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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (29 page)

BOOK: Un día perfecto
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Lila sonrió. Chip sonrió también.

—Poneos los monos —dijo el joven—. A los zopencos les horroriza la desnudez. Es «impía». —Se volvió hacia los controles del bote.

Echaron a un lado las mantas y se pusieron los monos aún mojados, luego permanecieron al lado del joven mientras éste conducía el bote hacia la isla. Se abrió ante ellos, verde y dorada, a la luz del recién salido sol, salpicada de montañas y puntos blancos, amarillos, rosas, azul pálido.

—Es hermosa —dijo Lila con determinación.

Chip, con un brazo sobre sus hombros, miró al frente con ojos entrecerrados y no dijo nada.

5

Vivían en una ciudad llamada Pollensa, en media habitación de un cuarteado y ruinoso edificio acerícola con electricidad intermitente y agua de color marrón. Disponían de un colchón, una mesa, una silla y una caja para guardar sus ropas que utilizaban como segunda silla. Los ocupantes de la otra mitad de la habitación, los Newman —un hombre y una mujer de unos cuarenta años, con una hija de nueve años— les dejaban usar el hornillo, la televisión y un estante de su «frigorífico», donde guardaban la comida. Era la habitación de los Newman; Chip y Lila pagaban cuatro dólares a la semana por su derecho a utilizar la mitad.

Ganaban nueve dólares y veinte centavos a la semana entre los dos. Chip trabajaba en una mina de hierro, cargando mena en carretillas con un grupo de inmigrantes junto a un cargador automático que permanecía inmóvil y polvoriento, irreparable. Lila trabajaba en una fábrica de ropa, cosiendo botones en las camisas. También tenía una máquina a su lado, inmóvil e irreparable, cubierta de borra.

Con los nueve dólares y veinte centavos pagaban el alquiler semanal y la comida, los transportes, algunos cigarrillos y un periódico llamado
Libertad, inmigrante.
Ahorraban cincuenta centavos para comprarse ropa nueva y para las emergencias que pudieran surgir, además pagaban cincuenta centavos a la Ayuda al Inmigrante para ir devolviendo el préstamo de veinticinco dólares que les había sido entregado a su llegada. Comían pan, pescado, patatas e higos. Al principio estos alimentos les produjeron retortijones y estreñimiento, pero pronto se acostumbraron a ellos, a gozar de los distintos sabores y consistencias. Esperaban con ansia las comidas, aunque su preparación y la limpieza posterior resultaran un engorro.

Sus cuerpos cambiaron. Lila sangró durante unos días, cosa que los Newman aseguraron que era normal en una mujer no tratada, y sus formas se hicieron más suaves y redondeadas, al tiempo que su pelo creció. El cuerpo de Chip se endureció y fortaleció con el trabajo en la mina. Su barba creció negra y densa, pero se la recortaba una vez a la semana con las tijeras de los Newman.

Un empleado de la Oficina de Inmigración les proporcionó nombres. Chip fue llamado Eiko Newmark, y Lila, Grace Newbridge. Más tarde, cuando se casaron —no con una solicitud a Uni, sino con una ceremonia, una tarifa y unos votos a «Dios»—, el nombre de Lila cambió a Grace Newmark. Entre ellos, sin embargo, siguieron llamándose Chip y Lila.

Se acostumbraron a manejar las monedas, tratar con los tenderos y viajar en el destartalado y siempre repleto monorraíl de Pollensa. Aprendieron cómo eludir a los nativos y evitar ofenderles, memorizaron el voto de lealtad y se acostumbraron a saludar a la bandera roja y amarilla de Libertad. Llamaban a las puertas antes de abrirlas, decían miércoles en lugar de wooderles y marzo en lugar de marx. Tenían que recordarse constantemente que
pelea
y
odio
eran palabras aceptables, pero que
joder
era una palabra «sucia».

Hassan Newman bebía enormes cantidades de whisky. Apenas llegaba a casa del trabajo —en la mayor fábrica de muebles de la isla—, se ponía a jugar a ruidosos juegos con su hija Gigi, y se abría torpemente paso por la cortina divisoria de la habitación con una botella en su mano de sólo tres dedos, horriblemente mutilada por una sierra.

—Vamos, tristes acerícolas —decía—, ¿dónde odio están vuestros vasos? Vamos, alegrémonos un poco.

Chip y Lila bebieron con él unas cuantas veces, pero descubrieron que el whisky les hacía sentirse embotados y torpes, por lo que normalmente declinaban su invitación.

—Vamos —les dijo una tarde—. Ya sé que soy el casero, pero no soy exactamente un zopenco, ¿no? ¿O se trata de otra cosa? ¿Pensáis que espero que me devolváis la invitación..., que actuéis a la recíproca? Ya sé que os gusta mirar vuestros centavos.

—No es eso —dijo Chip.

—Entonces, ¿qué es? —quiso saber Hassan. Se tambaleó y apoyó una mano sobre la mesa para recuperar el equilibrio.

Chip no dijo nada por unos instantes, luego contestó:

—Bueno, me pregunto ¿de qué de sirve huir de los tratamientos si sigues embotándote con el whisky? Lo mismo te daría volver a la Familia.

—¡Vaya! —dijo Hassan—. Claro, ya te entiendo. —Les miró furiosamente, un hombre robusto, de rizada barba y ojos inyectados en sangre—. Pero esperad, esperad a llevar aquí un poco más de tiempo, eso es todo. —Se volvió en redondo y tanteó su camino a través de la cortina, después oyeron como murmuraba algo y su esposa, Ria, intentaba calmarle.

Casi todo el mundo en el edificio parecía beber tanto whisky como Hassan. Fuertes voces, alegres o furiosas, sonaban constantemente a través de las paredes a todas horas de la noche. El ascensor y los pasillos olían a whisky, pescado y penetrantes perfumes que usaba la gente contra el whisky y el olor a pescado.

La mayor parte de las noches, cuando terminaban de limpiar, Chip y Lila subían al tejado para respirar un poco de aire fresco o se sentaban ante su mesa a leer el
Inmigrante
o libros que habían encontrado en el monorraíl o habían tomado prestados de la pequeña colección que había en la Ayuda al Inmigrante. A veces miraban la televisión con los Newman: obras sobre estúpidos malentendidos entre familias nativas, con frecuentes interrupciones para anuncios de distintas marcas de cigarrillos y desinfectantes. Ocasionalmente había discursos del general Costanza o del jefe de la Iglesia, el papa Clemente..., discursos inquietantes sobre escasez de alimentos, espacio y recursos, de la que por supuesto sólo podía culparse a los inmigrantes. Hassan, beligerante por el whisky, solía apagar el aparato antes de que terminara el discurso. La televisión de Libertad, al contrario que la de la Familia, podía conectarse y desconectarse a voluntad.

Un día en la mina, al final de la pausa de quince minutos para comer, Chip se dirigió al cargador automático y se puso a examinarlo, preguntándose si era realmente irreparable o quizá alguna de sus partes que no podía ser reemplazada podía eliminarse o sustituirse. El encargado nativo del equipo se acercó a él y le preguntó qué estaba haciendo. Chip se lo dijo, cuidando mucho de hablar respetuosamente, pero el nativo se puso furioso.

—¡Jodidos acerícolas, siempre creyendo que sois tan malditamente listos! —dijo, y llevó su mano a la culata de su pistola—. ¡Lárgate al lugar donde te corresponde y quédate allí! ¡Intenta pensar en alguna forma de comer menos si quieres tener algo en lo que ocuparte!

No todos los nativos eran tan malos. El propietario de su edificio simpatizó con Chip y Lila, y les prometió darles una habitación por cinco dólares a la semana tan pronto como quedara una disponible.

—Vosotros no sois como la mayoría —dijo—, siempre bebiendo, yendo completamente desnudos de un lado a otro de los pasillos..., preferiría cobrar unos cuantos centavos menos y que los inquilinos fueran todos como vosotros.

—Hay razones para que los inmigrantes beban, ¿sabe? —dijo Chip, mirándole fijamente.

—Lo sé, lo sé —dijo el propietario—. Soy el primero en decirlo. Es terrible la forma como os tratan. Pero, aun así, ¿bebes tú? ¿Te paseas desnudo?

—Gracias, señor Corsham —dijo apresuradamente Lila—. Le quedaremos muy agradecidos si puede conseguirnos una habitación.

Se «resfriaron» y tuvieron «la gripe». Lila perdió su empleo en la fábrica de ropa, pero encontró otro mejor en la cocina de un restaurante nativo, al que iba a pie desde su casa. Dos policías se presentaron en la habitación una noche, comprobando las tarjetas de identidad y buscando armas. Hassan murmuró algo mientras mostraba su tarjeta, y lo golpearon con sus porras hasta dejarlo tendido en el suelo. Rasgaron los colchones con cuchillos y rompieron algunos platos.

Lila no tuvo su «período», sus días mensuales de sangrado vaginal, y eso significaba que estaba embarazada.

Una noche en el tejado, Chip estaba fumando y contemplando el cielo hacia el nordeste, donde se veía siempre un ligero resplandor naranja en la dirección del complejo de producción de cobre de EUR91766. Lila, que había estado retirando la colada de la cuerda de tender, se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Besó su mejilla y se inclinó sobre él.

—No es tan malo —dijo—. Hemos ahorrado doce dólares, tendremos una habitación sólo para nosotros cualquier día de éstos, y antes de que te des cuenta tendremos un hijo.

—Un acerícola —dijo Chip.

—No —dijo Lila—. Un bebé.

—Todo esto hiede —dijo él—. Está podrido. Es inhumano.

—Es todo lo que tenemos —murmuró Lila—. Será mejor que nos acostumbremos a ello.

Chip no dijo nada. Siguió contemplando el resplandor naranja del cielo.

El
Libertad inmigrante
incluía artículos semanales sobre cantantes y atletas inmigrantes, y ocasionalmente científicos, que ganaban cuarenta o cincuenta dólares a la semana y vivían en espléndidos apartamentos, se mezclaban con nativos influyentes y educados, y tenían esperanzas acerca de las posibilidades de una mayor igualdad en las relaciones que se desarrollaban entre los dos grupos. Chip leía burlonamente esos artículos —tenía la sensación de que eran incluidos por los propietarios nativos del periódico para engañar y apaciguar a los inmigrantes—, pero Lila lo aceptaba sin reparos como una prueba de que su situación terminaría mejorando.

Una semana de octubre, cuando llevaban en Libertad poco más de seis meses, apareció un artículo sobre un artista llamado Morgan Newgate, venido de Eur hacía ocho años y que vivía en un apartamento de cuatro habitaciones en Nuevo Madrid. Se llegaban a pagar hasta cien dólares por sus cuadros. Uno de ellos, una escena de la crucifixión, acababa de ser presentado al papa Clemente. Los firmaba con una «A», explicaba el artículo, porque su apodo era Ashi.

—Cristo y Wei —dijo Chip.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lila.

—Yo estuve en la Academia con ese Morgan Newgate —explicó Chip, mostrándole el artículo—. Éramos buenos amigos. Se llamaba Karl. ¿Recuerdas aquel dibujo del caballo que tenía en Ind?

—No —dijo ella, mientras leía el artículo.

—Bueno, es igual, lo dibujó él —dijo Chip—. Acostumbraba a firmar sus dibujos con una «A» en un círculo. —Y sí, recordaba que Karl había mencionado el nombre de Ashi. ¡Cristo y Wei, él también había escapado!... Había «escapado», si así podías llamarlo, a Libertad, la zona de aislamiento de Uni. Finalmente estaba haciendo lo que siempre había deseado: para él, Libertad era realmente la libertad.

—Deberías telefonearle —dijo Lila, aún leyendo.

—Lo haré —aseguró Chip.

Pero quizá no lo hiciera. ¿Serviría de algo, realmente, llamar a Morgan Newgate, que pintaba crucifixiones para el papa y aseguraba a sus compañeros inmigrantes que las condiciones mejoraban día a día? Pero quizá Karl no hubiera dicho eso; tal vez el
Inmigrante
mintiera.

—No digas eso —murmuró Lila—. Es probable que pueda ayudarte a conseguir un trabajo mejor.

—Sí —admitió Chip—, es probable que pueda.

Ella le miró fijamente.

—¿Qué te ocurre? —quiso saber—. ¿No quieres un trabajo mejor?

—Le llamaré mañana, camino del trabajo —prometió él.

Pero no lo hizo. Hundió su pala en la mina, la levantó y la vació en la carretilla, hundió, levantó y vació. «Pelea a todos ellos —pensó—: a los acerícolas que beben, a los que piensan que las cosas van mejor; a los zopencos, a las marionetas; pelea a Uni.»

El siguiente domingo por la mañana Lila fue con él a un edificio a dos manzanas del suyo donde había un teléfono en el vestíbulo que funcionaba, y aguardó mientras Chip pasaba las páginas de una maltrecha guía. Morgan y Newgate eran nombres muy comunes entre los inmigrantes, pero pocos de ellos tenían teléfono. Sólo había un Newgate, Morgan listado, y vivía en Nuevo Madrid.

Chip puso tres monedas en el teléfono y pronunció el número. La pantalla estaba rota, pero eso no importaba, porque los teléfonos de Libertad ya no transmitían imágenes.

Respondió una mujer. Cuando Chip preguntó si estaba Morgan Newgate, la voz femenina dijo que sí, y luego nada más. El silencio se prolongó. Lila, a unos metros de distancia, junto a un cartel de Sani-Spray, aguardaba, pero finalmente se acercó a Chip.

—¿No está en casa? —preguntó en un susurro.

—¿Hola? —dijo una voz masculina.

—¿Morgan Newgate? —preguntó Chip.

—Sí. ¿Quién habla?

—Soy Chip —dijo Chip—. Li RM, de la Academia de Ciencias Genéticas.

Hubo un silencio.

—Dios mío —dijo la voz—. ¡Li! ¡Me proporcionaste cuadernos y carboncillos!

—Sí —murmuró Chip—. Pero también le dije a mi consejero que estabas enfermo y necesitabas ayuda.

Karl se echó a reír.

—¡Cierto, eso hiciste, jodido bastardo! —exclamó—. ¡Es estupendo oírte! ¿Cuándo viniste?

—Hará unos seis meses —dijo Chip.

—¿Estás en Nuevo Madrid?

—En Pollensa.

—¿Qué haces?

—Trabajo en una mina.

—Cristo, eso es matarse —murmuró Karl; y al cabo de un momento—: Es un infierno, ¿no?

—Sí —admitió Chip, y pensó: «Incluso utiliza sus palabras. Infierno. Dios mío. Apuesto a que incluso reza.»

—Me gustaría que estos teléfonos funcionaran de veras para poder verte —dijo Karl.

De pronto Chip se sintió avergonzado por su hostilidad. Le habló a Karl de Lila y de su embarazo. Karl le explicó que él había estado casado en la Familia, pero que había escapado solo. No admitió que Chip le felicitara por su éxito.

—Las cosas que vendo son horribles —dijo—. Atractivas sólo para los niños zopencos. Pero me las arreglo para hacer las cosas que me gustan tres días a la semana; no me quejo. Escucha, Li..., no, ¿cómo es, Chip? Escucha, Chip, tenemos que encontrarnos. Tengo una motocicleta. Iré a veros una tarde. No, espera. ¿Tenéis algo planeado para el próximo sábado, tú y tu esposa?

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