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Authors: Luis Corbacho

Mi amado míster B. (14 page)

BOOK: Mi amado míster B.
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—Ok, de Tylenol, y te quedaste esperando a que hicieran efecto. ¿Fue así realmente?

—Sí, más o menos.

—¿Qué edad tenías?

—Veinte.

—¿Y por qué te quisiste matar?

—Porque descubrí que me gustaban los hombres.

—¡Qué horror! Eso hoy, al menos en Buenos Aires, es impensable. Hasta te diría que está de moda ser gay.

—Yo sé.

—¿Y después te hicieron un lavaje de estómago? Mi hermano Ignacio también trató de matarse con pastillas y le hicieron un lavaje.

—A mí no, yo dormí tres días seguidos y listo.

—Increíble.

—Sí, tuve suerte.

—¿Comiste rico?

—Buenísimo.

—Mejor vamos yendo, que no he dormido nada y me arrastro —dijo bostezando, y pagó la cuenta.

Al día siguiente me levanté solo y encontré una nota en la mesa de noche:

Good morning, baby!

Me voy temprano porque las niñas me pidieron que las ayude con su fiesta de Halloween. Hoy será un día agitado. Lamento no poder estar aquí contigo. Aprovecha para leer, descasar y disfrutar del hotel. Te llamo más tarde.

Besos. Gracias por venir.

El día se perfilaba largo. Los alrededores del hotel consistían básicamente en un campo de golf y la diversión brillaba por su ausencia. El hotel era lindo, cómodo, pero aburrido. Pasé el día entero dando vueltas en ese único ambiente, que al cabo de unas horas comenzaba a parecerme una cárcel. Felipe llamaba a cada rato y se ocupaba de que no me faltara nada. Se lo notaba algo inquieto por tenerme ahí preso, por no poder atenderme, y abrumado por controlar la fiesta de Halloween de sus hijas y complacer las exigencias de Zoé.

Llegó exhausto a las nueve de la noche y pidió room service para los dos. Me contó, desganado, los detalles de su día agotador, y después dijo que le dolía mucho la cabeza. Se lo notaba molesto, tan quejumbroso como un viejo malhumorado.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enojado? ¿Hice algo mal? —pregunté, a la defensiva.

—No, pero estoy extenuado —dijo, y tomó un par de Tylenols.

—Bueno, tratá de dormir temprano.

—Como si fuera tan fácil...

—No quiero que te hagas ilusiones conmigo —dijo después de unos incómodos minutos de silencio, con una actitud agresiva que me resultaba incomprensible—. Yo estoy muy loco como para mantener una relación estable. A duras penas puedo conmigo mismo.

—¿Qué? —dije, sin poder creer lo que estaba escuchando—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué bicho te picó? ¿Yo te hice algún reclamo?

—No, pero quiero que tengas bien claro este punto —insistió, con una voz fría, distante—. Yo ya tengo demasiadas responsabilidades con Zoé y mis hijas y no estoy para ocuparme de otra persona más.

—No sé qué me querés insinuar con eso... —dije con un dolor opresivo en el pecho, ese dolor que produce la angustia cuando se instala en el corazón y, según me contaron, es lo más parecido a un preinfarto.

—Que ni se te pase por la cabeza que podamos llegar a ser una pareja de gays felices que salen a patinar por las calles de Miami —siguió, con una mirada cínica—. Eso, jamás. A mí me gusta estar solo y me costó mucho conseguir eso. Separarme de Zoé, vivir lejos de mis hijas... es todo muy difícil, no creo que lo puedas entender.

Me quedé callado, sin vida. No tuve fuerzas para insultarlo, para decirle que era un hijo de puta, que estuve todo el día en ese hotel de mierda sólo para esperarlo, que me tomé un avión pulgoso con la única intención de verlo al menos unas horas, que pensé que lo amaba y que me acaba de clavar un puñal en la espalda. Lloré desconsolado. Sus palabras retumbaban en mi cabeza provocándome un dolor intenso que bajaba hasta el corazón. Al verme en ese estado lamentable, Felipe no supo cómo reaccionar. Su sensación de culpa fue tan grande que le hizo derramar algunas lágrimas, para después intentar explicarme que le tenía miedo al compromiso, que me había dicho esas cosas horribles porque me quería y no soportaba la idea de lastimarme con promesas mentirosas, que ésa era la verdad, que se sentía abrumado por las presiones de Zoé, que no era fácil tener dos hijas y vivir lejos de ellas, que las niñas eran lo más importante en su vida y que lo perdonase, que por favor lo perdonase.

Nos quedamos acostados en esa cama llena de lágrimas. Entonces todo se tornó confuso. ¿Quién era víctima y quién victimario luego de tan dramáticas confesiones? Sentí lástima por él, y en vez de odiarlo por lo que me acababa de decir, lo amé aún más. Quise protegerlo, hacerle saber que yo no era una responsabilidad más en su vida, que no estaba obsesionado con él, que no pretendía ser su novio ni instalarme en su casa de Miami, que entendía perfectamente el amor que sentía por sus hijas y que si las cosas eran así, yo estaba dispuesto a aceptarlas. Pensé muchas otras cosas, pero no dije nada. Simplemente comencé a besarlo y a secarle las lágrimas con mis manos. Volvió a pedirme perdón. Me mantuve en silencio. Me miró a los ojos y respondió a mis besos, esta vez con mayor intensidad, lamiéndome el cuello y el pecho. Luego me dio vuelta con violencia, acarició mi espalda, me dijo al oído que me amaba, me sacó la remera y el pantalón y me preguntó si lo quería. Le dije que lo amaba, me saqué lo poco que quedaba de ropa y le pedí que me hiciera el amor. Tenso, asustado, permanecí boca abajo, esperé unos segundos eternos, me acomodé y sentí su saliva, sus dedos, su coso queriendo entrar, hundiéndose en mí. Me atacó un dolor profundo que no conocía, pero a la vez era un placer extraño, entonces me entregué sumiso, el sujetándome con violencia y yo aguantando el dolor pero también gozando de este momento tan largamente esperado: él cogiéndome, haciéndome suyo, y finalmente sus gemidos, sus palabras de amor, su cuerpo reposando sobre mi espalda, la misma que un rato antes había apuñalado.

Catorce

«Run, as fast as I can, to the middle of nowhere, to the middle of my frustrated fears, and I swear, you are just like a pill, instead of making me better, you keep making me ill, keep making me ill.»

Pink

Ese sábado de octubre, casi noviembre, Felipe estaba lejos, en Miami, a ocho horas de avión de Buenos Aires, a 700 dólares de casa. Era una de esas tardes en las que odiaba al mundo entero, incluyendo a los pajaritos que cantaban alegremente anunciando la llegada del verano, y a mi sobrinita de un año que me tiraba besitos desde su cuna. Todos estaban en mi lista negra. Y cuando digo que odiaba al mundo entero, hablo literalmente. Nadie estaba a salvo. Incluso Felipe, que hace una semana me despidió con abrazos y palabras de amor en el hotel de Lima y me sigue llamando todos los días sólo para saber cómo estoy. Esa tarde también maldije el momento en que lo conocí. «You are just like a pill», cantaba a coro con Pink, y le gritaba furiosamente a él, mi maldita pildora, una droga que muchas veces quería dejar y nunca podía. Ese sábado hubiera preferido no extrañarlo, que la obsesión fuera más leve, no depender de ella. Pero la abstinencia forzada hacía más grande mi adicción. Sólo quería hundirme en la tierra del fucking San Isidro y aparecer en Miami, en la cama de Felipe, y quedarme ahí para siempre. Canté con rabia, golpeé las paredes, lloré por no saber cuándo volvería a verlo. Era un día de esos, ya iba a pasar.

—Martín, ¿tenés todo listo? —irrumpió mamá en mi cuarto, cortando violentamente aquella escena solitaria de puto triste—. Bajá esa música, ¿querés?

—¿Qué pasa? ¿Qué querés? ¿Cuántas veces te dije que golpees la puerta antes de entrar?

—En quince minutos salimos para la iglesia.

—¿De qué hablás?

—¿Cómo que de qué hablo? Hoy es el casamiento de tu primo Júnior, ¿preparaste el traje? —preguntó mientras se arreglaba el maquillaje.

—¿No era el sábado que viene?

—No, ¡es hoy! ¿Qué tenés en la cabeza? Apúrate que quiero conseguir un buen lugar.

—Yo sólo estoy interesado en conseguir un buen lugar en el recital de Madonna —dije riéndome de mí mismo.

Obviamente, mamá no entendió la relación directa entre las alusiones a la diva del pop y mi cuestionada sexualidad.

—¡No te hagas el gracioso y vestite, que se hace tarde! —insistió.

—No, yo no voy.

—¿Cómo no vas a ir al casamiento de tu primo? ¡Hace meses que venimos hablando de esto! ¿En qué planeta vivís?

—Ya te dije mil veces que, para mí, Júnior es un boludo, un garca que se cree el rey del universo porque está cagado en guita y no pienso ir a su fiestecita en el Alvear para que me refriegue su fortuna ni pienso bancarme a esos agrandados del orto que son sus amigos. Yo paso.

—¿De dónde sacás esas palabras? Se ve que tenés mucho odio acumulado... o envidia, eso, ¡envidia!

—No me hinches las pelotas, mamá.

—¡No me hables así, guarango!

—Te hablo como se me canta...

—Está bien, no te molesto más. Sólo quiero que sepas una cosa: tu abuela no soportaría ver a la familia separada, así que hacélo por ella, por su salud.

—¿Qué tiene que ver su salud? —pregunté riéndome de semejante boludez.

—Mamá es una persona muy frágil, y a esta altura lo único que le importa es vernos juntos. ¿Te parece bien darle un disgusto sólo por tus caprichitos de adolescente conflictuado?

—Ok, pará con la novelita. Y ya tengo veinticuatro años, así que no sé de qué adolescencia me hablás. Vayan ustedes a la Iglesia y yo los encuentro en el Alvear. ¿A qué hora es la fiesta?

—A las nueve. ¿Pero te vas a perder la misa, el altar? —preguntó indignada.

—¿La parte más mierdosa, querés decir?

—¡Sos un mocoso insolente!

—Ok, bajá los humos, y agradecé que voy a la fiesta, porque si seguís jodiendo, ni eso. ¿Estamos?

—No llegues tarde, tenés que estar para la foto —dijo dando un portazo.

A las nueve y media entré por la suntuosa puerta del hotel Presidente Alvear. Me sentí súper high al verme tan elegante frente el espejo del ascensor, y luego caminando por esos salones que por momentos me hacían creer que pertenecía a la aristocracia porteña. Pero basta de mentiras: estaba ahí porque tenía un primo high. Yo, a lo sumo, me casaré con algún chico lindo en uno de esos hotelitos kitsch de Las Vegas, y eso si tengo mucha suerte, si la vida me sonríe. Nada de alveares ni topeti-tudes falsas, sólo podría participar de ese pedacito de orden social y felicidad familiar interpretando el papel de primo puto al que hay que invitar porque no queda otra.

Llegué tarde, es decir, media hora después de lo pactado con mamá. Me apuré en buscar el salón correspondiente. Cuando lo encontré, noté poco movimiento en la entrada y supuse que me había equivocado de coordenadas. Pero no, todo indicaba que la fiesta era ahí mismo, a unos pasos de donde estaba parado con expresión de turista japonés. Decidí entrar, aunque había pocas luces y sólo unos murmullos de fondo. Entonces me encontré con los novios, nerviosos, de la mano, esperando tras un inmenso telón. En ese mismo instante, y antes de que pudiera intuir lo que estaba pasando, se abrieron las cortinas y sonó bien fuerte una canción de Frank Sinatra. Se prendieron las luces, empezaron los flashes, las cámaras, y todas las miradas se concentraron en la entrada triunfal de los novios. Y yo, ahí atrás, con mi mejor cara de boludo, todo el mundo mirándome y la urgencia inmediata de desaparecer instantáneamente de la faz de la tierra.

Salí de escena, escondido, avergonzado, y busqué mi mesa. Ahí estaban mamá, papá, mi hermana mayor, Josefina y su novio; mi hermano Ignacio y su mujer; mi otra hermana, Florencia, y su novio, el rugbier y mi hermanito Javier. Ante semejante foto familiar me sentí mal por no poder tener a mi lado a María o a Victoria vestidas de largo, peinadas, maquilladas y producidas como todas esas chicas bien que se multiplicaban en aquel salón.

La conversación tenía pocas posibilidades de ser interesante, obviamente, si los que estábamos ahí sentados nos veíamos la cara todos los fucking days. ¿De qué se podía hablar entonces? De los demás, claro está.

—¿Qué les pareció el vestido de la novia? —preguntó mamá en voz baja.

—Espectacular, es de Laurencio Adot —respondió enseguida Florencia.

—¡Sí, pero el escote es un desastre! —intervino la mujer de mi hermano.

—Pasa que ELLA no tiene nada, debería ponerse un poquito aunque sea —opinó Josefina con las manos en el pecho.

—¿Pero estás loca? —dijo mamá—. ¿Cómo se va a operar? Si es chata, que se conforme con lo que le tocó. Para mí es mejor, mucho más elegante. Además, si se pone lolas va a quedar como esas vedettes ordinarias que aparecen en televisión, ¡un asco!

—Bueno, no exageres. En todo caso se puede poner un poquito y listo, nadie se da cuenta —intervine, sólo para decir algo.

—¿¡Y vos qué sabés!? No te metas en conversaciones de mujeres, querés —dijo mamá levantando su dedo acusador.

No contesté. Ok, esto no tiene sentido. Mejor me callo, pensé, y me tomé de una vez la primera copa de champagne.

Las mujeres siguieron hablando de los vestidos de las demás y los varones iniciaron la habitual charla rugbís-tica. No me interesaba ninguna de las dos conversaciones, así que me dediqué a comer, a tomar y, sobre todo, a observar los alrededores.

Mire a mi tío y a sus amigos, vistiendo impecables jaqués, fumando habanos, tomando whisky y hablando de negocios. A mi abuela, exhibiendo sus joyas, que para algo las tiene (para lucirlas en los casamientos) y refregando a sus amigas la distinguida y numerosa familia que supo construir. A los novios, saludando hasta el cansancio a los cuatrocientos invitados que se acercaban a felicitarlos. A las chicas, todas un poquito boludas pero divinas, y a los chicos, todos bastante imbéciles y arrogantes pero interesantes si mantenían la boca cerrada y se desabrochaban un poco la camisa.

Ése era el escenario. Yo tomaba y tomaba champagne, una copa tras otra, absolutamente decidido a ponerme en pedo y rajar cuanto antes de ese lugar que me resultaba tan ajeno. Cuando terminamos el postre largaron la música y todos corrieron con sus novias o esposas a bailar el puto vals. Mi primita de quince años estaba sola, como yo, y me arrastró a la pista sabiendo que era su último recurso para no quedarse sentada planchando como el loser de su primo. El alcohol ya me había empezado a hacer efecto, la timidez cedía y todo se volvía más confuso. Bailamos el vals, y después vinieron los clásicos de los ochenta, y yo feliz, hecho una loca borracha, haciendo pasitos al ritmo de «Like a virgin» de Madonna. «Will be toghether again, 1*11 be waiting for a long time», canté con los chicos de Erasure el clásico de toda fiesta que se precie de serlo, y me acordé de Felipe, de lo mucho que me gustaría que volvamos a estar juntos otra vez, y terminé sacando a bailar a mamá y a mis hermanas. Todo el mundo dice que el alcohol es destructivo, que te convierte en otra persona, pero nunca pensé que sería para tanto, que podría llegar a colocarme como protagonista de esa escena tan grotesca. Tenía un pedo astral, de esos que desinhiben la conciencia y sacan a relucir lo peor de uno, o en todo caso lo que uno no está dispuesto a mostrar. ¿Será eso lo peor? No importa, la cosa es que me rendí a los placeres festivos y el resentimiento del principio quedó en el olvido. Cuando vinieron los temas de cumbia y se largó la mesa de postres, corrí por una torta de chocolate y me senté en una mesa cualquiera. Ahí estaban Marco y Esteban, dos primos lejanos a los que veía cada muerte de obispo. Marco tenía treinta y cinco años, era soltero y mujeriego incurable. Siempre me gustó mucho, debo reconocerlo. Tenía ojos celestes, una cara perfecta y el típico cuerpecito de rugbier. Me mataba.

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