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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (77 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—Que hayan fracasado.

Sólo un amago de exasperación en Federico, y un aire de ansiedad. Miró hacia la
piazza
y sus ojos acariciaron ciegamente a la mujer vestida de luto que había aparecido de nuevo. No la ves. Yo sí. Carlo sonrió.

—¿Fracasado? —Soltó una carcajada de burla—. Pero si es un maldito eunuco, ¡por el amor de Dios! Podrían estrangularlo con las manos desnudas.

Alzó la botella y le dio a Federico aquel empujón casi amistoso para que no entorpeciera aquella visión perfecta. Sí, ella estaba otra vez allí.

—Muy bien, hermosa, acércate —dijo entre dientes y dio otro rápido trago a la botella.

Aquél fue un trago largo, y le limpió la boca y los ojos. La lluvia caía en silencio, ingrávida, formando un remolino de plata.

La bebida hizo brotar un calor sensual en su pecho. No se quitó la botella de la boca.

En sus últimos días, Marianna corría de un lado a otro abriendo armarios y cajones.

—Dámelo, no tienes ningún derecho a quitármelo. No podrás mantenerme encerrada en esta casa.

Las advertencias del viejo doctor: «Se matará». Y finalmente Nina corriendo por los pasillos. «No habla. No se mueve». Llorando, llorando.

Ella supo que iba a morir cuatro horas antes. Abrió los ojos y dijo: «Carlo, me muero».

—¡No te dejaré morir, Marianna! —había insistido él, y mucho después se había despertado porque la había oído agitarse y la había visto con los ojos abiertos, diciendo:

—¡Tonio!

Fue su última palabra, Tonio, Tonio y Tonio.

—Volvamos a casa,
signore
. Si no se ha hecho correctamente, corremos el peligro de que…

—¿De qué? Fueron a retorcerle el pescuezo a un capón. Si no lo han hecho, ya lo harán. No quiero hablar más de este asunto. Aléjate de mí…

¡Tonio Treschi, el cantante!, se mofó.

—En el paquete tendría que haber un mensaje.

—¡Sí, y una prueba! —replicó—. Una prueba.

Su cabeza en un saco manchado de sangre. ¡Aléjate de mí, aléjate de mí!

Ella nunca había dejado de preguntarle: «Tú no lo hiciste, ¿verdad? ¿Verdad que no?». Carlo lo había negado miles de veces, miles de veces en esos primeros días en los que todos iban a por él como aves de rapiña dispuestos a devorarlo. Tras las puertas cerradas, ella se aferraba a él, con las manos convertidas en garras. «Mi hijo, mi único hijo, nuestro hijo. Tú no lo hiciste, ¿verdad?».

—Así que ahora lo dices. —Rió hasta hartarse—. Claro que no, querida. ¿Cómo podría hacer yo algo así? Él mismo lo ha hecho en su desesperación. —Y entonces el rostro de ella se suavizaba, al menos durante un rato, y la tomaba en sus brazos y le creía.

—No es bueno sufrir tanto.

—¿Quién ha dicho eso?

Se volvió demasiado deprisa, y vio dos figuras que retrocedían, con las pesadas túnicas negras de los patricios, las pelucas blancas, sus miradas implacables y siempre vigilantes.

Federico estaba lejos, muy lejos, observándolo desde la arcada, y con él estaban los demás. Cuatro buenos puñales y musculatura suficiente para protegerlo contra todo, excepto la demencia, la amargura, la muerte de Marianna, excepto interminables y terribles años sin ella, años y años…

Una lánguida soledad se apoderó de él. La deseaba. Mi Marianna, cómo describirlo, sus lágrimas cuando la sostenía entre sus brazos, sus gritos pidiendo vino, y aquellos días de borrachera en que lo acusaba, con los labios tensos, mostrando unos dientes blanquísimos.

—¿No ves que estoy contigo? —le había dicho—. Nosotros estamos juntos y ellos se han ido, y nunca más podrán separarnos, estás tan hermosa como siempre. ¡No, no apartes los ojos de mí, Marianna, mírame!

Y durante un corto intervalo, la inevitable dulzura, el deseo.

—Sé que tú no has podido hacerlo. A mi Tonio, no, no. Y sé que él es feliz, ¿verdad? Tú no lo has hecho… y él es feliz.

—No, querida mía, mi tesoro —le había respondido—. Si yo fuese el culpable, él me habría acusado. Has visto los documentos que él mismo ha firmado. ¿Qué ganaría con no acusarme?

Sólo tiempo necesario para planear mi muerte, eso ganaba, ah, pero primero mis hijos, mis hijos para la casa de los Treschi, oh, sí, todo por nuestro linaje, incluso su silencio. ¡Tonio el cantante, Tonio el espadachín, Tonio Treschi!

¿Cuándo cesarán las habladurías?

«Te aseguro que los napolitanos le tienen pavor, hacen cualquier cosa para no cruzarse con él. Vieron su furor incontenible cuando el joven toscano lo insultaba. Le cortó el cuello. Y aquella pelea en la taberna, acuchilló al otro chico; es uno de esos eunucos peligrosos, muy peligrosos…»

¿Dónde está mi prostituta vestida de luto?, pensó de repente, mi hermosa dama de la muerte, mi cortesana que pasea sola y con tanto descaro por la
piazza
. Concentra tus pensamientos en los vivos, olvídate de los muertos, los muertos, los muertos.

Sí, carne viva, carne ardiente bajo toda esa oscuridad. Más te vale que seas hermosa, más te vale que merezcas cada moneda que pague por ti. Pero ¿dónde estaba?

El agua, mientras el viento levantaba la lluvia de su superficie, se había transformado una vez más en un espejo bruñido. Y en ese espejo vio una forma voluminosa y oscura que se le acercaba. No, se había detenido ante él.

—Ah.

Carlo sonrió, mirando el reflejo.

«Así que mi pequeña puta descarada y encantadora, vestida de negro ha quedado convertida en esto.»

Pero la única palabra que formaron sus labios fue:

—Hermosa.

¿Es que no se daba cuenta ella?

¿Y si me levanto y le aparto el velo? No te atreverás a engañarme, ¿verdad que no? No, tú eres hermosa, ¿verdad que sí? Y tienes una sonrisa afectada, y eres simple, y no sabes hablar. Mucho regateo disfrazado de coquetería, y tú absolutamente convencida de que te deseo. Bueno, en todos estos años nunca he querido a nadie salvo a una mujer, una mujer hermosa y desquiciada. «¡Tonio!» Y ella murió en mis brazos.

Aquella mujer anónima vestida de luto estaba tan cerca que podía ver los orillos bordados de su velo. Hilo de seda negro. Flores de Cuaresma, cuentas de azabache.

Y entonces un movimiento blanco bajo el velo, sus manos desnudas.

Su rostro, su rostro, muéstrame el rostro.

Ella se quedó quieta, inalcanzable, mucho más lejana de lo que le había parecido, y entonces Carlo miró su reflejo en el agua. ¡Debe tratarse de una mujer muy alta! ¿O acaso aquella imagen en el agua era engañosa? Dejemos que se aleje; él no la seguiría, no con todo aquel coñac y toda aquella desesperación. Casi alzó la mano en busca de Federico.

Sin embargo, ella no retrocedió.

Su cabeza, debajo de aquel largo velo, se movió con suavidad hacia un lado, y en aquel ademán le ofreció su cuerpo esbelto, y cualquier pensamiento vago y sentimental que Carlo albergara se desvaneció de súbito con un gesto: sí.

—Sí, querida mía —susurró, como si a aquella distancia ella pudiese oírlo.

Llegó más gente; un pequeño grupo de hombres con ropajes negros que surcaban el viento se interpusieron entre él y la desconocida sin darse cuenta. Pero entonces él fijó los ojos en la sinuosa y tentadora figura que lo miraba con intensidad tras aquel velo de luto.

Justo cuando temía haberla perdido de vista, la vislumbró por encima del hombre que estaba ante ella, mientras el velo subía sobre sus manos blancas y luego sobre su rostro.

Se quedó desconcertado durante unos instantes.

Ella se alejó. No había bebido tanto como para sufrir alucinaciones. ¡Era hermosa! Tan hermosa como todo lo que la rodeaba. Ella lo sabía, y había avanzado hacia él. Había aparecido como si fuera él quien la hubiera conjurado, sin dudar ni un solo instante. Su rostro era el de un magnífico maniquí, una muñeca de tamaño natural.

Toda ella parecía de porcelana, y ¡aquellos ojos!

En aquellos momentos era él quien la seguía, y la lluvia se arremolinaba en una luz plateada. Él, con los ojos entornados y temblando, intentaba verla de nuevo, ver aquel rostro otra vez sobre sus hombros. Sí, tras ella, tras ella.

Ella lo llamó con una seña descarada y elegante al mismo tiempo.

Oh, todo aquello resultaba extraño y delicioso, y la necesitaba con tal desesperación… Había vencido el dolor aunque sólo fuera momentáneamente.

Ella caminaba cada vez más deprisa.

Cuando llegó al borde del canal que tenía delante, se volvió.

El velo cayó despacio.

Bien, muy bien. Él pasó por delante y la desconocida se quedó varios pasos detrás de él. Sus faldas casi rozaban el agua. Deseó poder ver cómo la respiración le henchía el pecho.

—Tan audaz como hermosa —le dijo, aunque ella estaba aún demasiado lejos para oírlo. Se volvió y con un gesto llamó al gondolero.

Comprobó que sus hombres se agrupaban tras él. Federico se acercaba.

Dio media vuelta y bajó a toda prisa. Con pasos torpes y pesados subió a la embarcación, que se balanceó bajo su peso y estuvo a punto de lanzarlo a la
felze
cerrada en la que ella se encontraba.

Mientras se acomodaba en el asiento, sintió el roce del tafetán de su vestido.

La barca se movió. El hedor del canal le invadió las fosas nasales. Ella se puso en pie ante él, respirando bajo aquellos magníficos cortinajes.

Durante un momento, lo único que pudo hacer fue recobrar el aliento.

El corazón le martilleaba, tenía el cuerpo bañado en sudor, era el precio que debía pagar por su ansiedad. Pero ya era suya, aunque apenas podía verla a la luz de las cortinas abiertas.

—Quiero verlo —dijo, luchando con el inquietante dolor que sentía en el pecho—. Quiero verlo…

—¿Qué es lo que quieres ver? —preguntó ella en un susurro, con la voz grave, ronca y serena.

Hablaba veneciano, sí, veneciano. ¡Cuánto había deseado que fuera así! Carlo rió entre dientes.

—¡Esto! —Se volvió hacia ella y le arrancó el velo—. ¡Tu rostro!

Y cayó hacia delante sobre ella, con la boca abierta cubriendo la de ella. La empujó contra los cojines, hasta que su cuerpo se puso tenso. La mujer alzó las manos para apartarlo.

—¿Qué haces? —Carlo se incorporó relamiéndose los labios. Miró fijamente aquellos ojos negros que no eran más que un destello en las tinieblas—. ¿Crees que puedes jugar conmigo?

Ella tenía una singular expresión de asombro. Ni un amago de coquetería herida, ni temor fingido. Se limitaba a mirarlo fascinada, lo observaba como se observa a los objetos inanimados. En aquella penumbra, su hermosura estaba más allá de cualquier comparación.

Una belleza imposible. Buscó algún defecto, la inevitable decepción, pero le parecía tan hermosa, al menos en aquel instante, que le pareció conocer aquella belleza desde siempre. En algún rincón de su alma había susurrado al dios del amor con insolencia y lujuria: «Dame esto, esto es lo que quiero». Y allí estaba, y todo los rasgos de aquel rostro le resultaban familiares. Sus ojos tan negros y orlados de largas pestañas; la piel tersa, tirante sobre los pómulos, y aquella gran boca exquisita y voluptuosa.

Le acarició la piel. ¡Ah! Retiró los dedos y luego le tocó las cejas negras, y los pómulos, y la boca.

—¿Tienes frío? —preguntó en un murmullo—. ¡Quiero que me beses de verdad! —Sus palabras sonaron como un gemido que brotara de su interior y tras tomarle el rostro con ambas manos, la echó hacia atrás y le chupó la boca con fuerza, se la soltó y se la chupó de nuevo.

Ella dudaba. Durante un segundo su cuerpo se tensó y luego, con una deliberación que lo dejó atónito, se entregó a él, sus labios se suavizaron y su cuerpo se relajó. A pesar de la ebriedad, Carlo sintió la primera punzada de deseo entre las piernas.

Rió y se retrepó en los cojines. La luz destellaba incolora y mortecina en la abertura que dejaban las cortinas, y el rostro de ella se veía demasiado blanco para ser humano; sin embargo lo era, sí, eso lo había saboreado.

—¿Su precio,
signora
? —Se volvió hacia ella y la atrajo hacia sí hasta que su cabello empolvado de blanco le rozó las mejillas. La mujer bajó la vista y Carlo notó sus pestañas en las mejillas—. ¿Cuál es el precio? ¿Cuánto quiere?

—¿Qué quiere decir? —preguntó con aquella voz profunda y ronca, en un tono que le provocó a Carlo un pequeño espasmo en la garganta.

—Ya sabes a qué me refiero, querida… —balbuceó—. Cuánto debo pagar por el placer de desnudarte. Una belleza como la tuya precisa un tributo —añadió, rozándole las mejillas con los labios.

—Desaprovechas lo que podrías saborear —dijo ella alzando una mano—. Para ti no hay precio.

Se hallaban en una habitación.

Habían subido unas empinadas escaleras húmedas arriba y más arriba. A él no le había gustado aquel lugar tan abandonado. Había ratas por doquier, las oía, pero sus besos eran tan deliciosos… Y esa piel, por esa piel sería capaz de matar.

Ella había insistido para que comiese, y después del coñac, el vino le resultaba insulso.

Conocía, sin embargo, el barrio donde se encontraban y las casas de los alrededores; muchas de ellas habían sido un cálido dormitorio en el que había estado con una cortesana que le gustaba bastante. Pero aquella casa…

La luz de las velas lo deslumbraba. La mesa rebosaba de comida ya fría, y a lo lejos destacaba la cabecera de una cama de la que colgaban con descuido unas cortinas bordadas con hilos de oro. El calor que desprendía aquel gran fuego resultaba excesivo.

—Hace demasiado calor —dijo él. La desconocida había cerrado todos los postigos. Un detalle preocupaba a Carlo, o tal vez más de uno: que hubiera tantas telarañas en el techo, y que el lugar fuera tan húmedo y desvencijado.

Sin embargo, estaba rodeado de objetos lujosos, las copas, la vajilla de plata; había algo en todo aquello que le recordaba a un decorado, cuando uno está sentado tan cerca del escenario que puede ver las alfardas del techo y los bastidores.

Pero algo más lo inquietaba, algo concreto. ¿Qué era? Eran… eran sus manos.

—Caramba, si son enormes —susurró. Y al oír el sonido de su propia voz y ver aquellos larguísimos dedos blancos, su estupor se disipó para dar paso a la ansiedad, y advirtió que en los vapores del alcohol se habían perdido fragmentos de lo ocurrido aquella tarde.

¿Qué había dicho la mujer? No recordaba haberse apeado de la góndola.

—¿Demasiado calor? —preguntó ella en un susurro. Aquella misma voz ronca que le hacía desear acariciarle la garganta.

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