Read Sólo tú Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (26 page)

BOOK: Sólo tú
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Viernes. Un anochecer con visos de tormenta.

Marcó el número sin esperanzas, más cansado que temeroso. Ella debía de estar con sus amigos, aquella loca de Elisabet o el guaperas del músico, Gonzalo. No iba a esperarlo días tras día, hora tras hora. Ni se atrevía a telefonearla.

Quizá lo estuviera poniendo a prueba.

Quizá toda aquella inocencia fuese a fin de cuentas el mayor de los frenos.

Lo único que sabía él era que no podía más.

Ni un minuto más.

—Hola. —Lo envolvió la dulce cadencia de la palabra, surgida del fondo de una emoción incandescente.

—Beatriz... —suspiró.

—Creía que te habías olvidado de mí.

—No digas eso.

—¿Cómo está tu padre?

—Mejor. —Se relajó dejándose caer hacia atrás en la butaca—. Ha superado la crisis y ya no está en la UCI. Mi hermano se queda esta noche con él, y mañana lo hará mi hermana.

—Me alegro.

—Y yo.

—Debes de estar agotado.

—Quiero verte.

—Yo también.

—Necesito verte.

—Y yo a ti.

—¿Puedes salir?

—Claro, vaya pregunta. No soy una cría.

—Perdona. Aún no sé...

—Suelo pasar los viernes por la noche de marcha, hasta el amanecer.

—Bien. Es que... Hace una eternidad desde lo del parque, ¿verdad?

—Una eternidad, sí.

—Me cambio y te recojo donde me digas.

—Va a caer una buena, lo han dicho —le informó ella—. No quiero esperarte en la calle, ni que nos abracemos dentro de un coche, que me parece un lugar de lo más sórdido para abrazarse, y menos, bajo la lluvia. Tampoco me apetece meterme en un cine, ni en una discoteca, ni en un bar lleno de gente que nos impida hablar.

—Pues no quedan muchos sitios.

—Me gustaría ver tu casa.

Su sinceridad lo abrumó, le dejó el alma en carne viva.

Tanto que tardó demasiado en responder.

—¿Puedo? —preguntó Beatriz.

—Por Dios, claro. Me parece tan increíble que...

—¿Por qué tiene que serlo? —Su voz era muy natural—. A mí me gustaría que vieras mi habitación. Es importante situar a la otra persona en su marco, su ambiente. No quiero imaginarte, quiero saberte. Dame tu dirección.

Se la dio.

Quería «saberlo». Una dulce forma de decirlo.

—Ni siquiera queda lejos —manifestó ella al otro lado del hilo telefónico—. Puedo estar ahí en quince minutos.

—Entonces ven en diez.

—Déjame que me vista.

No le preguntó si estaba desnuda o si es que llevaba ropa informal, de estar por casa.

Sólo se despidió.

—Hasta ahora.

Capítulo 17

EMOCIONES

 

 

 

La tormenta era de tal intensidad que le sorprendió oír el timbre anunciando su llegada. No el de la calle, sino el de la misma puerta del piso. Esperaba oír de un momento a otro la llamada telefónica diciéndole que se había refugiado en alguna parte para aguardar a que amainara la descarga de los cielos.

Y de pronto estaba allí.

Corrió desde la sala, víctima de su propia agitación, y no se detuvo hasta que se sintió ridículo y nervioso en el último momento, el decisivo.

Luego abrió la puerta y se encontró con Beatriz.

Calada hasta los huesos.

—¡Pero...! —se alarmó.

—Hola —lo saludó ella.

Tenía el pelo mojado y pegado a la cabeza, la blusa como una segunda piel sobre su cuerpo, los vaqueros brillantes por la humedad. Una imagen que la acercaba más a la adolescencia que a la juventud, a la inocencia que a la madurez de una mujer enamorada. Él se quedó casi paralizado.

—¡Estás empapada, por Dios!

—Me pilló casi al final. Pensé que podría llegar bien pero...

—Vamos, pasa.

Cerró la puerta.

Y entonces tanto dio que estuviera mojada.

Se abrazaron.

Fuerte, muy fuerte. Y se besaron.

Apenas un momento.

Hasta que Beatriz lo apartó con suave firmeza.

—No, espera —dijo.

—¿Por qué?

—Deja que te mire.

—De acuerdo.

Fue algo más que una mirada. Primero sí, lo cubrió y lo bañó con sus ojos deliciosamente lánguidos. Después alzó la mano derecha y siguió las líneas secretas de su rostro. Deslizó las yemas de sus dedos por la frente, los arcos ciliares, la nariz, las mejillas, los labios. Rogelio se quedó quieto. Continuaba abrazándola, porque pensaba que si la soltaba, ella se desvanecería, pero la dejó jugar con su piel hasta hacerlo estremecer. El rostro de Beatriz se le antojó lo más puro y limpio que jamás hubiera tenido delante en una circunstancia como aquélla.

—He tenido que mirar tus fotos para recordar tu cara —susurró envuelta en cadencias—. Se me había desvanecido de la memoria.

—Sigo siendo yo.

—No —sonrió—. El amor es como un amanecer. Cada día es distinto siendo igual.

Rogelio volvió a inclinarse sobre ella y, esta vez, Beatriz ya no rehuyó el beso, intenso, fuerte, prolongado.

Los dos se olvidaron de lo empapada que estaba.

Se apretaron, se dieron, se penetraron con sus lenguas, como si cada cual buscara ocupar el espacio del otro, y acompasaron sus respiraciones cuando, tras la primera oleada de turbulencia, sus corazones marcharon al unísono, siguiendo un camino común marcado por la ansiedad saciada. Rogelio recordó el texto de Julio Cortázar leído en el blog de Beatriz. Algunas de sus frases: «Las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos», «Nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores, o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura», «Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua»...

La suerte de los escritores era que ellos podían expresar con palabras las emociones que para otros eran sólo eso, emociones sentidas, imposibles de ser contadas.

Mucho después, se impuso el sentido común cuando Beatriz se estremeció.

—Vas a pillar algo. —Él se separó apenas unos milímetros de su boca para poder hablar.

—No he temblado de frío, sino de placer.

—Aun así... —Él acabó de separarse—. Vamos, tienes que quitarte esa ropa mojada.

—¿Tan rápido? —Sonrió todavía más.

—No seas mala.

—Vale. —Puso cara de niña buena.

—Ven. —Rogelio la tomó de la mano—. Te daré una camiseta y unos pantalones cortos, aunque te vendrán muy grandes.

Fue muy rápido. La condujo hasta el cuarto de baño y la dejó allí. Luego se metió en su habitación y apenas si tardó medio minuto en salir de nuevo con una camiseta de un grupo de rock, rabiosamente roja, y los pantalones prometidos, una suerte de prenda deportiva horriblemente blanca. Beatriz seguía en la puerta del baño.

—¡Venga, métete dentro y sécate, por Dios!

Se abrazó a él y le dio otro beso, más rápido.

—Tú también tendrías que ponerte algo seco. Te he mojado.

No quiso decirle cuánto.

—Puedes ducharte si quieres. —Logró apartarse de su tentadora imagen.

Beatriz cerró la puerta y se quedó frente al espejo.

Sola.

Todavía estremecida.

Comenzó a desnudarse, despacio, sin querer pensar en nada, pero con la mente llena de ideas, sueños, fantasías. Primero los zapatos, a continuación la camiseta, luego los vaqueros, finalmente el sujetador y las braguitas. Sus braguitas más hermosas, del color de la carne, con unos lacitos en la parte superior. Se había vestido en su casa pensando que no pasaría nada, y también pensando que sucedería todo. Una parte de sí misma lo anhelaba, la otra lo temía. Una esperaba, otra no quería hacerlo. Cuando estuvo desnuda, se miró otra vez.

Era alta, tenía un bello cuerpo y lo sabía, un precioso cabello, unos pechos medidos, una cintura delicada, unas nalgas redondas, unos muslos perfectos y unos pies hermosos.

Se sentía bonita.

Una sensación nueva que sólo el amor podía dar.

Adiós a las inseguridades propias de la adolescencia, los temores, las comidas de coco, las depresiones, los malos rollos. Adiós a todo.

—Sigues estando loca —le dijo su otro yo desde el espejo.

—Sí, ¿y qué? —le respondió ella.

—¿Qué esperas?

—Que se porte bien. Que se porte mal. Todo. No sé.

—Sí sabes.

—Entonces bien, de acuerdo. —Se encogió de hombros.

No quería ser racional.

Miró sus labios, su pecho, su sexo.

Aquel triángulo oscuro y desconocido que sólo conocía ella.

Cerró los ojos, suspiró, y cuando volvió a abrirlos buscó un secador para no quedarse con el pelo mojado. Lo encontró en un armarito, bajo el lavamanos. Los siguientes cinco minutos los empleó en devolver a su masa capilar un aspecto más natural. De todas formas, no quiso pasarse más tiempo del necesario arreglándose.

Necesitaba salir de allí.

Volver a él.

Todavía tenía el pelo ligeramente húmedo, sobre todo en las puntas, cuando dio por finalizada su vuelta a la normalidad.

Se puso la camiseta roja con el anagrama del grupo de rock. Le llegaba hasta casi las rodillas. Cuando lo intentó con los pantalones blancos descubrió que se le caían sin remisión, así que pasó de ellos.

No llevaba nada más encima.

Salió del cuarto de baño.

Descalza.

 

 

Rogelio también se había cambiado, de camisa y de pantalones. La esperaba en la sala, inmóvil, de pie. Al verla aparecer, en silencio, como si flotara, supo que jamás iba a olvidar esa imagen ni ese momento. La camiseta roja le confería un hálito de llamarada viva. El largo cabello negro, desbocado por encima de los hombros, la hacía sensual y exuberante aun sin ser una mujer en la plenitud. Sus piernas eran exquisitas.

Pero de lo que se quedó colgado fue de sus pies.

Quiso tocarlos, besarlos...

—No lo digas —le suplicó Beatriz acercándose a él para fundirse en sus brazos.

—¿Que no diga qué?

—Que soy preciosa.

—Lo eres. Me acabas de dejar...

—Parece como si nunca hubieras visto a una mujer.

Una mujer.

—No como tú.

—Cómo sois los tíos.

—¿Cómo somos?

—Cállate.

Hundió la boca en la suya.

Al otro lado de los ventanales, la tromba de agua arreciaba. Era algo más que un murmullo. Era una catarsis. El estruendo, sin embargo, era incapaz de ahogar sus gritos. Gritos del corazón y la mente. Gritos de caricias y jadeos. Gritos del cuerpo en la crecida de la pasión.

Por primera vez en su vida, Rogelio no supo qué hacer.

No era la primera mujer que estaba allí, antes y después de Pilar. Pero sí la primera que era diferente.

La voz lo martilleó.

«Diecisiete años, diecisiete años, diecisiete años.»

¿Y qué?

¿Sería distinto en el caso de tener dieciocho?

La estrechó más contra sí, como si quisiera fundirse con ella. Beatriz se dejó, hasta que echó la cabeza hacia atrás y entonces él buscó su cuello, su hombro, apartando la generosa camiseta mientras sus labios seguían los inexplorados caminos de su carne. Deshizo el camino para alcanzar el lóbulo de su oreja, la mejilla, y nuevamente halló aquella boca cálida y húmeda entreabierta para su deseo.

Un rayo retumbó en el cielo, los iluminó de refilón.

Toda la casa tembló con él.

—Noche de perros —musitó ella.

—De ángeles.

—No vamos a poder salir.

—No.

—¿Te importa?

—No.

—Rogelio...

—¿Qué?

—No, nada. Sólo quería decir tu nombre.

—Beatriz...

Dejaron de besarse y se quedaron inmóviles, abrazados. Rogelio sentía su desnudez bajo la camiseta. La excitación era mucho más que imparable. Era lujuriosa. Podía bajar la mano y alcanzar sus nalgas hechas de carne viva. Se contuvo porque no quería perder el escaso dominio de sus emociones que le quedaba. Sentía los pechos de Beatriz, duros como manzanas, pegados a su cuerpo. Cerró los ojos. Quería explorarla hasta el último límite, acariciar cada pliegue de su piel, besar cada hueco o promontorio, llenarse de su sabor.

De alguna forma imposible consiguió decir:

—¿Tienes hambre?

—No.

—¿Qué quieres...?

No le dejó terminar la pregunta.

—Enséñame tu casa —le pidió ella.

—Bien.

Por una parte, se alegró de poder hacer algo. Por la otra, se sintió desnudo. Más de lo que estaba ella. Sentía dos fuerzas poderosas y muy opuestas luchando dentro de sí.

La quería.

Se había enamorado de un ángel.

Y eso implicaba respeto.

Pero ¿cómo anteponerlo al deseo?

—Ésta es la sala. —La abarcó con su mano libre, mientras con la otra la retenía suavemente.

Había quitado la fotografía de Pilar.

Y ahora se arrepentía.

—Ven.

La condujo hasta el despacho que utilizaba para trabajar, con el ordenador, los discos, su pequeño universo personal. Luego pasaron por dos habitaciones pequeñas, una llena de trastos, maletas y cosas en desuso metidas en cajas, ordenadas, y otra con una cama individual. Lo penúltimo fue la cocina. Lo último el dormitorio principal, con la cama grande y arreglada.

Beatriz la miró.

Su rostro era indefinible.

Sabía que si la besaba allí, su mundo sucumbiría, no habría vuelta atrás.

Apretó las mandíbulas.

—Volvamos a la sala —le pidió.

Lo hicieron, cogidos de la mano, él delante, ella detrás. Los ventanales ejercieron de espejo y reflejaron su imagen envuelta en aquel halo de provocadora sensualidad. Los pechos de Beatriz parecían querer taladrar la camiseta. Dos montañas circulares, dos promontorios puntiagudos, dos botones erectos. Rogelio volvió a mirarle los pies.

Sucumbía.

Así que, de alguna forma, quiso castigarse.

—He quitado la fotografía de Pilar antes de que llegaras —le confesó.

No le preguntó por qué lo había hecho.

Sólo le dijo:

—¿Puedo verla?

 

 

Abrió el mueble situado entre las dos butacas y extrajo el marco con la fotografía de Pilar. La foto que siempre sostenía entre las manos. La foto con la que hablaba tan y tan a menudo. La foto que lo unía al pasado mientras buscaba la forma de proyectarse hacia el futuro.

Se la tendió a Beatriz.

Durante unos segundos, diez, quizá quince, ella la contempló, mitad seria, mitad apacible. Cuando acabó, lo miró, y sin devolvérsela, comentó:

—Era muy guapa.

—Sí —manifestó él.

—Tuvo que ser duro, ¿verdad?

—Aquel maldito loco borracho y sin carné... —Chasqueó la lengua—. Murió al instante. No pude hacer nada, ni siquiera consolarla, ni decirle..., no sé, algo, lo que fuera. Creo que ni se enteró, lo cual no deja de ser un consuelo.

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