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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (13 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Tiene la vejiga llena y va al cuarto de baño. Martín sigue frotando, ahora los cajones blancos de los muebles. Nadia entra sin decir palabra pero hace todo el ruido que puede, tropezándose con una riada de botecitos de cristal, se sube el vestido y se baja las bragas hasta las rodillas; sentada en el váter, acariciada por la luz, mira a Martín. Según cada movimiento del hombre, ella lo ve ridículo o atractivo. Martín lleva una camiseta gruesa de algodón de manga larga, pero la tiene enrollada hasta los codos. Sus brazos se agitan arriba y abajo y los músculos que activa en su espalda y en sus hombros son como pequeñas señales del amor.

El chorrito de orín de Nadia llama la atención de Martín, que la mira de reojo y deja de trabajar por unos segundos. Me estaba meando, dice ella. Él suelta el trapo mojado en el lavabo y se mira en el espejo, ve su rostro sudoroso, el pelo lacio demasiado largo y la barba que ya le borra la cara, y luego se gira hacia Nadia, hacia sus pies metidos hacia dentro y sus rodillas saliéndose por la piel blanca, yo también me estoy meando. El chorro de ella parece que no acaba nunca, no baja de intensidad. Pues mea en el lavabo o en la bañera. No quiero, dice Martín. Quizá ese muro de contención se esté rompiendo, porque le apetecería decirle: puedo mearte encima, o rociarte la cara, pero piensa que es demasiado pronto y además no está seguro de si de verdad sería capaz de hacerlo ahora. A veces le cuesta trabajo cambiar de rol de forma drástica. Ya he acabado, está diciendo ella cuando Martín se acerca al váter porque ya no puede más y necesita expulsar el líquido. Ella no se levanta todavía y tiene a la altura de los ojos la bragueta de su pareja, los dedos nerviosos de él que bajan la cremallera impacientes. Nadia duda si entregarse al gesto mecánico de sacar el miembro de Martín y metérselo en la boca, es la postura más cómoda de todas, sentada en el váter. Se levanta, se sube las bragas sin pararse a limpiarse las gotitas de orín y sale del cuarto de baño con prisas. El chorro de Martín es mucho más potente que el suyo y puede oírlo desde el dormitorio. Siente un poco de frustración porque sabe que relamer el sexo de él y notarlo crecer entre los dientes hasta que ya tuviera que preparar la mandíbula para que le cupiera dentro los ayudaría a los dos a continuar el día, pero decide olvidarlo.

El dormitorio está desnudo, no hay basura en el suelo ni sábanas en la cama. Aún no desaparece el halo depresivo, hace falta algo. Pronto encuentra una solución: un baúl de madera robusta que está colocado en la entrada. Va a buscarlo y lo empuja hasta al cuarto a empellones desiguales, ahora es ella la que suda por el esfuerzo. El baúl servirá de mesilla de noche a un lado de la cama, al otro pone un taburete esbelto y con la base lo suficientemente grande como para un libro, una vela y un vaso de agua. Un nuevo nervio se apodera de ella, se recuerda a sí misma preparando una exposición, organizando un espacio en blanco donde colocar un sendero de cuadros y esculturas que el público transitará con asombro o decepción, pero que no significaba nada antes de que ella lo rellenara de colores y formas. Aquí no quiere colores, solo formas. Escuetas. La blancura triste de las paredes de toda la casa le gusta. Hay algo de monasterio y de declive. La cama. Rebusca en los cajones de la cómoda del salón, donde Martín ha guardado ya toda la vestimenta, y saca unas sábanas y una manta de leopardo. Metieron esa manta en la maleta porque es un recuerdo de su madre, Nadia nunca ha abanderado el kitsch. Ahora le parece perfecta. No pondrá colcha encima, solo esa manta de leopardo y los almohadones. El dormitorio ha quedado muy bien. Se detiene a admirar su tercera obra.

Martín se ha tomado un descanso y está detrás de ella. Creo que me gustaba más antes, cuando parecía un cuarto de estudiante drogadicto, le dice, pero en su tono hay sorna y reconciliación, ¿no estás cansada?, ¿te apetece que comamos? Comer, pronuncia Nadia, cediendo, qué aventura. Sí, está bien, sorpréndeme. Ahora parecen una pareja condescendiente. El ejercicio físico y la progresiva apariencia de la casa los tranquiliza. ¿Sabes?, me gustaría oír música, a veces me harto de los pájaros y del frotamiento de los árboles, tengo memoria de… ¿Radiohead? ¡Qué antigua eres! Venga, tú eres el antiguo. Puede ser, pero, mmm, habrá que esperar un día especial para oír música. Qué contentos están de repente. Nadia se para delante de la bola gigante de ropa sucia: ¿y con esto qué coño vamos a hacer? Martín se encoge de hombros, pues lavarlo. Ya, lavarlo. Lavar bragas, calzoncillos, camisetas pequeñas, calcetines, eso es muy fácil. Pero ¿lavar sábanas a mano, mantas? ¿Estás loco? No puedo creerme que en este sitio nadie tenga una lavadora, hay frigoríficos, ¿por qué no lavadoras? Martín ordena unas verduras sobre la encimera: es que un frigorífico es imprescindible y una lavadora no. Además, no es tan grave, ¿cuánto tiempo hemos estado sin lavar nada, ni siquiera las toallas? Antes poníamos lavadoras todos los días pero eso no es necesario y tú misma te has acostumbrado al olor de las sábanas y a las manchas de las toallas y te ha dado igual. Lavar de vez en cuando cosas grandes no puede ser tan difícil. Martín, no me veo en un río apaleando trapos. Nadia, el río no lleva agua. ¡Pero puede llevarla en cualquier momento, esto es una puta locura! Yo creo que con la bañera es suficiente, ¿no crees? Lo metemos todo ahí y lo dejamos en remojo. Pero ¿tú sabes cuánto puede pesar esa manta chorreando? ¡Un quintal! ¿Cómo vamos a centrifugar? Martín se gira: venga, tía, ¿de verdad te parece eso un problema? ¿A estas alturas? Pregúntale a Enrique, o a Ivana. Nadia se ha quitado el pañuelo de la cabeza e intenta dar forma a su pelo, pegado sobre el cráneo. Sí, claro, de puta madre. Voy y le pregunto a Enrique,
ahora
, o mejor, a Ivana, una que acaba de llegar, que cómo lavan. Y así se darán cuenta de que hemos estado todo este tiempo sin lavar.

Martín corta la cebolla muy rápido sobre una tabla de madera y pierde la paciencia, ya le grita sin ni siquiera volverse: ¡¿tú eres imbécil?! ¿Qué coño te importa en este lugar lo que piense esta gente? ¿Qué significa para el ser humano hacer una colada? Has estado cuidando de un viejo moribundo, apestoso y desconocido y ¿ahora te preocupas de eso? ¿Has estado untada en el cataplasma de una vieja y ahora va a importarte la cuestión estética de la limpieza del hogar? Has… Martín deja el cuchillo, resopla, se da la vuelta y ve a una Nadia desafiante que otra vez imprime desprecio en sus pupilas marrones, muy brillantes. Él casi se derrumba pero baja el tono de voz y lo más sereno que puede le espeta: pensé que habías dejado toda esa mierda allí. Lo dice contenido, deseando que ella no explote. Pero ella no explota, solo le contesta: está bien, pues tú te encargas de lavar la ropa, y coge el paquete de tabaco que hay sobre la mesa y sale afuera con cara de asco, dejándolo solo con las cebollas humeantes.

Martín debería parar, seguir cocinando, es consciente del absurdo de la discusión, sabe que no hay ningún sentido en lo que argumentan o escupen, sino la guerra maniática inherente a la convivencia y a la rutina, siempre latente y dispuesta a manifestarse en cualquier momento como la representación de todas las insatisfacciones del ser emocional. Pero no puede, o no quiere. Con el cuchillo en la mano sale tras ella y la encuentra encendiendo un cigarro afuera, apoyada en el coche, con el pelo castaño revuelto sobre la frente. Se ha nublado el cielo, pero no le da tiempo a pensar ojalá llueva y así la tierra del huerto se me empape, porque en cuanto ella levanta la cara y lo mira con su expresión altiva, comienza a gritarle de nuevo: ¡¿que yo me encargue de lavar la ropa?! Pero ¿tú quién coño te has creído que eres? ¡Yo me encargo de todo! ¿No te das cuenta? Me encargo de relacionarme con los demás, de que me enseñen cómo podemos vivir aquí, me encargo de aprender a sembrar, de remover la puta tierra más de un metro hacia abajo y tener agujetas durante días, me encargo de traerte comida, de pedirla, de buscarla, de hacer intercambios, ¡me encargo de hacerte la comida!, ¡de encender la chimenea, de traer madera!, ¡me encargo incluso de intentar averiguar cuánto tiempo más nos pueden durar el agua corriente y la luz y de pensar cómo podríamos vivir sin ellas! Nadia, ¡lo estoy haciendo todo! ¡Estoy planteándome cazar conejos! ¡Matar conejos salvajes! Grita ¡matar conejos salvajes! y mueve el cuchillo arriba y abajo, aprieta el mango con fuerza, su figura, en la puerta de la casa bajo el cielo negro, se desvanece porque una niebla avanza desde las montañas, y también la figura de Nadia, fumando con los ojos encharcados apoyada en el coche, se hace más difusa y no se nota el frío que le va calando las piernas sin medias ni leotardos, apenas unos calcetines cortos de algodón bajo las zapatillas femeninas de deporte azul marino. Los gritos de Martín se renuevan uno tras otro, como una caja mágica cerrada durante mucho tiempo que ahora hace girar su bailarina con notas estridentes y muy rápidas: ¡eres una niñata estúpida y mimada! ¡Con esa actitud pasiva lo jodes todo!, me desprecias a mí pero también te estás despreciando a ti misma porque, ¿sabes una cosa?, aquí no eres ninguna artista, aquí solo importa vivir y no estoy dispuesto a que no colabores, no estoy dispuesto a aguantarte, ya está bien, viniste porque quisiste, porque te dio la gana, fue tu elección, miles de personas se han quedado allí, tu familia, tus amigos, todos están allí y tú elegiste venir conmigo así que espero que entiendas que aquí no viviremos de tus cuadros ni mucho menos, igual que allí tampoco podíamos ya vivir de tus cuadros, ni del dinero de tu padre, ni de tus contactos, aquí tienes que hacer algo porque yo necesito liberarme de una puta vez de todo.

Mira el cuchillo que tiene en la mano y se encuentra risible y flojo, el eco de sus palabras le parece una excusa, un manual falso. No es lo suficientemente televisivo. Le falta convicción. Grandeza. Hipocresía. Gritarle a la puerta de una casa que se va rodeando de niebla con un cuchillo de cortar cebolla a una mujer que fuma y a la que en realidad podría hacer daño pero no se atreve. Hasta en sus insultos es justo. Entre el bochorno de blanco en que se ha convertido el aire aparece Nadia, con la cara mojada de lágrimas o de susto, con una expresión reconcomida, su piel se ha arrugado o algo así. ¿Ha hecho efecto? ¿Puede ser? La mujer pasa por su lado para meterse dentro y cuando está junto a él, tocándolo, la punta del cuchillo rozando ese vestido ancho y moderno que se ha puesto para limpiar, le dice, sin mover la boca, con los dientes apretados: no te conozco. Y luego desaparece.

No te conozco. No te conozco. A Martín esas palabras le dan bocaditos de rata en el intestino. Van subiendo y uno de los bocados llega a la yugular. Esas palabras le contagian la rabia u otra enfermedad cerebral. Pero la verdadera llegada del veneno coincide también con el desinfle de la potencia, con la mano cansada que porta un cuchillo como si portara una soga, y con los hombros lacios del perdedor. Martín quisiera seguir, en su mente aguijoneada se alinean estas otras frases: ¿no me conoces? Qué prepotente eres. Mira bien, señorita, es al contrario: ahora me conoces. Igual que ahora te conozco yo a ti, aquí en la desnudez, aquí en la nada, en el precipicio. Cuántas capas de disfraces nos hemos quitado de encima, querida, todas. Ya no soy un pobre investigador tímido e iluso, encerrado entre las cuatro paredes de linóleo de una universidad que no me paga, desliz último de una paupérrima familia numerosa y carente por completo de glamour, ajeno a todos los vicios y desmanes de la última moda, obsesionado con salvar al mundo de la porquería y siendo salvado en realidad por ti, dama de altos vuelos, mujercita artística salvaje, la atormentada, la bien dotada para las reuniones sociales, para las reuniones en los cuartos de baño de los antros, todos inclinados encima de la cisterna llena de mocos, mi mujercita experta, puta y fina. Es ahora cuando te conozco, en la más completa inutilidad, y es ahora cuando me conoces tú a mí, ahora. Frases como estas se van alineando en el pasillo neuronal de Martín pero en vez de seguir los conductos que llevan a las cuerdas vocales recorren los de salida interna, los que se perderán por las arterias hasta llegar a los ganglios que se pegan como garrapatas a los órganos vitales, ahí quedarán en silencio hasta nueva orden de infección. Se nota cansado y cierra la puerta de la casa porque la humedad se está colando por todas partes y tiene mucho frío.

Suelta el cuchillo encima de la mesa y no sabe qué hacer primero, si encender la chimenea o seguir con la comida. En realidad querría irse al bar de Enrique, pero empieza con la chimenea. Los troncos bien ordenados formando un tipi y en el hueco piñas secas. Ya prende, cada vez más rápido. Las pupilas se le quedan pegadas a las llamas y para sacarse de encima lo reseco busca a Nadia. Ella está sobre la cama de leopardo, es un bulto, una especie de araña con ropa. Pero también es una mujer que llora. Martín cede a la rutina cuando algo se le afloja, una dejadez, la misma sensación que uno tiene en la butaca de un cine al terminar la película, ganas de quedarse ahí y que la proyecten de nuevo. Le da un poco de miedo porque aún no está seguro de que ella no se incendie de pronto y se sobreponga para lanzarle espinas de higo chumbo, pero se sienta en la cama, al lado del bulto, y le busca la cara con los ojos: encuentra un rostro aniñado y sufriente, consternado, hipando. Bueno, ya está bien. Hay que continuar. Con la mano que antes apretó el mango del cuchillo ahora recorre el cráneo de Nadia. Estira los dedos hasta cubrir su frente y sus cejas, luego baja por la mejilla y acopla su palma a los huesos marcados. Ella no reacciona al principio, pero al rato agarra la muñeca de Martín como si fuera un klínex y la aprieta contra su pecho. Él musita no llores, no llores más. Ninguno de los dos dice lo siento pero ella mueve la cabeza como renegando de sí misma o de él o de las palabras. Ya está, se están reconciliando. No es magia, tampoco están seguros de que sea amor, lo único que sienten es cansancio. Algo insoportable que te cae encima. Es un no te aguanto ni un minuto más pero a la vez podría aguantarte toda la vida. Martín se tumba junto a ella y la atrae por la espalda hacia su cuerpo, vuelve a ser un hombre fuerte que abraza a una niña que llora. Susurra en la oreja de Nadia: date una ducha, voy a hacer la comida. Ella siente el pinchazo de su barba en la cavidad del oído y con una voz quejica le contesta: a ver si te afeitas.

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