Poco después de que oscureciese, Akin despertó para descubrir que alguien le agarraba en brazos, mientras otros dos intentaban meterle algo en la boca.
De inmediato supo que aquellos hombres habían abusado de su bebida alcohólica. Hedían a ella. Y hablaban gangosamente, era difícil entenderles.
De algún modo habían encendido un fuego y, a la luz del mismo, Akin pudo ver a dos de ellos echados en el suelo, dormidos. Los otros tres estaban ocupados con él, tratando de hacerle comer unos frutos silvestres que habían machacado.
Sin necesidad de que su lengua tocase los frutos machacados supo que eran mortíferos, que no debían de ser comidos, de ningún modo. Machacados como lo estaban aquéllos, podían incapacitarlo antes de que pudiese deshacerse de ellos. Y luego, seguramente, le matarían.
Luchó y gimió como mejor pudo, sin abrir la boca. Su única esperanza, pensó, era despertar a los dormidos para que viesen cómo estaba a punto de ser destruido su artículo destinado al comercio.
Pero los durmientes siguieron dormidos. Y los que estaban tratando de darle los frutos venenosos se limitaron a reírse de sus esfuerzos. Uno de ellos le tapó la nariz y le abrió la boca.
Llevado por la desesperación, Akin vomitó sobre la mano que lo violentaba.
El hombre se echó hacia atrás, maldiciendo. Tropezó con uno de los dormidos y cayó al fuego.
Hubo una terrible confusión de gritos y blasfemias, y el refugio se llenó de un hedor a vómito, sudor y alcohol. Los hombres luchaban entre sí, sin saber lo que hacían. Akin huyó fuera antes de que acabasen derribando el refugio.
Aterrado, confuso, solitario hasta casi sentirse mal físicamente, el niño escapó a la selva. Era mejor tratar de volver a casa. Era mejor correr el riesgo de los animales hambrientos y los insectos venenosos que permanecer con aquellos hombres, capaces de cualquier cosa, de cualquier acto irracional. Mejor estar completamente solo que solitario entre seres peligrosos a los que no comprendía.
Lo que realmente le aterraba era la soledad. Probablemente podría evitar a los caimanes y las anacondas, y la mayoría de los insectos que picaban o mordían no eran mortíferos.
Pero, estar solo en la selva…
Sentía nostalgia de Lilith, de que lo tomase en brazos y le diese su dulce leche.
Los hombres se dieron cuenta rápidamente de que el niño había desaparecido.
Quizás el dolor del fuego y los palos de ciego, el hundimiento del refugio, y el repentino chapuzón de la lluvia les devolvió el sentido. Se dispersaron para ir en su busca.
Akin era un animalillo asustado, incapaz de moverse con rapidez ni de coordinar bien sus movimientos. Podía oírlos y, ocasionalmente, verlos; pero no podía apartarse de ellos lo bastante aprisa. Ni podía ser tan silencioso como hubiera deseado. Afortunadamente, la lluvia ocultaba su torpeza.
Avanzó tierra adentro, penetrando más profundamente en la selva, en la oscuridad en la que él podía ver y los humanos no. Brillaban con un calor corporal que ellos mismos no podían captar. Akin también brillaba, y usaba esto y la luz del calor de la vegetación para guiarse. Por primera vez en su vida le alegraba que los humanos no tuviesen esta habilidad.
Lo hallaron sin necesidad de ella.
Huía tan rápidamente como le era posible. La lluvia cesó, y sólo hubo el sonido de insectos y ranas para ocultar sus errores. Aparentemente, no era bastante: uno de los hombres lo oyó. Vio como el hombre giraba en redondo para mirar. Se quedó helado, esperando no ser visto, medio cubierto como estaba por las hojas de varías plantas pequeñas.
—¡Aquí está! —gritó el hombre—. ¡Lo he encontrado!
Akin corrió más allá de un enorme árbol, con la esperanza de que el hombre se enredase con las colgantes lianas o tropezase con las raíces que salían del suelo. Pero tras el árbol había otro hombre que se acercaba al lugar de los gritos. Desde luego no vio a Akin…, en realidad ni parecía ver el árbol. Pero tropezó con el niño y cayó contra el árbol, luego retorció el cuerpo, extendió los brazos y los movió casi como si estuviera dando brazadas de natación. Akin no fue lo bastante rápido como para escapar a las tanteantes manos.
Fue atrapado, palpado con fuerza por todo el cuerpo, luego alzado y llevado en volandas.
—¡Lo tengo! —aulló el hombre—. Está perfectamente. Sólo mojado y frío.
Akin no estaba frío. Su temperatura normal era algo inferior a la de los humanos, por lo que su piel siempre les parecía fría.
Cansinamente, descansó la cabeza contra el hombre. No había escapatoria. Ni siquiera de noche, cuando su habilidad visual le daba ventaja. No podía escapar a hombres hechos y derechos que estuviesen decididos a conservarlo.
Entonces, ¿qué podía hacer? ¿Cómo podría salvarse de su impredecible violencia? ¿Cómo podría seguir con vida, al menos hasta que lo vendiesen?
Apoyó la cabeza en el hombro de su captor y cerró los ojos. Quizá no pudiera salvarse. Tal vez no hubiera otra cosa que hacer sino esperar hasta que lo asesinasen.
El hombre que lo llevaba le frotó la espalda con la mano libre.
—Pobre crío. Tiembla como un poseso. Espero que esos imbéciles no te hayan hecho enfermar. ¿Qué sabemos nosotros de cuidar a un niño enfermo? Aunque…, lo cierto es que tampoco sabemos cuidar a uno que esté bueno.
Sólo estaba murmurando para sí, pero al menos no culpaba a Akin de lo que había pasado. Y no lo había agarrado por un brazo o una pierna. Aquello era un cambio para bien. Deseó atreverse a pedirle al hombre que no le frotase la espalda: el que le frotasen en esa zona era como si le pasasen la mano por unos ojos que no pudiese proteger cerrándolos.
Pero el hombre estaba queriendo mostrarse amable.
Akin lo miró con curiosidad. Tenía el cabello y la barba más cortos y brillantes de todo el grupo. Ambos tenían el color del cobre y resultaban muy vistosos. No había sido él quien había golpeado a Tino. Y había estado dormido cuando sus amigos habían intentado envenenarle. En el bote había permanecido detrás de Akin, remando, descansando o achicando agua. Había prestado escaso interés al niño, excepto para mostrar una momentánea curiosidad. Ahora, sin embargo, lo sostenía de un modo confortable, descansándole el cuerpo y permitiéndole agarrarse, en lugar de aferrarlo y apretarlo hasta dejarlo sin aliento. Ahora ya había dejado de frotarle, y Akin se sintió bien. Si aquel hombre le dejaba, se quedaría cerca de él. Quizá, con su ayuda, pudiera sobrevivir hasta que lo vendiesen.
Akin durmió el resto de la noche con el pelirrojo. Simplemente esperó hasta que el hombre hubo colocado su colchoneta bajo el reconstruido refugio y se hubo echado en ella. Entonces, Akin reptó hasta la colchoneta y se echó a su lado. El hombre alzó la cabeza, frunció el ceño mirando al niño, y luego dijo:
—De acuerdo, chico…, siempre que no te mees en la cama.
A la mañana siguiente, mientras el pelirrojo compartía con Akin su escaso desayuno, el que originalmente lo había capturado vomitó sangre y se desplomó.
Asustado, Akin lo contempló desde detrás del pelirrojo. Esto no debería de estar pasando. ¡No debería de estar pasando! El niño se abrazó a sí mismo, temblando y jadeando. El hombre sufría, sangraba, estaba enfermo…, y lo único que podían hacer sus amigos para ayudarle era ponerlo plano en el suelo y volverle la cabeza hacia un lado, para que no volviera a tragarse su propia sangre.
¿Por qué no le buscaban un ooloi? ¿Cómo podían dejar que su amigo sangrase así? Podía perder demasiada sangre y morirse. Akin había oído hablar de humanos a los que les sucedía aquello. Sin ayuda, no podían impedir que siguiese la hemorragia. Akin podía controlar la pérdida de sangre en el interior de su propio cuerpo, pero no sabía cómo enseñarle esta habilidad a un humano. Quizá fuese algo que no pudiese ser enseñado. Y no podía hacerlo por otro, como lo habría hecho un ooloi.
Uno de los hombres bajó al río y trajo agua. Otro se sentó junto al enfermo y le fue limpiando la sangre…, pese a que no dejaba de sangrar.
—¡Jesús! —exclamó el pelirrojo—. Nunca antes había estado tan mal.
Miró a Akin, frunció el ceño, y luego lo alzó en brazos y se fue con él hacia el río. Se encontraron con el hombre que había ido a por el agua y que volvía con un cazo lleno.
—¿Está bien? —preguntó el hombre, parándose tan en seco que derramó parte del agua.
—Aún sigue echando sangre. Pensé que era mejor llevar al chico a otra parte.
El hombre se apresuró, vertiendo algo más de agua.
El pelirrojo se sentó en un árbol caído y colocó a Akin frente a él.
—¡Mierda! —murmuró para sí. Puso un pie sobre el árbol, apartando la mirada del chico.
Akin siguió sentado, deseando hablar y sin atreverse a hacerlo, casi enfermo a causa del hombre que sangraba. Era un error el permitir tanto sufrimiento, un error absoluto el desperdiciar así una vida que aún no tenía por qué acabar sin que le hubiese llegado el momento, sin equilibrio, sin compartir.
El pelirrojo lo agarró y lo alzó en el aire, mirándole ansiosamente a la cara.
—No irás a ponerte enfermo tú también, ¿verdad? —le preguntó—. Por Dios, no lo hagas.
—No —susurró Akin.
El hombre le miró fijamente.
—Así que puedes hablar. Tilden dijo que debías de saber algunas palabras. Pero, siendo lo que eres, seguro que sabes más que algunas, ¿verdad?
—Sí.
Hasta más tarde, Akin no se dio cuenta de que el hombre no había esperado ninguna respuesta. Los seres humanos hablaban con los árboles, los ríos, los botes y los insectos del mismo modo que hablaban con los bebés. Hablaban por hablar, pero pensaban que estaban hablando con cosas que no les entendían. Les sobresaltaba y asustaba cuando algo, que debería haber permanecido mudo, les contestaba de un modo inteligente. Todo eso lo comprendió Akin más tarde. Ahora, sólo podía pensar en el hombre vomitando sangre y quizá muriendo tan incompleto. Y el pelirrojo se había mostrado amable. Quizá le escuchase.
—Morirá —susurró Akin, sintiéndose como si estuviese pronunciando una espantosa blasfemia.
El pelirrojo lo dejó de nuevo, contemplándolo con incredulidad.
—Un ooloi detendría la sangre y el dolor —dijo Akin—. Y no lo retendría ni le haría nada. Sólo lo curaría.
El hombre agitó la cabeza y abrió mucho la boca.
—¿Qué infiernos eres? —Ya no había amistad o bondad en su voz. Akin se dio cuenta de que había cometido un error. ¿Cómo remediarlo? ¿Guardando silencio? No, ahora el silencio sería considerado como testarudez, quizá castigado como tal.
—¿Por qué debe de morir tu compañero? —preguntó con toda la apasionada convicción que sentía.
—Tiene sesenta y cinco años —dijo el hombre, apartándose de Akin—. O, al menos, ha estado despierto en total esos sesenta y cinco años. Ése es un período decente de tiempo para vivirlo un ser humano.
—Pero está enfermo, sufre.
—Sólo es una úlcera. Ya tenía una antes de la guerra. Los gusanos se la curaron, pero le volvió al cabo de unos años.
—Podría ser curada de nuevo.
—Creo que él mismo se cortaría el cuello antes que dejarse tocar por una de esas cosas. Yo, al menos, lo haría.
Akin miró al hombre, tratando de comprender esta nueva expresión de odio y repulsión. ¿Sentía aquello por Akin, como por los oankali? Estaba mirándole.
—¿Qué infiernos eres? —le preguntó.
Akin no supo qué contestarle. El hombre sabía lo que era.
—Realmente, ¿qué edad tienes?
—Diecisiete meses.
—¡Joder! ¿Qué nos están haciendo los gusanos? ¿Qué clase de madre tuviste?
—Nací de una mujer humana. —Eso era lo que verdaderamente quería saber. No quería oír que Akin había tenido dos madres, del mismo modo que había tenido dos padres. Ya lo sabía, aunque probablemente no lo entendía. Tino había sido muy curioso respecto a todo ello, y le había hecho a Akin preguntas que le avergonzaba hacer a sus nuevos familiares. Este hombre también sentía curiosidad, pero era una curiosidad del tipo que hacía que algunos humanos dieran la vuelta a troncos podridos…, para así disfrutar sintiendo asco por lo que vivía bajo ellos.
—Aquel tipo de Fénix, ¿era tu padre?
A su pesar, Akin se echó a llorar. Había pensado muchas veces en Tino, pero no había tenido que hablar de él. Le dolía hablar de él.
—¿Cómo podéis odiarlo tanto a él, y aun así quererme a mí? Él era humano como vosotros, y en cambio yo no lo soy, pero uno de vosotros lo mató.
—Era un traidor a su especie. Él eligió ser traidor.
—Él nunca hizo daño a otros seres humanos. Ni siquiera estaba tratando de hacerle daño a nadie cuando lo asesinasteis. Sólo tenía miedo por mí.
Silencio.
—Si yo soy valioso, ¿cómo puede estar mal lo que él hizo?
El hombre le miró con profundo disgusto.
—Quizá no seas valioso.
Akin se limpió la cara y miró, mostrando su propio disgusto, al hombre que defendía el asesinato de Tino, un hombre que nunca le había hecho daño a él.
—Seré valioso para vosotros —le dijo—. Lo único que tengo que hacer es quedarme callado. Así os podréis librar de mí, y yo podré librarme de vosotros.
El hombre se alzó y se marchó.
Akin se quedó donde estaba. Los hombres no lo abandonarían aquí, pasarían por aquel lugar cuando bajasen al río. Estaba asustado, se sentía mal y temblaba de rabia. Nunca había sentido una mezcla así de emociones intensas. ¿Y de dónde habían salido sus últimas palabras? Le hacían pensar en Lilith, cuando estaba irritada. La ira de Lilith siempre le había asustado, y sin embargo la llevaba dentro. Lo que había dicho era bastante cierto, pero él no era Lilith, alta y fuerte. Habría sido mejor que no hubiera expresado sus sentimientos.
Y, no obstante, había habido algo de miedo en la expresión del pelirrojo justo antes de que se marchase.
—Los seres humanos temen a lo diferente —le había dicho en cierta ocasión Lilith—. A los oankali les encanta la diferencia; los humanos persiguen a sus diferentes, y sin embargo los necesitan para darse a sí mismos definición y estatus. Los oankali buscan la diferencia y la coleccionan. La necesitan para evitar caer en el estancamiento y la sobrespecialización. Si no entiendes esto, ya lo entenderás. Probablemente notarás cómo ambas tendencias salen a la superficie en tu comportamiento.
Y le había puesto la mano en el pelo: