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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (2 page)

BOOK: Musashi
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El relato que hace Yoshikawa de la época juvenil de Musashi ilustra todos estos cambios que tenían lugar en Japón. Él mismo era un rōnin típico de un pueblo de montaña, y sólo llegó a ser un samurai al servicio de un señor en su madurez. Fue el fundador de una escuela de esgrima. Lo más importante de todo es que, gradualmente, se transformó y pasó de ser un luchador instintivo a un hombre que perseguía fanáticamente los objetivos de la autodisciplina similar a la del zen, un completo dominio interior de sí mismo y el sentido de la unión con la naturaleza circundante. Aunque en sus años mozos todavía podían darse justas a muerte, parecidas a los torneos de la Europa medieval, el Musashi que retrata Yoshikawa da un giro consciente a sus artes marciales, las cuales dejan de estar al servicio de la guerra para convertirse en un medio de formación del carácter en tiempo de paz. Las artes marciales, la autodisciplina espiritual y la sensibilidad estética se fundieron en un todo indistinguible. Es posible que esta imagen de Musashi no esté muy lejos de la verdad histórica. Se sabe que Musashi fue un hábil pintor y notable escultor además de espadachín.

El Japón de principios del siglo XVII que encarna Musashi ha permanecido muy vivo en la conciencia de los japoneses. El largo y relativamente estático dominio del período Tokugawa preservó gran parte de sus formas y su espíritu, aunque de una manera un tanto convencional, hasta mediados del siglo XIX, no hace mucho más de un siglo. El mismo Yoshikawa era hijo de un ex samurai que, como la mayoría de los miembros de su clase, no logró efectuar con éxito la transición económica a la nueva era. Aunque en el nuevo Japón los samuráis se difuminaron en el anonimato, la mayoría de los nuevos dirigentes procedían de esa clase feudal, y su carácter distintivo fue popularizado por el nuevo sistema educativo obligatorio y llegó a convertirse en el fondo espiritual y la ética de toda la nación japonesa. Las novelas como Musashi y las películas y obras teatrales derivadas de ellas contribuyeron a este proceso.

La época de Musashi está tan cercana y es tan real para los modernos japoneses como la guerra de Secesión para los norteamericanos. Así pues, la comparación con “Lo que el viento se llevó” no es en modo alguno exagerada. La era de los samuráis está aún muy viva en las mentes japonesas. Contrariamente a la imagen de los japoneses actuales como «animales económicos» orientados hacia el grupo, muchos japoneses prefieren verse como Musashis de nuestro tiempo, ardientemente individualistas, de elevados principios, auto disciplinados y con sentido estético. Ambas imágenes tienen cierta validez, e ilustran la complejidad del alma japonesa bajo el exterior en apariencia imperturbable y uniforme.

Musashi es muy diferente de las novelas altamente psicológicas y a menudo neuróticas que han sido sostén principal de las traducciones de literatura japonesa moderna. Sin embargo, pertenece de pleno a la gran corriente de la narrativa tradicional y el pensamiento popular japoneses. Su presentación en episodios no obedece sólo a su publicación original como un folletín de periódico, sino que es una técnica preferida que se remonta a los inicios de la narrativa nipona. Su visión idealizada del espadachín noble es un estereotipo del pasado feudal conservado en cientos de otros relatos y películas de samuráis. Su hincapié en el cultivo del dominio de uno mismo y la fuerza interior personal por medio de la austera disciplina similar a la del zen es una característica principal de la personalidad japonesa de hoy, como también lo es el omnipresente amor a la naturaleza y el sentido de proximidad a ella. Musashi no es sólo un gran relato de aventuras, sino que va más allá y nos ofrece un atisbo de la historia japonesa y una visión de la imagen idealizada que tienen de sí mismos los japoneses contemporáneos.

Edwin O. R Eischauer
[1]

Libro I
TIERRA
La campanilla

Takezō yacía entre los cadáveres, que se contaban por millares.

«El mundo entero se ha vuelto loco —pensó nebulosamente—. Un hombre podría compararse a una hoja muerta arrastrada por la brisa otoñal.»

Él mismo parecía uno de aquellos cuerpos sin vida que le rodeaban. Trató de alzar una mano, pero sólo pudo levantarla unos pocos centímetros del suelo. No recordaba que jamás se hubiera sentido tan débil. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.

Las moscas zumbaban alrededor de su cabeza. Quería ahuyentarlas, pero ni siquiera tenía energía para levantar el brazo, que estaba rígido, casi quebradizo, como el resto de su cuerpo. Mientras movía un dedo tras otro, se dijo que debía de llevar allí largo rato. No tenía idea de que estaba herido, con dos balas firmemente alojadas en un muslo.

Unas nubes bajas y oscuras se desplazaban amenazantes por el cielo. La noche anterior, en algún momento entre la medianoche y el alba, un intenso aguacero había empapado la llanura de Sekigahara. Ahora era más de mediodía del quinceavo día del noveno mes de 1600. Aunque el tifón había pasado, de vez en cuando descargaba un nuevo aguacero sobre los cadáveres y el rostro vuelto hacia arriba de Takezō. Cada vez que ocurría tal cosa, abría y cerraba la boca como un pez, intentando beber las gotas de lluvia. Saboreando aquella humedad, reflexionó que era como el agua con que limpian los labios a un moribundo. Tenía la cabeza entumecida y sus pensamientos eran como las sombras huidizas del delirio.

Por lo menos sabía que su bando había sido derrotado. Su supuesto aliado, Kobayakawa Hideaki, se había asociado en secreto con el ejército del Este, y cuando en el crepúsculo se volvió contra las tropas de Ishida Mitsunari, la suerte de la batalla cambió. Entonces atacó a los ejércitos de otros comandantes, Ukita, Shimazu y Konishi, y el derrumbe del ejército del Oeste fue total. En sólo media jornada de lucha quedó zanjada la cuestión de quién gobernaría el país en lo sucesivo. Sería Tokugawa Ieyasu, el poderoso daimyō de Edo.

Aparecieron ante sus ojos las imágenes de su hermana y los ancianos habitantes del pueblo. «Me estoy muriendo —pensó sin asomo de tristeza—. ¿Es así como ocurre realmente?» Se sentía atraído hacia la paz de la muerte, como un niño hipnotizado por una llama.

De repente, uno de los cuerpos cercanos alzó la cabeza.

—Takezō.

El desfile de imágenes en su mente se interrumpió. Como si despertara de entre los muertos, volvió la cabeza hacia el sonido. Estaba seguro de que aquella voz era de su mejor amigo. Poniendo en juego todas las fuerzas que le quedaban, se irguió ligeramente y emitió un susurro apenas audible por encima del fragor de la lluvia.

—¿Eres tú, Matahachi? —preguntó, y se tendió de nuevo, permaneció inmóvil y escuchó.

—¡Takezō! ¿De veras estás vivo?

—¡Sí, vivo! —exclamó con un súbito arranque de jactancia—. ¿Y tú? Será mejor que no mueras tampoco. ¡No te atrevas a hacerlo! —Ahora tenía los ojos muy abiertos, y sus labios trazaban una leve sonrisa.

—¡No haré eso! ¡No, señor!

Jadeante, apoyándose en los codos y arrastrando sus rígidas piernas, Matahachi reptó poco a poco hacia su amigo. Intentó coger la mano de Takezō, pero sólo logró enlazarle el meñique con el suyo propio. En su infancia a menudo habían empleado ese gesto para sellar una promesa. Avanzó un poco más, hasta que pudo aferrar toda la mano.

—¡No puedo creer que también tú estés bien! Debemos de ser los únicos supervivientes.

—No hables antes de tiempo. Aún no he tratado de levantarme.

—Yo te ayudaré. ¡Salgamos de aquí!

De repente Takezō tiró de Matahachi, tendiéndole en el suelo, y dijo entre dientes:

—¡Hazte el muerto! ¡Se acercan nuevos apuros!

El suelo empezó a retumbar como un caldero al fuego. Mirando por entre sus brazos, vieron el remolino que se aproximaba. Luego distinguieron las hileras de jinetes negros como el azabache que se abalanzaban directamente hacia ellos.

—¡Esos perros han vuelto! —exclamó Matahachi, alzando la rodilla como si se dispusiera a saltar.

Takezō le cogió con tal fuerza del tobillo que estuvo a punto de rompérselo, y le obligó a tenderse de nuevo.

Instantes después los caballos pasaban al galope por su lado, centenares de cascos fangosos y letales en formación, avanzando sin hacer ningún caso de los samuráis caídos. Se sucedieron las oleadas de jinetes, cuyos gritos de combate se mezclaban con el estrépito metálico de sus armas y armaduras.

Matahachi permaneció tendido boca abajo, con los ojos cerrados, confiando contra toda esperanza que no serían pisoteados, pero Takezō miró hacia arriba sin parpadear. Los caballos pasaron tan cerca de ellos que olieron su sudor. Luego todo terminó.

Por puro milagro no habían sido atropellados ni detectados, y durante varios minutos ambos permanecieron en silencio, incrédulos.

—¡Salvados de nuevo! —exclamó Takezō, tendiendo la mano a Matahachi, el cual, todavía aferrado al suelo, volvió lentamente la cabeza con una ancha y algo trémula sonrisa en los labios.

—Alguien está de nuestra parte, de eso no hay duda —dijo con la voz ronca.

Con gran dificultad, los dos amigos se ayudaron mutuamente a incorporarse. Cruzaron poco a poco el campo de batalla hacia la seguridad de las boscosas colinas, cada uno cojeando y con un brazo sobre los hombros del otro. Una vez entre los árboles se tendieron a descansar, pero pronto volvieron a incorporarse e ir en busca de algo que comer. Durante dos días habían subsistido a base de castañas silvestres y las hojas comestibles en las húmedas hondonadas del monte Ibuki. Así habían evitado la postración por hambre, pero a Takezō le dolía el estómago y a Matahachi le atormentaban las tripas. Ningún alimento podía llenarle, ninguna bebida apagar su sed, pero incluso él notaba que las fuerzas le volvían lentamente.

La tormenta del quinceavo día señaló el final de los tifones veraniegos. Ahora, sólo dos noches después, una luna blanca y fría brillaba sombríamente en un cielo sin nubes.

Ambos sabían el peligro que entrañaba estar en el camino a la luz de la luna, sus sombras destacadas como blancos silueteados, a la vista de cualquier patrulla que anduviera en busca de rezagados. Takezō había tomado la decisión de correr el riesgo. Puesto que Matahachi estaba en una situación tan penosa y decía que preferiría ser capturado a intentar seguir adelante, realmente no parecían tener muchas alternativas. Era preciso alejarse de allí, pero también estaba claro que debían encontrar un sitio donde tenderse y descansar. Caminaron lentamente, en la dirección que les parecía la del pueblo de Tarui.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntaba Takezō una y otra vez. Sostenía el brazo de su amigo alrededor de su hombro para ayudarle—. ¿Estás bien? —Su respiración fatigosa era lo que le preocupaba—. ¿Quieres descansar?

—Estoy bien.

Matahachi trató de parecer que se esforzaba, pero tenía la cara más pálida que la luna. Incluso utilizando su lanza como cayado, apenas podía poner un pie delante del otro. No cesaba de disculparse humildemente.

—Lo siento, Takezō. Sé que tengo la culpa de que marchemos con tanta lentitud. Lo lamento de veras.

Al principio Takezō había restado importancia a esas protestas, diciéndole que lo olvidara. Finalmente, cuando hicieron un alto para descansar, se volvió hacia su amigo y le dijo con vehemencia:

—Oye, soy yo quien debe disculparse. Soy yo quien te metió primeramente en esto, ¿recuerdas? Acuérdate de que te conté mi plan y te dije que por fin haría algo que impresionara de veras a mi padre. Nunca he podido soportar el hecho de que hasta el día de su muerte estuviera convencido de que yo nunca serviría para nada. ¡Iba a demostrarle lo equivocado que estaba! ¡Ja!

El padre de Takezō, Munisai, sirvió en otro tiempo a las órdenes del señor Shimmen de Iga. En cuanto Takezō se enteró de que Ishida Mitsunari estaba organizando un ejército, se convenció de que por fin tenía la oportunidad de su vida. Su padre había sido samurai. ¿No era natural que él siguiera sus pasos? Había ansiado participar en la contienda, demostrar su temple, y soñó con que, como un fuego descontrolado, corriera por el pueblo la noticia de que había decapitado a un general enemigo. Había querido mostrar desesperadamente que era alguien con quien se debía contar, a quien respetar..., no sólo el alborotador del pueblo.

Takezō recordó todo esto a Matahachi, el cual asintió.

—Lo sé, lo sé, pero yo siento lo mismo. No fuiste sólo tú.

Takezō siguió diciendo:

—Quise que vinieras conmigo porque siempre lo hemos hecho todo juntos. Pero ¿no protestó amargamente tu madre, gritando y diciendo a todo el mundo que estaba loco y no servía para nada? ¿Y tu novia, Otsū, mi hermana y todos los demás, llorando y diciendo que los chicos del pueblo deberíamos quedarnos en el pueblo? Ah, tal vez tenían sus razones. Los dos somos los únicos hijos varones de nuestras familias, y si nos matan no quedará nadie para seguir llevando el apellido familiar. Pero ¿a quién le importa? ¿Es ésa una manera de vivir?

Habían salido sigilosamente del pueblo, convencidos de que no se alzaría ninguna otra barrera entre ellos y los honores del combate. Pero cuando llegaron al campamento de Shimmen, se enfrentaron a las realidades de la guerra. De inmediato les dijeron que no les nombrarían samuráis, ni de la noche a la mañana ni siquiera en unas pocas semanas, al margen de quiénes hubieran sido sus padres. Para Ishida y los demás generales, Takezō y Matahachi eran un par de patanes, poco más que niños deseosos de tener en sus manos un par de lanzas. Lo máximo que pudieron conseguir fue que les permitieran quedarse como soldados rasos de infantería. Sus responsabilidades, si así podían llamarse, consistían en acarrear armas, recipientes para hervir arroz y otros utensilios, cortar la hierba, trabajar con los grupos que despejaban los caminos y, en ocasiones, efectuar salidas de exploración.

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