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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (22 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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El arzobispo, en presencia de su corte, nos bendijo. Nos dio la mano y sonriendo pronunció no sé qué palabras que hablaban de descendencia, del compromiso con la Iglesia y la familia.

Y así la ceremonia llegó a su triunfal final. La Real Orquesta Sinfónica de Sevilla arrancó con la majestuosa «Marcha nupcial» de Mendelssohn al tiempo que miles de mariposas azules hechas en sedas brillantes eran liberadas desde la cúpula interior de la Catedral para acompañar nuestra salida. A cada lado de las interminables filas de asientos dispuestas para los invitados nos esperaban los aplausos y las felicitaciones de los asistentes.

Salimos los cuatro al tiempo, tal como se había previsto en los ensayos. En el lado derecho un Beltrán pletórico trenzó su brazo con el mío sin que yo dejara de sostener el primoroso ramo de fresias y azahares que entregaría a la Macarena. A mi izquierda y muy pegado a mí, tanto que podía saborear el perfume de su piel, Francisco —con su mano asida a la mía, escondida entre mis velos para que nadie lo viera, apretándome fuerte—, y a su lado Morgana, cogida de su brazo.

«No me sueltes nunca, amor mío, nunca», le repetía en silencio mientras el sudor de mi mano se pegaba al de la suya y uno de sus dedos iba escribiendo en la palma de mi mano letras sueltas que al unirlas me dijeron:

«TE AMARÉ HASTA EL FIN DE MI VIDA».

Todo había cambiado. Ahora sólo deseaba que el desfile de pasos y amorosas letras que me hablaban e iban acompañando mi camino al exterior no terminara jamás.

Quienes se encontraban en la Catedral vieron nuestra luz. La gente buscaba desconcertada de dónde provenía aquel resplandor imposible. Era como si nuestros cuerpos fulguraran. Desde la cúpula un rayo dorado nos seguía. De entre los cuatro, únicamente el centro resplandecía. Sólo Francisco y yo; como si un indecente sol hubiera buscado colarse sin permiso por algún orificio queriendo iluminar nuestra unión. Beltrán y Morgana quedaron en la más absoluta oscuridad.

Al atravesar la Puerta de la Asunción y salir al exterior cayeron sobre nosotros millares de pétalos azules al tiempo que el coro rociero de la Hermandad del Rocío de Sevilla —compuesto por más de quinientas voces— nos bañaba con la «Salve Rociera». Las aristas de mi miedo que tanto me habían apuñalado se habían limado y por primera vez sentí que de mi garganta fluían las palabras como cascadas de agua.

Miles de palomas blancas iniciaron su vuelo y sobre el cielo dibujaron nuestras cuatro iniciales, en el centro de las cuales —por un efecto óptico— se formó un círculo que unió la F y la A.

Avanzamos como pudimos en medio de abrazos, besos, cámaras de televisión, fotógrafos y un gentío enloquecido de alegría y devoción que dando vivas y aplausos se nos vino encima. Deseaban tocarnos y que por un instante les saludáramos o sonriéramos. Delante nos esperaba un carruaje doble, inmaculado, tirado por doce hermosos caballos blancos percherones. Las mujeres le gritaban a Francisco frases sueltas, pañuelos untados de carmín y perfume… «Hermoso, dame un besito, no seas malo»… «Guapo, te espero en mi cama»… «Hazme un hijo, Hermoso»…

La guardia logró contenerlas mientras Francisco daba la orden al cochero y su asistente para que nos ayudaran a subir. Nos sentamos tratando de que el traje de Morgana y el mío, con tantos y tantos metros de seda y encaje, no se quedaran en tierra. Lo miré de reojo y sonreí feliz. ¡Volvía a estar a su lado! De nuevo su mano buscó la mía entre los velos de mi vestido y unimos nuestros dedos. Sin que nuestras respectivas parejas se dieran cuenta, se me acercó al oído y me dijo en secreto: «Alma mía, te tengo una sorpresa».

Y el carruaje se puso en marcha.

Capítulo 51

Sabía que eso la alteraría; sin embargo, no lo hacía con esa intención. Sencillamente era mi regalo: el regalo de boda que quería hacerle a Alma antes de llegar a la recepción que se daría en los Reales Alcázares.

Para sorpresa de todos, la carroza escoltada por un escuadrón de caballos negros montados por guardias que yo había hecho vestir de riguroso blanco —recordaréis que todo lo que tenía que ver con la armonía y la estética era mi perdición— tomó la avenida de la Constitución, giró por el Paseo de Cristina donde la gente se peleaba por obtener las mejores vistas, alcanzó el Paseo de las Delicias y finalmente subió por la avenida de María Luisa, donde yo personalmente había hecho colocar cañones que a nuestro paso lanzaban pétalos azules, hasta que finalmente nos pusimos delante de la plaza de España para iniciar el paseíllo por el Parque.

Iniciamos el recorrido en un silencio ceremonioso. Escuchando el canto de los pájaros y el sonido de los acompasados cascos de los caballos sobre el camino. Una tenue brisa hacía tiritar las hojas de los árboles y despeinaba el cabello de Alma. El sol aparecía y desaparecía por entre las ramas jugando a claroscuros y el olor a humedad verde evaporada me llevó a revivir los momentos vividos en aquel Parque, cuando mi joven corazón se moría de gozo viendo pasar a aquella niña que me había robado el alma. Ajena a mis pensamientos, Morgana reclinó su cabeza en mi hombro y aunque me molestaba sobremanera no la rechacé para no alterar el paseo. Del mismo modo, entusiasmado con el momento, vi como el brazo de Beltrán rodeaba los hombros de Alma y la atraía hacia su cuerpo sin que ella opusiera ninguna resistencia. Sin embargo, en la intimidad de su vestido nuestras manos continuaban inmóviles, apretadas como si fuesen una, y he de admitir que ese solo roce —algo tan ínfimo frente a la magnitud de los hechos consumados— me hacía sentir el hombre más feliz de la Tierra.

Cuando los caballos se detuvieron frente a la glorieta, Beltrán y Morgana me miraron extrañados. Alma, en cambio, apretó mi mano y de su boca escapó un suspiro. Aquellos ojos que tanto amaba me miraron con desesperación, cuestionándome. Rompí el silencio.

—¿Sabéis que en este lugar las novias que creen en el amor dejan sus ramos? ¿No pretenderéis entregarlos donde lo hacen todas? Os he traído hasta aquí porque es un lugar sagrado. Aquí pasé los instantes más bellos de mi niñez y presencié el inicio de un gran amor. Ellos eran dos niños que no sabían nada de la vida, pero lo que vi se me quedó grabado para siempre.

Morgana me miró extrañada y soltó una fingida carcajada.

—¡Qué romántico! No te imagino emocionándote por algo así. Eso no va contigo, querido. Te resta fuerza. La verdad, diciéndolo quedas un poco cursi. Además, qué podía hacer un pobre y harapiento niño en este lugar… —Se cubrió la boca, sonrió y continuó—. Uy, perdona, se me ha escapado. No es que quiera hablar de tus orígenes…

—Morgana —interrumpió Beltrán—, no sigas.

—Déjala, Beltrán —añadí disfrutando de su cinismo; ya tendría tiempo de vengarme—. No me molesta en absoluto; es más, hasta lo disfruto.

Ella continuó.

—Bueno, cariño, no me malinterpretes. Es que realmente no te imagino paseando por este lugar. ¿Qué hacías por aquí? Éstos no eran tus barrios… me desconciertas.

—Es la premisa de mi vida: desconcertar, querida. Prefiero desconcertar a ser previsible o ignorado. Te has casado con una caja de sorpresas.

Bajamos y, aunque no quería soltar la mano de Alma, nos separamos. Ella se acercó al monumento, me miró a los ojos con aquella mirada de cuando éramos niños y depositó su ramo de fresias y azahares sobre la escultura yacente que simbolizaba «El amor herido», para que me quedara bien claro que a ella le dolía todo lo que estaba sucediendo.

—¿Le haces caso? —le dijo Morgana a Alma al ver lo que hacía—. De verdad que eres ingenua. Ya sabes dónde tienen que dejarse los ramos de las novias que pertenecen a nuestra clase. No se me ocurriría dejar el mío aquí, ¡por Dios! Qué ocurrencia. Francisco, de verdad, me parece una absoluta tontería que estemos perdiendo el tiempo en este lugar tan anodino cuando tenemos más de mil invitados que nos esperan. No le encuentro ningún sentido.

De repente, tal y como lo tenía previsto, de la parte de atrás del monumento emergió un hombre de otra época, con una barba larga y un traje anacrónico de color blanco. Se puso delante de nosotros y empezó a recitar mientras un violín escondido le acompañaba.

Asomaba a sus ojos una lágrima

y a mi labio una frase de perdón;

habló el orgullo y se enjugó su llanto,

y la frase en mis labios expiró.

Yo voy por un camino; ella, por otro;

pero, al pensar en nuestro mutuo amor,

yo digo aún: ¿Por qué callé aquel día?

Y ella dirá: ¿Por qué no lloré yo?

Mientras Beltrán y Morgana se decían algo entre ellos, vi como Alma se acercaba al lugar por donde el viejo acababa de desaparecer. Caminaba como poseída por un sueño, ajena a todo cuanto la rodeaba. El ruido de la seda de su largo vestido acariciando las piedras y sus inciertos pasos se escuchaban como si fueran las cuerdas de una lánguida guitarra que algún músico callejero había decidido rasgar. Su rostro pálido se veía ausente. Me acerqué a ella y le pregunté si se encontraba bien, pero me di cuenta de que su cuerpo estaba solo. Que ella se había ido a un lugar donde no podía alcanzarla. Se sentó en el banco del monumento, junto a la estatua de Cupido y permaneció en silencio con los ojos cerrados mientras Beltrán la llamaba y Morgana hacía sus comentarios ridículos.

—¡Dejadla! Está loca —dijo Morgana y se dirigió a su hermano—. Te dije que no te convenía casarte con ella, hermanito. Siempre fue una persona extraña. Desde pequeña hacía cosas raras; sólo hay que ver todo lo que me contaba de su hermano Tristán. ¿Y qué me dices de su tartamudeo? Es una enferma mental.

—Haz el favor de callarte inmediatamente si no quieres que esto acabe mal. Y no vuelvas a mencionar su problema de tartamudez. A mi mujer la respetas —le dijo Beltrán, y a continuación se dirigió a mí—: Francisco, ahora te toca a ti silenciarla. Pobre amigo mío, no sabes bien con quién te has casado. Tendrás que domesticarle la lengua… Quizá lo que no logró mi padre lo consigas tú. Pero no te asustes, en el fondo es buena chica… sólo que se la comen los celos, ¿verdad, hermanita? —miró a Morgana, que ignoró su comentario y se alejó—. Sé lo que le pasa a Alma; es muy sensible y este lugar seguramente la conmueve. Necesita estar así un rato.

Beltrán se acercó a Alma y le acarició una mejilla, mientras yo me sentaba a su lado deseando cogerla entre mis brazos y besarla con ternura. Observé a Morgana que impaciente daba vueltas alrededor del monumento y miraba el reloj.

—¿Por qué no nos vamos? No entiendo qué estamos haciendo en este lugar —dijo contrariada—. Es estúpido estar perdiendo el tiempo aquí. Tengo ganas de celebrarlo. Nos estamos perdiendo lo mejor. Si os queréis quedar, quedaos. Yo me voy. ¡Cochero!

—Tú te quedas aquí hasta que yo lo diga, ¿lo has entendido? Ya está bien de mandar —le repliqué autoritario y vi cómo sus ínfulas bajaron.

Alma se puso en pie y caminó hasta el antiguo banco donde de niños tantas tardes nos habíamos encontrado. Antes de llegar me miró con unos ojos volados que atravesaban el tiempo y señalando el lugar me anunció con voz profética:

—¿Los ves? Son ellos. Están aquí… Al menos siguen felices.

Al decirlo, noté que en sus labios se dibujaba una sonrisa.

Capítulo 52

Había vivido demasiadas emociones juntas y mi interior andaba alterado. La ceremonia de mi boda había supuesto un giro de ciento ochenta grados. En aquel dolor insoportable, de repente mi tristeza encontraba una salida inesperada. No contaba con el quiebro que habían dado los hechos. Pasaba del desahucio absoluto de mi corazón a una extraña y seguramente para muchos cuestionada felicidad. Un momento esférico donde todo daba vueltas, se desdibujaba y rehacía a velocidad de vértigo. Volvía a sumergirme en aquellos ojos memorables que me habían herido de alegría en mi niñez y los reconocía iguales, a pesar de que la realidad se empeñara en contradecirme. La vida me apuntaba a la frente con un revólver del que emanaban disparos de una gloria insospechada. Quizá era una pobre soñadora que para sobrevivir había inventado esa efímera felicidad. Pero me sirvió para remontar.

Ahora, cuando mi corazón se había creído esa mentira y me encontraba delante de la Glorieta de Bécquer, aquello me superó. Ya en mi niñez me había inventado un camino que me servía para esquivar los dolores y traspiés que me había visto obligada a sobrellevar; aparecía en los momentos en que mi realidad era demasiado dura para ser aceptada. Por él huía mi yo más profundo sin que pudiera controlarlo, pues ya había cogido vida propia. Mi ser se hacía evanescente y aunque físicamente mi cuerpo permaneciera inmóvil, mi mente escapaba y me transportaba a los lugares y sentimientos donde quería estar. Me llevaba a vivir lo que no podía. Cuando aquellos episodios empezaron a hacer acto de presencia, mis padres conmocionados corrieron a llevarme a muchos médicos; pero una vez se iniciaba aquel estado, ninguno fue capaz de sacarme de él, y eso que llegaron hasta a emplear la hipnosis. Vista la nulidad de los tratamientos, acabaron por recomendarles que no lo interrumpieran. Sencillamente, debían dejar que aquello sucediera sin alterar su duración. Y aunque para mis padres era un drama, para mí era algo placentero. Me gustaba vivirlo, porque de esta forma me liberaba y la supervivencia se me hacía mucho más llevadera. Cuando volvía de aquellos mundos, regresaba renovada.

Por eso, cuando me bajé de la carroza, mi corazón, que no podía compartir con Beltrán ni Morgana lo que sentía, se fue. Entonces me convertí en una distante observadora, ajena a cuanto sucedía. Vi aquel hombre de barba y de otro tiempo que recitaba para mí —aunque estuviésemos todos— ese poema que hablaba de nosotros en sentido figurado, y sus palabras hicieron de alas; me liberaron del momento y sin moverme me fui.

En aquel banco solitario volvía a ver a mi Francisco, mi niño de cabellos desordenados, mi gitanito amado… y también podía verme a mí.

Éramos dos niños, dos sencillos niños que caminábamos por la vida a tientas —sin saber cómo ir—, porque no sabíamos hacer otra cosa. Yendo al colegio, estudiando, obedeciendo, rezando… llenos de angustias y miedos… Caminando como podíamos. Nos habían depositado en el mundo sin siquiera pedirnos permiso y ahora nos obligaban a vivir bajo el mandato de lo que no queríamos. Nos había tocado caminar la vida desganados y a trompicones, sin que ninguno de los dos hubiera tenido elección de vivirla como nos hubiera gustado. Ni siquiera estábamos seguros de qué demonios hacíamos en ella.

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