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Authors: Orson Scott Card

Pathfinder (12 page)

BOOK: Pathfinder
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—Pero los ordenadores de la nave no se ponen de acuerdo en nada.

—Ésa es una de las muchas razones por las que esperábamos que hicierais lo correcto.

Ram no pasó por alto el dato fundamental que le había dado el prescindible. Las probabilidades de que hubiera sido un desliz eran nulas.

—¿A qué te referías al decir que el espacio-tiempo está muy revuelto últimamente?

—Estamos generando campos y fuerzas continuamente, y las cosas cambian. Simplemente, las cosas no cambian como estaba previsto.

—¿Y cuándo pensabais decírmelo?

—Cuando lo preguntaras.

—¿Qué más debo preguntar para averiguar lo que está pasando?

—Todo aquello que te inspire curiosidad.

—Quiero saber lo que está haciendo el espacio-tiempo.

—Está fluctuando, Ram.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó éste.

—Parece haber un sistema cuántico de flujo temporal que nunca habíamos visto o sospechado antes.

—¿Lo que significa que, en lugar de una penetración continua en el pliegue, estamos descubriendo que el espacio-tiempo se pliega en una serie de saltos?

—Va a ser un viaje movidito, Ram.

Al cabo de tres semanas en el camino, hacía ya mucho que Rigg y Umbo habían agotado las provisiones y cada vez dedicaban mayor parte del día a cazar pequeñas presas. El hecho de que Rigg pudiera ver los rastros de los animales no significaba que fuesen a caer en sus trampas. En aquella parte del mundo, los animales eran mucho más cautelosos con los humanos que en las tierras altas del sur.

Así que estaban hambrientos cuando entraron en una hospedería que ocupaba las cinco o seis varas de tierra que había entre el río y el camino.

—No parece gran cosa —dijo Umbo con tono dubitativo.

—Es lo máximo que podemos permitirnos —dijo Rigg—. Si es que nos lo podemos permitir.

—La ciudad tampoco parece gran cosa —añadió el otro.

Rigg miró a su alrededor. Los edificios tenían un aspecto relativamente nuevo y no demasiado sólido. Una ciudad levantada a toda prisa. Pero a juzgar por la cantidad de rastros que la cruzaban, Rigg podía asegurar que vivía bastante gente en ella.

—Si apareciera de pronto Vado Otoño en el centro de esto, nadie se enteraría.

—Bueno, mi idea de lo que es una ciudad de buen tamaño ha cambiado un poco en las últimas tres semanas.

—Lo mismo que mi idea de lo que es una comida de buen tamaño —respondió Rigg—. Con mis trampas puede que tengamos una ardilla o un conejo por la mañana. Mientras que aquí tienen comida ahora mismo.

Se encontraban junto a la puerta de la taberna. Un par de fornidos ribereños los empujaron al entrar.

—Quitad de en medio, privos. —Rigg había oído el término más de una vez al pasar por pueblos que no podían evitar. Al principio, la gente pronunciaba la palabra entre susurros, pero últimamente la utilizaban abiertamente para insultarlos o mofarse de ellos. Cosa que tal vez hubiera tenido más efecto si Rigg hubiera tenido la menor idea de lo que significaba.

—Bueno, entremos a ver si nuestros bolsillos pueden con la comida de esta hospedería —dijo Umbo—. O nuestros estómagos.

Otro ribereño salió precipitadamente de la taberna lanzando improperios contra alguien que seguía dentro. Intentó empujar a Rigg, que sin darse cuenta le había cortado el paso. Rigg lo esquivó haciéndose a un lado, pero se cayó y varios hombres que se encontraban a poca distancia se echaron a reír.

—¡El privo se ha cubierto de barro!

—Está intentando plantarse en el suelo, a ver si crece.

—¡Eh, privo, mejor que vayas a darte un baño!

—Los privos no saben lo que es eso.

—¡Pues vamos a echarlo al río para que aprenda!

Umbo ayudó a Rigg a ponerse de nuevo en pie y se escabulleron dentro de la taberna. Rigg no sabía si los ribereños realmente querían hacerles algo de verdad, pero tampoco pensaba quedarse a averiguarlo. Todos eran hombres muy fuertes. Hasta el más pequeño de ellos tenía unos brazos y un pecho enormes de tanto tirar de pértiga y remo en el río. Rigg sabía defenderse, incluso sin armas —Padre se había encargado de enseñarle—, pero sólo frente a un adversario cada vez y sabía que si decidían meterse con ellos, no podría hacer nada por impedírselo. La idea le provocó un nudo de miedo en el estómago, que no desapareció por el mero hecho de que se interpusiera una puerta entre los ribereños y ellos.

En el interior, la taberna estaba a oscuras. Los postigos permanecían cerrados para mantener a raya el frío del exterior, pero aún no había ninguna lámpara encendida. Una docena de hombres levantó la mirada hacia ellos mientras otras dos docenas mantenían los ojos clavados en sus jarras, sus cuencos o sus cartas y sus dados.

Rigg se acercó a la barra, donde el tabernero —que parecía al menos tan grande como el más grande de sus clientes— estaba llenando en aquel momento media docena de cuencos de un denso estofado cuya visión estuvo a punto de provocar un desfallecimiento al muchacho. Hacía ya dos días que no comía. Pero ni siquiera el hambre pudo disipar el miedo que había nacido en el exterior y había empeorado allí dentro.

—Aquí sólo servimos a hombres, no a niños —dijo el tabernero, más con tono de hastío que de hostilidad.

—Llevamos tres semanas en el camino del sur —comenzó a decir Rigg.

El tabernero soltó una carcajada.

—Lleváis «sureño» escrito en la cara, no hace falta que me lo jures.

—Necesitamos comer algo —dijo Rigg—. Si no queréis servirnos aquí, tal vez podáis decirnos dónde podemos comprar pan y queso para el camino.

—Niños y mendigos —respondió el tabernero—. Las dos cosas que menos me apetece ver al levantarme por las mañanas.

—No somos mendigos. Tenemos buen dinero si el precio es justo.

—Me sorprende que unos privos sepan lo que es el dinero —dijo el tabernero—, y mucho menos eso del «buen dinero».

Por lo general, Umbo guardaba silencio cuando tenían que hablar con alguien, porque Rigg conocía el dialecto de la zona y nadie tenía que pedirle que repitiera las cosas. Pero en aquel momento, con voz teñida de leve fastidio, preguntó:

—¿Qué es eso de «privo» que nos llaman todos?

—Es sólo una palabra —dijo el tabernero—. Significa «los del curso alto del río».

Umbo sorbió por la nariz.

—¿Nada más? Porque suena como un insulto.

—Bueno —dijo el tabernero—, los privos no son famosos por su inteligencia, ni por su elocuencia, ni por vestir como gente decente, así que puede que sí sea un término un poco despectivo.

—Al menos tenemos la decencia de no mearnos en el agua, para que la gente del curso bajo no tenga que bebérselo —dijo Umbo—, y no tenemos insultos para los del norte.

—¿Y por qué ibais a tenerlos? —respondió el tabernero—. Y ahora, ¿vais a mostrarme vuestro dinero o voy a tener que echaros a la calle?

De nuevo, la certeza de que aquel hombre podía obligarle a hacer lo que quisiera infundió miedo a Rigg. En lugar de buscar a tientas un real en su bolsa, se vació en las manos el monedero que llevaba al cinto, con la intención de rebuscar entre todas las monedas hasta encontrar la que quería. El tabernero alargó el brazo en el momento en que Rigg abría el puño para mostrarle el dinero, y sus manos chocaron. Las monedas saltaron de la mano de Rigg y cayeron sobre el mostrador. Su tintineo resonó por toda la silenciosa sala. Eran muchas.

El tabernero entornó los ojos y dirigió la mirada hacia la sala. Rigg no se volvió. Ya sabía que todos los ojos estaban clavados en él, que todos los presentes en la taberna habían contado mentalmente su dinero. Ay, si el miedo no le hubiera hecho actuar con precipitación; si se hubiera tomado el tiempo de buscar la moneda que necesitaba sin sacarlas todas de la bolsa. Sintió que el pánico crecía en él como un torrente, consciente de que había cometido una estupidez y su mala suerte la había empeorado.

Rigg pudo oír la voz de su padre cuando le decía: «No permitas que otro hombre controle lo que haces» y «Demuestra poco y di menos aún». Confiaba en que no se le notara el miedo. Pero antes de que se le ocurriera algo que hacer, el tabernero estiró la mano con un movimiento veloz, arrastró todas las monedas hasta el extremo de la barra y las dejó caer sobre su otra mano. Luego se encaminó al final de la barra y abrió una puerta.

—Venid conmigo —dijo.

Rigg no sabía si quería que se subieran a la barra y atravesaran la misma puerta o buscaran otro camino. Pero antes de que pudiera decidirlo, se abrió una puerta en su lado de la barra y el hombretón los llamó con un gesto desde allí. Los dejó pasar a una habitación diminuta en la que no había nada más que dos sillas, una mesa y algunos libros y documentos.

El tabernero dejó caer las monedas sobre la mesa.

—Le das una nueva dimensión de significado a la palabra «estúpido» —dijo con tono de hastío.

—Ha sido tu mano la que ha tirado las monedas —respondió Rigg.

El tabernero ignoró el comentario con un ademán.

—¿A quién habéis robado y qué os hace pensar que no os voy a denunciar?

«No dejes que otro hombre controle lo que haces.» Puede que fuese un poco tarde ya, pero podía seguir el consejo. Así que en lugar de defenderse de la acusación de robo, Rigg trasladó la conversación al tema que realmente le interesaba.

—Así que hay dinero suficiente para pagar comida y alojamiento.

—Pues claro. ¿Es que estás loco?

—Siete ríos se han unido al Stashik desde que salimos de Vado Otoño —respondió Rigg—. Ahora es tan ancho que a veces casi no se ve la otra orilla y parece que el precio de las cosas aumenta en la misma medida. En el último pueblo en que paramos, un panadero nos cobró un real por una pequeña hogaza de pan duro y quería dos reyfaces por una noche de alojamiento.

El tabernero sacudió la cabeza.

—Os estafaron. ¿Y quién querría dormir en la habitación diminuta e infestada de moscas de la casa de un panadero? En mi casa, por un marjal puedes quedarte dos noches, o una y te llevas cinco chebs de cambio.

Rigg tocó las monedas una a una.

—¿Esto es lo que llamas un «marjal»? ¿Y esto un «cheb»? —Conocía los nombres de todas las monedas, incluidas algunas de tanto valor que, según Padre, nunca llegaban a acuñarlas de verdad, pero nunca se le había ocurrido que la misma moneda pudiera recibir nombres distintos tras alejarse sólo unas jornadas por la Vía Septentrional.

—Bueno, ¿y cómo las llamáis vosotros? —preguntó el tabernero.

—«Rey» y «reina», pero dejamos de hacerlo al ver que la gente se reía de nosotros.

—Me sorprende que aún estéis vivos para contarlo —dijo el tabernero—, teniendo en cuenta cómo andáis alardeando de vuestro dinero delante de todo el mundo.

—Eres tú el que me ha tirado el dinero de la mano —dijo Rigg—. Creí que lo habías hecho a propósito.

El tabernero se tapó los ojos.

—No pensé que sacaras más de una moneda de la bolsa. —Le colocó a Rigg una mano sobre la cabeza y lo hizo volverse para mirarlo cara a cara—. Mira, zagal, puede que no os hayan matado en el sur, pero aquí estáis a la orilla del río y esto es una taberna ribereña, y esos de ahí fuera son hombres curtidos que os echarían al río sin pensárselo dos veces por un par de chebs, y no digamos por un marjal. Y si les buscáis las cosquillas, hasta puede que por un comín. Y ahora, todo el que hay en esa sala sabe que tenéis un montón de dinero y muy poco seso.

—No han podido verlo —dijo Umbo con tozudez.

—¿Y crees que están sordos? Hasta el último de ellos ha podido contar las monedas que habéis dejado caer ahí fuera sólo por el ruido que han hecho.

Rigg lo había entendido ya. Las reglas eran distintas allí. En Vado Otoño, el dinero de un hombre estaba a salvo en su bolsillo o en la palma de su mano porque a nadie se le ocurriría quitárselo. Pero eso era porque allí todo el mundo sabía más o menos cuánto tenían los demás y si alguien aparecía de pronto con más, después de que hubieran robado a otro, no hacía falta ser un genio para comprender lo que había sucedido. Pero donde estaban ahora, en ciudades como aquélla, la gente no conocía más que a una pequeña parte de sus vecinos y los ribereños iban y venían, así que nadie conocía a nadie en realidad. Y eso quería decir que si no los cogían con las manos en la masa, ya no los cogían, porque un ribereño podía estar a muchas leguas de distancia por la mañana, o simplemente dormido en su barco y protegido por sus camaradas, que se negaban a admitir que hubiera ocurrido nada y a dejar que unos desconocidos subieran a bordo para buscarlo.

Padre ya había advertido a Rigg que las reglas cambiaban cuanto más hacia el sur viajabas y siempre le había dicho que cuanto más grande fuese la ciudad, menos civilizada estaba, cosa que a Rigg siempre le había parecido un sinsentido. Porque por mucha gente que obedeciera las reglas de la civilización, sólo hacían falta unas pocas personas que las despreciaran para que estuvieras en peligro.

—El hombre es el peor de los depredadores —le había dicho Padre— porque mata lo que no necesita.

—Como nosotros —había replicado Rigg—. La mayoría del tiempo no nos llevamos la carne.

—La carne alimenta a los carroñeros del bosque —había sido la respuesta de Padre—. Y nosotros necesitamos las pieles.

—Pero si te estoy dando la razón. Matamos como hombres —había dicho Rigg, a lo que Padre había respondido con voz malhumorada:

—Habla por ti, muchacho.

Ahora Rigg lo estaba viendo por sí mismo.

—Me parece —dijo— que el panadero que nos estafó nos hizo más daño que nadie de aquí.

—Eso es porque aún no habéis salido de mi taberna. No se atreverán a atacaros aquí, pero puedo prometeros que se os unirán muchos compañeros de viaje en el mismo instante en que dejéis el lugar, y tendréis suerte si sólo os ponen cabeza abajo para sacaros las monedas y salís de ésta con el pellejo y los huesos intactos.

—¿Y cómo sale la gente de aquí con vida? —murmuró Umbo.

El tabernero se volvió, alargó la mano con un movimiento rapidísimo, y esta vez no fue tan delicado al apoyarla sobre la cabeza del muchacho.

—Para salir de aquí con vida, dos niños no viajarían solos… Irían con adultos. No irían descalzos y vestidos con ropa de paletos. No se habrían acercado al río y, de haberlo hecho, siempre habría sido a la luz del día. Nunca habrían entrado en una taberna a la vera del río. No habrían rociado la barra de monedas y no habrían enseñado tanto dinero. E incluso de haber seguido estas normas, sólo sobrevivirían si tuvieran la suerte de encontrarme de un humor especialmente magnánimo. Ahora va a empezar a venir la gente a cenar y luego habrá una noche de bebida y rameras para hombres con cuyo dinero estoy decidido a quedarme con los mínimos desperfectos posibles. Y vosotros vais a quedaros en este cuarto.

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