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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (16 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Ay, cállate, Martín. Es Nadia quien habla. Suaviza: por favor. De pronto se ha visto en la ciudad otra vez, con el martillo del hombre rompiéndole el cerebro, con el larguísimo, infinito discurso del hombre a su lado en la cama, a su lado en la cocina, a su lado en los pasillos mientras ella se escondía en el baño, hundiéndose los dedos en las tetas, calibrando el tamaño de los ganglios que quizá fueran quistes o tumores, buscando manchas bajo sus axilas y estudiando el color de su caca floja en el váter antes de tirar de la cisterna. Y Martín al otro lado de la puerta, taladrando la esperanza. Y lo demás. Las palabras de Martín como esos perros callejeros o como las restricciones de agua, de luz, de felicidad.

Martín se calla, pero sus ojos siguen perdidos en los ojos rancios de Ivana, que lo juzga de una manera incomprensible. Lo anima en silencio a hablar hasta el desastre, hasta que tenga que comerse sus palabras, pero Martín se calla del todo, bebe, se levanta para vaciar el plato hondo que les sirve de cenicero.

Enrique lo busca, diplomático, tienes razón. Y en la concisión de su frase también hay una exhortación.

A Zhenia se le cierran los párpados, pero sigue recta en la silla.

Tengo un minino que se llama Lev. Ivana sonríe, a veces se le olvida que hay una niña bajo su custodia. ¿Un gato? Nadia y Martín cruzan sus ojos un momento. Martín memoriza para luego anotarlo en su libreta: gato. ¿Por qué no lo has traído? Porque a los gatos no se les pasea de un lado a otro. Enrique anuncia que va a ir al baño. Hay un movimiento de sillas, Ivana también se levanta. Su figura resulta electrizante a la luz de las velas, tiene las caderas anchas, sus huesos deben de estar hundidos en la carne. Bajo el vestido el vientre aparece plano como un tambor, en él seguro cabe más de una cabeza acostada, con el hombro y la clavícula encajados en la depresión de sus muslos blancos con hoyitos de celulitis. Se acerca a la niña, adelanta el brazo lleno de pulseras pero no llega a acariciarle la cabeza, se limita a posar la mano en el respaldo de la silla. ¿Tienes sueño, Zhenia? No. ¿Quieres que nos vayamos a casa? No. Zhenia mira fijamente a Martín. Luego mira fijamente a Nadia, incómoda dentro del jersey negro. Mira fijamente a Martín, que le devuelve los ojos inexpresivos. Zhenia apunta: Martín, Martín, nombre de campana, y luego le contesta a la mujer: si tú quieres irte, nos vamos. En ese momento Enrique sale del baño y suelta una carcajada: Ivana, qué buena compañía te has agenciado, su voz suena como el hacha de un leñador cortando el tronco más grande del bosque.

Siguen bebiendo, la noche se hace empalagosa.

Nadia contiene su borrachera como un trofeo. Enrique le pregunta por cummings, pero ella no lo ha leído aún, algún poema suelto nada más. Ambos le cuentan a Ivana el método de préstamo que han establecido. En realidad Nadia preferiría que no lo supiera. ¿Y si quiere unirse a ellos? Enrique desvela: los libros de mujeres poetas que hay en mi casa son de Ivana. La sospecha late como un renacuajo dentro de Nadia: ¿antes vivíais juntos? Ahora es Ivana quien se carcajea: claro que no, le regalé los libros porque no los quiero, hace mucho que no leo, la poesía fue una debilidad de juventud, además nunca entendí nada. Se dirige a Enrique con reprobación, sus codos chocan: pensé que para ti también lo era, qué sorpresa, has vuelto a las andadas. El hombre mantiene la calma y mirando a Nadia a los ojos pronuncia: entretenerse siempre es una salida. ¿Una salida hacia dónde?, continúa Ivana. Pero es Martín el que habla: yo también he dejado de leer.

Zhenia tiene los ojos cerrados. Ivana la coge en brazos como puede y la recuesta en el sillón que hay junto a la ventana, cerca de la máquina de escribir. Con sus extremidades avícolas en una postura antinatural y la cara sin expresión, respirando profundo, parece una enferma.

Nadia piensa o emborrona, el alcohol nube de densidad: es un juego macabro guardar las apariencias. Podrían follar todos contra todos aunque no se gusten. Qué más da.

 

 

 

Bulbo número uno, esperar. Bulbo número dos, veo una cabecita verde que aparece. Bulbo número tres, estéril. Semilla número uno, paciencia. Con las semillas, así hasta cincuenta. Tubérculo número uno, sin preocupación. Terreno bien aireado y mullido, se espera emergencia rápida y desarrollo radicular, ya puedo verlo. Sí al fósforo, sí al potasio, nada de boro, o solo un poco. Tubérculos: confiar en el estiércol. Tubérculos: por favor que no hiele. Si hiela: por favor que rebroten. Esta es mi vida. Miro el suelo como si pudiera atravesarlo con los ojos, calcular la concentración de humedad, comprobar que no haya ningún obstáculo que entorpezca las raíces. Miro al suelo como si pudiera obtener en un simple vistazo la medida justa de salinidad. Todavía no miro al cielo. No creo en los milagros. Yo me ocupo de regar. Es un trabajo arduo. Esta es mi vida. He extralimitado el cerco de mis preocupaciones, ya solo me importan unos cuantos (¡suficientes!) metros cuadrados. Yo soy el suelo arado. Yo soy el surco madre. El vigilante.

Lo demás. ¿Qué queda? Amigos, mujeres. El huerto me ocupa todo el día, no tengo tiempo para distracciones. Amigos, uno que no lo es. Un solo hombre, Enrique el filósofo se hace llamar, Enrique el tabernero lo llamo yo, Enrique el de los libros lo llama Nadia. Absurdos los apelativos, no hay ningún otro Enrique. La confianza se ha convertido en algo menos minucioso. Un amigo, un hombre, es bastante. Damián es demasiado viejo para mí. Mujeres. Tengo tres. Una es mía, la mujer que traje, la artista revelación. Nunca la consideré de mi propiedad, pero ahora también el amor es menos minucioso. Nadia es cuchitril, el sitio donde me meto algunas tardes negras en que la huerta no me reclama. Entro en la casa y voy directo al baño, confiando en que el agua salga caliente, y sale. Froto mi piel de agricultor sin conocimientos, intuitivo, experimental, y me hago rojeces en el pecho y en las ingles por la esponja dura. Salgo suave como un niño y ella está sentada en mi sillón, junto a la máquina de escribir, leyendo o fingiendo que lee. Fácil. Le pregunto si quiere desnudarse y a veces quiere, últimamente quiere casi todas las veces. Pero está perezosa y tengo que ser yo quien la desprenda de la ropa fea que se pone para estar en casa, le quito el libro de las manos, paso un dedo lleno de saliva por sus labios para eliminar los rastros pegajosos de esa mermelada de pera que le ha dado por cocinar, tenemos muchos tarros de mermelada de pera en la alacena, demasiados, confitura insípida porque le haría falta mucho más azúcar. Ella por las tardes hunde los dedos en los tarros, siempre hay varios abiertos, y se la come así, sin pan, sin nada, traga la mermelada insípida de pera mientras lee, mancha las páginas de los libros de esa cosa gelatinosa y verduzca, nada le atañe. Con el mismo dedo con que limpio sus labios rozo sus pezones, los aplasto, están más grandes ahora, dan ganas de comérselos o de arrancarlos, pero yo voy al grano. Si veo que aguanta el frío la alejo de la chimenea y la tumbo en la cama, sobre la manta de leopardo ella se retuerce y mantiene los ojos abiertos hasta que la penetro de una sola vez, sin comprobar el nivel de lubricación, soy un agricultor inexperto, a veces me cuesta entrar en su vagina, pero pronto aquello se adormece y se ensancha, Nadia tapa su cara con la almohada y no hace ruido, yo me muevo, adelante y atrás, arrítmicamente, hasta que se encoge y se contrae y se queda quieta, con las manos crispadas sobre la almohada, aunque no la veo sé que tiene la boca abierta y que su lengua se ha quedado seca y pegada a la funda, entonces aplico velocidad a mi pelvis y escucho con placer el sonido barato de los dos cuerpos, la facilidad de introducción, los huesos como meta, ella sigue con la cara tapada y me gusta verla así, sin saber quién es pero sabiendo que solo puede ser ella, exhausta recibe mi semen, me corro tan adentro como puedo, ni siquiera la he besado, ella tampoco me ha besado a mí, pero me acaricia el pelo y sé que me quiere. Creo que empieza a quererme con sencillez, con la simpleza que necesito. Gracias a eso tan lineal que me ofrece su cuerpo siento que no me importa nada de lo que ella haga, mientras no enferme o no huya, y existe la posibilidad, concentrado observo el bulbo número dos, cabecita verde, semilla cuarenta y siete, tubérculo zanahoria, hay esperanza, de que tampoco eso me importara, pero no puedo jurarlo, es una ilusión, en absoluto una certeza, como mucho una locura de agricultor novato.

Pero no está solamente ella. Hay una niña rubia que me mira. Zhenia, la joven Eugenia, aún un palito sin edad, no es capaz de decirme nada pero yo sé que la hipnotizo. Su presencia es amable, y no es extraño que me haga sentir bien, porque cuando me observa sé que ya soy un hombre. Alguien que puede protegerla, engañarla y hacerla sufrir. Nunca haré ninguna de estas tres cosas. Lo de Ivana es distinto. Amplía mi campo de batalla. No soy un guerrero ni tengo para tanto, pero algo endurece mis raíces, una sensación de libertad. Ya no es Nadia quien me hace sentir pequeño, ahora es Ivana. Todavía tengo mucho que aprender. No he erradicado todos mis miedos, ni siquiera soy capaz de valorar las nuevas posibilidades de la vida. La vida en el campo, me repito. Ivana me reta. Pero ¿a qué?

Otra feminidad más, la máquina de escribir. Mi teclear es un escándalo. Apunto la enumeración en el bloc, las claves secretas del proceso de estudio. Por la noche, Nadia se ocupa de la cena. Cocina cosas raras con los pocos ingredientes que hay, lo hace como un juego, no como una obligación, ella es ahora la boticaria de los fuegos y las cucharas de madera, supongo que se cansará. Yo enciendo una vela gruesa junto al sillón y acerco la mesa pequeña de la máquina de escribir. Introduzco el papel (tengo que tener cuidado de no gastarlo tontamente), chasqueo los dedos, miro mi libreta con la lista de palabras y tecleo: mujeres. El plural es magnífico.

 

 

 

La casa está llena de humo. Cuando Ivana abre las ventanas, el humo consigue escapar. La chimenea de hierro forjado, con puertas de goznes retorcidos y colocada en una esquina del salón, tiene el tiro obstruido. Ivana no sabe qué hacer, separa los troncos para que la llama se apague, intenta cerrar las puertecitas pero estas no se mueven, tose cuando la bocanada le entra por la nariz, chatarra maldita. Zhenia aparece con un vaso lleno de agua, viste un pijama azul celeste que le viene grande, sus pies descalzos asoman los dedos por el borde del algodón. Podemos echar esto para que se apague el fuego, dice. La mujer está arrodillada en el suelo, asfixiada. En las mejillas planas de Ivana hay parches rojos como de fruta demasiado madura. ¡No!, nunca eches agua al fuego, el humo se vuelve espeso y da fatiga, deja ese vaso en la cocina, lo que tengo que hacer es deshollinar esta porquería de chimenea; Zhenia no hace caso y se queda allí con el vaso entre las manos. Si hay un incendio hay que echar agua, afirma tras cavilar unos segundos. La mujer forcejea con las puertas de hierro, intenta cerrarlas, cada vez están más calientes y se daña los dedos. Sus pulseras hacen una música impaciente. Esto no es un incendio, esto es una puta chimenea, ¿no hay chimeneas en tu país?, ¿nunca has visto ninguna? La niña no responde pero parece pensar, en mi país lo que no hay son chimeneas atascadas. El gato huye de la habitación cuando los troncos que Ivana ha separado hacen ruido, uno prende con energía y la llama crece. La mujer da un grito desesperado, se acerca al pijama azul celeste y le arrebata el vaso de las manos para volcarlo con decisión sobre los troncos. Chisporroteo final, redoble de crujidos, lengua de humo pegajoso y blanco y fin del fuego. Zhenia se da la vuelta escondiendo una expresión de triunfo y regresa a su cuarto. Ivana queda en mitad del salón, respirando con hosquedad.

Al rato, cuando la casa ya se ha vaciado de humo, anuncia a la niña que va a salir a buscar ayuda para limpiar el conducto. Se lo dice desde la puerta, y cierra. Está enfadada. Zhenia, sentada sobre el diván, con las piernas cruzadas, se calienta los dedos de los pies con ayuda del cuerpecito del gato, la media sonrisa de ganadora no la ha abandonado, adiós, adiós, que tengas suerte, susurra con hiriente vocecilla. Las uñas del gato se enganchan en el algodón azul. De pronto Zhenia arruga la nariz y la boca, hay una sombra: el pijama apesta a leño chamuscado, se acuerda del camino y de sus padres sentados alrededor de una hoguera, con los rostros envilecidos. Salta del diván, tirando el gato al suelo, y en un par de contorsiones se desembaraza del pijama celeste, lo deja hecho una bola en el suelo, su cuerpecillo desnudo siente el frío que encharca la casa, la mañana se levantó fría, con el cielo como una lija, por eso decidió Ivana poner la chimenea. Zhenia está temblando y piensa que también sus braguitas de elástico flojo olerán a ceniza, se las quita, completamente desnuda se mete bajo las mantas del diván, tapándose incluso la cabeza. Espera.

Por lo menos un par de horas tarda Ivana en regresar. Ya no está enfadada, sino contenta, las pulseras de sus muñecas cantan alegremente cuando abre. Pasa como una flecha al cuarto de baño, el punto más congelado de la casa. Ras, ras, se oyen sus ropas bajando y luego el chapoteo de las manos volcando el agua hacia la pelvis, quizá un poco de pringue. Tararea algo mientras elimina los residuos. Jolgorio. ¿No se hiela? ¿No se le corta la respiración por el contraste de temperaturas? Su cabeza de pelo negro veteado se asoma a la habitación de la niña. No hay niña, solo un bultito bajo las mantas, la luz del mediodía entra por la ventana, la mujer se acerca y le habla sin destaparla. ¡No te hundas en las tinieblas, sal de ahí!, ¿tienes frío?, y se va, ahora hacia la cocina. Zhenia saca la nariz para olisquear. El aire le sigue pareciendo nieve y durante las horas que ha estado escondida bajo las mantas no ha ocurrido nada extraordinario, la pequeña casa sigue siendo la pequeña casa, la ventana, el gato acurrucado sobre el pijama azul en el suelo; sus oraciones no han surtido efecto. En el ambiente flota el sudor de Ivana, acerbo y mareante. La mujer tiene un olor fuerte, único, y Zhenia es escrupulosa. Asco. El flaco cuerpo desnudo se enerva, calienta sus manos aplastándolas entre las ingles.

Comen juntas en la mesa redonda del salón. Ivana se ha esmerado, ha puesto un mantel de tela estampado con ramilletes de uvas verdes y ha encendido varias velas para aliviar la sensación de helor. En el cuenco de arroz blanco hay unos trozos de zanahoria y tiras de col completamente insípidos. El color de los ojos de Ivana es intenso mientras mastica. Esta tarde vienen a arreglarnos el tiro de la chimenea, dormiremos más calentitas. Zhenia apunta: calentitas. Oye, ¿qué has estado haciendo todo este tiempo? ¿Has estado tumbada en la cama dos horas? La niña tira al suelo un pedazo de zanahoria blando para que el gato se lo coma. He rezado. Ivana guarda silencio, luego pregunta: ¿has rezado dos horas seguidas? Otro trozo naranja cae al suelo, el gato traga sin masticar. Es que no vale con rezar un par de minutos, eso lo hacen los infieles. La mujer se levanta y recoge su plato y su vaso para llevarlos a la cocina. Desde allí grita: ¿y rezar durante dos horas sirve para algo? Zhenia deja de comer, suelta el tenedor. Luego lo agarra de nuevo y lo pone en posición perpendicular contra el cristal, sabe que si lo frota conseguirá que el gato huya a causa del chirrido. No lo hace. La mujer regresa y trae los ojos verdes muy abiertos, apoya las manos en la mesa y las pulseras quedan encajadas unas sobre otras tapando sus muñecas redondas. Mira hacia la cabecita rubia que por supuesto no le devuelve la mirada: no puedes estar tan desocupada, hay que hacer algo contigo. Buscaré alguien que te dé clases, ya verás, va a ser divertido. Zhenia apunta: brazalete. Luego: Martín. Después: pringue. Levanta la cara y le dice: a lo mejor hay un nido dentro del tubo de la chimenea.

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