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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (73 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Si no se contenía, diría algo espantoso y definitivo, surgido de las tinieblas en las que se había mantenido al acecho.

La condesa estaba allí, su rostro redondo se veía tan avejentado… Se recogió la falda con una mano mientras que con la otra le daba a Guido unas cariñosas palmadas en la espalda.

—¿No quieres ir a ningún sitio? Contéstame, contéstame, no tienes ningún derecho a hacerme esto. —Guido estaba descorazonado.

«No fuerces el desenlace, no me obligues a decirlo porque cuando lo haga no recordaré las palabras». El regocijo crecía. Se sentía al borde de una pendiente muy pronunciada. Si daba los primeros pasos, no podría controlar el descenso.

—Tú lo sabes, siempre lo has sabido. —¿Era Tonio quien decía aquello?—. Tú estabas allí, mi amigo más querido y verdadero, mi único hermano en este mundo, tú estabas allí y lo viste con tus propios ojos. No era uno de esos niños lavaditos y repeinados que desfilaban hacia el conservatorio como los capones camino del mercado, Guido…

—Y entonces volviste tu rabia contra mí por el papel que yo desempeñé en todo aquello. Yo fui la herramienta de tu hermano, y tú lo sabes.

La condesa había rodeado con el brazo la cintura de Guido e intentaba tranquilizarlo en vano. Y lejos, él lloraba, no puedo vivir sin ti, Tonio, no puedo vivir sin ti…

Pero una gran frialdad se había apoderado de Tonio, y todo se volvió remoto, triste, inevitable. Intentó decir: «Tú no tuviste la culpa. No fuiste más que una pieza del juego».

Guido explicaba que en San Marco, en un café, unos hombres le habían advertido que debía llevarse el chico a Nápoles.

—No hables más —intervino la condesa.

—Fue culpa mía. Yo pude haberlo evitado. ¡Vuelve tu venganza contra mí!

Ella lo obligó a retroceder y apartó a Tonio, mientras esa voz seguía desgranando tantos terribles secretos en un tono cada vez más siniestro. El viejo argumento, mandar asesinos pagados, él no tenía por qué ensuciarse las manos, ¿no sabía que tenía amigos que llevarían a cabo esa misión gustosos? Pero di la palabra. Y entonces ella lo llevó hasta un extremo de la sala. Había salido la luna, el jardín resplandecía y más allá del jardín distinguió las ventanas del salón de baile que acababan de dejar, y se preguntó si Christina estaría allí. En su mente la vio bailando con Alessandro.

—Estoy vivo —susurró.

—Querido mío —dijo la condesa.

Guido lloraba.

—Él siempre supo que llegaría un momento en que seguiría adelante solo. Yo no lo dejaría marchar si no estuviera preparado —decía Guido a la condesa—. En Milán lo contratarán igual sin mí. Y tú lo sabes…

—Pero, niño radiante, ya sabes lo que ocurrirá si vas ahora a Venecia. —La condesa sacudía la cabeza—. ¿Qué puedo hacer para disuadirte de este desatino?

Todo estaba dicho. Todo estaba hecho. Lo que había permanecido largo tiempo agazapado en la oscuridad era ya libre y se desbocaba sin freno alguno.

De nuevo se apoderó de él aquel regocijo. Ir a Venecia. Hacerlo. Dejar que ocurriera. Se acabó la espera. No más odio y amargura, se acabó ver cómo la vida brilla a tu alrededor y es hermosa a pesar de esta oscuridad, de esta impenetrable penumbra.

Guido se había abalanzado sobre él y la condesa, con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, consiguió que se apartara. El rostro de Guido estaba contraído por la furia.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —lloraba—. Dime, ¿cómo puedes? Si yo sólo fui un peón en manos de tu hermano, ¿por qué te saqué de la ciudad? ¿Por qué te saqué de allí cuando estabas herido y destrozado?

La condesa, en su afán de calmarlo, levantó la voz.

—Dime que hubieras preferido que te dejara morir allí, si te hubiese dejado allí te habrían matado, dime que hubieras deseado que esto, nada de esto hubiese llegado a ocurrir.

—No, calla… —La condesa alzó las manos.

Entonces, aquel regocijo se desató transformado en ira. Se volvió hacia Guido y oyó su propia voz, clara y tajante que decía:

—¡Tú sabes por qué, lo sabes mejor que nadie! El hombre que me hizo esto todavía está vivo y no ha recibido castigo alguno. Dime, ¿puedo considerarme un hombre si lo tolero? ¿Soy un hombre?

De repente se sintió flaquear.

Fue dando tumbos por el jardín.

En la puerta del salón de baile, si el criado no lo hubiese sujetado por el brazo, se habría caído.

—Quiero ir a casa… —dijo. Christina, con el rostro surcado de lágrimas, asintió con un gesto.

Era por la mañana.

Tenía la sensación de que Guido y él habían estado discutiendo toda la noche. Y aquellas frías habitaciones semejaban más un terrible campo de batalla que sus dormitorios.

En algún lugar, tras aquellas paredes, Christina lo esperaba. Despierta, ya vestida, tal vez sentada junto a la ventana, con la barbilla apoyada en los nudillos, mirando la Piazza di Spagna.

Sin embargo, Tonio estaba sentado solo, inmóvil, al otro lado del vacío que formaba aquella habitación. Se contempló en un espejo polvoriento, un espectro de cara pálida tan inexpresivo que parecía un demonio con rostro de ángel. Todo había cambiado.

Paolo lloraba.

Paolo lo había oído todo y se había acercado a él, que lo había despreciado con su silencio.

Oculto entre las sombras, Paolo lloraba desconsolado. Y sus sollozos, que ascendían y descendían, resonaban como si recorriera los pasillos de un caserón en ruinas en el que Tonio caminaba apoyado contra la pared, arrastrando los pies descalzos, llenos de polvo, y las lágrimas le manchaban el rostro. Al atravesar el umbral de la puerta veía a su madre inclinada sobre el alféizar de la ventana. Impotencia, terror, un nudo en la garganta mientras tiraba de su falda, y aquel llanto que cada vez sonaba más fuerte. Y justo cuando ella se volvía, él se tapaba los ojos para no ver su rostro. Se sintió caer. Su cabeza golpeó las paredes y los escalones de mármol. No podía parar. Sus gritos se elevaron y ella, con el vestido ondulándose al bajar, cogió aquellos gritos y se los llevó hacia arriba transformados en chillidos cada vez más agudos.

Se puso en pie. Se detuvo en el centro de la habitación, mirando aquel espejo oscuro. ¿Me quieres?, susurró sin mover los labios, y observó que los ojos de Christina se abrían casi impulsados por un resorte, como los ojos de las muñecas, y su boca, reluciente, formaba una palabra.

—¡Sí!

Paolo estaba junto a él. El muchacho era una fuerza repentina contra él que le hizo tambalearse. Oía llorar a Paolo desde muy lejos. Las manos de Paolo tiraban de él hasta que cerró sus largos dedos sobre ellas, se las sacó de encima y las cogió con fuerza al tiempo que empezaba a caminar hacia el espejo.

¿Por qué no me lo advertiste?, dijo a su reflejo, aquel gigante con un
tabarro
veneciano negro y de rostro tan blanco, que llevaba un muchacho abrazado a él, con la cabeza gacha y las manos aferradas a la tela negra como si no pudieran desprenderse de ella. ¿Por qué no me advertiste que el plazo se acababa? ¿Que casi había llegado a su fin?

Y entonces, tirando de Paolo, avanzó con torpeza hacia la cama, se desplomó sobre las almohadas. Paolo se acurrucó junto a él, y el llanto del muchacho se incorporó a su sueño.

6

Cuando llegó al teatro el cansancio no lo había abandonado. Había llevado a Paolo a un pequeño café en el que ambos habían comido en exceso. Se sentía aturdido y el mundo vibraba a su alrededor. Los colores se desangraban bajo la lluvia que ahuyentaba a los enmascarados. Paolo se negó a comer si Tonio no lo hacía, y Tonio le dio demasiado vino.

Le resultaba casi imposible cantar. Sabía, sin embargo, que nada se lo impediría.

Y tan pronto como oyó a la multitud gritando y pateando, cuando vislumbró a Bettichino ya maquillado, su cuerpo transmutado en un orgulloso andamio de seda y armadura, la emoción habitual acudió en su rescate junto con su fuerza de voluntad.

Cuidó más que nunca su vestuario, realzó su cara con maquillaje blanco con la misma sutileza y arte del que Bettichino hacía gala, y cuando por fin apareció bajo los focos, era de nuevo el Tonio de siempre, y con su voz sólo pugnó un poco al principio para luego dejarla brotar en toda su intensidad. Percibía la excitación del carnaval entre el público, la adivinaba en sus ásperos y cariñosos gritos de bravo. Por un momento procuró contemplar con imparcialidad aquel teatro que se ponía en pie ante él, el oscuro vacío de sus rostros, y supo que aquélla era una noche de riesgos, trampas que permitirían a la imaginación alzar el vuelo.

Christina fue a los camerinos después del primer acto. Era la primera vez que lo veía tan de cerca vestido de mujer, y Tonio se puso una máscara de pedrería antes de dejarla entrar. No le sorprendió descubrir que su aspecto la seducía.

Al mirarlo, o al mirar a aquella mujer vestida de terciopelo ciruela y satén blanco, Christina contuvo una exclamación.

—Ven aquí, querida mía —dijo él en un tierno susurro sólo para sobresaltarla. Ella era un oficial del ejército con charreteras y pantalones ceñidos. Y mientras se aproximaba a él cobró el aspecto de un muchacho tímido, casi temeroso, y alzó la mano para tocarle el rostro. Él le sonreía, el espejo le devolvía la imagen de ambos, y después de acomodarse en una silla y extender las faldas a su alrededor, la sentó en su regazo. Vio las tirantes arrugas angulares que formaba el tejido de los pantalones entre las piernas y quiso acariciarlas. No obstante, se contentó con la seda de su cuello blanco.

Ella alzó la copa de vino y se lo dio a probar, luego lo besó con vehemencia, y él la giró despacio para poder contemplar la escena en el espejo. Aquella mujer alta y maquillada, con una máscara de gato adornada de lentejuelas, abrazada al joven de rostro exquisito sentado en su regazo.

Ella se volvió y recorrió con los dedos el contorno de su rostro. Le quitó la máscara y al ver los ojos pintados de Tonio a duras penas contuvo otra exclamación.

—Me asusta,
signore
—susurró él en aquel mismo tono femenino y misterioso, y ella, cuyo cuello se estremecía con una leve palpitación, fingió atacarlo.

Metió su pequeña mano por debajo de la camisa, acarició la desnudez bajo ella y al encontrar el pene erecto lo agarró con crueldad.

—Cuidado, querida —murmuró él entre dientes—, no vayamos a estropear lo que queda.

Ella rió sorprendida, luego se apretó contra él mientras soltaba un suspiro y se quedó inmóvil. Tonio nunca le había dicho nada parecido, nunca había aludido a su condición con tanta ligereza, y en aquellos momentos la miraba con indulgencia, como si se tratara de una chiquilla.

—Te quiero —musitó ella.

Tonio cerró los ojos. El espejo había desaparecido, y con él sus disfraces, o al menos eso le parecía. Y de nuevo se sumió en sus pensamientos recordando lo mucho que le gustaba de pequeño ser invisible en la oscuridad. Cuando la volvió a mirar, ella ya no veía pintura, ni peluca ni terciopelo ni satén, sólo a él, y era como si sus cuerpos se hubieran fundido en esas tinieblas.

—¿Qué te ocurre? ¿En qué piensas cuando me miras de ese modo?

Tonio sacudió la cabeza, sonrió, la besó. Y en el espejo vio la imagen resplandeciente de ellos dos, perdidos en sus disfraces, pero formando una pareja perfecta.

Aquella noche, tan pronto llegaron al estudio, supo de inmediato que Guido había hablado con Christina.

Ella estaba dispuesta a dejarlo todo para acompañarle a Florencia en Pascua. Podía terminar los cuadros que tenía entre manos antes del final de la cuaresma, seguro que él podría esperarla hasta entonces, de ese modo harían el viaje juntos.

Ella caminaba deprisa por el estudio, asegurando que podía acabar a tiempo ese cuadro y que aquel otro estaba casi terminado. Necesitaba tan poco para viajar… Había comprado un maletín de piel nuevo para sus pinturas, planeaba hacer esbozos de las iglesias de Florencia, nunca había estado en Florencia, ¿lo sabía? Se arrancó la cinta del cabello en el momento preciso y éste se desparramó por su espalda.

Tonio se sentía más ágil y en cierto modo ingrávido, como siempre le ocurría después de la representación; su ropa masculina resultaba extremadamente ligera comparada con aquella armadura griega y aquellas faldas. Ella seguía vestida de chico, aunque llevaba suelto su hermoso cabello rubio maíz lo que la hacía parecerse a un paje o un ángel de alguna pintura antigua. Él la miraba sin pronunciar palabra, deseando que Guido no le hubiera dicho nada, aunque al mismo tiempo le había facilitado las cosas. Aquellas últimas noches con ella… aquellas últimas noches… ¿Qué había esperado Tonio que fuesen?

Mientras la contemplaba lo invadía el deseo y ella no daba muestras de tristeza ni de miedo.

Le hizo una seña para que lo siguiera al dormitorio, y de repente, ella se le echó a los brazos y permitió que la levantara en vilo y la condujera hasta la cama.

—Ganímedes —le susurró Tonio y percibió su voluptuosidad a través de los pantalones y bajo la dura pechera de su chaqueta.

Al igual que le sucediera en el café con Paolo, se sintió adormilado y sin embargo desesperadamente vivo, y dondequiera que posara los ojos lo cegaban los colores. Sintió la textura de las sábanas entre los dedos, la húmeda y cálida piel de los muslos de ella. Una luz azulada procedente de las velas bañaba sus hombros, y al abrazarla se preguntó cuánto tiempo podría retrasarlo. ¿Cuándo llegaría aquel dolor terrible y agudo?

Después de que Tonio venciera su resistencia con amor, Christina encendió de nuevo las velas. Sirvió vino para ambos y comenzó a hablar.

—Marcharé contigo a cualquier lugar del mundo —dijo—. Pintaré a las damas de Dresde y de Londres. En Moscú pintaré a los nobles rusos, pintaré reyes y reinas. Piénsalo, Tonio, todas las iglesias, los museos, los castillos de los países germánicos con su multitud de torres y almenas en lo alto de las montañas. ¿Has visto alguna vez esas catedrales del norte tan llenas de vitrales? Imagínatelo, una iglesia de piedra en vez de mármol, con arcos estrechos y muy altos, que se elevan hasta el cielo, y fragmentos de colores brillantes formando ángeles y santos. Piensa en ello, Tonio, San Petersburgo en invierno, una ciudad nueva construida siguiendo el modelo de Venecia y cubierta por una hermosa capa de nieve blanca…

En su voz no había desesperación, pero sus ojos tenían un brillo de ensoñación, y sin responderle le apretó la mano para instarla a que continuase.

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