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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (18 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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De la capital del Renacimiento volví feliz, cargada de conocimiento, fórmulas, frasquitos y potingues. Parecía el alquimista Paracelso en su momento de gloria. El cargamento que traía podría matar a un ejército y quizá, de haberse descubierto lo que en verdad era, me habrían metido de patitas en la cárcel. Pero pasó por la aduana sin que nadie le diera la menor importancia, camuflado en inofensivos tarritos que simulaban pinturas vegetales. Un desfile mortal de láudano,
cantarella
(la preferida por Lucrecia), arsénico,
Amanita phalloides
, polvos de sucesión (el favorito de otra gran envenenadora, Caterine Deshayes, «La Voisin», quien lo hacía servir para satisfacer a las mujeres que deseaban enviudar) y cicuta y curare… tantos que si os los sigo enumerando os vais a aburrir.

Luego vinieron las dudas, que a la larga consumen. Es lo que sucede cuando hay tanto de donde elegir: que al final una acaba perdiendo la cabeza. ¡Ay!, las dudas… Lo mismo me pasa en las mañanas delante del armario. Que si me pongo la cazadora de Dolce & Gabbana, que si el traje de Ralph Lauren o el de Valentino, que si botas de tal o zapatos de tacón de cual… Resumiendo, que estuve meses debatiéndome entre envenenarlo de una sola dosis con un revoltillo de huevos y setas que tanto le gustaba, o elaborando una exquisita cena estilo Borgia —con selectos invitados que me harían de testigos—, o hacerlo lentamente, gota a gota, o, lo que es casi lo mismo, polvo a polvo. Lo más grave de todo era que cuando lo veía cariñoso y divertido pensaba en mis hijos y me entraba tal remordimiento de conciencia que me metía en el baño con la carga mortal, sin saber exactamente qué hacer con ella. Porque la falta de un socio en tan alto y delicado trabajo acaba encogiéndole a uno cualquier envalentone. Y no me considero para nada cobarde; sencillamente, es la necesidad de intercambiar puntos de vista sobre el ejercicio a realizar.

Hasta que llegó el día en que a falta de socios me lancé a los experimentos. Si Lucrecia probaba con inofensivos animalitos de compañía, ¿por qué no iba a hacerlo yo con aquellos presuntuosos pavos reales que no sólo no me daban nada, sino que además odiaba con todas mis fuerzas?

Así que entre los pétalos que comían —porque al imbécil de mi marido le dio por alimentarlos con pétalos de flores todos azules para que el tono de sus plumas fuese más intenso, no me dirán que no es idiota y no merecía que lo matara sólo por pensar semejante estupidez—, decidí tirar unas góticas sueltas de láudano para ensayar y ver qué pasaba, pensando que, dada la poca cantidad empleada, los pavos reales sólo sentirían un malestar menor.

Y resulta que a la mañana siguiente los animales que había elegido para el experimento amanecieron tumbados panza arriba, con sus ojos desorbitados, sus patas encogidas y sus reales plumajes completamente negros.

Entonces se formó el gran drama.

Francisco los descubrió cuando regresaba de hacer los diez kilómetros que recorría cada mañana haciendo
footing
.

Al acercarse a saludar a sus amados pajarracos —a los que había hecho amaestrar a la perfección para que al hacer su entrada triunfal por el jardín se colocaran a lado y lado en fila militar y a su paso abrieran sus plumajes—, notó que cinco de ellos no estaban en sus puestos. Corrió como un loco a buscarlos, porque había pagado un dineral por ellos ya que pertenecían a una dinastía india a punto de extinción, y se los encontró muertos. Entró en casa dando alaridos, casi llorando, y llamó al veterinario, quien apareció al momento y confirmó su muerte sin encontrar ningún tipo de justificación. Luego subió a mi habitación gritando:

—Morgana, Morganaaaaaa…

Y yo, que ya me lo esperaba, abrí la puerta haciéndome la extrañada.

—¿Qué diablos te pasa, querido?

—¡Mala pécora! Seguro que tienes que ver con todo esto.

—No entiendo de qué me hablas —le dije con una serenidad que cualquier director de teatro hubiera aplaudido—. ¿Por qué estás tan alterado, cariño?

—¿Qué has hecho con mis pavos?

—Creo que deberías ir al médico. Un hombre como tú no debería perder el control y menos por unos gallinazos; estás demasiado exaltado y no te conviene. Ven, respira profundo y relájate.

—Te advierto que si has sido tú la causante de esto, te vas a arrepentir. Lo juro por ésta. —Cruzó sus dedos en cruz y los besó.

—¿Quieres que te haga preparar una tila, mi amor?

—Óyeme bien, Morgana. Voy a investigarlo hasta llegar al fondo, y si descubro que tras lo que ha sucedido está tu mano, vas a acordarte de mí, ¡maldita sea!

—Ay, cariño, cariño —le sugerí acaramelada—. Dile a tu médico que te medique. Estás enloqueciendo. Tanto trabajo te confunde.

—Ahórrate tus preocupaciones, malvada. Voy a quemarte viva.

—Jajaja… ya sabes que me encanta el calor y más si arde… las llamas me excitan —le dije y cerré la puerta en sus narices.

Pero me quedé preocupada, para qué negarlo. Porque Francisco era de temer y aunque no le demostrara miedo comencé a lucubrar y a hacer suposiciones. Se podía vengar de muchas maneras, pero una de ellas, la que más me podría doler, sería haciéndole daño a mi adorado caballo: mi
Ulises
.

La guerra había empezado.

Capítulo 44

Circunstancio Pomposo estaba pálido. Unas bolsas oscuras como nubarrones cargados bajo sus ojos marcaban sus arrugas y le daban un aire derrotado de perro
shar pei
. Estaba harto de tratar de llevar la batuta de aquel espectáculo del que todos se habían desentendido y él —nunca mejor dicho— debía cargar con el muerto.

—O esto se ordena o se acabó el velorio —dijo a su subalterno tratando de hacerse el jefe mientras observaba cómo el alcalde se había librado del tema entretenido con la morena—. Necesito que vengan más refuerzos para organizar este caos. Martínez, llame a la jefatura y que envíen más hombres.

En ese momento se acercó a Circunstancio el albacea de Francisco.

—Perdone que me meta —le dijo al jefe de protocolo—. No veo el porqué de este afán en poner orden. Francisco era una persona que adoraba la espontaneidad. Permita que la gente se manifieste: eso se llama libertad de expresión y no hace daño a nadie. Estoy convencido de que a mi amigo no le molesta en absoluto lo que está pasando a su alrededor; es más, como era tan pasional, me atrevería a decir que hasta lo está disfrutando.

—No se trata de que el muerto lo disfrute o no, si me permite la aclaración; esto ya ha dejado de ser un acto íntimo y personal y ha pasado al ámbito de la seguridad civil. Son demasiadas personas y con demasiados sentimientos a flor de piel. No olvide que el personaje era un hombre que generó demasiadas pasiones, tanto odios como amores. Y si no, fíjese en lo que está sucediendo allá. —Pomposo señaló con su dedo un rincón donde dos personas estaban a punto de llegar a las manos.

—Creo que exagera. Sólo están discutiendo. La gente tiene derecho a disentir.

—No se equivoque, amigo. Los que razonan también acaban en la locura. Todos quieren izar la bandera de la verdad porque creen que ondeándola son superiores a los otros. El vencer en una discusión les hace sentir dioses. Es una cuestión de ridículo ego. He visto tantos casos de eruditos que han acabo convertidos en animales rasos sólo por tratar de convencer a otros de su verdad. Piense que hoy estoy aquí, pero he asistido a reuniones del más alto nivel, con protagonistas que están en la
crème
de la
crème
, políticos, realeza, intelectuales, artistas e iluminados que al oírlos acabas deseando regresar a la ignorancia; porque el saber, según cómo lo enfoques, es de lo más rastrero. Brotan dioses como setas. Dioses de barro que se hunden es sus propias contradicciones. Amigo, yo sé de qué le hablo. Si aquí no se impone el orden, esto puede acabar muy pero que muy mal.

Los gritos que venían del fondo subieron y alrededor de ellos se fue creando un tumulto.

—¿Ve lo que le digo? —le dijo Pomposo al albacea—. Esto se complica. Si me perdona, debo poner orden. Martínez…

El guardia se acercó.

—Señor, ya han llegado refuerzos —le comentó disciplinado.

—¡Acompáñeme! —le ordenó Circunstancio—. Necesito que organicemos dos grupos. Hemos de conseguir crear dos filas: una, la que corresponda a las gentes que han venido para ofrecerle sus respetos porque de verdad lo querían y admiraban. Y otra, con aquellos que necesitan descargar sus rabias porque le odiaban y en algún momento se sintieron agredidos por el difunto. Todos tienen derecho, ¿verdad, Martínez? Ya ve usted como el alcalde ha depositado en mí toda su confianza. No podemos defraudarlo.

El jefe de protocolo aprovechó la oportunidad para ponerse una medalla, al tiempo que se burlaba del alcalde.

—Como puede ver, tenemos a nuestro alcalde solucionando un problema de Estado.

Con un megáfono en la mano, Circunstancio Pomposo se dirigió a los asistentes y con palabras claras y contundentes les informó de que si querían ver al muerto tenían que formar dos filas. Al lado derecho pasarían los que en verdad sentían cariño por «El Hermoso» y deseaban darle el último adiós con los respetos que el difunto se merecía, y al lado izquierdo los que sentían que debían reclamarle algo. Eso sí, no iba a permitir de ninguna manera que el orden se viera alterado ni que hubiera ningún comportamiento fuera de la ley.

Tras su discurso, entre la muchedumbre se creó un clima tenso. Era ridículo tomar partido públicamente del sentimiento generado por alguien que ya no podía reaccionar ante nada. Además, ¿por qué era necesario clasificar a los asistentes en el bando de los buenos o en el de los malos, si todo ser humano tenía derecho a sentir lo que le diera la gana? Una cosa era estar ahí y maldecirlo o alabarlo en silencio y sin que nadie se diera cuenta de a qué bando pertenecía, y otra muy distinta era manifestarlo públicamente y quedar retratado delante de todos.

Los guardias empezaron a acordonar el lugar creando dos pasillos para que la gente se situara en el lado que se sentía más a gusto, pero nadie se movió. El desconcierto general se rompió cuando el alcalde apareció.

—Pomposo, ¿me puede explicar qué demonios está haciendo?

—Señor alcalde, usted me dijo que aprobaría lo que yo decidiera…

—Pero ¿cómo se le ocurre crear esto? ¿No se da cuenta de que estamos en un velorio?

—Con todos los respetos, éste no es un velorio corriente; aquí hay un desmadre de padre y señor mío.

—Pero dese cuenta de quiénes están aquí. Es la sociedad que nos representa como ciudad. No puede obligar a según quién a que forme fila y se pronuncie.

El jefe de protocolo miró a Martínez y con rabia contenida le dijo:

—Haga lo que el alcalde decida y olvídese de lo que le dije. Ha llegado el que manda.

—A ver, Pomposo, no me malinterprete. No quiero contradecirlo, ya sé que usted ha hecho lo que creía, pero…

En ese instante un afilado olor a humo les interrumpió.

—¿De dónde demonios viene esto?

Una humareda proveniente de la sala contigua se coló hasta el sitio donde era velado el cuerpo de «El Hermoso» y lo inundó de niebla cenicienta. Era Morgana, que en uno de sus conocidos arranques de histeria y al ver que el espectáculo le robaba el
show
, había decidido montar —en pleno centro de uno de los emblemáticos salones— una hoguera a modo de pira funeraria. En ella iba descargando decenas de diarios personales y páginas escritas a lo largo de su vida en las que narraba todos sus dolores, fotos de ella y Francisco y regalos recibidos de él en su juventud que, como si fuese una adolescente, todavía conservaba.

Macarena le suplicaba a su madre que se comportara y los demás hijos trataban de salvar del fuego los cuadernos y las fotos que caían abrasados por las llamas.

—Dejadme, inconscientes. Sois mis hijos pero no sabéis nada de mí. Es hora de que os enteréis de que no soy de piedra, maldita sea. Esto que está aquí a punto de arder es lo más íntimo y personal que he tenido. Aquí están todos mis años perdidos, mi vida… mi vida quemada en nada. Mis contradicciones, mis impulsos, mis debilidades y fortalezas. ¿Creíais que porque era vuestra madre no tenía derecho a sentir? Antes que madre he sido un ser humano. Una mujer. Hoy he perdido el miedo a la vergüenza. La pureza no existe en nadie, ¿me oís? He esperado que llegara este momento para desnudarme ante vosotros. ¡No soy perfecta! La perfección no existe. Lo que está aquí, en este montón de porquería, ha sido la imbécil de vuestra madre. Quiero que arda todo lo que yo era, que se largue y me deje en paz. Que se convierta en ceniza lo que tanto me ha dolido. A ver si de una vez por todas me libero.

¡¡¡Estoy en mi derecho!!!

Aquel espectáculo se había convertido en un aquelarre. Entre las llamas aparecían los rostros jóvenes de Francisco y Morgana, sonrientes, abrazados. Se escuchaban sus risas. Se levantaban en medio del fuego sus cuerpos altivos, hermosos, vestidos de novios, cortando la tarta, bailando el vals; sus años gastados en fiestas, en los toros, en eventos importantes, con reyes, príncipes y celebridades del mundo. En tantos y tantos caminos del Rocío… Besándose alegres… Aquellas imágenes fastuosas, cargadas de cinismo y mentira, se mezclaban con palabras escritas de su puño y letra que hablaban de tristezas, odios, frustraciones y rabias, del maltrato sufrido. Recetas de pócimas y venenos, recortes de diarios y revistas… volaban y ascendían hasta consumirse.

Beltrán cogió a su hermana que lloraba y reía enloquecida, poseída de dolor y alegría.

—Morgana, cariño, ya acabó todo —le dijo tratando de tranquilizarla—. Aquí están tus hijos, no puedes darles este espectáculo; ellos no tienen la culpa de nada. No les pongas una carga más a sus espaldas; suficiente tienen con haber perdido a su padre. No te olvides que debes seguir y dar ejemplo de cordura. Tú eres fuerte. Demuéstrales ahora quién es su madre.

—¡¡¡Lo odiooooo!!! ¡¡¡Lo odiooooo!!! ¿Por qué tenía que hacerme todo esto? ¿No era suficiente para él haberme hecho su mujer y denigrarme? ¿Qué pecado he estado pagando todos estos años? Dime tú, que tanto lo has admirado… ¿quién era él realmente? En verdad debería odiarte a ti también; tú fuiste el culpable de todo. Lo metiste en nuestra casa y nos lo vendiste como la mejor persona que habías conocido. Hiciste que me enamorara de él —gritaba enloquecida golpeando el pecho de su hermano—. Tú, que lo conocías y admirabas tanto, dime… ¿qué le hice yo, si sólo lo amaba? Me volví mala por su culpa… y yo no quería. Nunca quise ser mala, lo juro… —Morgana no paraba de llorar—. Sólo deseaba tener un marido que me amara y crear una familia. Y ya ves en lo que me convertí. Ve y míralo, con su maldito rostro sereno, como si jamás en su vida hubiese roto un plato. ¿No te das cuenta de que hasta hoy me está jodiendo?… ¿Es que no te das cuenta?

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