Authors: Jordi Sierra i Fabra
La empujó hacia la portezuela que el mismo taxista habÃa abierto desde dentro. Primero entró Aurora, después él. Ella todavÃa se estaba acomodando cuando Rogelio le dio al conductor la dirección de su propia casa.
âNo arranque, por favor âle pidió Aurora.
â¿Que pasa ahora?
â¿Tu casa?
â¿Prefieres ir a la tuya?
âNi siquiera me has preguntado. âSus ojos estaban anegados en lágrimas.
âBueno, pensaba...
Ya no hubo más. Fue demasiado rápido para él y su embotada mente. Para cuando quiso darse cuenta, Aurora ya habÃa bajado del taxi por la otra puerta y corrÃa más que caminaba calle abajo, haciendo imposible que la alcanzara.
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La ducha frÃa le habÃa arrebatado el sueño y despejado la mente, pero no le habÃa arrancado el cansancio, ni la sensación de haberse comportado como un maldito capullo.
En la mayorÃa de las derrotas, dos palabras resumÃan lo irremediable de las mismas: demasiado tarde.
Se movió como un perro enjaulado por su casa, arrepintiéndose de haber tomado la ducha aunque la necesitaba. HabrÃa sido mejor dejarse caer en la cama y cerrar los ojos, echarle la persiana a la mente y pasar de todo. Total, una resaca matutina no era nada del otro mundo. Pero ya estaba hecho. Y llamar a Aurora no le servirÃa de nada. Mejor esperar.
Esperar.
Ni siquiera podÃa gritar, porque en mitad de la noche los vecinos eran capaces de llamar a la policÃa.
¿Estaba empezando a destruir cuanto tocaba?
Se acercó a la ventana. La noche ofrecÃa su manto oscuro al otro lado. Un manto hecho de misterios y secretos, silencio y calma. La noche serenaba las iras del dÃa, pero a su vez preludiaba el regreso de la vida cada mañana. Un ciclo eterno. DÃas de desconcierto. Noches de recelos. Se le escapaba algo, el aire de los pulmones, la lluvia entre las manos, la realidad en la agitación.
Le dio la espalda a la ventana, y al televisor, y a su equipo de música.
Acabó sentado delante del ordenador, como casi siempre en los últimos dÃas. Era su puerta de acceso al más allá. La televisión ya no. El ordenador sÃ. Su comunicación con el mundo. Se relacionaba a través de él y gracias a él percibÃa sensaciones y emociones. Igual que de una amante complaciente.
Lo puso en marcha y abrió su correo electrónico.
Beatriz.
Estaba allÃ.
La misteriosa mujer del blog.
«Turó Parc. Mañana 7 pm. Estanque.»
LOS CÃRCULOS
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No tienes que amarme
sólo porque
tú seas todas las mujeres
que yo siempre he querido.
Nacà para seguirte
cada noche,
mientras yo soy todavÃa
los muchos hombres que te aman.
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You do not have to love me
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EONARD
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OHEN
CONTACTO
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Los dÃas ya eran largos, luminosos, tan cálidos que incluso a aquella hora el calor se hacÃa notar. En invierno, la vida en el parque se terminaba muy temprano, a las seis de la tarde. En la parte final de la primavera y en verano todo cambiaba. ApetecÃa el paseo entre los árboles, sentarse en un banco, tomar un refresco en el pequeño y discreto bar del otro lado, incluso ver los juegos infantiles en la zona de los columpios. Los perros eran más bonitos, y sus dueños brillaban más con los primeros reflejos dorados en su piel.
Beatriz miró la hora.
Las siete menos un minuto.
âNo vendrá âsusurró.
¿Por qué tenÃa que hacerlo? Un desconocido no acudÃa a citas a ciegas. Y menos un desconocido que ocupaba un cargo en una compañÃa discográfica. La habÃa invitado a un concierto, sÃ, ¿y qué? Una cosa era el concierto y otra muy distinta quedar sin más en un lugar abierto. Dos extraños.
Ni siquiera habÃa respondido a su mail.
Entonces, ¿qué hacÃa allÃ?
¿Su instinto?
Miró arriba y abajo del estanque. El urkomita llevaba dÃas sin aparecer. Quizá estuviese ya en su planeta, o hubiera cambiado de parque, o su presencia continua en un lugar tan selecto hubiese acabado por poner a todos los cuidadores en pie de guerra y alerta máxima.
Quizá el Turó Parc no fuese un parque público, sino un jardÃn de élite colgado del paraÃso en la zona alta de Barcelona.
Llevaba la cámara, pero ninguna foto para quemar. No era el momento. Se la colocó a la altura del ojo, porque tanto podÃa enfocar por la pantallita de la parte de atrás como por el visor habitual de las máquinas antiguas si lo deseaba, y oteó el panorama, empleando el zoom para ver con mayor nitidez y proximidad a las parejas que se movÃan como almas sin rumbo por los alrededores.
Una, formada por dos adolescentes muy jóvenes, mucho más que ella, le llamó la atención. La chica apenas si tendrÃa trece años. Ãl, catorce, quince a lo sumo. Se les veÃa muy tiernos, inocentes, pero ya jugaban al amor, tal vez a hacerse daño sin ser siquiera conscientes de ello, porque el amor, tarde o temprano, pasaba factura, y más a esa edad. El chico la besaba en el cuello, la oreja, la mejilla, camino de sus labios, y ella se dejaba hacer, mitad asustada, mitad feliz, mitad entregada, mitad...
Los fotografió.
Dudaba de que llegara a quemar esa foto, pero la tomó.
Las siete y un minuto.
Continuó su recorrido.
Otra pareja, veinteañeros, discreta y bonita la parte femenina, esquelética y casi cómica la masculina. Ella iba muy elegante y cuidada, él parecÃa recién caÃdo de un árbol. Y sin embargo sus miradas no sabÃan de estéticas, sólo reflejaban sentimientos, la ceguera propia del amor.
Otra instantánea.
No la examinó, mantuvo la cámara pegada a su ojo, con el zoom al máximo, recorriendo el mundo al otro lado del estanque. Unos ancianos que contemplaban el agua, una criada filipina que cuidaba de un niño, una pareja madura...
Hasta que se detuvo.
Ãl la estaba mirando.
Rogelio, quizá.
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No habÃa querido llegar antes de las siete. Se habÃa entretenido dando un paseo por Pau Casals y la entrada del Turó Parc. TemÃa que si se asomaba a la zona del estanque y ella lo veÃa rondando ya por el lugar, luego serÃa peor. Ahora eran las siete y dos minutos.
Estaba allÃ.
Y la única mujer solitaria era una chica joven, sentada en cuclillas frente al lago, justo al otro lado de donde se encontraba él. Una chica que no podÃa identificar como la Beatriz del blog porque mantenÃa una cámara digital pegada a su rostro.
TodavÃa podÃa dar media vuelta y largarse.
TodavÃa.
No lo hizo.
La chica de la cámara parecÃa joven, mucho, demasiado. Quizá no una adolescente, pero sà alguien situado en la frontera.
Su corazón, inexplicablemente, se aceleró.
â¿Cuántas idioteces más tienes que cometer para que reacciones? âse preguntó en voz alta.
Sus pies habÃan echado raÃces. Intentó moverlos pero no pudo. Era una estatua. Muy cerca tenÃa a una criada filipina que cuidaba a un niño, a una pareja de ancianos que contemplaba el estanque con la serenidad de su edad, y a otra pareja de edad madura dando su último paseo antes de recogerse en casa.
La cámara lo enfocó a él.
Y Rogelio supo que se trataba de ella, de Beatriz, observándolo por primera vez.
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Beatriz bajó la cámara al darse cuenta de que él también la miraba a ella. Fue un acto reflejo, condicionado al impacto de haber sido sorprendida, pero en modo alguno rápido o violento. La cámara acabó en su regazo, ajena, perdida como instrumento de apoyo o elemento de distracción. De lado a lado del lago de aguas oscuras repleto de lotos verdes, una y otro se contemplaron por espacio de cinco segundos.
Una eternidad.
Quizá menos.
Hasta que él echó a andar.
Lo hizo por la parte de arriba, a la izquierda de Beatriz, despacio, primero sin apartar la vista de su objetivo, después, en un par de ocasiones, centrando su atención en el camino, la pequeña acera de piedras que bordeaba el estanque. En ambas retomó la dirección de sus ojos para fijarlos en ella.
Se sintió atravesada.
Comenzó a intuirlo, a verlo mejor, a apreciar los detalles, cuando él hubo realizado la mitad del recorrido. TenÃa aspecto de ejecutivo, pero no de traje y corbata. Ejecutivo moderno, informal, con cierta clase. La ropa era comedida, de marca, pantalones vaqueros impecables, zapatos del tipo Sebago, camiseta de manga larga arremangada hasta la mitad del brazo, buen tipo, atlético sin pasarse, buena planta, guapo.
Muy guapo.
O al menos eso le pareció a ella.
Cinco metros.
Los ojos eran muy bonitos, tristes, expectantes, profundos. La mandÃbula recta, las orejas pegadas al rostro, el cabello perfectamente cortado y un poco largo, rebelde. Las manos preciosas.
Se fijó en ellas.
Finalmente, la edad.
Unos treinta y cinco, treinta y siete...
Volvió a respirar en el momento en que él se detuvo delante de ella.
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Rogelio no sabÃa si iba demasiado despacio o demasiado de prisa. Su corazón latÃa con fuerza, y eso sà era evidente. Le cortaba el aliento. De hecho se sentÃa igual que en su primera cita, a los dieciséis años, cuando quedó con aquella preciosidad rubia que luego resultó ser absolutamente tonta. Cada metro ganado lo aproximaba a su destino. Cada paso lo sumÃa en un océano de preguntas sin respuesta e inquietudes mal medidas. Pero ya no podÃa apartar los ojos de ella. Beatriz no era una mujer, era una chica joven. Tampoco una adolescente, pero sà alguien fuera de su mundo, como la Luna en relación a la Tierra.
Sin embargo...
Todo lo intuido en las fotos del blog estaba allÃ. Todo lo visto se hacÃa realidad. No sólo era bella, era hermosa, con todas las connotaciones que la palabra contenÃa. El cabello despeinado que le conferÃa un halo de excitante sensualidad; los ojos turbios, casi lÃquidos, transparentes y con cierto aire de languidez; los labios carnosos; el perfecto óvalo del rostro; el cuerpo delgado, moldeado ya por una mano celestial a pesar de que llevaba vaqueros y no podÃa verle las piernas; las manos exquisitas...
Se preguntó qué edad tendrÃa.
Dieciocho, diecinueve, veinte a lo sumo, no más.
Una locura.
Su figura era como la de una esperanza hecha vida, luminosa, armónica.
Ni siquiera las fotos del blog se le resistÃan.
Los últimos cinco metros fueron un abismo. Intentó sonreÃr y la sonrisa se le congeló en los labios haciéndole parecer estúpido. La ropa con la que se cubrÃa era informal, mucho, pero con su propio sello y desparpajo. No se habÃa arreglado para una cita, como él.
No era una cita.
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Antes de detenerse frente a ella pensó en sus pies.
Seguro que los tenÃa muy bonitos.
Perfectos.
âHola âla saludóâ. ¿Eres Beatriz?
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Continuó sentada en el suelo, mirando hacia arriba, sin saber si ponerse en pie o esperar.
â¿Rogelio?
âSÃ.
Alargaron la mano y se la estrecharon. Ãl sintió la suya muy frÃa. Ella, la del aparecido, muy cálida. El contacto fue electrizante debido a ello. También mucho más largo de lo habitual. Rogelio examinó el suelo. Pareció dispuesto a sentarse a su lado.
â¿Vamos al banco? âle propuso Beatriz.
âSÃ, mejor âle agradeció.
â¿Me ayudas?
Se arrepintió al instante de habérselo pedido. PodÃa levantarse solita, no era una princesa ni tenÃa ningún problema. Volvieron a tocarse a través de sus manos. La de Rogelio fuerte, firme. La de ella blanca. Los dedos de una desaparecieron entre los del otro. Los dos tiraron con fuerza. Más que incorporarse dio un salto. Tan fuerte y ágil que se quedó casi pegada a él, separados por apenas unos centÃmetros de distancia.
Pudieron verse sin barreras, olerse, sentirse.
Rogelio también se fijó en su estatura, casi tan alta como él.
Beatriz en su nerviosismo.
Reaccionaron como si nada hubiera sucedido, como si él no la hubiese aspirado para embeberse de su aroma y ella no hubiese abierto en canal su alma. El banco quedaba a tres metros, y estaba vacÃo. Milagrosa o sorprendentemente vacÃo. Ella fue la primera en sentarse. Luego lo hizo él, a su izquierda. Beatriz apoyó la espalda en la madera. Eso hizo que Rogelio tuviera que quedarse de medio lado para poder verla, aunque cabalgó una pierna sobre la otra y eso distendió su figura.
Beatriz tuvo ganas de reÃr.
De pronto.
âPuedes echar a correr si quieres âdijo.
â¿Por qué iba a hacer eso? âse sorprendió.
â¿Qué esperabas encontrarte?
âNi idea âintentó parecer sincero.
âTengo un blog, y puedo ser una tÃa loca e imprevisible.
âNo me pareces loca.
â¿E imprevisible?
âEso sà âreconoció forzando una sonrisa que acabó asentándose en su rostro cuando la de ella lo acompañó.
Una sonrisa que iluminó el mundo entero.
â¿Qué miras? âse mosqueó Beatriz.
âNada.
âNo soy un marciano, ¿vale?
âComprende que es una situación insólita. Te metes con mi grupo, te contesto, me contestas, te invito a verlos, me propones una cita previa...
âÃste es un lugar precioso para las citas, previas o no.
âCasi nunca he entrado en el parque, y eso que Discos Karma está aquà mismo, en Calvet.
â¿Eres un pez gordo?
â¿Yo? ¡No!
âTampoco tienes pinta de botones.
âSoy el director de marketing y de promoción. âLevantó una mano para agregarâ: Pero que no te asusten los cargos porque son meramente ilustrativos. En una empresa de cinco trabajadores todos somos directores de algo.
â¿Y tanto te preocupa lo que una simple chica opine de tus Brainglobalnoise?
âNo son mÃos.
âYa sabes a qué me refiero.
âSon buenos chicos âquiso defenderlosâ. Han encontrado una lÃnea, no hay nadie que haga algo parecido, y han tirado por ahÃ. Buscan su espacio, como todo el mundo. ¿Por qué no te gustan?
âSon falsos, su pose, su música, su mensaje, todo.
âMuy dura, ¿no? Y radical.
âEstán consiguiendo fans a patadas, asà que... ¿qué más da?
Rogelio consiguió apartar los ojos de ella un instante. Miró al suelo, buscó las palabras adecuadas. No le resultó fácil. No parecÃa el mayor de los dos, el hombre experimentado y curtido. HabÃa algo en la aparecida que, de momento, le podÃa. TenÃa el desparpajo de la edad, pero también una extraña serenidad. Era un universo por explorar.
Explorar.
La palabra lo sedujo.
âTal y como está el mundo del disco, te diré una cosa: todo cuenta. Tú no pareces una fan...
âNo lo soy.
âDéjame terminar. âLevantó una manoâ. Iba a decir que no pareces una persona que se entusiasma fácilmente ni se carga a quien sea sin más. Tú razonas las cosas, y eso es importante. Tanto da que en tu blog entren cien como mil personas. Quizá no te habrÃa contestado si no fuera porque lo que está en juego no es el futuro de Brainglobalnoise, sino el de Discos Karma.
â¿Ah, sÃ?
â¿Crees que los tiempos de abundancia siguen?
âNo, ya sé que no. Crisis, piraterÃa...
âPues eso.