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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (6 page)

BOOK: Nuestra especie
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Lo más curioso de las herramientas del erectus es que no sufrieron modificaciones durante un período de tiempo enorme. Hace 300.000 años, en África y en Eurasia, poblaciones tardías de erectus producían, aún sin cambios esenciales, hachas de mano y otros núcleos bifaciales como los fabricados por el erectus de Koobi Fora (Kenia) hace 1,6 millones de años. El ritmo de cambio tecnológico en todo este lapso enorme fue tan lento como en época de los australopitécidos y completamente diferente del que imprimió el sucesor del erectus: el Homo sapiens. A juzgar por su contribución a la tecnología, nunca se sabrá si el erectus era mucho más inteligente que el hábilis.

Existen algunas pruebas de que los primeros erectus habían conseguido cierto grado de control sobre el fuego. Si esto fuese cierto, constituiría con certeza un notable adelanto. Pero las pruebas distan de ser convincentes. Consisten en concentraciones de trozos de suelo descolorido, encontradas en Koobi Fora y otros yacimientos africanos. La decoloración hace pensar en el barro cocido obtenido por una exposición intensa y prolongada al calor de las hogueras. Pero los incendios naturales provocados por rayos, que queman más intensamente unas zonas que otras —por ejemplo, cerca de las arboledas bajo las cuales probablemente acamparía el erectus— pueden haber producido los mismos efectos. Se plantea un problema similar cuando se asocia el fuego al erectus a partir de los estratos de carbón vegetal, datados en 300.000 años de antigüedad, encontrados en las cuevas de Choukoudien, cerca de Beijing (China). Algunos antropólogos consideran estos depósitos de carbón vegetal como el producto acumulado de «hogares» pertenecientes a erectus cavernícolas. Otros, encabezados por Lewis Binford de la Universidad de Nuevo México, ponen en tela de juicio esta interpretación. En lugar de concentrarse en unos pocos lugares de la cueva, como sería el caso si se hubiesen producido al cocinar o encender fuego, el carbón vegetal se esparce en capas gruesas que alternan con otras de suelo corriente. Por consiguiente, lo único que puede decirse con certeza es que se produjeron fuegos de vez en cuando dentro de la cueva o cerca de su entrada. Media un gran trecho entre esta información y la conclusión de que el erectus se calentaba y cocinaba normalmente con dichos fuegos o que pudiese encenderlos o apagarlos a voluntad.

Aunque futuros estudios confirmen que nuestros antepasados erectus aprendieron a controlar el fuego en alguna medida, todavía nos queda el misterio de por qué no consiguieron mejoras similares en otras ramas de la tecnología. Desde la Edad de Piedra, a nuestra propia especie le costó poco más de 100.000 años pasar de un modo de vida basado en la caza y en la recolección a las sociedades hiperindustrializadas de la actualidad. Este período constituye únicamente un 8 por ciento del tiempo que tuvieron a su disposición nuestros antepasados erectus. Si nuestra especie consigue resistir tanto como el erectus, tenemos otros 1,2 millones de años por delante. Mi cabeza da vueltas sólo de pensar en los muchos cambios que llevaría aparejado tanto tiempo. Todo lo que se puede decir de ese futuro increíblemente distante es que será diferente hasta lo inimaginable. Por la misma razón y con igual sensación de vértigo, todo lo que se puede decir de los 1.300 milenios transcurridos entre el principio y el final de los días del erectus sobre la Tierra es que su modo de vida siguió siendo inconcebiblemente el mismo.

Nuestros antepasados erectus eran criaturas sumamente inteligentes comparadas con los chimpancés. Pero el registro arqueológico sugiere con insistencia que carecían de la capacidad mental que permitió a nuestra especie aplicar la experiencia colectiva de cada generación a un repertorio, creciente y evolutivo, de tradiciones sociales y tecnológicas. Sus formas de comunicación con los otros superaban seguramente las llamadas y señales que emiten los chimpancés y otros simios. Sin embargo, no pudieron poseer por completo las capacidades cognoscitivas de los humanos modernos. De lo contrario, no hubiesen desaparecido del mundo dejando apenas algunos montoncitos de herramientas como recuerdo de su larga estancia. Para bien o para mal, si hubiesen tenido cerebros cualitativamente diferentes de los hábilis, hace mucho tiempo que hubieran cambiado la faz de la tierra.

Ahora bien, los cerebros son órganos cuyo funcionamiento cuesta caro. Los cerebros grandes imponen fuertes demandas a la oferta orgánica de energía y sangre. En un humano en reposo, el cerebro realiza cerca del 20 por ciento del consumo metabólico. Por consiguiente, las células cerebrales sobrantes serían objeto de selección negativa si no aportaran una contribución importante a la supervivencia y al éxito de la reproducción. Si el cerebro del erectus no servía para inventar y cambiar la faz de la Tierra, entonces ¿para qué servía? Konrad Fialkowski, miembro del Comité de Biología Teórica y Evolutiva de la Agencia de Ciencias de Polonia, ha hecho una ingeniosa sugerencia: servía para correr.

Calor, pelo, sudor y maratones

Disponer de un cerebro más grande permitía al erectus correr bajo el sol de mediodía, cuando la mayoría de los depredadores buscan la sombra y el agua y se abstienen de cazar. Fialkowski basa su teoría en el supuesto de que, al sobrarle células al cerebro del erectus, disminuía la probabilidad de que sufriese daños por el calor generado en una carrera larga. Las células individuales del cerebro son más sensibles al calor que las de otros órganos. Cuando quedan dañadas, se produce desorientación cognoscitiva, convulsiones, apoplejía y, después, la muerte. Un principio básico de la teoría de la información sostiene que en un sistema de información con elementos propensos a la avería (como el cerebro humano), puede incrementarse la fiabilidad del sistema aumentando el número de elementos que realizan la misma función y el número de conexiones entre ellos. Por consiguiente, puede que la selección dotase al cerebro del erectus con superabundancia de neuronas para conseguir un funcionamiento a prueba de averías bajo el calor generado al perseguir a la caza durante grandes distancias.

Los humanos modernos distan de ser los corredores más veloces del reino animal. En distancias cortas, somos capaces de velocidades máximas de unos 30 kilómetros por hora, lo que no es sino arrastrar las piernas comparado con los 70 kilómetros por hora del caballo o los 110 del guepardo. Sin embargo, cuando se trata de cubrir distancias largas, los humanos tienen capacidad para dejar atrás a cualquier otro animal.

Diversas poblaciones indígenas estudiadas por los antropólogos utilizan a veces durante varios días esta capacidad de capturar presas acosándolas despiadadamente. Entre los indios tarahumaras del norte de México, por ejemplo, «cazar ciervos consiste en perseguirlos durante dos días [y nunca menos de un día]. El tarahumara mantiene al ciervo en movimiento constante. Sólo ocasionalmente vislumbra a su presa, pero la sigue sin equivocarse, ayudado de una habilidad misteriosa para seguir pistas. El indio persigue al ciervo hasta que la criatura cae exhausta, a veces con los cascos completamente desgastados. Entonces, lo estrangula o le echa los perros». Los humanos no sólo pueden mantener un ritmo constante durante varias horas, sino que son capaces también de efectuar al final de una larga carrera bruscas aceleraciones que tienen consecuencias mortíferas, como se narra en esta descripción de la caza de renos salvajes entre los nganasan de Siberia: «Un reno salvaje perseguido por un cazador corre a trote rápido, deteniéndose de vez en cuando para mirar hacia atrás. El cazador lo persigue, oculto entre la maleza, las rocas y otros abrigos naturales, tratando de ponerse delante de él. La velocidad a la que corre el nganasan es sorprendente. Algunos cazadores pueden dar alcance a un reno salvaje joven y cogerlo por la pata trasera. A veces, un corredor llegará a perseguir a un reno durante 10 kilómetros. Los renos hembra corren más rápido que los machos y no se cansan tan de prisa, por lo que es más difícil darles caza. El cazador que persigue a un reno herido tiene que realizar grandes esfuerzos».

Los achés del Paraguay utilizan todavía el método de correr para cazar ciervos y los agtas de Filipinas obligan a los cerdos salvajes a correr hasta caer exhaustos. No digo que este método de caza sea común entre las poblaciones indígenas. Dado que todos los grupos de cazadores-recolectores [foraging groups] contemporáneos poseen proyectiles con puntas de piedra o de hueso, azagayas o arcos y flechas, rara vez se ven en la necesidad de confiar en su capacidad para resistir corriendo más que las presas. No obstante, correr largas distancias sigue desempeñando un importante papel a la hora de seguir el rastro de animales heridos por un proyectil. Pese a sus flechas de punta envenenada, el san del desierto de Kalahari, por ejemplo, tiene a veces que recurrir a la carrera rápida detrás de las presas heridas bajo un sol abrasador durante varias horas seguidas. Es necesario apresurarse para evitar que lleguen primero a la presa los leones o los buitres cuando ésta caiga por el efecto combinado del cansancio y el veneno. Aunque no resulta tan agotador como perseguir a un animal ileso, esta modalidad de caza expone todavía al cazador a una considerable presión de calor. La teoría de Fialkowski no implica que nuestros antepasados erectus se empeñasen en correr detrás de animales indemnes. En condiciones favorables, quizá se acercasen lo suficiente a la presa para herirla con sus lanzas de madera. Después, correrían detrás del animal hasta que estuviese lo bastante debilitado como para acercarse y clavarle más lanzas en el cuerpo. La selección favorecería a los machos y hembras capaces de correr las mayores distancias en peores condiciones, a la caza de animales levemente heridos o indemnes.

El que Fialkowski centre su atención en el calor para explicar el desarrollo del cerebro del erectus encaja con la presencia de otras características de regulación del calor peculiares de los humanos. La mayoría de los mamíferos sometidos al calor se refrigeran evaporando humedad de la mucosa nasal y de la superficie de la boca y de la lengua. El sistema humano de refrigeración se basa en un principio completamente diferente. Nos refrigeramos mojando la piel con humedad exudada por nuestras glándulas sudoríparas exocrinas. Los humanos tienen cinco millones de glándulas como éstas, muchas más que ningún otro mamífero. Cuando el aire incide en nuestra piel sudorosa, la humedad se evapora, haciendo descender la temperatura de la sangre capilar que circula cerca de la superficie. La evaporación del sudor permite disipar el 95 por ciento del calor generado por nuestro organismo cuando rebasamos nuestra temperatura normal de funcionamiento. Para que la humedad se evapore de la piel y produzca su efecto refrigerante, el aire tiene que incidir en ésta. Cuanto más seco es el aire y más rápidamente incida, mayor es el efecto refrigerante. Correr garantiza un flujo de aire rápido sobre la piel. El aire seco de la sabana de África oriental ofrecería condiciones ideales de evaporación. La refrigeración por enfriamiento impone a su vez límites precisos al recubrimiento piloso que puede crecer sobre nuestros cuerpos. Los simios de la selva no realizan los intensos esfuerzos físicos que requiere una carrera prolongada. Su principal problema termodinámico no consiste en disipar el exceso de calor, sino en no pasar frío, especialmente por la noche, a causa de los altos niveles de humedad y las lluvias torrenciales. De ahí los abrigos pilosos de los grandes simios, exuberantes, ligeramente grasos y con el pelo apuntado hacia abajo. El desarrollo del erectus como corredor de fondo y la evolución del sistema de refrigeración por evaporación eran incompatibles con la conservación de dicho abrigo. El aire tenía que pasar expedito por la película de humedad exudada por las glándulas exocrinas. De ahí la peculiar «desnudez» del cuerpo humano. Aunque tenemos de hecho el mismo número de folículos que los grandes simios, los pelos que salen de ellos son demasiado finos y cortos para formar un abrigo. No obstante, se conservan vestigios de la función eliminadora de agua, propia del pelaje, en la orientación descendente que presenta el pelo de nuestras manos y piernas.

Otro detalle que encaja con la teoría de Fialkowski es la descripción, que se ha revisado recientemente, de la estructura física del erectus. Los erectus machos, considerados antes bajos y regordetes, han pasado a medir más de 180 centímetros. Un sencillo principio, conocido como ley de Bergman, predice que los animales seleccionados para aguantar el frío tendrán cuerpos esféricos y regordetes, en tanto que los seleccionados para resistir el calor tendrán cuerpos cilíndricos y espigados. Ello sucede porque la relación de la superficie con el volumen del cuerpo es menor en la esfera que en el cilindro. Los cuerpos humanos rechonchos y regordetes conservan el calor porque tienen una superficie de piel proporcionalmente pequeña de la que irradia el calor.

Por el día, la desnudez del erectus no habría originado ninguna necesidad de protección artificial contra el frío. Pero por la noche las cosas serían diferentes. Las temperaturas en los hábitats de sabana en África pueden bajar hasta poco más de 4.° centígrados antes del amanecer. Los cazadores-recolectores actuales que viven en climas similares se protegen con mantos confeccionados con pieles de animales. En Australia, los aborígenes del desierto central, que iban desnudos por el día, poseían pieles de canguro bajo las cuales se acurrucaban personas y perros para protegerse de los fríos de la madrugada.

Dado que los australopitécidos y los hábilis sabían ya probablemente fabricar bolsas de transporte con pieles de animales, el erectus no tendría ninguna dificultad en cortar y raspar pieles para utilizarlas como mantos para protegerse del frío. Al igual que las herramientas de piedra necesarias para cortar la carne, el erectus transportaría las pieles de campamento en campamento o las ocultaría en algún escondite seguro para recogerlas cuando le hiciesen falta.

Al correr erguido sobre las dos piernas, el erectus constituía un blanco oblicuo a los rayos del sol, salvo en la parte superior de la cabeza. Ello reducía al mínimo los efectos del calor en el conjunto del cuerpo en comparación con otros animales cuadrúpedos, pero suponía una amenaza para el cerebro. Los calvos, aunque sean ingleses hacen bien en no salir a la calle al mediodía. Si estamos condenados a ganarnos el sustento con el sudor de nuestras frentes, es porque éstas presentan una densa concentración de glándulas sudoríparas y carecen de pelo.

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