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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (24 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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En varios negocios coincidimos y en la mayoría yo resulté vencedor. Aunque tengo que admitir que su amistad —porque me convertí en su gran amigo siguiendo la premisa de «si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él»— me sirvió, primero para acceder a un estatus donde me codeaba con gente de mucho dinero, y segundo, para enterarme de grandes oportunidades en las que él había puesto el ojo pero yo ponía el guante. Y en el noventa por ciento de los casos todas me salieron redondas.

Fue él quien indirectamente y quizá sin que se diera cuenta me dio la oportunidad de entrar en la Real Maestranza de Sevilla. ¡Tal como lo oís! Ya sabéis que formar parte de aquel círculo tan cerrado —si no perteneces a una familia de rancio abolengo sevillano o pruebas nobleza por, al menos, tus cuatro primeros apellidos (algo para mí del todo impensable)— es prácticamente imposible. Pero no. Gracias a él y con los negocios que ya me habían ido dando bastante dinero, comencé a vestir como el más noble de los nobles. Me introduje en los clubs de golf más exclusivos donde, a fuerza de mi tenacidad, de la que siempre me he sentido muy orgulloso, aprendí a jugar hasta obtener un hándicap dos, es decir que me convertí en un virtuoso de ese deporte y mi vocabulario se amplió:
birdie, dormie, loft, draw, putt, backspin, gross score, stableford
… De partido en partido, de
green
en
green
, me fui colando en cuantas movidas notables se daban. No había torneo de golf importante en el que no se contara con mi presencia y nadie entendía cómo habiendo sido un jugador tardío, podía haber logrado semejante
swing
. Todos… y todas querían estar conmigo. Paseos por los más bellos campos: Valderrama en Sotogrande, Puerta de Hierro en Madrid… desorbitadas apuestas de dinero para acrecentar la excitación del juego; mujeres, mujeres y más mujeres, y hoyos, hoyos y hoyos (en los cuales, entre jugada y jugada aprovechaba para meterme en los lavabos y hacerles el amor realizando acrobacias imposibles)… y verde, mucho verde esperanza, como el color del dólar.

Y el golf, aunque parezca increíble, me llevó al arte de la cacería: de pichón, de venado, de corzo, de jabalí… en los cotos más exclusivos de la geografía española; donde están las más bellas hectáreas de los grandes terratenientes del país; con paisajes inenarrables y juergas ídem. Las más selectas monterías que reúnen a toda la aristocracia, importantes empresarios y a la
jet set
europea (admito que ese deporte fue fundamental para entrenarme en la otra caza —la que más me excitaba— la de las féminas, porque el método a aplicar, me van a perdonar las señoras, es el mismo. El rastreo, la espera, la oportunidad, la crueldad…). Allí tuve la oportunidad de conocer al rey y cruzar dos o tres frases que fueron decisivas para pasar a la navegación. Y me dirán… ¿qué tiene que ver la cacería con la navegación? Pues que en esos eventos siguen estando los más grandes; los que tienen o aparentan que tienen, y como lo mío era tener, pues estaba en mi salsa.

Me hice patrón de vela y comencé a asistir a regatas, siempre invitado por los que me podían aportar, siempre colado por maravillosas e insatisfechas mujeres, mi llave de oro. Y en Mallorca tropecé con el gran empresario catalán Andreu Dolgut, que dirigía Divinis Fragances y que, aparte de patrocinar grandes regatas, tenía una mujer ardiente, Tita Sardá, a quien me la merendé sólo por hacer un pulso con su amante oficial —un italianito del tres al cuarto llamado Massimo de Luca— que la llevaba loca.

Y así, como quien no quiere la cosa, de nuevo me encontré (aclaro que intencionalmente) con el mismísimo rey. Sabía que él único que podía hacerme maestrante por decreto era él. Y lo conseguí, no me pregunten cómo porque por respeto a su majestad me llevaré ese secreto a la tumba… y que el lector imagine lo que a bien tenga. Su majestad, Hermano Mayor de todas las Maestranzas, en un trance de alegría e iluminación, me vio con todas las aptitudes para formar parte de esa gran familia. Y eso me hizo muy feliz. Y es que cuando has pasado tanta sed, beber del gran cáliz de las oportunidades se te hace milagroso.

Aquello me abrió las puertas a la vida que yo buscaba.

Por eso, cuando finalmente me llegó la herencia, ya casi ni me importó. Ya había hecho una carrera meteórica. Lo que más me gocé fue el título. Lo demás ya estaba más que trabajado.

Capítulo 56

No pensaba hablarles de cómo fue mi primera experiencia sexual con Morgana, pero de repente me han dado ganas; es posible que en esta quietud me produzca cierta excitación y me gustaría probarlo ahora que no tengo nada que hacer. Quiero aclarar, aunque sea reivindicativo, que mi corazón estaba blindado para el amor, pero obviamente mis bajos estaban libres. Había hecho una división perfecta de mi cuerpo que me proporcionaba cierta tranquilidad y me daba vía libre para actuar.

Llevaba cuatro o cinco años —ya os dije que no recuerdo bien las fechas— yendo a casa de Beltrán; teniendo una relación clandestina con su madre y en simultáneo entrenándome en todos los campos que se me abrían. Mientras eso ocurría, Morgana suspiraba por mí y yo ni me la miraba. Pero se hizo mayor y una tarde, cuando fui a buscar a su hermano, fue ella quien me abrió la puerta. Llevaba un camisón transparente —como si me estuviera esperando y quisiera provocarme—, que dejaba entrever su pubis negro y sus tenues pezones. Yo a esas alturas ya sabía latín, griego y esperanto en todo lo que se refería a sexo. Por mis manos ya habían pasado las «flores» más selectas y me había convertido en un exquisito y exigente catador de sus esencias. Beltrán y sus padres estaban fuera e iban a tardar, según me dijo Morgana, porque se encontraban ultimando un negocio de no sé qué envergadura. Me hizo pasar y al cerrar la puerta me miró a los ojos y me dijo:

—¿Por qué me haces sufrir? ¿No ves que llevo años esperándote? ¿Es que no te gusto?

Repasé su hermoso cuerpo que se dibujaba diáfano entre los velos y pensé que había llegado el momento. Su desafío y mi lujuria se unían. Aquel cuerpo delicioso, de piel inmaculada que podía tocar sin miramientos hasta hacerlo vibrar como un violín, se me brindaba. Quería contemplarla como se contempla una obra de arte, para después amasarla entre mis manos.

No la besé, como no besaba a ninguna. El beso me lo guardaba para Alma. Pero, por lo demás, iba a hacerle de todo. Le quité el camisón y me la llevé a la sala. La tendí sobre un sofá y con mi pañuelo le cubrí los ojos para que no se enterara de lo que le iba a hacer. Sentía su cuerpo temblar.

Antes de tocarla, me dediqué a observarla como si estuviera estudiando un paisaje para luego describirlo; buscando encontrar algún defecto, algo que me dijera que era imperfecta. Pero no lo encontré. No tenía ni un solo lunar, ni una sola mancha. Era la pureza absoluta de la piel. Un cuerpo exquisito que exhalaba el perfume del deseo. Abrí sus piernas y observé su sexo sonrosado y joven. Una rosa abierta de pétalos húmedos que suspiraban. Me entregué al placer de contemplarla, sabiendo que podía manipularla a mi antojo y sin miramientos porque se me abría como una flor nocturna. Y de pronto, cerré mis ojos para palparla entera. Recorrí desde su cara hasta su cuello; bajando con mi dedo índice; dibujando contornos, lagunas, valles y ríos hasta llegar a la hendidura de sus pechos. Entre mis manos abarqué sus senos, rocé suavemente sus aureolas y esculpí la punta de sus pezones. Su boca se entreabría, sus quejidos volaban como colibríes locos… su lengua roja esperaba, esperaba la mía. Y aunque me daban ganas de besarla me aguanté, porque besarla hubiese sido serle infiel a mi Alma. Pero para ver cómo reaccionaba, besé su oreja e introduje mi lengua hasta el fondo. Su cuerpo se arqueó. Volví a hacerlo, pero esta vez mi dedo tocó su ombligo y fue bajando hasta situarse en la entrada de su sexo. Sus piernas se abrieron y escuché un sollozo.

—Bésame —me suplicó—. Necesito tu boca.

—No —le dije—, no te voy a besar.

Continué tocándola. Girando mi dedo sobre la punta de su rosa. Girando y girando sin descanso. Sintiendo como su cuerpo se retorcía de gozo.

—Por favor, bésame.

Puse sobre su boca mi sexo erguido y su lengua húmeda y sin experiencia, que esperaba encontrarse con la mía, se tensó.

—Si quieres que te bese, has de ganártelo —le dije muy bajito.

Empezó a lamerme y lamerme, y a pesar de que no sabía hacerlo, al final aprendió. Introduje hasta el fondo de su garganta toda mi fuerza, y noté cómo se estremecía.

—Tengo miedo —balbuceó cuando salí de su boca.

—No te preocupes, cariño. El miedo es la antesala de la valentía.

—Nunca lo he hecho con nadie.

—Siempre hay una primera vez —le dije mientras introducía despacio la punta de mi índice en aquel agujero húmedo y tibio.

—Bésame —volvió a suplicarme.

—No puedo, no insistas. Voy a hacerte el amor… sin beso.

Entonces, levanté su cuerpo, la puse de espaldas, recorrí su columna con mi espada en alto, me metí por la hendidura de sus nalgas, recorrí todo el camino hasta llegar a aquella cueva nueva, limpia y joven que me esperaba y entré muy despacio, porque sabía que era su primera vez.

—Por favor, no me hagas daño.

—No te lo haré…, déjate ir —le susurré al oído.

—No puedo. Me duele.

—Está bien. —Me retiré.

—No, no te vayas.

—¿No me dijiste que te duele?

—Sí, me duele; pero quiero que lo hagas.

—Está bien. Seré muy cuidadoso.

Me metí hasta el fondo, primero muy lentamente hasta que noté que algo se rompía y pude pasar sin dificultad. La humedad era intensa. Entonces salí y volví a entrar una, dos, tres, diez, veinte… no sé cuántas veces. Y la oí gritar, aullar, nombrar a Dios, hasta que finalmente sus sollozos y sus quejidos me dijeron que me sentía y que lo empezaba a disfrutar.

El sofá de brocados ocres se manchó de sangre. Parecían ramilletes de flores sobre un jardín de oro. Y sus lágrimas rodaron por sus mejillas… y yo me las bebí todas.

Ésa fue la primera vez que hice el amor con Morgana.

Después supe que tras ese hecho había quedado embarazada, pero la llevaron a escondidas a Londres y de aquello no quedó ni rastro, sólo su enamoramiento por mí y sus desquiciadas ansias de volver a hacerlo. Ansias que, por otra parte, yo también compartía.

Y así se dio inicio a nuestro noviazgo.

Capítulo 57

Cientos de pavos reales sobrevolaban en círculos la mansión en el momento en que Justo Malaparte hizo su triunfal aparición en el velorio. Había llegado con una cuadrilla de costaleros que portaba sobre pasos procesionales unas espectaculares cabezas de venado, incrustadas en unas columnas de bronce que estaban custodiadas por varios rifles de caza. Al ver todo lo que estaba sucediendo, los asistentes se hacían con puestos preferenciales para no perderse el monumental espectáculo en el que se había convertido el acto.

El alcalde, que lentamente tomaba el papel de anfitrión, le hizo pasar y lo saludó con efusividad y cariño. Malaparte era otro de los personajes que le habían ayudado a llegar a la alcaldía y se sentía en deuda con él.

La cuadrilla se situó con las cuatro cabezas a los costados del ataúd.

—Amigo mío —le dijo a Francisco—, sabes que tú y yo fuimos grandes rivales y que nos odiamos y amamos a partes iguales. Puestos a decir verdades, tú fuiste el gran motor que me llevó a disfrutar de esta vida. Si no hubiese sido por ti, mis días no habrían sido tan excitantes. ¿Recuerdas que en la cacería de venados, aquella inolvidable montería de Extremadura en la finca de Celestino Campoamor, no pudiste ganarme y eso supuso para ti una decepción porque las cabezas que me quedé eran bellísimas y nunca conseguiste nada igual? Pues ahora son tuyas. Te las traigo de regalo, por si quieres que te entierren con ellas. Siempre quise dártelas en agradecimiento, pero ¿quién iba a pensar que te ibas a ir tan pronto? Deberías haberme avisado, jodido. Todos los consejos que me diste en los años que duró nuestra larga amistad me sirvieron como no alcanzas a imaginar. ¡Tantos idiotas que tuve que torear! Hiciste que me convirtiera en un auténtico mago de la seducción. Tú bien sabes que en esos menesteres los goces me habían sido esquivos; sin embargo, a pesar de mi fealdad, conseguí lo que muchos agraciados hubieran querido. Y ahora que soy mayor, no me da reparo decir que no habría probado bocado femenino si no hubiese sido por ti. ¿Sabes cómo llegué a seducir a aquella joven viuda que me llevaba de cabeza? Peinándola. Sí, así como lo oyes. Peinando su larga cabellera, porque le dije que de ella sólo quería eso, porque sus sedosos cabellos me recordaban a los de mi madre, que había muerto siendo yo un niño; y de la cabellera de arriba, en cuatro tardes, pasé a la de abajo. Y es que los caminos del señor son infinitos…

De repente, el alcalde se acercó a Malaparte y le comentó al oído.

—Justo, creo que no es el momento de que te extiendas en pormenores. Has de entender que no estás solo.

—¿Verdad que no os importa que explique todo esto? —preguntó Malaparte al público.

Se escuchó un ¡¡¡nooooo!!! general.

—¿Te das cuenta, mi querido Ramón? La gente que está aquí es como nosotros; sienten como nosotros. Les gusta saber que los humanos tenemos sentimientos. ¿Queréis que os siga explicando? —volvió a cuestionar a la audiencia.

Todos respondieron con un vehemente ¡¡¡síiiii!!!

—Es lo que hubiese querido nuestro Hermoso. El mejor homenaje que le podemos hacer es ser honestos y decirle lo que ha hecho por cada uno. Si me permites…

El alcalde, al ver la reacción popular, le dio dos palmadas en el hombro y lo invitó a continuar.

—Como te decía, querido amigo, la viudita resultó ser una máster del sexo y yo, que pensaba que le iba a enseñar, me convertí en su alumno. Es que las que menos corren, vuelan. Nunca hay que fiarse de las apariencias, porque siempre engañan. Recuerdo que le dije: yo te enseño a hacer el amor y tú me enseñas a amar. Ja, ja, ja… y fue ella quien me dio las mejores clases. Me dijo: «Justo, eres feo, más feo que un susto, pero si no te miro a la cara, ¡estás de muerte!». Mi autoestima subió a la estratosfera. Pasamos tres semanas en el lago di Garda, en la Lombardía, dedicados a los tres vicios: el placer del cuerpo, el de la bebida y el de la comida. Y casi reventamos. Ése fue mi bautismo en el agitado y libertino mundo de la piel. Después vino la mujer del embajador francés, que Dios tenga en su gloria, con su risa cantarina y su boca madura —como un melocotón abierto— que devoré con hambre. Y a partir de ahí una larga lista de divertimentos que me hizo olvidar mi horrible cara y me convirtió en un gran amante. Me especialicé en las insatisfechas, como tú bien me sugeriste… ¡en ese gran mercado está la gloria!

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