Read Primates y filósofos Online

Authors: Frans de Waal

Tags: #Divulgación cientifica, Ensayo

Primates y filósofos (10 page)

BOOK: Primates y filósofos
11.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Celebramos la racionalidad, pero a la hora de la verdad le asignamos un peso muy pequeño (Macintyre, 1999). Esto es especialmente cierto en el terreno de lo moral. Imaginemos que un consejero extraterrestre nos diera la orden de matar a la gente tan pronto como enfermaran de gripe. Con ello, nos diría, mataríamos un número menor de personas que el número de gente que moriría si permitiésemos que la enfermedad siguiera su curso. Al atajar la epidemia, salvaríamos vidas. Por muy lógico que esto pueda sonar, dudo que muchos optasen por este plan, debido a que la moralidad humana está firmemente anclada en las emociones sociales, con la empatia como centro. Las emociones son nuestra brújula. Matar a miembros de nuestra propia comunidad nos causa una gran repulsa, y nuestras decisiones morales son reflejo de estos sentimientos. Por esta razón, la gente se opone a poner en práctica soluciones morales que impliquen causar daño a otros (Greene y Haidt, 2002). Esto podría deberse a que la violencia siempre ha estado sujeta a la selección natural, mientras que las deliberaciones de carácter utilitario no lo han estado.

La postura intuicionista sobre la moralidad recibe apoyo de los estudios con niños. Los psicólogos del desarrollo solían creer que un niño aprende a hacer distinciones de carácter moral a raíz del miedo al castigo y del deseo de recibir elogios. Al igual que los teóricos de la capa, concebían la moralidad como procedente del exterior, algo que los adultos impondrían sobre el niño, pasivo y egoísta por naturaleza. Solía pensarse que los niños adoptaban los valores de los padres para construir el superego, la agencia moral del yo. Dejados a su libre albedrío, los niños no llegarían nunca a nada cercano a la moralidad. Sin embargo, ahora sabemos que ya a edades tempranas los niños entienden la diferencia entre los principios morales («No robes») y las convenciones culturales («No vayas en pijama a la escuela»). Aparentemente, son capaces de apreciar que la ruptura de ciertas normas hace daño y causa angustia a los demás, mientras que la ruptura de otras simplemente viola las expectativas sobre lo que es adecuado. Las actitudes de los niños no parecen estar exclusivamente basadas en nociones de castigo y recompensa. Aun cuando muchos manuales pediátricos todavía describen a los niños pequeños como monstruos egocéntricos, es evidente que al año de edad los niños ya son capaces de consolar a una persona afligida (Zahn-Waxler y otros, 1992), y que poco después comienzan a desarrollar una perspectiva moral a través de las interacciones con otros miembros de su misma especie (Killen y Nucci, 1995).

En lugar de «infligir daños al sauce», como en el ejemplo de Mencio, para hacer tazas y cuencos a partir de una moralidad artificial, nos basamos en un crecimiento natural en el que las emociones simples, como las que encontramos en los niños pequeños y animales sociales, se van desarrollando en sentimientos más refinados que incluyen a los demás y que reconocemos como subyacentes a la moralidad. Mi propia tesis aquí gira, evidentemente, alrededor de la continuidad existente entre los instintos sociales humanos y aquellos de nuestros parientes más próximos (monos y simios), pero presiento que estamos a las puertas de un giro paradigmático que terminará situando con firmeza la moralidad en el centro emocional de la naturaleza humana. Las ideas de Hume vuelven, y lo hacen a lo grande.

¿Por qué la biología evolutiva se apartó de esta senda en el último cuarto del siglo XX? ¿Por qué se consideraba la moralidad como antinatural, y por qué los altruistas eran descritos como hipócritas? ¿Por qué las emociones quedaron apartadas del debate? ¿O por qué, por ejemplo, se repetían los llamados a ir contra nuestra naturaleza y a desconfiar del «mundo darwiniano»? La respuesta se halla en lo que yo he llamado
el error de Beetboven
. Al igual que se dice que Ludwig van Beethoven produjo sus bellas e in tricadas composiciones en uno de los apartamentos más sucios y desordenados de toda Viena, tampoco existe una conexión entre el proceso de selección natural y sus resultados. El «error de Beethoven» consiste en pensar que, puesto que la selección natural es un proceso cruel y despiadado de eliminación, únicamente podría haber producido criaturas igualmente crueles e inmisericordes (De Waal, 2005).

Esa olla a presión que es la naturaleza, sin embargo, no funciona así. Llana y simplemente, favorece a aquellos organismos que sobreviven y se reproducen; la forma en que lo hagan es una cuestión abierta. Cualquier organismo que siendo más o menos agresivo, cooperativo o bondadoso que el resto realice la mejor tarea propagará sus genes.

En el proceso, no se especifica cuál es la receta para el éxito. La selección natural puede dar lugar a un increíble espectro de organismos, desde los más asocíales y competitivos a los más amables y benévolos. Puede que este mismo proceso no haya especificado nuestras normas y valores morales, pero nos ha dotado de la estructura psicológica, las tendencias y las habilidades necesarias para desarrollar una brújula que tenga en cuenta los intereses de la comunidad en su conjunto capaz de guiarnos en la toma de decisiones vitales. Aquí reside la esencia de la moralidad humana.

Apéndice A

ANTROPOMORFISMO
Y ANTROPONEGACIÓN

A menudo, cuando los visitantes humanos se acercan a los chimpancés de la Yerkes Field Station, una hembra adulta llamada Georgia (figura 8) camina apresuradamente hacia el grifo para recoger un poco de agua antes de que éstos lleguen. Después, Georgia se mezcla de forma casual con el resto de la colonia, parapetada detrás de la valla de su recinto al aire libre, y ni aun el más avezado observador sería capaz de notar nada particularmente singular sobre ella. Si es necesario, Georgia espera varios minutos con los labios apretados hasta que los visitantes se acercan. Se suceden los gritos, las risas, los saltos y a veces las caídas cuando de repente Georgia les riega con el agua.

Ésta no es una mera «anécdota», puesto que Georgia realiza esta acción siempre de forma predecible; he conocido a unos cuantos simios capaces de sorprender a personas un tanto ingenuas... y no tan ingenuas. Hediger (1955), el gran zoobiólogo suizo, cuenta que aun cuando siempre estaba preparado para enfrentarse a un reto similar y tras prestar atención a todos los movimientos del simio, se vio empapado gracias a la acción de un viejo chimpancé que se había pasado la vida perfeccionando este pasatiempo.

Figura 8. Georgia, la chimpancé traviesa, fascinada con su propio reflejo en la lente de la cámara. Fotografía del autor.

En cierta ocasión en la que me encontré en una situación parecida con Georgia (esto es, me había dado cuenta de que se había ido hacia el grifo y que se acercaba sigilosamente a mí), la miré muy fijamente a los ojos y, mientras la apuntaba con el dedo, le dije en holandés: «¡Te he visto!». Inmediatamente se alejó, dejó caer parte del' agua y se tragó el resto. Con esto evidentemente no quiero decir que Georgia comprenda el holandés, pero sí que debe haber sentido que yo sabía lo que se traía entre manos, y que yo no iba a ser un blanco fácil.

Los científicos que trabajan con estos fascinantes animales se encuentran en una situación curiosa, al no poder evitar interpretar muchas de sus acciones en términos humanos, lo cual instantáneamente provoca las iras de filósofos y de otros científicos, muchos de los cuales trabajan con ratas o palomas, o sin ningún tipo de animal. Incapaces de hablar a partir de su experiencia de primera mano, estos críticos deben sentirse muy seguros de sí mismos cuando descartan las explicaciones de los primatólogos por antropomórficas y explican por qué debemos evitar caer en el antropomorfismo.

Si bien nunca han llegado a mis oídos ejemplos de tácticas de emboscada espontánea en ratas, lo cierto es que es concebible que estos animales pudieran recibir entrenamiento a través del refuerzo positivo para retener agua en su boca y situarse entre otras ratas. ¿Qué tendría de malo que las ratas aprendieran a hacer algo así? El mensaje de los críticos del antropomorfismo va en la línea del «Georgia no tiene ningún plan; Georgia no sabe que está engañando a la gente; Georgia simplemente aprende cosas más rápidamente que una rata». Así, en lugar de buscar el origen de las acciones de Georgia dentro de ella y atribuirle una intención, proponen buscar el origen de las mismas en su entorno y la forma en que ese entorno condiciona el comportamiento. En lugar de ser la diseñadora de su propia y desagradable ceremonia de recibimiento, la simia habría sido víctima de la irresistible fuerza de la sorpresa y la irritación de los humanos. ¡Georgia es inocente!

Pero ¿por qué dejar que se vaya de rositas tan fácilmente? ¿Por qué a un ser humano que actuase así lo amonestaríamos, arrestaríamos o lo consideraríamos responsable de sus actos, mientras que a un animal, aun uno que pertenece a una especie que tanto se parece a nosotros, le consideramos un mero instrumento pasivo de contingencias basadas en el estímulo-respuesta? En tanto que la ausencia de intencionalidad es tan difícil de probar como su existencia, y en tanto que nunca se ha probado que los animales difieran de forma esencial de las personas en este sentido, resulta difícil comprender la base científica de presunciones tan opuestas entre sí como éstas. Ciertamente, este dualismo tiene sus orígenes parciales fuera del campo de la ciencia.

El dilema al que hoy por hoy se enfrenta la ciencia de la conducta puede resumirse en la elección entre la economía cognitiva y la evolutiva (De Waal, 1991; 1999). La economía cognitiva es la base tradicional del conductismo norteamericano. Nos insta a no invocar procesos mentales superiores si podemos explicar un fenómeno a través de los procesos inferiores. Esto favorece una explicación sencilla, como por ejemplo el comportamiento condicionado, por encima de explicaciones más complejas como el engaño intencional. Hasta aquí, bien (pero véase Sober, 1990). La
economía evolutiva
, por el contrario, tiene en cuenta la filogenia compartida. Postula que si dos especies con un vínculo de parentesco cercano actúan de la misma forma, entonces sus procesos mentales son, probablemente, los mismos. La alternativa nos llevaría a asumir una evolución de procesos divergentes que producen comportamientos similares, lo cual parece una suposición muy poco económica para organismos separados por apenas unos pocos millones de años en términos evolutivos. Si normalmente no proponemos causas diferentes para el mismo tipo de comportamiento entre por ejemplo perros y lobos, ¿por qué lo hacemos en el caso de humanos y chimpancés?

En resumen: el tan apreciado principio de la economía tiene dos caras. Al tiempo que se supone que debemos dar primacía a explicaciones cognitivas basadas en procesos menos complejos que otros, no deberíamos crear una doble vara de medir según la cual el comportamiento compartido de humanos y chimpancés se explicaría de diferentes modos. Si los ejemplos del comportamiento humano con frecuencia invocan habilidades cognitivas complejas —y con toda seguridad así es (Michel, 1991)—, debemos evaluar cuidadosamente hasta qué punto estas habilidades podrían estar también presentes en los simios. No es necesario que nos apresuremos a sacar conclusiones, pero al menos deberíamos considerar esta posibilidad.

Aunque sintamos de forma más urgente la necesidad ampliar nuestros horizontes cuando se trata de nuestros parientes los primates, esto no quiere decir que tengamos que limitarnos a este grupo taxonómico o a ejemplos de cognición compleja. Los estudiosos del comportamiento animal se enfrentan a la elección de poder clasificar a los animales como meros autómatas o dotarles de volición y capacidades de procesamiento de la información. Allí donde una corriente de pensamiento nos avisa del peligro de dar por sentadas cosas que no podemos probar, otra nos avisa del peligro de dejar fuera de nuestro radar lo que podría haber ahí fuera: para el observador humano, incluso los peces y los insectos parecen impulsarse por sistemas de motivación, deseo y búsqueda internos que les hacen conscientes del entorno en el que se mueven. Las descripciones que colocan a los animales más cerca de nosotros que de las máquinas adoptan un lenguaje que estamos más acostumbrados a utilizar para la actividad humana. Es inevitable que dichas descripciones suenen antropomórficas.

Evidentemente, si definimos el antropomorfismo como la atribución errónea de cualidades humanas a los animales, a nadie le gusta verse asociado a esta idea. Pero en la mayor parte de las ocasiones utilizamos una definición más amplia, esto es, definimos el antropomorfismo como la descripción del comportamiento animal en términos humanos y, por lo tanto, dotados de intención. Aun cuando ningún defensor del antropomorfismo defendería la aplicación de este tipo de lenguaje sin sentido crítico, hasta los más decididos oponentes del antropomorfismo aceptan su valor como herramienta heurística. Es este empleo del antropomorfismo como medio para llegar a la verdad, más que como fin en sí mismo, lo que distingue su utilización en la ciencia del uso que de él hacen los no especialistas. El objetivo último del científico que utiliza un lenguaje antropomórfico no es el de lograr una proyección plenamente satisfactoria de sentimientos humanos en un animal, sino la de formular ideas que puedan ser probadas y observaciones replicables.

Esto exige estar plenamente familiarizado con la historia natural y con los rasgos especiales de las especies a investigar, así como un esfuerzo para suprimir la cuestionable suposición de que los animales sienten y piensan como nosotros. Una persona que no es capaz de imaginar que las hormigas saben bien no puede antropomorfizar exitosamente al comedor de hormigas. De modo que, para que nuestro lenguaje tenga algún valor heurístico, debe respetar las peculiaridades de la especie al tiempo que las representa de tal forma que pueda llegar a apelar a la sensibilidad humana. Nuevamente, esto es más fácil de conseguir con animales que están más próximos a nosotros que con animales que se mueven en un medio diferente o que perciben el mundo a través de diferentes sistemas sensoriales, como los delfines o las ratas. Apreciar la diversidad del
Umwelten
(Von Uexhüll, 1909) en el reino animal sigue siendo hoy en día uno de los principales retos a los que se enfrentan los estudiosos del comportamiento animal.

BOOK: Primates y filósofos
11.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Wicked Day by Christopher Bunn
Silent Killer by Beverly Barton
More Than Anything by R.E. Blake
Mandate by Viola Grace
Bittersweet Revenge by J. L. Beck
Corral Nocturne by Elisabeth Grace Foley
Bad Girlfriend by Cumberland, Brooke
Fire Fire by Eva Sallis
Stealing Bases by Keri Mikulski