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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (20 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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Mi queridísimo duque, date por jodido.

O si lo prefieres, espera sentadito a que este último zafarrancho, organizado por Morgana, se calme. Verás que no hay nada que hacer. Todo quedó atado y bien atado. Transcurrió demasiado tiempo… Lo mejor que te puede ocurrir ahora es morirte. De verdad, hazme caso; cuando estás así como estoy yo, pasas absolutamente de todo. Entras en un estado de gracia ideal. Nada te importa. Lo único malo es la quietud, los calambres que te cogen en las piernas. ¿Alguna vez sufriste alguno? Cuando has estado acostumbrado a ir de aquí para allá, no poder moverte molesta mucho. Por lo demás, acabas disfrutando como un enano. Yo de ti me volvería a tu casa y me bebería todas las botellas que te queden de tu whisky favorito. ¿Cómo se llamaba?… ¡Ah!, sí, The Macallan, se me olvidaba que en eso también coincidimos.

Tómatelas a mi nombre, hasta que tu hígado reviente de placer; vivirás los últimos instantes sobrevolando lo poco que te queda y no te importará nada. Que te lo digo yo, mi duque, que hablo con conocimiento de causa.

Y si estás esperando que me arrepienta de algo, pierdes el tiempo; porque debes ser consciente de que estás en cuenta regresiva… y los últimos días que te quedan no están como para desperdiciarlos tratando de recuperar lo irrecuperable. Conmigo la cosa no va de arrepentimientos.

Cuando uno vive, aunque se equivoque, lo vivido, vivido está. Ahí te queda eso.

Capítulo 47

Tras la intervención de los bomberos, el velatorio volvió a su anormalidad. La gente rehusó a hacer las filas que Pomposo había tratado de organizar. Al ver que su iniciativa resultara del todo fallida, el hombre dio la contraorden y los guardias retiraron los cordones de seguridad.

La anarquía continuaba imperando en la mansión del Paseo de Las Delicias.

Morgana se calmó y haciendo uso de su dignidad siguió presidiendo el acto con su habitual elegancia; su hermano había conseguido darle una pastilla para la ansiedad y buscando reforzar su efecto la había acompañado con una copa de
champagne
. El extraño cóctel le había sentado más que bien. Se la veía relajada y hasta llevaba puesta una enigmática sonrisa a lo Gioconda. Entre los asistentes, el duque de Merlot esperaba sentado —mientras se bebía de un solo trago el vaso de whisky que uno de los criados acababa de servirle— el momento en que le dejaran expresarse.

En el exterior, el día seguía siendo noche cerrada a pesar de que el reloj de la iglesia más cercana marcara las tres y treinta y cinco de una tarde veraniega de julio. La fila de personas que se acercaban a despedir a Valiente continuaba creciendo, y vendedores ambulantes aparecidos de la nada se acercaban a ofrecer todo tipo de objetos; desde estampitas de Vírgenes, Cristos y rostros de Francisco que guiñaban el ojo al moverlos, hasta inciensos, churros y chocolate en pleno calor. Fotógrafos con maquetas a tamaño natural de «El Hermoso», sonriente y guapo, habían improvisado estudios callejeros para que la gente, mientras esperaba, se pudiera fotografiar abrazado al finado. Y camisetas con su nombre, y gorras y tazas con su cara impresa y textos como «¡“El Hermoso” Vive!», «“El Hermoso” Siempre», «Viva “El Hermoso” y viva Sevilla»…

Por los jardines el ambiente era de fiesta y tristeza. Se hacía difícil reconocer entre tanto luto los que sufrían con su muerte y los que no. La gente se paseaba y algunos aprovechaban las fuentes virginales para mojar sus pañuelos y refrescar el bochorno. Los termómetros marcaban más de cuarenta grados a la sombra. Bebían y comían y se mezclaban entre los pavos reales, que lentamente y con sigilo empezaban a reunirse alrededor del que se había erigido como líder y emitía sonidos que los demás parecían entender.

Entretanto, el jefe de protocolo se acercó al duque y le dijo:

—Ahora es su momento, señor. Eso sí, le pido que sea breve, pues hay muchos que esperan.

—¡Cómo no! Seré breve y conciso —le contestó el duque y se puso en pie con dificultad—. Nunca he esperado con tanta vehemencia este instante, pues he de decir que todos los días de mi vida deseé con todas mis fuerzas la muerte de este… —Miró a su alrededor—. Mi decencia me impide llamarlo como en verdad se merece. Es más, me dediqué a alambicar mi cerebro, fantaseando qué haría cuando volviera a verlo. Desgraciadamente hubiera preferido ir a la cárcel y ser yo el artífice de su muerte, porque he de admitir que esperaba encontrármelo vivo. Pero no importa. La justicia suprema se me adelantó. Ahora, si me permite…

Se acercó cojeando hasta el féretro, miró directamente a Francisco mientras los demás observaban en silencio. Sus gestos eran torpes y por la edad nadie osó emitir ningún sonido. Buscó dentro de su anacrónica levita que lo hacía sudar copiosamente y, de repente, sin que nadie se lo esperara extrajo una antigua arma que pertenecía a su padre y apuntó al muerto. Pero su mano temblaba.

—Te voy a rematar, granuja —le dijo a Francisco, apuntándole directamente a la frente.

El alcalde, al ver aquello, corrió hasta el duque y lo detuvo.

—Señor duque, no vale la pena que haga esto.

—¡Déjeme! Se lo debo a mi dignidad. ¿Es que no entiende que si no lo hago, lo que me resta de vida no tiene sentido?

—¿Cómo va a matar a alguien que ya está muerto? ¡Piénselo!

—No me diga que nunca en su vida ha deseado matar a alguien. ¿Qué más le da que lo mate, si ya está muerto?

—No haga de esto un vodevil, recuerde que usted es una persona con clase. Es una cuestión de decoro.

—¿Me está hablando de decoro usted? No me haga reír. Sé cómo llegó a la alcaldía. Todos ustedes son una partida de indecentes. Tener dignidad no tiene nada que ver con ser pendejo. Además, a mi edad el decoro pasa por hacerse respetar. ¡Déjeme!

El duque quitó el seguro del arma y, cuando estaba a punto de disparar, el alcalde se adelantó, agarró su mano y desvió el disparo al techo. La bala dio directamente a la espléndida lámpara de cristal de Murano —traída por Francisco de Venecia—, que se desplomó rotunda sobre el salón, produciendo un estruendo infernal. Las lágrimas se esparcieron entre los pies de los asistentes creando charcos de luces azules y rojas.

Todos se quedaron estupefactos.

—Este hombre está loco… ¡Por Dios, sáquenlo de aquí! —ordenó Morgana—. Va a acabar con mi casa.

—Señora, nunca en mi vida he estado más cuerdo —le dijo el duque con su voz ronca y cansada—. ¿Usted tiene idea de lo que me hizo su marido? Estos documentos los firmé engañado. Las bodegas de vinos son mías. Estaba casada con un demonio.

Morgana sabía de lo que le estaba hablando el duque, pero se quería quedar con todo lo adquirido por Francisco. No iba a ser tan tonta —después de haber aguantado tanto en su vida— de repartir en el último momento sus bienes. Además, la medicación la había llevado a una placidez química que la tenía en un nirvana sobrenatural. En aquel estado, se separó del alcalde y acercándose al duque le susurró al oído:

—No te preocupes, querido, no sufras más. Lo que tenías que hacer ya lo hice yo. No eras el único que deseaba su desaparición, ¿sabes? Qué más te da quién fuera el autor. Lo que tienes delante es la realidad. De todo lo que pudo hacerte a ti, a mí y a muchos otros, ya me vengué. Siento haberte robado ese placer.

»Sssst… ni una palabra a nadie. Espero que sepas ser discreto porque, en caso de que no lo fueras, les diré a todos que sufres demencia senil o delírium trémens, y con la fama que tienes… ya me entiendes. Así que esto que te cuento, por tu bien y por el mío, se va a quedar entre tú y yo.

»Discreción, mi duque, discreción… Sssst.

Capítulo 48

Lo vi con mis propios ojos. Con estos ojos que se han de comer los gusanos.

Me dolía un pie porque al ir descalza entre las flores caídas y los brezos y sentirme tan atolondrada por lo que estaba a punto de ver, me había clavado una astilla que me hacía un daño insoportable. Bastó asomarme al invernadero y presenciar la escena para que el dolor se convirtiera en algo ínfimo y desapareciera.

¡Estaba tan asustada!

Me pegué al cristal y, sin dar crédito a lo que contemplaba, de pronto me quedé sin respiración. El sonido de mis sienes amenazaba con descubrirme. Me sentía como una niña perdida.

Francisco tenía en sus brazos el cuerpo desnudo de la acompañante del duque y acariciaba sus cabellos mientras la besaba con una pasión que yo jamás en mi vida había experimentado. No eran los insípidos y tímidos besos que me daba Beltrán; era algo animal, como si fuese un león hambriento devorando a su presa. Mientras comía sus labios, los dedos de la mujer desabrochaban su camisa con maestría, hasta que de pronto el torso de Francisco quedó al desnudo.

¡Era hermoso!

Los músculos en tensión de su vientre, bañados por los últimos rayos de sol, se pegaban a los inmaculados senos de la mujer con sus aureolas como arcos a punto de disparo. Se restregaban los cuerpos en un abrazo frenético y doloroso. Era un placer violento sobre el que caían los pétalos de las orquídeas, las palabras entrecortadas y los suspiros de ambos.

El dolor que sentí pasó directo del centro de mi corazón al centro de mis piernas. Y yo no entendía cómo lo que tanto me podía doler pudiera al mismo tiempo despertar mi vientre de aquella manera tan obscena. Me producía una terrible culpabilidad sentir mi pubis palpitando, mojado de excitación cuando mi alma lloraba de tristeza, porque ese sentimiento que me desgarraba por dentro no podía ser compatible con aquel otro tan sucio y placentero. No tenía sentido; y aun sin tenerlo, no podía evitar sentirlo. Estaba hipnotizada —abducida por sus cuerpos— y, por más que mi razón me exigía huir, mis pies continuaban sembrados en la humedad del jardín. Convertida en testigo muda de mi propio dolor. Protagonista y observadora a la vez.

Necesitaba presenciarlo; soñar que aquellas desquiciadas caricias que caían en otra piel en realidad iban dirigidas a mí; que era su equivocación la que lo llevaba a hacerlas en otro cuerpo porque el mío pertenecía a otro. Y así, justificándolo con esa espantosa fantasía, me quedé.

Se olfateaban como perros sin ningún tipo de vergüenza. Su nariz bajaba por el centro de su cuerpo hasta clavarse entre sus ingles y ella le ofrecía su perfume, abriendo sus piernas de par en par. Las manos le crecían como queriendo desgarrarla, mientras aquel cuerpo —ondulante como las olas del mar— subía y bajaba y pedía y gemía. La volvía boca abajo y con su lengua la partía en dos como si fuese un afilado cuchillo. Desde la nuca hasta el cuello.

(Creo que de todas las cosas que he presenciado —aparte de haber visto a Francisco muerto—, ésta ha sido la más dura de mi vida).

Francisco tocaba a otra como yo hubiese deseado que me acariciara a mí. Aquella violencia se transformaba, como por arte de sus dedos, en delicadeza. Una delicadeza infinita, arrojada como lava hirviente, con esa ambición de poseer el cuerpo amado, como si sólo hubiese venido al mundo para vivir ese instante. Pero también con una brizna de querer entregar… como si la hubiese amado toda la vida.

Y vuelta a empezar. Tras la placidez momentánea y el recreo mínimo, aquella exótica flor entre las manos de Francisco. Ese enorme pistilo dibujando su cuerpo, penetrando hasta el fondo; fecundando ese oscuro y húmedo silencio… La derrota y el triunfo de dos ajenos.

¡Maldita sea!

Lo peor era que me excitaba.

Y me odiaba a mí misma por no poder odiarlo, y la espiral del odio y el placer giraba. Cuantos más quejidos escapaban de la boca de aquella mujer, más culpable me sentía. Era yo quien lo había dañado. Era yo la culpable de lo que Francisco hacía con ella y no conmigo. Era yo la culpable de mis sentimientos y de mi debilidad; de no poder vivir lo que por ley de amor debería haber sido mío. Y mientras los suspiros de ella me llegaban y mis bragas se mojaban, me iba diluyendo en llanto.

Me quedé hasta el final.

No sé cuánto tiempo estuve acurrucada después de verlos partir —cada uno por su lado y con unos minutos de diferencia—. Permanecí clavada en la tierra, con mis bragas mojadas y mi cara enrojecida por el llanto, sin saber cómo regresar a aquella fiesta. Sintiéndome perdida en una marisma de emociones confusas. Hasta que el sonido de unos pasos sigilosos entre la hierba me hizo tomar conciencia de que no estaba sola. En esa oscuridad tan desolada, oí una voz de hombre que me dijo:

—Alma mía, no te creas todo lo que acabas de ver… De verdad, no te lo creas. «En el amor, todas las cumbres son borrascosas»… lo dijo un marqués, el Marqués de Sade.

Capítulo 49

Nos reunimos una noche, Francisco, Morgana, Beltrán y yo, dos parejas «idílicas» que se unían en matrimonio. Tras su compromiso quedamos el viernes siguiente a las nueve de la noche en el restaurante italiano
Allegro, Ma Non Troppo
de la calle Santas Patronas, para planificar el casamiento.

Lo de mi boda ya estaba bastante avanzado, pero al sumarse Francisco y Morgana los preparativos cambiaron.

Beltrán y yo habíamos reservado una capilla pequeña —porque a mí me parecía más íntimo realizar mi boda en un lugar sencillo y él quería darme gusto— a pesar de que mis padres y los suyos deseaban un acontecimiento por todo lo alto. Y claro, como era de esperar, Morgana y Francisco querían hacerlo nada menos que en la Catedral de Santa María de la Sede de Sevilla, la Catedral gótica más grande del mundo. Y es que ellos eran presuntuosos y ceremoniosos y se morían por aparentar.

Yo, que poco hablaba dado mi agudo problema de tartamudez, acabé aceptando lo que decidieron sin pronunciar ni una sílaba. La boda sería oficiada por el arzobispo de la ciudad, amigo íntimo de los Romero de Hinestrosa, y por ocho sacerdotes que también tenían relación con ambas familias. La ceremonia sería cantada por el coro de voces blancas de Al Lives de los Gazules, que estaría acompañado por la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla.

Los vestidos, maldita sea mi suerte, serían idénticos. Porque a la malvada de Morgana le dio porque las dos teníamos que ir vestidas igual, y dado el poco tiempo era lo más práctico. Y resulta que cuando salimos de la cena —durante la cual evité mirar a los ojos a Francisco porque su mirada me alteraba sobremanera—, lo que había planeado se fue al traste y ella se irguió como la jefa de la historia. Y el diseño de mi traje cambió. El menú, los invitados, el lugar del festejo… las flores, la ceremonia, todo fue transformado y decidido por mi enemiga.

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