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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (27 page)

BOOK: Un día perfecto
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Había un bote varado en la arena a unos cincuenta metros. Era una pequeña y vieja lancha de dos rotores, con un casco blanco y la quilla roja. Estaba justo fuera de la línea del agua, con la proa ligeramente tumbada. Había manchas blancas en la borda y en el parabrisas, al cual parecía que le faltaba una parte.

—¡Veamos si funciona! —exclamó Lila. Empezó a salir de la cueva con una mano apoyada en el hombro de Chip, que dejó caer el cuchillo, sujetó su brazo y la echó hacia atrás.

—Espera un momento —dijo.

—¿Por qué? —Le miró sin comprender.

Chip se frotó la cabeza donde se la había golpeado y frunció el entrecejo sin dejar de mirar el bote..., tan blanco, tan rojo, tan vacío y conveniente en la brillante y soleada mañana limpia de bruma.

—Es un truco —dijo—. Una trampa. Demasiado bonito. Nos vamos a dormir, y cuando despertamos, nos han dejado un bote. Tienes razón. No lo creo.

—No nos lo han «dejado» —dijo ella—. Lleva aquí semanas. Mira los excrementos de pájaros por todas partes, y lo profundamente enterrado que está en la arena por la parte de delante.

—¿Y de dónde ha venido? —preguntó él—. No hay islas cerca.

—Quizá lo trajeron los traficantes de Mallorca y quedó embarrancado en la arena —dijo ella—. O tal vez lo dejaron atrás a propósito, para miembros como nosotros. Dijiste que podía existir alguna operación de rescate.

—¿Y nadie lo ha visto y ha informado de su presencia en el tiempo que lleva aquí?

—Uni no ha dejado que nadie llegara a esta parte de la playa.

—Esperemos —dijo él—. Simplemente vigilemos y esperemos un poco.

—De acuerdo —admitió ella, reluctante.

—Es demasiado oportuno este hallazgo —dijo él.

—¿Por qué todo tiene que ser inoportuno?

Permanecieron en la cueva. Comieron y enrollaron las mantas, sin dejar de vigilar el bote. Hicieron turnos en la parte de atrás de la cueva, y enterraron los desperdicios en la arena.

Las olas se deslizaban por debajo de la parte de atrás del bote, luego empezaron a retirarse a medida que bajaba la marea. Cuatro gaviotas y otros dos pájaros pardos y más pequeños trazaban círculos sobre la barca y se posaban en el parabrisas o la barandilla.

—Se ensucia más a cada minuto que pasa —dijo Lila—. ¿Y si alguien ha informado de su presencia y hoy es el día en que vienen a llevársela?

—Habla bajo, ¿quieres? —murmuró Chip—. Cristo y Wei, me hubiera gustado haber traído un telescopio.

Intentó improvisar uno con la lente de la brújula, la lente de una linterna y un rollo hecho con la caja de cartón de la comida, pero no consiguió que funcionara.

—¿Cuánto tiempo vamos a tener que esperar? —quiso saber Lila.

—Hasta que oscurezca —dijo él.

Nadie pasó por la playa. Sólo se oían las olas lamiendo la arena y el aleteo y los graznidos de los pájaros.

Chip fue solo hasta el bote, lenta y cautelosamente. Era más viejo de lo que parecía visto desde la cueva. La pintura desconchada del casco mostraba cicatrices de reparaciones y la quilla estaba dentada y cuarteada. Lo rodeó sin tocarlo, examinándolo con la linterna en busca de señales —no sabía cuáles— de engaño, de peligro. No vio ninguna. Sólo vio un viejo bote, inexplicablemente abandonado, al que le faltaban los asientos centrales, un tercio del parabrisas; además estaba manchado de excrementos secos de pájaros. Apagó la linterna y miró hacia el risco... Tocó la barandilla y aguardó alguna señal de alarma. El risco siguió oscuro y desierto a la pálida luz de la luna.

Pasó una pierna por encima de la borda, subió al bote y encendió la linterna sobre los controles. Parecían bastante simples: interruptores para los rotores de propulsión y el de ascensión, una palanca de control de la velocidad calibrada hasta 100 kph, otra de nivelación, unos cuantos indicadores y un interruptor señalado con las palabras «Controlado» e «Independiente», situado en la posición de independiente. Encontró el alojamiento de la batería en el suelo, entre los asientos delanteros, soltó su tapa y vio que la fecha de caducidad de la batería era abril de 171, dentro de un año.

Dirigió la luz al alojamiento de los rotores. Uno de ellos estaba lleno de ramas. Las barrió con la mano, recogió las que quedaban y las echó por la borda. Después proyectó la linterna hacia el rotor de abajo; era nuevo, brillante, sin embargo el otro rotor era viejo, sus palas estaban oxidadas y faltaba una.

Se sentó ante los controles y encontró el interruptor que los iluminaba. Un reloj miniatura señalaba «5.11 vie 17 ago 169». Conectó un rotor de propulsión y luego el otro. Primero chirriaron, pero luego zumbaron suavemente; los apagó. Comprobó los indicadores, luego apagó las luces de control.

El risco seguía igual que antes. Ningún miembro había saltado de su escondite. Contempló el mar, vacío y tranquilo, plateado a lo largo de un angosto sendero que terminaba bajo la luna casi llena. Ningún bote volaba hacia él. Se sentó en el bote unos minutos, luego saltó fuera y se dirigió de vuelta a la cueva.

Lila aguardaba de pie junto a la entrada.

—¿Está bien? —preguntó.

—No, no lo está —dijo él—. No fue dejado por los traficantes, porque no hay en él ningún mensaje ni nada parecido. El reloj se paró el año pasado, pero tiene un rotor nuevo. No probé el rotor de ascensión por la arena, pero aunque funcione, la quilla está cuarteada en dos lugares y puede que simplemente se limite a flotar y no vaya a parte alguna. Por otro lado, puede llevarnos directamente a ’082, a un pequeño medicentro junto al mar, aunque se suponga que está fuera de telecontrol.

Lila le miró fijamente, sin moverse.

—De todos modos creo que valdría la pena intentarlo —dijo—. Si no lo dejaron los traficantes, no van a venir a la orilla mientras esté ahí. Quizá simplemente seamos dos miembros con mucha suerte.

Él le tendió la linterna.

Sacó de la cueva la caja de alimentos y el hatillo y sujetó una cosa bajo cada brazo. Echaron a andar hacia el bote.

—¿Qué hay de las cosas con las que traficar cuando lleguemos? —preguntó ella.

—Las llevaremos —respondió él—. Un bote tiene que ser cien veces más valioso que las cámaras y los botiquines. —Miró hacia el risco—. ¡De acuerdo, doctores! —gritó—. ¡Ya podéis salir!

—¡Chisss, calla! —susurró ella.

—Hemos olvidado las sandalias —dijo él.

—Están en la caja.

Chip puso la caja y el hatillo dentro del bote. Después rascaron con trozos de concha los excrementos de pájaros pegados en el roto parabrisas. Levantaron la proa del bote, lo giraron hacia el mar y empujaron, luego alzaron la popa y volvieron a empujar.

Siguieron levantando y empujando por los dos lados, hasta que el bote estuvo en el agua, bamboleándose y girando torpemente. Chip lo sujetó mientras Lila subía a bordo; luego lo empujó mar adentro y subió junto a ella.

Se sentó ante los controles y encendió las luces. Lila tomó asiento a su lado y miró. Él le devolvió la mirada —los ojos de ella eran ansiosos—. Primero conectó los rotores de propulsión y luego el rotor de ascensión. El bote se agitó violentamente, arrojándolos a cada lado. Resonaron fuertes crujidos debajo de sus pies. Sujetó la palanca de nivelación, la mantuvo firme y accionó la de velocidad. El bote chapoteó hacia adelante, entonces los estremecimientos y crujidos disminuyeron. Siguió accionando la velocidad, a veinte, veinticinco. Los crujidos cesaron y las sacudidas se convirtieron en una firme vibración. El bote hendió la superficie del agua.

—No se eleva —dijo Chip.

—Pero se mueve —respondió Lila.

—¿Durante cuánto tiempo? No fue construido para golpear el agua de esta forma, y la quilla ya está cuarteada. —Aumentó la velocidad, y el bote siguió chapoteando sobre las crestas de las olas. Probó la palanca de nivelación; el bote respondió. Puso rumbo al norte, sacó su brújula, y la comparó con los indicadores de dirección.

—No nos está llevando a ’082 —dijo—. Al menos todavía no.

Lila miró hacia atrás, después contempló el cielo.

—No viene nadie —dijo.

Chip aumentó la velocidad y obtuvo una ligera elevación, pero el impacto cuando rozaban las olas era mayor. Volvió a disminuir la velocidad. La palanca estaba a cincuenta y seis.

—No creo que podamos conseguir más de cuarenta —dijo—. Será de día cuando lleguemos a la isla, si llegamos. No quisiera ir a una isla equivocada, pero no sé hasta qué punto nos estamos desviando del rumbo.

Había otras dos islas cerca de Mallorca: EUR91766, a cuarenta kilómetros al nordeste, el emplazamiento de un complejo de producción de cobre; y EUR91603, a ochenta y cinco kilómetros al sudoeste, donde había un complejo de procesado de algas y un subcentro de climatonomía.

Lila se arrimó a Chip, para evitar el viento y las salpicaduras de la parte rota del parabrisas. Chip mantenía firmemente sujeta la palanca de nivelación. Observaba el indicador de dirección y el mar que se extendía ante ellos iluminado por la luna y las estrellas que brillaban por encima del horizonte.

Las estrellas se disolvieron, el cielo empezó a iluminarse, pero Mallorca no aparecía. Sólo había el mar, plácido e interminable alrededor.

—Si hemos estado yendo a cuarenta —dijo Lila—, el viaje hubiera debido tomarnos siete horas. Ha pasado más tiempo, ¿verdad?

—Quizá no hayamos estado yendo a cuarenta —aventuró Chip.

O quizá había compensado demasiado o demasiado poco la derivación hacia el este del mar. Tal vez habían rebasado Mallorca y se estaban dirigiendo a Eur. O podía ser que Mallorca no existiese..., que hubiese sido eliminada de los mapas pre-U porque los miembros la hubieran «bombardeado» y reducido a la nada, y ¿por qué habría que seguir recordándole a la Familia la locura y el barbarismo?

Siguió manteniendo el bote en un rumbo norte ligeramente desviado al oeste, pero redujo un poco la velocidad.

El cielo se hizo más luminoso. Seguía sin verse la isla. Mallorca no aparecía. Escrutaban en silencio el horizonte, evitando los ojos del otro.

Una última estrella brilló encima del agua al nordeste. No, brillaba en el agua. No...

—Hay una luz allí —señaló él.

Lila miró hacia donde indicaba, aferró su brazo.

La luz se movió en un arco de lado a lado, luego hacia arriba y hacia abajo, como si les estuviera haciendo señas. Estaba aproximadamente a un kilómetro de distancia.

—Cristo y Wei —dijo suavemente Chip, y desvió la palanca para dirigirse hacia donde provenían las señales de luz.

—Ve con cuidado —dijo Lila—. Quizá sea...

Chip cambió la mano sobre la palanca y sacó de su bolsillo el cuchillo, que depositó sobre sus rodillas.

La luz se apagó, y ahí estaba: un pequeño bote. Alguien sentado en él les hacía señas, agitaba una cosa pálida que se puso sobre su cabeza —un sombrero— y luego agitó su mano desnuda.

—Es un miembro —dijo Lila.

—Una persona —rectificó Chip. Siguió girando hacia el bote (parecía un bote de remos), con una mano en la palanca y la otra en el control de la velocidad.

—¡Mírale! —exclamó de pronto Lila.

El hombre que les saludaba era bajo y llevaba una barba blanca, con la cara enrojecida bajo su sombrero amarillo de ala ancha. Llevaba un atuendo azul en la parte de arriba, con perneras blancas.

Chip disminuyó la velocidad de la barca, se arrimó al bote de remos y desconectó los tres rotores.

El hombre —pasados los sesenta y dos años, ojos azules, extraordinariamente azules— les sonrió y al hacerlo mostró unos dientes amarillos llenos de huecos.

—Huyendo de las marionetas, ¿eh? ¿Buscando la libertad? —Su bote se bamboleaba contra las pequeñas olas laterales. Su interior estaba lleno de cañas y redes..., equipo de pesca.

—Sí —dijo Chip—. ¡Sí! Estamos intentando encontrar Mallorca.

—¿Mallorca? —dijo el hombre. Se echó a reír y se rascó la barba—. Maiorca —dijo—. No Mallorca, ¡Maiorca! Pero ahora la llamamos Libertad. Nadie la llama Maiorca desde hace... ¡Dios sabe, un centenar de años supongo! Libertad, eso es.

—¿Estamos cerca? —preguntó Lila.

—Somos amigos. No hemos venido a... interferir de ninguna forma, a intentar «curaros» ni nada parecido.

—Nosotros también somos incurables —dijo Lila.

—No hubierais venido de este modo si no lo fuerais —dijo el hombre—. Para esto estoy yo aquí, para localizar a la gente como vosotros y ayudarla a llegar a puerto. Sí, estáis cerca de la isla. Está ahí —señaló hacia el norte.

Y entonces, en el horizonte, vieron una línea verde oscura, muy baja, que apenas se distinguía del horizonte. Unas protuberancias rosadas brillaban en su mitad occidental..., montañas iluminadas por los primeros rayos del sol.

Chip y Lila la contemplaron, después se miraron y dirigieron sus miradas de nuevo a Mallorca-Maiorca-Libertad.

—Sujetaos —dijo el hombre—. Ataré mi barca a vuestra popa y subiré a bordo.

Se volvieron en sus asientos, frente a frente. Chip tomó el cuchillo de encima de sus rodillas, sonrió y lo arrojó al suelo. Tomó las manos de Lila.

Se sonrieron.

—Creí que la habíamos pasado de largo —dijo ella.

—Yo también —admitió él—. O que no existía.

Se sonrieron de nuevo, se inclinaron y se besaron.

—Echadme una mano, ¿queréis? —dijo el hombre, mirándoles desde la popa del bote, agarrado a la borda con unos dedos de sucias uñas.

Se pusieron rápidamente en pie y fueron hacia él. Chip se arrodilló en el asiento de atrás y le ayudó a subir a bordo.

Las ropas del hombre eran de tela, su sombrero trenzado de unas cintas planas de una fibra amarilla. Era media cabeza más bajo que ellos, y olía de una forma fuerte y extraña. Chip agarró su mano de correosa piel y se la estrechó.

—Soy Chip —dijo—, y ella es Lila.

—Encantado de conoceros —dijo el viejo de barba blanca y ojos azules, sonriendo con su boca de estropeados dientes—. Me llamo Darren Costanza. —Estrechó la mano de Lila.

—Darren Constanza —dijo Chip.

—Ése es mi nombre.

—¡Es hermoso! —dijo Lila.

—Tenéis un buen bote —exclamó Darren Costanza, mirando alrededor.

—No se eleva —dijo Chip.

—Pero nos ha traído hasta aquí. Tuvimos suerte al encontrarlo —explicó Lila.

Darren Costanza sonrió.

—¿Y lleváis los bolsillos llenos de cámaras y cosas? —preguntó.

—No —dijo Chip—, decidimos no traer nada. La marea estaba subiendo y...

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