a la gloria.

Moviendo mis hilos periodísticos, logré la primera plana de los diarios y noticieros nacionales. Hablaban de ella como un prodigio del toreo. Algo nunca visto. Una torera que había convertido en un majestuoso ballet las tardes taurinas. Todas las plazas de primera la querían.

Se abría un excitante mundo que me llevaría a pasear a mis toros y a mi torera por las mejores plazas de España y del mundo: Las Ventas en Madrid, El Coso de los Califas en Córdoba, La Monumental de Barcelona… Nimes, Arlés… y la gran conquista: ¡América! Aguascalientes en México D. F, Quito… y, en Colombia, Cali, Bogotá, Manizales… Humm… ¡Colombia! Ya os contaré.

Capítulo 64

En el Paseo de las Delicias, el velatorio seguía su enrevesado curso. Después de que Justo Malaparte hiciera su grandilocuente presentación, con las cabezas de venado en alto y su peculiar discurso, muchos eran los que continuaban aguardando la oportunidad de traspasar los dinteles de la puerta para acercarse al féretro que contenía los restos mortales de Francisco Valiente. En el portal, Circunstancio Pomposo, haciendo uso de su autoridad había instalado una máquina con detector de metales, por donde hacía pasar los bolsos de las mujeres y revisaba los bolsillos de los hombres, tratando de evitar otro incidente como el vivido con el duque de Merlot. Controlar a los pavos reales era otra cosa; se paseaban orondos como si fuesen los verdaderos anfitriones, y puesto que eran impredecibles no había artilugio que los hiciera poner en orden. Custodiaban el féretro convertidos en su guardia real y cada vez que alguien se acercaba era sólo porque ellos lo permitían. Cuatro se habían encaramado sobre las cabezas de los venados y habían hecho de las suyas con sus ojos y sus orejas hasta acabar destrozándolos. A la única que parecían obedecer era a Alma, que no se separaba del ataúd a pesar de que a Beltrán todo aquello le parecía una terrible ofensa.

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