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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (12 page)

BOOK: Sólo tú
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—¿Y por qué sacáis basura en lugar de buscar algo bueno de verdad?

Se sintió irritado.

—¡No son basura!

—Mírame a los ojos.

—¿Qué?

—Mírame a los ojos y dime que no son basura, que a ti te gustan.

—¡Tanto da si me gustan a mí o no! ¿Quieres que una empresa discográfica practique la censura y sólo escoja lo que piense que vale la pena? ¡Ha de haber de todo, y todo el mundo merece su oportunidad!

—Eso es cierto —asintió Beatriz.

Sostuvieron las miradas.

Y sucedió algo.

Justo en ese momento.

Algo que lo cambió todo.

Ella se sintió momentáneamente culpable, extrañamente protagonista de algo no deseado pero que ya estaba allí, instalado entre los dos. Él, en cambio, lo que se sintió fue náufrago de aquella sinceridad, como un pez atrapado en una red de la que ya no sabía de qué forma escapar... si es que deseaba hacerlo.

Beatriz era auténtica.

Y eso, atravesando un océano de dudas como el que atravesaba, lo impactó y lo conmocionó.

—¿A qué te dedicas? —le preguntó Rogelio.

 

 

Habían terminado de hablar de Brainglobalnoise, por lo menos de momento. Los dos lo aceptaron tácitamente, aliviados.

—Estudio segundo de bachillerato. Acabo este año.

—¿Vas... a la escuela?

—Si quieres llamarlo escuela...

La siguiente pregunta, qué edad tenía, murió en sus labios.

—¿Vives aquí cerca?

—En Johann Sebastian Bach.

—¿Pares o impares? —Sonrió de nuevo.

—¿Tú también?

—Era una broma.

—Pares —suspiró—. No soy tan pija.

—No creo que lo seas.

—Tú sí.

—Vale, gracias.

—Todos los del mundillo discográfico lo sois, siempre con estrellas y todo eso. Desde fuera parece algo irreal.

—Pues no lo es, auque supongo que a nivel de artistas como Springsteen o U2... ¿Sabes algo de ese mundillo?

—Lo suficiente.

—¿Cómo?

—Leo.

—Vaya por Dios, ¿y eso es todo?

—¿Tú no lees?

—Las revistas no dicen más que mentiras, se inventan cosas, se montan sus propias películas...

—Me refiero a libros.

No supo qué decir, y optó por la verdad.

—No, no mucho.

—O sea nada.

—No tengo tiempo.

—Pues debes de tener la cabeza muy dura y seca, hermano.

—¿Tú qué lees? —Pasó por alto su pulla, y la forma en que le acababa de decir lo de «hermano».

—Poesía, novela, pensamiento...

Una listilla. Rogelio no supo si estrangularla o seguir hablando con ella. Lo malo es que era la listilla más guapa y sexy que jamás se hubiera echado a la cara. Algo lo retenía allí, su influjo, aquellos ojos, la esencia que desprendía su piel, sus labios de seda. No era una Lolita. No parecía una Lolita. Pero el morbo resultaba imposible de evitar.

¿Por qué no le daba las invitaciones para Razzmatazz y se iba?

¿Por qué tenía que irse?

Beatriz lo atravesó con su mirada.

—En tu blog hay fotos muy buenas —dijo él.

 

 

Era la primera persona que le decía que sus fotos eran buenas. Casi sintió deseos de gritar.

—Gracias.

—¿Es casualidad o practicas?

—Practico.

—¿Quieres dedicarte a eso?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—No, no lo sé. No tengo ni idea de lo que quiero hacer. De momento, quizá me haga falta un curro a partir de septiembre, o este verano. ¿Tienes algo?

—¿Trabajarías en la compañía discográfica del grupo que aborreces?

—No los aborrezco. Cada cual tiene su rollo —manifestó con cansancio—. Es sólo que no es el mío y que me parecen un montaje, ya te lo he dicho.

—No lo son —insistió él.

Volvían a hablar de Brainglobalnoise, muy a su pesar.

—¿Y todo lo que estáis haciendo para metérselo a la gente por los ojos y los oídos?

—Se llama publicidad.

—Así de fácil.

—Todo el mundo vende algo.

—Un poco triste, ¿no?

—¿Por qué tienes tú un blog?

—Para expresarme, porque yo no tengo una discográfica detrás, para no quedarme aislada en casa, sin voz, para gritarle a la gente lo que pienso, para dejar una huella... ¿Quieres más?

—¿Cómo sabes que a la gente le interesa lo que tú piensas?

—Es que ésa es la gracia: ni lo sé ni me importa. Entrar en Internet es opcional. Hacerlo en mi blog lo es aún más. Y leerlo no digamos. Pero yo sí sé que está ahí. La Red ha hecho que dejemos de ser anónimos.

—Tampoco yo obligo a nadie a comprar a mi grupo.

—Tú sí. Eres director de marketing y promoción. Tú les dices: «Si no los conocéis, no estáis en la onda. Si no tenéis el disco, os falta algo». En los años 60 del siglo pasado, Brian Epstein lanzó a los Beatles en Estados Unidos mediante una campaña
hype
demoledora, «¡Que vienen los Beatles!». Creó un estado de ansiedad global.

—Jesús...

—¿Qué?

—¡Los 60!

—¡Los 60 y los 70, sí! Ahí se fraguó todo.

—Eres una enteradilla.

—Soy una experta. ¿Tú no?

 

 

Rogelio se encogió de hombros.

—No me digas que trabajas en esto como podrías estar en otra cosa. —Beatriz abrió los ojos.

—No.

Lo estudió de pronto, más allá de lo que su máscara de ejecutivo le permitía ver o intuir. Con aquel «no», de hecho se había desnudado a sí mismo, abriendo una brecha por la que ella podía asomarse a su interior. No era la palabra en sí, sino la forma de pronunciarla, el tono de los ojos al decirla, la posición del cuerpo, ligeramente derrotado, al expulsar la última ráfaga de aire de los pulmones.

—Querías ser cantante pero no tenías talento, y además eras demasiado perezoso para estudiar guitarra o piano, así que te metiste en la industria por la puerta de atrás.

Lo recibió como un disparo.

Directo a su mente, a su centro de gravedad.

Touché
.

¿De dónde había salido?

—¿Por qué no añades que lo que quería era triunfar y darle con un canto en los dientes a mi familia, aunque tampoco tenía mucha idea de música ni de toda esa historia que tú pareces dominar tan bien?

—Así que he acertado.

—Digamos que en parte.

—En todo.

—No en todo. Nunca he sido perezoso. Creía tener buena voz, buena planta, pero era un negado para tocar algo.

—Lo siento. —Inició una especie de retroceso.

Fue el lapso de tiempo más largo que estuvieron sin hablar.

Aunque sus miradas decían mucho más.

Beatriz sentía la mente súbitamente en blanco.

Rogelio quería tocarla.

Eso lo desconcertó aún más, sobre todo después de la triste experiencia con Aurora. Tocarla y tal vez... No, tal vez no: tocarla y besarla.

Sentir aquellos labios.

Pensó que era lista. Demasiado. Lista y peligrosa. Lista por su intensidad y peligrosa porque ni siquiera debía de ser consciente de su potencial. Desprendía una aureola de inocencia que turbaba. Y los ojos. Y los labios. Y el cuerpo. Estaba atravesado por fuerzas desconocidas y se sentía transparente. No dominaba la situación. La dominaba ella.

Era hora de irse.

Tenía miedo.

—Tengo que irme —dijo Beatriz robándole la iniciativa, adelantándose a su propia acción.

—Espera... —Quiso retenerla.

—¿Aún quieres que vaya al concierto el sábado?

—Sí.

—Vale. —Beatriz se puso en pie.

No tenía más que darle la entrada y despedirse. Fin de la historia. No tenía más que meter la mano en el bolsillo y ponerse en pie y darle un beso en la mejilla y...

—¿De verdad quieres ir?

—Sí. Quizá cambie de opinión. Ahora que te conozco, quiero darles una oportunidad. ¿Te parece?

—Claro.

—¿Dónde quedamos?

—Allí mismo, en Razzmatazz.

—¿Puedo llevar a una amiga?

—Ningún problema.

—¿A qué hora?

—¿Qué tal si vienes antes y ves el
backstage
y todo eso? Pregunta por mí en la puerta si no me ves fuera. Dejaré tu nombre en una lista.

—Vale. —Dio un paso atrás.

Rogelio se levantó, pero ya era tarde.

No se dieron un beso en la mejilla, ni la mano. Beatriz ya había dado un segundo paso, aunque seguía de cara a él.

—Vendrás, ¿eh?

—¿Tengo cara de ir por ahí jugando y quedando con la gente para luego no aparecer?

—No —reconoció.

—¡Hasta el sábado!

—¡Rogelio! ¡Recuérdalo! —gritó cuando ella ya estaba a unos diez metros.

El silencio en el parque se hizo entonces enorme.

 

Beatriz sintió los ojos de Rogelio hundidos en su espalda mientras caminaba, alejándose de su proximidad. Unos ojos de fuego que la atravesaban, la quemaban, pero que también la acariciaban. Su cuerpo, su mente...

Pensó en acelerar el paso, correr incluso.

Lo mantuvo tal cual.

Hasta levantó la cabeza, desafiante, porque de pronto notó que se movía encorvada, con la vista fija en el suelo, aturdida y empequeñecida.

Todo terminó al salir por la puerta que daba a la plaza San Gregorio Taumaturgo, en la confluencia de las calles Josep Bertrand y Francesc Pérez i Cabrero. Entonces recuperó el aliento y pudo sentirse libre.

Una extraña libertad.

Miró hacia atrás. Por entre los barrotes de la cerca y el follaje de árboles y plantas, vislumbró a Rogelio, todavía de pie, como una estatua de sal, convertido en un diletante a la espera de una energía capaz de moverlo e impulsarlo.

Ni siquiera sabía cómo había resistido tanto.

Con aquella entereza.

Y era tan extraño...

Todo.

Algo acababa de suceder, y lo sabía, y le daba miedo. Algo inexplicable por desconocido. Algo incontrolable.

Algo hermoso y terrible a la vez.

Capítulo 8

REACCIONES

 

 

 

A Elisabet le cambió la cara al verla. Dejó de mascar chicle y se quedó en la puerta como si esperara el veredicto de un examen de matemáticas decisivo. Beatriz no quiso prolongar su ansiedad caminando hasta el refugio de su habitación. Sabía que su amiga estaba sola.

—Acabo de estar con él.

—¿Y qué? ¡Cuenta, cuenta! ¿Qué tal?

—Bien.

—¿Eso es todo? ¡Venga, con pelos y señales! —Tiró de ella para meterla en el piso y cerró la puerta de golpe, haciendo retumbar las paredes de la casa—. ¿No venía en plan fiera? ¿Vamos a ir al concierto? ¿Es un tío legal?

—Es... interesante —divagó de la forma más inconcreta posible.

—¿Interesante? ¿Y ya está? ¿Qué te ha dicho?

—Hemos hablado del grupo, le he expuesto mi punto de vista y él, el suyo. No estaba enfadado por mi ataque. De hecho, es bastante encantador.

—¡Ay, Dios!

—¿Qué?

—En tu vida has empleado esa palabra para definir a un tío.

—Es que es muy atractivo.

Elisabet la miró de hito en hito. Seguían de pie, entre el recibidor y el pasillo.

—Ésa tampoco te va, aunque es más normal. A ver. —Se puso seria y grave—. Un tío está bueno o es un callo.

—Está bueno.

—O sea que no es...

—Tiene unos treinta y muchos.

—¡Joder!

No supo si lo decía porque le parecía mucho o porque lo aprobaba, sin más.

—Pero daba la impresión de estar tenso.

—Hombre, acude a una cita con una desconocida, que pone a parir a su grupo, y resultas ser tú...

—Todavía no sé de qué va.

—¿Él o el rollo que os habéis montado?

—Las dos cosas.

—Anda, ven.

La cogió de la mano y tiró de ella hasta llegar a su habitación. Una vez en su refugio, la empujó sobre la cama y se sentó a su lado. Elisabet ya iba descalza. Beatriz se quitó los zapatos para poder sentarse en cuclillas, como le gustaba. El primer conato de ansiedad por parte de la dueña de la casa había cesado. Pero no el resto.

—¿Por qué has dicho «¡joder!» cuando te he comentado lo de la edad?

—Porque es un palo, ¿no?

—¿Un palo?

—Bueno, ya sé que los de nuestra edad no te gustan por tontos, y que los de veinte tampoco porque todavía andan indefinidos, pero treinta y muchos...

—No seas simple.

—¿De verdad está bueno?

—Como un queso.

Se miraron fijamente y, de pronto, rompieron a reír, con fuerza, con ganas, con tanta energía que acabaron dobladas sobre sí mismas y llorando, sin poderse contener. Una explosión que se prolongó por espacio de un minuto o más, hasta que la calma volvió a ambas y buscaron la serenidad acompasando sus respiraciones.

—Como un queso —repitió entonces Elisabet.

—Él tampoco dejaba de mirarme como si fuera la primera chica que veía en la vida.

—Es que seguro que eres la primera chica que ve en su vida. La primera como tú, claro.

—¿Qué soy, un espécimen único?

—Lo habrás dejado embobado. Esos ejecutivos...

—No tenía pinta de ejecutivo.

—¿Y de qué tenía pinta?

—No sé. Parecía inseguro, algo pardillo.

—Mírala a ella.

—No, si yo también debo de haberle parecido algo así, pero bueno... Yo tengo diecisiete años, ¿no? —Puso cara de pérfida—. La experiencia debería correr a su cargo.

—Pero ha habido buen rollo, ¿no?

—Sí.

—O sea que vamos al concierto.

—Sí.

—Y allí volveréis a veros.

—Sí.

—Eres la leche.

—Por una vez viviremos una experiencia desde dentro. Quiere que lleguemos antes para enseñarnos el
backstage
.

—¿Me presentará... al grupo?

—Sí.

—¡Qué fuerte, tía, qué fuerte!

—Pero te pido un favor.

—¿Cuál?

—No hagas el burro con ellos ni te pases con él.

Elisabet la taladró con una de sus miradas aceradas, falsamente duras.

—Define «no hagas el burro».

—Tú ya me entiendes.

—Huy —musitó con exquisita suavidad.

—¡Venga, no seas gilipollas!

—Te conozco.

—Nadie me conoce, ni yo.

—Yo sí —insistió su amiga—. La Bella y la Bestia. Ha habido química.

—Un tipo así tiene a las que quiere, y seguro que anda con una modelo o alguien despampanante.

—Beatriz...

—¡Eres una plasta! —Volvió a reírse mientras saltaba de la cama dispuesta a irse a su casa.

 

 

Laia, la mujer de Juan Pablo, se movía con la singularidad de todas las embarazadas, con el abdomen por delante, el cuerpo echado hacia atrás, los pies abiertos, en busca de estabilidad. Decían que las investía una extraña belleza, que cambiaban, pero que algo las hermoseaba a pesar de su deformidad. No era el caso de Laia. O tal vez fuera que con un segundo embarazo las cosas ya no eran igual que con el primero.

—¿Qué nombre le pondréis? —preguntó Rogelio.

—Enrique —dijo Laia.

—Le pusimos Marta a la niña por mi madre, y ahora toca quedar bien con los padres de ella —agregó su amigo.

—Tampoco se trata de quedar bien —protestó la mujer—. Tú tienes una tía que se llama Marta. Nos gustaba el nombre y ya está. Y Enrique también es bonito.

—Todo el mundo acabará llamándolo Quique.

—Pues no. Lo llamarán como lo llamemos nosotros y luego, de mayor, ya será cosa suya. —Se dirigió a su invitado para preguntarle—: ¿Quieres más helado?

—No, gracias. Estoy lleno.

—¿Café?

—Mejor no. A estas horas...

—Tengo descafeinado de máquina.

Lo evaluó.

—Bueno, de acuerdo —se rindió al placer.

Laia salió del comedor para dirigirse a la cocina, siempre con su paso regular, monótono, oscilante. Los dos hombres se quedaron solos, frente a frente, con los restos de la cena dispersos por la mesa. Sus miradas convergieron un momento y ninguno de ellos exteriorizó lo que pasaba por su mente en ese instante cuando, de pronto, hablaron a la vez.

—Tu mujer cocina de miedo —dijo Rogelio.

—Se te nota cansado —dijo Juan Pablo.

Rieron.

—¿Por qué te crees que estoy ganando peso? —suspiró el anfitrión en respuesta al comentario de su invitado.

—Estoy bien —negó el otro para tranquilizar a su amigo.

Continuaron con sus pensamientos.

Rogelio sabía que los casados envidiaban la independencia y libertad de los solteros, el hecho de poder salir con una y con otra, y acostarse con todas. Juan Pablo sabía que los solteros envidiaban la estabilidad y el sosiego de los casados, disponer de un hogar, tener unos hijos que les cambiaban la vida para siempre. Y en el caso de ambos, probablemente, era cierto, aunque con una diferencia: Juan Pablo era el tipo más feliz del mundo, y se le notaba. Estaba encandilado con su esposa.

Aquella Laia juvenil y tierna que lo había embelesado.

—¿Todavía estás con la presión del lanzamiento?

—Sí. El sábado se presentan en Barcelona y ya sabes cómo son esas cosas.

—Pues me alegra que hayas aceptado venir a cenar. Al menos te distraes un poco.

—Lo necesitaba, aunque he estado poco hablador, ¿verdad?

—Laia habla por todos —sonrió Juan Pablo.

—Te he oído. —Les llegó su voz un segundo antes de que ella entrara en el comedor con los cafés.

—No lo decía en plan crítica —se defendió su marido.

—¡Hombres! —rezongó ella poniendo voz de bruja.

Dejó los cafés en la mesa pero no pudo sentarse. Por la pequeña pantallita del avisador colocado junto a la mesa, oyeron el llanto de Marta, agitada en su habitación. De forma inconcreta se oyeron palabras como «agua», «papá»...

Se movilizaron los dos.

Rogelio se quedó solo, acompañado de una sonrisa irónica.

No, no había estado muy hablador.

No dejaba de pensar en la chica del parque, la del blog, Beatriz.

Llevaba veinticuatro horas sin poder quitársela de la cabeza.

¿Qué le pasaba ahora? Había conocido a una cría. Eso era todo. Dieciocho o diecinueve años. Una cría. Inteligente, sí. Despierta, sí. Diferente, sí. Pero ¿cuánto hacía que no hablaba con una chica de esa edad? Les vendía discos, pero no hablaba con ellas. Y si lo hacía, no las escuchaba. Eran marcianas.

Beatriz, no.

Una mujer atrapada todavía en la primera juventud.

De acuerdo, sí; ¿con cuántas se había acostado años atrás? Quizá no tan jóvenes, pero sí de veinte como mínimo. Fuensanta los acababa de cumplir, aunque no le dijo la edad hasta después de hacerlo. La diferencia era que él, entonces, tenía veintitantos. Maribel estaba en los veintidós, y lo mismo Helena, y aquella pelirroja de Nashville... ¿Cómo se llamaba?

Lo había olvidado.

¿Y por qué tenía que pensar en eso ahora?

Beatriz parecía tan fresca, tan auténtica, tan diferente.

—Estás desorientado —se dijo en voz alta.

—¿Hablas solo?

Juan Pablo estaba allí de nuevo, delante de él.

—No, no —se evadió como pudo.

—Estás abstraído —asintió su amigo con actitud crítica.

—¿Cómo os conocisteis Laia y tú? —preguntó de pronto.

—¿No lo recuerdas? —se extrañó Juan Pablo mientras se sentaba dispuesto a contárselo con todo el orgullo de un hombre enamorado.

 

 

Las últimas clases eran las peores.

Más que un muermo, eran tristes. Días inservibles y vacíos. Todo estaba hecho; los exámenes listos a falta de uno puesto el lunes, para jorobar; el curso quemado, los profesores con ganas de perderlos de vista y los alumnos con ganas de olvidarse de ellos. Ni siquiera la promesa del verano y las vacaciones mejoraba el ambiente. Una tensa, muy tensa calma envolvía el aire, irrespirable a veces, pesado otras. Era como una delicada tregua en la que cada cual jugaba un papel.

José María Buendía era el peor.

Precisamente el de lengua.

Sus discusiones habían sido épicas a lo largo del curso. Según él, ella era una díscola, una «tocapelotas», una provocadora que iba siempre a contracorriente. Según ella, él era un pésimo profesor, un correveydile, un educador sin personalidad, ceñido siempre a la norma, al libro de texto, sin valor para dar una opinión propia. Y además, aferrado a los clásicos.
La Celestina
era inamovible. El resto no valía para nada. La literatura había dejado de existir después del siglo 
XIX
. Como mucho, después de la Generación del 27.

Tanto vacío mental...

¿Cómo podía dar clase de lengua y literatura un tipo que no leía nada, que repetía año tras año los mismos textos para no tener que leer siquiera uno más?

¿Qué clase de amor por la vida y por el arte era aquél?

Habría querido ahorrarse el encuentro, pero José María Buendía lo hizo imposible. Curioso apellido. Era evidente que no iba a soltarla así como así, que estaba dispuesto a amargarla hasta el último minuto.

—Blasco.

Se detuvo apretando las mandíbulas y dejó salir del aula a los que iban por detrás de ella. Había tratado de pasar inadvertida, sin abrir la boca, actuando con cautela y pies de plomo.

Todo inútil.

—¿Sí?

—Quiero hablar contigo.

Beatriz bajó la cabeza. Le daba rabia incluso mirarlo. Era bajo, tenía ya poco pelo en la cabeza pese a no haber superado los cuarenta, y una incipiente barriga de bebedor de cerveza. Además, vestía como si todavía fuera su mamá la que le preparase la ropa cada mañana.

Se quedaron solos.

—He revisado tu examen —fue lo primero que le dijo.

No podía suspenderla. Era imposible. Su examen, dadas las circunstancias, había sido, cuando menos, bueno si no brillante.

Esperó.

—Mira, no voy a suspenderte, pero...

—Pero ¿qué?

—Con un cinco pelado vas de sobras, así que si esperabas nota para subir el promedio de cara a la selectividad...

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