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Authors: Frans de Waal

Tags: #Divulgación cientifica, Ensayo

Primates y filósofos (5 page)

BOOK: Primates y filósofos
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Estas convicciones no surgen, o más bien no pueden surgir, de la fría racionalidad, ya que requieren preocuparse por los otros y tener fuertes «instintos viscerales» sobre el bien y el mal.

Westermarck (1912 [1908], 1917 [1908]) analiza, uno por uno, toda la gama de lo que los filósofos que le precedieron, sobre todo David Hume (1985 [1739]), llamaban «sentimientos morales». Clasificó las emociones retributivas en aquellas emociones derivadas del resentimiento y la ira, que buscan la venganza y el castigo, y aquellas emociones más positivas y prosociales. Aunque en su época se conocían pocos ejemplos de emociones morales en animales —de ahí que confiara en las historias de camellos marroquíes—, ahora sabemos que existen muchos paralelismos en la conducta de los primates. También trata el concepto del «perdón» y cómo el gesto de poner la otra mejilla es apreciado universalmente. Los chimpancés se besan y abrazan después de pelearse, y estas supuestas reconciliaciones sirven para preservar la paz dentro de la comunidad (De Waal y Van Roosmalen, 1979). Existe una creciente bibliografía sobre la resolución de conflictos entre los primates y otros mamíferos (De Waal 1989b, 2000; Aureli y De Waal, 2000; Aureli y otros, 2002). La reconciliación puede no ser lo mismo que el perdón, pero sin duda ambos están relacionados.

Westermarck también ve la protección de otros frente a la agresión como el resultado de lo que él llama «resentimiento compasivo», lo que implica que este comportamiento se basa en la identificación y la empatia con el otro. La protección frente a la agresión es común en monos y simios, así como en muchos otros animales que defienden a sus parientes y amigos. La bibliografía sobre primates ofrece descripciones extensamente investigadas de coaliciones y alianzas, que algunos consideran el rasgo distintivo de la vida social de los primates y la principal razón de que los primates hayan desarrollado sociedades tan complejas y cognitivamente exigentes (por ejemplo, Byrne y Whiten, 1988; Harcourt y De Waal, 1992; De Waal, 1998 [1982]).

Del mismo modo, las emociones retributivas amables («el deseo de proporcionar placer a cambio de placer»: Westermarck, 1912 [1908], pág. 93) tienen un evidente paralelismo con lo que ahora llamamos altruismo recíproco, como la tendencia a corresponder del mismo modo a quienes nos han prestado ayuda. Westermarck añade la sanción moral como una emoción retributiva amable, de ahí que sea un componente del altruismo recíproco. Estas ideas preceden a los debates sobre la «reciprocidad indirecta» en los estudios modernos sobre ética evolutiva, que versan sobre la construcción de la reputación dentro de la comunidad (por ejemplo, Alexander, 1987). Resulta asombroso comprobar que muchas cuestiones planteadas por autores contemporáneos, expresadas en términos algo diferentes, ya están presentes en los escritos de este sueco-finés de hace un siglo.

Quizá la parte más perspicaz de la obra de Westermarck sea aquella en la que trata de abordar la cuestión de qué es lo que define a una emoción moral como moral. Aquí demuestra que en estas emociones hay algo que trasciende los puros instintos viscerales, como cuando explica que estas emociones «se diferencian de las emociones afines no morales por su desinterés, aparente imparcialidad y aire de generalidad» (Westermarck, 1917 [1908], págs. 738-739). Emociones como la gratitud y el resentimiento tienen que ver directamente con el interés propio —cómo le han tratado a uno o cómo uno desea que se le trate—, por lo que son demasiado egocéntricas para ser morales. Las emociones morales deberían estar desconectadas de la situación inmediata de uno: tratan del bien y el mal a un nivel más abstracto y desinteresado. Es sólo cuando hacemos juicios generales sobre cómo se debe tratar a
alguien
que podemos empezar a hablar de aprobación y desaprobación moral. Es en esta área específica, simbolizada a la perfección por el «espectador imparcial» de Smith (1937 [1759]), donde los humanos parecen llegar mucho más lejos que otros primates.

Las secciones 4 y 5 analizan la continuidad entre los dos pilares principales de la moralidad y el comportamiento de los primates. La empatía y la reciprocidad se han descrito como los principales «requisitos previos» (De Waal, 1996) o «componentes básicos» de la moralidad (Flack y De Waal, 2000) y, aunque en modo alguno son suficientes para generar la moralidad como la conocemos, son sin embargo indispensables. No cabe imaginar una sociedad moral humana sin un intercambio recíproco y un interés emocional por los otros. Esto nos brinda un punto de partida concreto para investigar la continuidad imaginada por Darwin. El debate sobre la «teoría de la capa» es fundamental en esta investigación, dado que algunos biólogos evolutivos se han desviado mucho de la idea de continuidad al presentar la moralidad como una farsa tan enrevesada que sólo existiría una especie capacitada para la misma: la nuestra. En realidad, esta opinión carece de base y, como tal, supone un obstáculo para comprender cómo devinimos morales (tabla 1). Mi intención aquí es aclarar las cosas examinando datos empíricos.

L
A EMPATÍA ANIMAL

La evolución rara vez desperdicia cosas. Las estructuras se transforman, se modifican, se cooptan para otro tipo de funciones, o se «retuercen» en otra dirección: un «descenso con modificación», lo llamó Darwin. Así, las aletas frontales de los peces se transformaron en las extremidades posteriores de los animales terrestres, que a su vez se fueron transformando con el tiempo en pezuñas, garras, alas, manos y aletas. En ocasiones, una estructura determinada pierde todas sus funciones y se convierte en algo superfluo, para terminar convirtiéndose en rasgos rudimentarios sin llegar a desaparecer del todo. Así, encontramos vestigios diminutos de huesos de las piernas bajo la piel de las ballenas, o restos de pelvis en serpientes.

Tabla 1, Comparación entre la teoría de la capa y una visión de la moralidad como resultado de los instintos sociales.

Es por esto que para el biólogo, el modelo de muñeca rusa resulta tan satisfactorio, especialmente cuando se le dota de una dimensión histórica. Tengo una muñeca rusa que por fuera muestra al presidente Vladimir Putin, tras el cual descubrimos, por este orden, a Yeltsin, Gorbachov, Brezhnev, Kruschev, Stalin y Lenin. Para la mayoría de los analistas políticos, encontrar al pequeño Lenin o Stalin dentro de Putin no ha de ser motivo de sorpresa. Lo mismo ocurre con los rasgos biológicos: lo viejo siempre está presente en lo nuevo.

Todo esto es importante en el debate sobre el origen de la empatia, puesto que el psicólogo tiende a ver el mundo con ojos diferentes a los del biólogo. En ocasiones, los psicólogos colocan nuestros rasgos más avanzados sobre un pedestal, ignorando o incluso negando los antecedentes más sencillos de los mismos. Creen así en el cambio brusco, al menos en lo que a nuestra especie se refiere. Esto nos conduce a explicaciones poco probables sobre los orígenes que postulan discontinuidades con respecto al lenguaje, del que se dice que resulta de un «módulo» único en el cerebro humano (por ejemplo, Pinker, 1994), o con respecto a la cognición humana, de la que se dice que tiene orígenes culturales (por ejemplo, Tomasello, 1999). Es cierto que las capacidades humanas pueden alcanzar cimas verdaderamente increíbles, como por ejemplo el hecho de que yo entienda que tú me entiendes, etcétera. Pero esta «empatia reiterada», como la llaman los fenomenólogos, no es innata. Tanto desde el punto de vista del desarrollo como del de la evolución, las formas avanzadas de empatia se ven precedidas y surgen de otras formas más elementales de la misma. De hecho, bien podría decirse que las cosas son al revés. Greenspan y Shanker (2004) proponen que, más que la aparición de la lengua y la cultura en nuestra especie coincidente con el Big Bang y una posterior transformación del modo en que nos relacionamos con los demás, habría que buscar el origen de la lengua y la cultura en las tempranas conexiones emocionales y las «proto-conversaciones» que se producen entre la madre y el niño. En lugar de la empatia como meta, éste podría haber sido el punto de partida.

Los biólogos prefieren aquellas explicaciones que van de abajo arriba antes que las que van en dirección contraria, aun cuando sin duda haya espacio para estas últimas. Una vez que los procesos superiores de ordenación existen, modifican los procesos de la base. El sistema nervioso central es un buen ejemplo de este modo de procesamiento de arriba hacia abajo, tal como ocurre en el control que el córtex prefrontal ejerce sobre la memoria. La memoria no se localiza en el córtex prefrontal, pero podemos dar «órdenes» para recuperarla (Tomita y otros, 1999). Del mismo modo, la cultura y el lenguaje dan forma a las expresiones empáticas. La distinción entre «ser el origen de» y «dar forma a» es esencial, y aquí sostendré que la empatia es la forma original y prelingüística de vinculación interindividual que sólo de forma secundaria se ha visto sometida a la influencia del lenguaje y la cultura.

Las explicaciones que van de lo más simple a lo más complejo son lo opuesto de las teorías Big Bang. Presuponen una continuidad entre el pasado y el presente, entre niños y adultos, humanos y animales, incluso entre humanos y los mamíferos más primitivos. Podemos presuponer que la empatia evolucionó en primera instancia dentro del contexto del cuidado paternal, que entre los mamíferos es obligatorio (Eibl-Eibesfeldt, 1974 [1971]; MacLean, 1985). Al dar muestras de su estado mediante las sonrisas y los lloros, las crías humanas presionan a sus cuidadores para que les presten atención y actúen en consecuencia (Bowlby, 1958). Lo mismo es aplicable a otros primates. El valor de supervivencia de estas interacciones es evidente. Por ejemplo, una chimpancé hembra perdió a toda una serie de crías a pesar de su intenso y positivo interés porque estaba sorda y no corrigió los problemas en las posturas adoptadas en respuesta a sus gritos de ayuda, tales como sentarse sobre las crías o agarrarlas boca abajo (De Waal, 1998; [1982]).

En el caso de una característica humana tan omnipresente como la empatia, que además se desarrolla tan pronto (por ejemplo, Hoffman, 1975; Zahn-Waxler y Radke-Yarrow, 1990), y que muestra correlatos neurales y fisiológicos tan importantes (por ejemplo, Adolphs y otros, 1994; Rimm-Kaufman y Kagan, 1996; Decety y Chaminade, 2003), así como un sustrato genético (por ejemplo, Plomin y otros, 1993), resultaría verdaderamente extraño si no existiera una continuidad evolutiva con otros mamíferos. Sin embargo, la posibilidad de que la empatia y la compasión se den en otros animales se ha ignorado durante largo tiempo. Esto se debe en parte a un miedo excesivo al antropomorfismo, que ha sofocado los intentos de investigar las emociones animales (Pankseep, 1998; De Waal, 1999, apéndice A), y en parte también al retrato parcial que los biólogos han hecho del mundo natural como arena de combate más que de conectividad social.

¿Qué es la empatía?

Los animales sociales necesitan coordinar acciones y movimientos, responder colectivamente a situaciones de peligro, comunicarse sobre la comida y el agua, y ayudar a quienes lo necesitan. La sensibilidad o grado de respuesta a los estados de comportamiento de sus congéneres va desde la bandada de pájaros que emprende el vuelo todos a una porque uno de ellos se ha asustado ante la presencia de un predador, hasta una madre simio que vuelve hacia una cría lloriqueante para ayudarla a ir de un árbol a otro convirtiendo su cuerpo en un puente entre los dos. El primer caso es una transmisión del temor similar a un reflejo que posiblemente no implique una comprensión de lo que motivó la reacción inicial, pero que es sin lugar a dudas adaptativo. Un pájaro que nó emprenda el vuelo al mismo tiempo que el resto de la bandada podría convertirse en presa. La presión en la selección para prestar atención a los demás ha debido ser enorme. El ejemplo de la madre-simio es más selectivo, ya que implica la ansiedad de oír llorar a la propia descendencia, una evaluación de los motivos de su aflicción y un intento por mejorar la situación.

Existen numerosos ejemplos de primates que acuden en auxilio de otros en el transcurso de una pelea, rodeando con su brazo a la víctima de un ataque, u ofreciendo otras respuestas emocionales al dolor de otros (cuestión que trataremos más adelante). De hecho, se cree que prácticamente toda la comunicación entre primates no humanos está emocionalmente mediatizada. Nos resulta familiar el papel central que las emociones tienen en las expresiones faciales humanas (Ekman, 1982), pero cuando se trata de monos y simios —que cuentan con una colección de expresiones homologas (Van Hooff, 1967)— las emociones parecen igualmente importantes.

Cuando el estado emocional de un individuo hace que otro adopte un estado igual o similar, hablamos de «contagio emocional» (Hatfield y otros, 1993). Aun cuando dicho contagio es sin lugar a dudas un fenómeno básico, va más allá del hecho de que un individuo se vea afectado por el estado de otro: los dos individuos a menudo se implican en una interacción directa. Así, un niño que haya sido rechazado podrá tener una pataleta ante su madre, o un socio preferente puede mendigar comida de otro que la tenga mediante movimientos, vocalizaciones y expresiones faciales que lleven a la compasión. En otras palabras, los estados emocionales y motivaciones a menudo se manifiestan a través de comportamientos específicamente dirigidos a un compañero.

Con la creciente diferenciación entre el yo y el otro, así como una creciente apreciación de las circunstancias precisas que subyacen en los estados emocionales de los demás, el contagio emocional se convierte en empatia. La empatia comprende —y no podría haber surgido sin— el contagio emocional, pero va más allá que éste al colocar una serie de filtros entre el estado del otro y el propio. En los humanos, comenzamos a añadir estas capas cognitivas hacia los 2 años de edad aproximadamente (Eisenberg y Strayer, 1987).

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