Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (21 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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Y yo —que ya había vivido lo del invernadero y sabía más de lo debido— me encontraba tan perdida en aquel escenario tan ajeno que luchaba por gritar, pero mi mudez era patética.

No dije nada, cuando habría podido decirlo todo y con ello desbaratarles los planes de boda.

Los días previos me tocó vivirlos muy unida a Morgana. Íbamos de aquí para allá con nuestras respectivas madres, en un jolgorio que las tenía al borde del paroxismo. En realidad era a ellas a quienes hacía más felices aquel zafarrancho. Pruebas de vestido y de peluquería, de maquillaje y de menús. Todo en una fraternal cordialidad que rayaba el ridículo. Y los floristas haciendo pruebas de ramos espectaculares para adornar la iglesia con ensayos de la ceremonia y selección de obras musicales que acompañaran el acto. Y la selección de qué pasajes de la Biblia leería uno y cuál el otro. Toda una suma de ridiculeces que nada tenían que ver con lo que de verdad estaba a punto de suceder.

Sin que nadie me dijera nada supe que Morgana estaba embarazada, porque en cada prueba su vestido tenía que ser ajustado a sus nuevas medidas y ella trataba de esconderlo como podía. Vistiendo fajas que yo sabía que se ceñía antes de probarse para que el traje le fuera bien. Hasta que su madre, en confidencia absoluta, se lo confesó a la mía. Entonces todo cobró sentido para mí. Aquella carrera loca por celebrar la boda cuanto antes porque querían hacerlo con nosotros era una tapadera a su desliz. Volví a sentir pena por ella… y por mí. Estábamos enamoradas de un ser que tal vez desconocía el verdadero valor del amor. Quise decirle lo que había presenciado, pero como sabía que no me lo iba a creer y además mi sentido de la culpabilidad seguía carcomiéndome, callé.

Y se llegó el día.

La noche anterior a la boda se me hizo interminable. La pasé en blanco nupcial. Toda mi vida desfiló ante mis ojos en cinemascope. Con la conciencia absoluta de que lo que iba a hacer era un tremendo error, pero sin las fuerzas necesarias para evitarlo. Nadie, absolutamente nadie, podía sentir lo que mi alma estaba viviendo. Me mofaba de lo que la vida me regalaba y lo miraba con pagana indiferencia, como si lo que estuviera a punto de realizar no tuviera nada que ver conmigo y aquello, aunque pareciera lo contrario, estuviese vinculado a un destino del que no hacía parte. Decidí replegarme detrás de mi propia cara y hacer que aquello que tanto me dolía pasara a ser el dolor de otra y me sumí en la nada. Una nada flotante que me llevaba a bailar entre unas paredes cerradas, desangeladas, con carceleros corrompidos que sólo buscaban sus propias alegrías. Yo sería un pétalo blanco flotando en un agua turbia que los demás mirarían sin asombro.

A partir de mi boda estaría fuera de mi cuerpo. A los límites de mis propias palabras. Quien quisiera entrar tendría que golpear muy fuerte la puerta de mi corazón porque a partir de ese instante iba a entrar en una sordera total.

Capítulo 50

Fue el gran acontecimiento de Sevilla.

La ciudad estaba perfumada de azahares, vestida de jacarandas florecidas, una loca floración que contrastaba con mi corazón marchito que caía desmigajado a pétalos. Esa mañana el sol ascendía despacio, marcando en el horizonte rayas verdes, azules, rojas y amarillas. Mi madre, que no podía con su gozo, entró en mi habitación y mirándome a los ojos me dijo:

—Hoy es el gran día, mi vida. ¿Estás preparada?

Yo me quedé mirándola, diciéndole con mis ojos lo que sentía.

—No tengas miedo. Con el tiempo, aprenderás a quererlo. Es un buen hombre. Los padres sabemos lo que es bueno para los hijos.

Y yo, que no podía hablar, quería decirle que me estaban desgraciando para siempre. Que estaba enamorada de otro y que asistiría a la pérdida de mi amor el mismo día en que ella y mi padre estaban convencidos de que alcanzaba mi gloria. Mis lágrimas ya no caían. Se amontonaban sobre mí y se deslizaban por mi sueño como negras gotas. «Debo esforzarme en no llorar, en mirar todo con indiferencia», me decía mientras sus labios pronunciaban palabras banales.

Me pondría aquel vestido que yo no había elegido, revolotearía por mi cuerpo sin sentirme, y sus velos y encajes flotarían como si fueran una flor ausente. Y toda yo dejaría de tener cara y cuerpo para elevarme como pájaro blanco, toda espíritu, por encima de la vida. Los miraría desde arriba, burlándome de aquel acto, tratando de conservar aquel estado leve del que sobrevuela los obstáculos y se siente en esa vacuidad incandescente. ¿A quién daré todo lo que mi cuerpo esconde, todo lo que de mi cuerpo brota, si no existe nadie que lo vaya a recibir? ¿A quién?

Me bañaron y perfumaron. Me peinaron y vistieron. El fotógrafo hizo las fotos de rigor. Con mi padre y mi madre. Fotos del ramo y los anillos, para que el gran diamante que me regalaba Beltrán quedara como una de las fotos principales. En los jardines y con los pajecitos que llevarían las arras. Y llegamos a casa de Morgana, mientras los novios esperaban ansiosos en la Catedral. Y más fotos, más sonrisas y más de todo.

Los espléndidos carruajes, ambos del siglo XVIII —en madera de haya y fresno y tapicería de seda violeta—, esperaban en la entrada, cada uno de ellos tirado por seis caballos cartujanos de color azabache, trenzados y adornados con percheras de plata. En uno iba yo con mi padre; en el otro, Morgana con el suyo. Vestidas igual parecíamos hermanas gemelas, con la única diferencia de que los kilos que esos días yo había adelgazado Morgana los había engordado. Y aunque pasaba casi inadvertido, su vientre estaba ligeramente abultado.

A esas alturas, Sevilla ya empezaba a rendirse a los pies de Francisco y el acontecimiento de la doble boda hizo que la gente se volcara a las calles —como si se tratara del enlace de algún miembro de la casa real— para ver el paseíllo que estaba planeado a nuestra llegada y la salida triunfal, una vez nos hubieran declarado a los cuatro marido y mujer.

Y lo que planearon nuestros padres se hizo.

Los carruajes salieron de la gran mansión y se dirigieron por la calle Tramontana hasta tomar la avenida de la Palmera —siete kilómetros cuajados de guirnaldas y flores azules, como había dispuesto el Ayuntamiento al saber que era el color preferido de Francisco—, hasta coronar la soberbia Giralda engalanada como nunca antes se había visto.

Al llegar a la Catedral entramos por la Puerta del Perdón y nos detuvimos en el patio de los Naranjos. El gentío era tal que los guardias se vieron obligados a contener a la muchedumbre, que amenazaba con echar abajo las carrozas y hacía imposible descender de ellas.

Y llegó la ceremonia.

Echamos a suertes quién de las dos entraba primero y como era de esperarse ganó Morgana. Iba agarrada al brazo de su padre, que parecía un rey saludando a diestra y siniestra, mientras la hija hacía otro tanto de lo mismo. Y detrás de ella, su corte de honor con sus seis damas y sus ocho pajes vestidos de oro. La marcha nupcial me hizo caer en la cuenta de que la hora de mi muerte había llegado. Me sostuve como pude y en mi silencio, más mudo que siempre, ni saludé ni sonreí ni miré a ningún otro lugar que no fuese el suelo, a pesar de que mi padre en voz baja no paraba de repetirme que levantara la cabeza para que la gente pudiera contemplar lo hermosa que estaba.

—¿Estás bien, hija? —me susurró al oído.

Yo no le respondí, ni siquiera con los ojos.

—Estás más guapa que nunca; eres la novia más bella que ha tenido Sevilla —me dijo con dulzura, acariciando mi mano helada—. No estés nerviosa, cariño. Hoy es el día más importante de tu vida. Serás muy feliz, ya lo verás.

Atravesé el largo pasillo alfombrado de rojo, que se me hizo eterno, y al entrar en la Catedral me sorprendió ver los más de mil quinientos invitados entre los que se encontraban duques, condes y marqueses venidos de todos los rincones de España, algunos representantes de las instituciones del Estado, empresarios, banqueros, abogados, notarios y todo el poder económico y social de la más refinada burguesía sevillana. Mantillas, pamelas, joyas, pedrería, dorados, perfumes carísimos mezclados con olor a incienso y cirios me daban la bienvenida, pero yo sólo podía pensar en que me faltaban pocos pasos para encontrarme con Francisco y que en lugar de que mi padre se acercara a él y me entregara en matrimonio, giraríamos hacia el lado izquierdo —como ya habíamos hecho en los ensayos—, donde nos esperaba Beltrán.

Mientras avanzaba, de repente sentí que el pasillo se alargaba y que en lugar de personas, a lado y lado del camino había árboles quemados, muertos. Aunque trataba de continuar, mis piernas se negaban: las sentía pesadas como dos inmensas columnas de mármol. Todos empezaron a murmurar, mi padre se detuvo y trató de calmarme pero era imposible verlo y escucharlo. No era capaz de ver el altar donde el arzobispo y su séquito esperaban impacientes. De pronto, mi cuerpo se había convertido en un monumento de piedra maciza y sin poderlo remediar caí en pedazos. Toda yo era trozos esparcidos —por aquel bosque oscuro amenazante— que no podía recoger ni unir. Al volver en mí, me encontraba delante de Beltrán, que me sonreía feliz mientras mi padre le decía algo al oído y juntaba mi mano con la suya.

Nos quedamos los cuatro delante del altar mayor, aquella cascada de oro donde nos aguardaban impacientes el prelado y los ocho diáconos. Miré de reojo y entre los tules de mi velo nupcial vi el perfil tamizado de Francisco. Sólo nos separaba un metro. Sin poder evitarlo se me cayó la primera lágrima. Al recogerla era un diamante entre mis dedos.

La música se silenció y se dio comienzo a la ceremonia. Entonces, la que fuera mi primera lágrima se convirtió en cascada y Beltrán me sonrió y apretó mi mano, convencido de que mi llanto era producido por mi felicidad.

Los coros cantaban, pero yo no los oía; el arzobispo hablaba, pero yo sólo observaba su boca que se movía sin que emitiera ningún sonido; hasta que finalmente llegó el momento en que teníamos que darnos el sí. Me acordé de que era tartamuda y de que hacía muchos días que de mi boca no brotaba ni una palabra, y para mis adentros me alegré porque pensé —ingenua de mí— que si no pronunciaba el «sí, quiero», no me podría casar. Solté una loca carcajada que nadie oyó.

A continuación, el arzobispo se apartó del altar y se acercó a Francisco y Morgana acompañado por uno de los sacerdotes, que sostenía entre sus manos una Biblia abierta al tiempo que otro lanzaba humo perfumado desde un incensario. Lo vi mover sus labios dirigiéndose a ellos, pero el silencio para mí era absoluto. Luego miré a Francisco y vi que atendía lo que el prelado le decía. Comencé a leer la boca del clérigo —otro don con el que había nacido, aparte de poder oír varias conversaciones a la vez, y que todos ignoraban que poseía—, y traté de componer en mi cabeza lo que no podía oír.

(«Francisco Valiente, ¿quieres recibir a Morgana Romero de Hinestrosa como esposa, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así amarla y respetarla todos los días de tu vida?»).

Tras una larga espera, en la que la Catedral en pleno se mantuvo en un tenso silencio, Francisco se giró, hundió sus ojos en los míos y contestó.

—Sí, quiero.

Su respuesta me llegó nítida y fuerte. Supe que la promesa de amor, aunque llevara el nombre de mi gran enemiga, iba dirigida a mí. Que aquel «sí, quiero» que había pronunciado le nacía del alma y lo clavaba en mi cuerpo. No puedo explicar cómo lo supe, pero no me quedó la menor duda: se casaba conmigo a través de Morgana. Como si se estuviera efectuando una boda por poderes. Ella era mi representante. Sentí que aquella ceremonia de cuatro, presenciada por cientos, en realidad era nuestra ceremonia más íntima. Que a pesar de que el destino hubiese torcido nuestras vidas, nosotros íbamos a estar por encima de él y le engañaríamos. Porque al hacer su juramento, con sus ojos mi Francisco me había dicho que era a mí a quien amaba y no a Morgana. Que, pasara lo que pasara, yo estaría para siempre en él y con él.

¡Cómo cuesta a veces entender la vida! Hasta que en un instante todo se te aclara.

De pronto dejó de importarme lo que vivía, mi inmediato futuro con Beltrán, porque lo había comprendido: Francisco y yo estaríamos unidos para siempre. El universo se había confabulado esa mañana con nosotros y nos regalaba ese camino tangencial para no perdernos. No habría prisión, no habría encierro, todo residiría en el poder de creer que aquel extraño camino también nos podía conducir a nuestra gloria. El bosque oscuro y tenebroso de árboles muertos por el que acababa de transitar se convertía por arte de mi repentina alegría en un paisaje luminoso de gente que aplaudía nuestra boda secreta.

Cuando llegó mi turno, después de que Beltrán jurara que me amaría todos los días de su vida, mi dicha era evidente. Alcancé a ver que mi padre y mi madre sonreían felices.

Mientras el arzobispo me decía «Alma Zurita y González, ¿quieres recibir a Beltrán Romero de Hinestrosa…», lo que yo oía se transformaba en «…
recibir a Francisco Valiente, marqués de Al Lives de los Gazules como esposo… y prometes… en las alegrías y en las penas… amarlo… todos los días de tu vida
?».

Pronuncié el «sí, quiero» más sonoro y rotundo que jamás se había escuchado en boda alguna. Sin atisbo de tartamudez; mirando a los ojos de Francisco, que me sonreía con un amor inmenso. Y cuando intercambiamos los anillos y él deslizó en el dedo de Morgana el suyo mirándome con sus ojos color esperanza, y yo en el dedo de Beltrán el mío mirándolo entregada, aquellos dedos eran los nuestros. Había entendido la profundidad y fuerza de nuestro compromiso.

Luego, mientras nos lo decíamos todo en silencio y sonreíamos felices, oímos la confirmación de nuestro compromiso… «El Señor, que hizo nacer entre vosotros el amor, confirme este consentimiento mutuo que habéis manifestado ante la Iglesia. Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre».

Francisco y yo ya éramos uno… hasta que la muerte nos separara.

Y los coros blancos elevaron sus voces y cantaron el «Aleluya» de Haendel…

Y la voz del arzobispo… «Podéis besar a las novias», me llevó al éxtasis. Volvía a estar en aquel bosque, pero sus árboles estaban florecidos, los pájaros cantaban, cantaban, cantaban… y el cielo dibujaba arreboles rojos y azules. Beltrán levantó mi velo, me cogió el mentón y se acercó mirándome amoroso, pero yo sólo veía en él el rostro de Francisco. Dejé que sus labios llegaran a los míos… Abrí mi boca y su lengua se sumergió en ese túnel silencioso y líquido hasta encontrarse con la mía. Mis ojos se cerraron y nuestras bocas se perdieron y encontraron hasta saborear en un segundo la gloria. Beltrán me susurró al oído: «Cariño mío, qué beso más bello me has dado; por primera vez he sentido tu amor. ¡Te amo tanto…!». «Y yo, amor, y yo», le murmuré, convencida de que era mi Francisco.

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