Authors: Jordi Sierra i Fabra
â¿Y por qué sacáis basura en lugar de buscar algo bueno de verdad?
Se sintió irritado.
â¡No son basura!
âMÃrame a los ojos.
â¿Qué?
âMÃrame a los ojos y dime que no son basura, que a ti te gustan.
â¡Tanto da si me gustan a mà o no! ¿Quieres que una empresa discográfica practique la censura y sólo escoja lo que piense que vale la pena? ¡Ha de haber de todo, y todo el mundo merece su oportunidad!
âEso es cierto âasintió Beatriz.
Sostuvieron las miradas.
Y sucedió algo.
Justo en ese momento.
Algo que lo cambió todo.
Ella se sintió momentáneamente culpable, extrañamente protagonista de algo no deseado pero que ya estaba allÃ, instalado entre los dos. Ãl, en cambio, lo que se sintió fue náufrago de aquella sinceridad, como un pez atrapado en una red de la que ya no sabÃa de qué forma escapar... si es que deseaba hacerlo.
Beatriz era auténtica.
Y eso, atravesando un océano de dudas como el que atravesaba, lo impactó y lo conmocionó.
â¿A qué te dedicas? âle preguntó Rogelio.
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HabÃan terminado de hablar de Brainglobalnoise, por lo menos de momento. Los dos lo aceptaron tácitamente, aliviados.
âEstudio segundo de bachillerato. Acabo este año.
â¿Vas... a la escuela?
âSi quieres llamarlo escuela...
La siguiente pregunta, qué edad tenÃa, murió en sus labios.
â¿Vives aquà cerca?
âEn Johann Sebastian Bach.
â¿Pares o impares? âSonrió de nuevo.
â¿Tú también?
âEra una broma.
âPares âsuspiróâ. No soy tan pija.
âNo creo que lo seas.
âTú sÃ.
âVale, gracias.
âTodos los del mundillo discográfico lo sois, siempre con estrellas y todo eso. Desde fuera parece algo irreal.
âPues no lo es, auque supongo que a nivel de artistas como Springsteen o U2... ¿Sabes algo de ese mundillo?
âLo suficiente.
â¿Cómo?
âLeo.
âVaya por Dios, ¿y eso es todo?
â¿Tú no lees?
âLas revistas no dicen más que mentiras, se inventan cosas, se montan sus propias pelÃculas...
âMe refiero a libros.
No supo qué decir, y optó por la verdad.
âNo, no mucho.
âO sea nada.
âNo tengo tiempo.
âPues debes de tener la cabeza muy dura y seca, hermano.
â¿Tú qué lees? âPasó por alto su pulla, y la forma en que le acababa de decir lo de «hermano».
âPoesÃa, novela, pensamiento...
Una listilla. Rogelio no supo si estrangularla o seguir hablando con ella. Lo malo es que era la listilla más guapa y sexy que jamás se hubiera echado a la cara. Algo lo retenÃa allÃ, su influjo, aquellos ojos, la esencia que desprendÃa su piel, sus labios de seda. No era una Lolita. No parecÃa una Lolita. Pero el morbo resultaba imposible de evitar.
¿Por qué no le daba las invitaciones para Razzmatazz y se iba?
¿Por qué tenÃa que irse?
Beatriz lo atravesó con su mirada.
âEn tu blog hay fotos muy buenas âdijo él.
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Era la primera persona que le decÃa que sus fotos eran buenas. Casi sintió deseos de gritar.
âGracias.
â¿Es casualidad o practicas?
âPractico.
â¿Quieres dedicarte a eso?
âNo lo sé.
â¿No lo sabes?
âNo, no lo sé. No tengo ni idea de lo que quiero hacer. De momento, quizá me haga falta un curro a partir de septiembre, o este verano. ¿Tienes algo?
â¿TrabajarÃas en la compañÃa discográfica del grupo que aborreces?
âNo los aborrezco. Cada cual tiene su rollo âmanifestó con cansancioâ. Es sólo que no es el mÃo y que me parecen un montaje, ya te lo he dicho.
âNo lo son âinsistió él.
VolvÃan a hablar de Brainglobalnoise, muy a su pesar.
â¿Y todo lo que estáis haciendo para metérselo a la gente por los ojos y los oÃdos?
âSe llama publicidad.
âAsà de fácil.
âTodo el mundo vende algo.
âUn poco triste, ¿no?
â¿Por qué tienes tú un blog?
âPara expresarme, porque yo no tengo una discográfica detrás, para no quedarme aislada en casa, sin voz, para gritarle a la gente lo que pienso, para dejar una huella... ¿Quieres más?
â¿Cómo sabes que a la gente le interesa lo que tú piensas?
âEs que ésa es la gracia: ni lo sé ni me importa. Entrar en Internet es opcional. Hacerlo en mi blog lo es aún más. Y leerlo no digamos. Pero yo sà sé que está ahÃ. La Red ha hecho que dejemos de ser anónimos.
âTampoco yo obligo a nadie a comprar a mi grupo.
âTú sÃ. Eres director de marketing y promoción. Tú les dices: «Si no los conocéis, no estáis en la onda. Si no tenéis el disco, os falta algo». En los años 60 del siglo pasado, Brian Epstein lanzó a los Beatles en Estados Unidos mediante una campaña
hype
demoledora, «¡Que vienen los Beatles!». Creó un estado de ansiedad global.
âJesús...
â¿Qué?
â¡Los 60!
â¡Los 60 y los 70, sÃ! Ahà se fraguó todo.
âEres una enteradilla.
âSoy una experta. ¿Tú no?
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Rogelio se encogió de hombros.
âNo me digas que trabajas en esto como podrÃas estar en otra cosa. âBeatriz abrió los ojos.
âNo.
Lo estudió de pronto, más allá de lo que su máscara de ejecutivo le permitÃa ver o intuir. Con aquel «no», de hecho se habÃa desnudado a sà mismo, abriendo una brecha por la que ella podÃa asomarse a su interior. No era la palabra en sÃ, sino la forma de pronunciarla, el tono de los ojos al decirla, la posición del cuerpo, ligeramente derrotado, al expulsar la última ráfaga de aire de los pulmones.
âQuerÃas ser cantante pero no tenÃas talento, y además eras demasiado perezoso para estudiar guitarra o piano, asà que te metiste en la industria por la puerta de atrás.
Lo recibió como un disparo.
Directo a su mente, a su centro de gravedad.
Touché
.
¿De dónde habÃa salido?
â¿Por qué no añades que lo que querÃa era triunfar y darle con un canto en los dientes a mi familia, aunque tampoco tenÃa mucha idea de música ni de toda esa historia que tú pareces dominar tan bien?
âAsà que he acertado.
âDigamos que en parte.
âEn todo.
âNo en todo. Nunca he sido perezoso. CreÃa tener buena voz, buena planta, pero era un negado para tocar algo.
âLo siento. âInició una especie de retroceso.
Fue el lapso de tiempo más largo que estuvieron sin hablar.
Aunque sus miradas decÃan mucho más.
Beatriz sentÃa la mente súbitamente en blanco.
Rogelio querÃa tocarla.
Eso lo desconcertó aún más, sobre todo después de la triste experiencia con Aurora. Tocarla y tal vez... No, tal vez no: tocarla y besarla.
Sentir aquellos labios.
Pensó que era lista. Demasiado. Lista y peligrosa. Lista por su intensidad y peligrosa porque ni siquiera debÃa de ser consciente de su potencial. DesprendÃa una aureola de inocencia que turbaba. Y los ojos. Y los labios. Y el cuerpo. Estaba atravesado por fuerzas desconocidas y se sentÃa transparente. No dominaba la situación. La dominaba ella.
Era hora de irse.
TenÃa miedo.
âTengo que irme âdijo Beatriz robándole la iniciativa, adelantándose a su propia acción.
âEspera... âQuiso retenerla.
â¿Aún quieres que vaya al concierto el sábado?
âSÃ.
âVale. âBeatriz se puso en pie.
No tenÃa más que darle la entrada y despedirse. Fin de la historia. No tenÃa más que meter la mano en el bolsillo y ponerse en pie y darle un beso en la mejilla y...
â¿De verdad quieres ir?
âSÃ. Quizá cambie de opinión. Ahora que te conozco, quiero darles una oportunidad. ¿Te parece?
âClaro.
â¿Dónde quedamos?
âAllà mismo, en Razzmatazz.
â¿Puedo llevar a una amiga?
âNingún problema.
â¿A qué hora?
â¿Qué tal si vienes antes y ves el
backstage
y todo eso? Pregunta por mà en la puerta si no me ves fuera. Dejaré tu nombre en una lista.
âVale. âDio un paso atrás.
Rogelio se levantó, pero ya era tarde.
No se dieron un beso en la mejilla, ni la mano. Beatriz ya habÃa dado un segundo paso, aunque seguÃa de cara a él.
âVendrás, ¿eh?
â¿Tengo cara de ir por ahà jugando y quedando con la gente para luego no aparecer?
âNo âreconoció.
â¡Hasta el sábado!
â¡Rogelio! ¡Recuérdalo! âgritó cuando ella ya estaba a unos diez metros.
El silencio en el parque se hizo entonces enorme.
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Beatriz sintió los ojos de Rogelio hundidos en su espalda mientras caminaba, alejándose de su proximidad. Unos ojos de fuego que la atravesaban, la quemaban, pero que también la acariciaban. Su cuerpo, su mente...
Pensó en acelerar el paso, correr incluso.
Lo mantuvo tal cual.
Hasta levantó la cabeza, desafiante, porque de pronto notó que se movÃa encorvada, con la vista fija en el suelo, aturdida y empequeñecida.
Todo terminó al salir por la puerta que daba a la plaza San Gregorio Taumaturgo, en la confluencia de las calles Josep Bertrand y Francesc Pérez i Cabrero. Entonces recuperó el aliento y pudo sentirse libre.
Una extraña libertad.
Miró hacia atrás. Por entre los barrotes de la cerca y el follaje de árboles y plantas, vislumbró a Rogelio, todavÃa de pie, como una estatua de sal, convertido en un diletante a la espera de una energÃa capaz de moverlo e impulsarlo.
Ni siquiera sabÃa cómo habÃa resistido tanto.
Con aquella entereza.
Y era tan extraño...
Todo.
Algo acababa de suceder, y lo sabÃa, y le daba miedo. Algo inexplicable por desconocido. Algo incontrolable.
Algo hermoso y terrible a la vez.
REACCIONES
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A Elisabet le cambió la cara al verla. Dejó de mascar chicle y se quedó en la puerta como si esperara el veredicto de un examen de matemáticas decisivo. Beatriz no quiso prolongar su ansiedad caminando hasta el refugio de su habitación. SabÃa que su amiga estaba sola.
âAcabo de estar con él.
â¿Y qué? ¡Cuenta, cuenta! ¿Qué tal?
âBien.
â¿Eso es todo? ¡Venga, con pelos y señales! âTiró de ella para meterla en el piso y cerró la puerta de golpe, haciendo retumbar las paredes de la casaâ. ¿No venÃa en plan fiera? ¿Vamos a ir al concierto? ¿Es un tÃo legal?
âEs... interesante âdivagó de la forma más inconcreta posible.
â¿Interesante? ¿Y ya está? ¿Qué te ha dicho?
âHemos hablado del grupo, le he expuesto mi punto de vista y él, el suyo. No estaba enfadado por mi ataque. De hecho, es bastante encantador.
â¡Ay, Dios!
â¿Qué?
âEn tu vida has empleado esa palabra para definir a un tÃo.
âEs que es muy atractivo.
Elisabet la miró de hito en hito. SeguÃan de pie, entre el recibidor y el pasillo.
âÃsa tampoco te va, aunque es más normal. A ver. âSe puso seria y graveâ. Un tÃo está bueno o es un callo.
âEstá bueno.
âO sea que no es...
âTiene unos treinta y muchos.
â¡Joder!
No supo si lo decÃa porque le parecÃa mucho o porque lo aprobaba, sin más.
âPero daba la impresión de estar tenso.
âHombre, acude a una cita con una desconocida, que pone a parir a su grupo, y resultas ser tú...
âTodavÃa no sé de qué va.
â¿Ãl o el rollo que os habéis montado?
âLas dos cosas.
âAnda, ven.
La cogió de la mano y tiró de ella hasta llegar a su habitación. Una vez en su refugio, la empujó sobre la cama y se sentó a su lado. Elisabet ya iba descalza. Beatriz se quitó los zapatos para poder sentarse en cuclillas, como le gustaba. El primer conato de ansiedad por parte de la dueña de la casa habÃa cesado. Pero no el resto.
â¿Por qué has dicho «¡joder!» cuando te he comentado lo de la edad?
âPorque es un palo, ¿no?
â¿Un palo?
âBueno, ya sé que los de nuestra edad no te gustan por tontos, y que los de veinte tampoco porque todavÃa andan indefinidos, pero treinta y muchos...
âNo seas simple.
â¿De verdad está bueno?
âComo un queso.
Se miraron fijamente y, de pronto, rompieron a reÃr, con fuerza, con ganas, con tanta energÃa que acabaron dobladas sobre sà mismas y llorando, sin poderse contener. Una explosión que se prolongó por espacio de un minuto o más, hasta que la calma volvió a ambas y buscaron la serenidad acompasando sus respiraciones.
âComo un queso ârepitió entonces Elisabet.
âÃl tampoco dejaba de mirarme como si fuera la primera chica que veÃa en la vida.
âEs que seguro que eres la primera chica que ve en su vida. La primera como tú, claro.
â¿Qué soy, un espécimen único?
âLo habrás dejado embobado. Esos ejecutivos...
âNo tenÃa pinta de ejecutivo.
â¿Y de qué tenÃa pinta?
âNo sé. ParecÃa inseguro, algo pardillo.
âMÃrala a ella.
âNo, si yo también debo de haberle parecido algo asÃ, pero bueno... Yo tengo diecisiete años, ¿no? âPuso cara de pérfidaâ. La experiencia deberÃa correr a su cargo.
âPero ha habido buen rollo, ¿no?
âSÃ.
âO sea que vamos al concierto.
âSÃ.
âY allà volveréis a veros.
âSÃ.
âEres la leche.
âPor una vez viviremos una experiencia desde dentro. Quiere que lleguemos antes para enseñarnos el
backstage
.
â¿Me presentará... al grupo?
âSÃ.
â¡Qué fuerte, tÃa, qué fuerte!
âPero te pido un favor.
â¿Cuál?
âNo hagas el burro con ellos ni te pases con él.
Elisabet la taladró con una de sus miradas aceradas, falsamente duras.
âDefine «no hagas el burro».
âTú ya me entiendes.
âHuy âmusitó con exquisita suavidad.
â¡Venga, no seas gilipollas!
âTe conozco.
âNadie me conoce, ni yo.
âYo sà âinsistió su amigaâ. La Bella y la Bestia. Ha habido quÃmica.
âUn tipo asà tiene a las que quiere, y seguro que anda con una modelo o alguien despampanante.
âBeatriz...
â¡Eres una plasta! âVolvió a reÃrse mientras saltaba de la cama dispuesta a irse a su casa.
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Laia, la mujer de Juan Pablo, se movÃa con la singularidad de todas las embarazadas, con el abdomen por delante, el cuerpo echado hacia atrás, los pies abiertos, en busca de estabilidad. DecÃan que las investÃa una extraña belleza, que cambiaban, pero que algo las hermoseaba a pesar de su deformidad. No era el caso de Laia. O tal vez fuera que con un segundo embarazo las cosas ya no eran igual que con el primero.
â¿Qué nombre le pondréis? âpreguntó Rogelio.
âEnrique âdijo Laia.
âLe pusimos Marta a la niña por mi madre, y ahora toca quedar bien con los padres de ella âagregó su amigo.
âTampoco se trata de quedar bien âprotestó la mujerâ. Tú tienes una tÃa que se llama Marta. Nos gustaba el nombre y ya está. Y Enrique también es bonito.
âTodo el mundo acabará llamándolo Quique.
âPues no. Lo llamarán como lo llamemos nosotros y luego, de mayor, ya será cosa suya. âSe dirigió a su invitado para preguntarleâ: ¿Quieres más helado?
âNo, gracias. Estoy lleno.
â¿Café?
âMejor no. A estas horas...
âTengo descafeinado de máquina.
Lo evaluó.
âBueno, de acuerdo âse rindió al placer.
Laia salió del comedor para dirigirse a la cocina, siempre con su paso regular, monótono, oscilante. Los dos hombres se quedaron solos, frente a frente, con los restos de la cena dispersos por la mesa. Sus miradas convergieron un momento y ninguno de ellos exteriorizó lo que pasaba por su mente en ese instante cuando, de pronto, hablaron a la vez.
âTu mujer cocina de miedo âdijo Rogelio.
âSe te nota cansado âdijo Juan Pablo.
Rieron.
â¿Por qué te crees que estoy ganando peso? âsuspiró el anfitrión en respuesta al comentario de su invitado.
âEstoy bien ânegó el otro para tranquilizar a su amigo.
Continuaron con sus pensamientos.
Rogelio sabÃa que los casados envidiaban la independencia y libertad de los solteros, el hecho de poder salir con una y con otra, y acostarse con todas. Juan Pablo sabÃa que los solteros envidiaban la estabilidad y el sosiego de los casados, disponer de un hogar, tener unos hijos que les cambiaban la vida para siempre. Y en el caso de ambos, probablemente, era cierto, aunque con una diferencia: Juan Pablo era el tipo más feliz del mundo, y se le notaba. Estaba encandilado con su esposa.
Aquella Laia juvenil y tierna que lo habÃa embelesado.
â¿TodavÃa estás con la presión del lanzamiento?
âSÃ. El sábado se presentan en Barcelona y ya sabes cómo son esas cosas.
âPues me alegra que hayas aceptado venir a cenar. Al menos te distraes un poco.
âLo necesitaba, aunque he estado poco hablador, ¿verdad?
âLaia habla por todos âsonrió Juan Pablo.
âTe he oÃdo. âLes llegó su voz un segundo antes de que ella entrara en el comedor con los cafés.
âNo lo decÃa en plan crÃtica âse defendió su marido.
â¡Hombres! ârezongó ella poniendo voz de bruja.
Dejó los cafés en la mesa pero no pudo sentarse. Por la pequeña pantallita del avisador colocado junto a la mesa, oyeron el llanto de Marta, agitada en su habitación. De forma inconcreta se oyeron palabras como «agua», «papá»...
Se movilizaron los dos.
Rogelio se quedó solo, acompañado de una sonrisa irónica.
No, no habÃa estado muy hablador.
No dejaba de pensar en la chica del parque, la del blog, Beatriz.
Llevaba veinticuatro horas sin poder quitársela de la cabeza.
¿Qué le pasaba ahora? HabÃa conocido a una crÃa. Eso era todo. Dieciocho o diecinueve años. Una crÃa. Inteligente, sÃ. Despierta, sÃ. Diferente, sÃ. Pero ¿cuánto hacÃa que no hablaba con una chica de esa edad? Les vendÃa discos, pero no hablaba con ellas. Y si lo hacÃa, no las escuchaba. Eran marcianas.
Beatriz, no.
Una mujer atrapada todavÃa en la primera juventud.
De acuerdo, sÃ; ¿con cuántas se habÃa acostado años atrás? Quizá no tan jóvenes, pero sà de veinte como mÃnimo. Fuensanta los acababa de cumplir, aunque no le dijo la edad hasta después de hacerlo. La diferencia era que él, entonces, tenÃa veintitantos. Maribel estaba en los veintidós, y lo mismo Helena, y aquella pelirroja de Nashville... ¿Cómo se llamaba?
Lo habÃa olvidado.
¿Y por qué tenÃa que pensar en eso ahora?
Beatriz parecÃa tan fresca, tan auténtica, tan diferente.
âEstás desorientado âse dijo en voz alta.
â¿Hablas solo?
Juan Pablo estaba allà de nuevo, delante de él.
âNo, no âse evadió como pudo.
âEstás abstraÃdo âasintió su amigo con actitud crÃtica.
â¿Cómo os conocisteis Laia y tú? âpreguntó de pronto.
â¿No lo recuerdas? âse extrañó Juan Pablo mientras se sentaba dispuesto a contárselo con todo el orgullo de un hombre enamorado.
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Las últimas clases eran las peores.
Más que un muermo, eran tristes. DÃas inservibles y vacÃos. Todo estaba hecho; los exámenes listos a falta de uno puesto el lunes, para jorobar; el curso quemado, los profesores con ganas de perderlos de vista y los alumnos con ganas de olvidarse de ellos. Ni siquiera la promesa del verano y las vacaciones mejoraba el ambiente. Una tensa, muy tensa calma envolvÃa el aire, irrespirable a veces, pesado otras. Era como una delicada tregua en la que cada cual jugaba un papel.
José MarÃa BuendÃa era el peor.
Precisamente el de lengua.
Sus discusiones habÃan sido épicas a lo largo del curso. Según él, ella era una dÃscola, una «tocapelotas», una provocadora que iba siempre a contracorriente. Según ella, él era un pésimo profesor, un correveydile, un educador sin personalidad, ceñido siempre a la norma, al libro de texto, sin valor para dar una opinión propia. Y además, aferrado a los clásicos.
La Celestina
era inamovible. El resto no valÃa para nada. La literatura habÃa dejado de existir después del sigloÂ
XIX
. Como mucho, después de la Generación del 27.
Tanto vacÃo mental...
¿Cómo podÃa dar clase de lengua y literatura un tipo que no leÃa nada, que repetÃa año tras año los mismos textos para no tener que leer siquiera uno más?
¿Qué clase de amor por la vida y por el arte era aquél?
HabrÃa querido ahorrarse el encuentro, pero José MarÃa BuendÃa lo hizo imposible. Curioso apellido. Era evidente que no iba a soltarla asà como asÃ, que estaba dispuesto a amargarla hasta el último minuto.
âBlasco.
Se detuvo apretando las mandÃbulas y dejó salir del aula a los que iban por detrás de ella. HabÃa tratado de pasar inadvertida, sin abrir la boca, actuando con cautela y pies de plomo.
Todo inútil.
â¿SÃ?
âQuiero hablar contigo.
Beatriz bajó la cabeza. Le daba rabia incluso mirarlo. Era bajo, tenÃa ya poco pelo en la cabeza pese a no haber superado los cuarenta, y una incipiente barriga de bebedor de cerveza. Además, vestÃa como si todavÃa fuera su mamá la que le preparase la ropa cada mañana.
Se quedaron solos.
âHe revisado tu examen âfue lo primero que le dijo.
No podÃa suspenderla. Era imposible. Su examen, dadas las circunstancias, habÃa sido, cuando menos, bueno si no brillante.
Esperó.
âMira, no voy a suspenderte, pero...
âPero ¿qué?
âCon un cinco pelado vas de sobras, asà que si esperabas nota para subir el promedio de cara a la selectividad...