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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (24 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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«¿Dónde iré ahora?». No tenía el menor interés en un nuevo viaje.

«No le puedo decir dónde; lo siento. Pero no se desanime. Yo sé que no es un nazi. Todo saldrá bien, Padre… aunque se le presenten malos tiempos». Aquel hombre estaba más alterado que yo cuando, de nuevo, me marchaba con destino desconocido.

A las 14h del día siguiente, llegó un coche con cuatro guardias para custodiar a un sacerdote enfermo y desvalido. Me obligaron a prometer que no intentaría escapar… ¡una idea absurda, dada mi débil condición!, y no me esposaron. Viajamos hasta las siete de la tarde por el alto Atlas recorriendo una carretera entre profundos precipicios, y llegamos a la ciudad de los Mártires franciscanos, Marrakech, donde había dicho Misa en una ocasión y había sido muy bien recibido por la comunidad.

Pregunté al oficial si tendría inconveniente en detenerse unas horas; me gustaría visitar a los franciscanos.

«Lo siento, Padre; tengo orden de llevarle a Algiers por el camino más corto».

Ya sabía dónde íbamos. Estaba previsto que tomáramos un tren en Marrakech que nos llevaría a Casablanca en tres horas. Allí, tendríamos que esperar aproximadamente otras siete.

«Y ¿qué haremos en ese tiempo?», pregunté.

«Usted irá a la cárcel, naturalmente; nosotros ya encontraremos el modo de divertirnos», contestaron sonriendo afectadamente.

Entré en aquella prisión; constaba de una serie de celdas hechas de barrotes y una mirilla para barras de pan, tomates fritos y otras delicias. Pensé. «Esto puede llegar a ser muy interesante. Espera y verás». Había sobrevivido a muchas tempestades anteriormente.

Mi acompañante llevaba una cesta de selecta comida que había enviado el general del campo y me invitó a compartirla, pero rehusé, pues era jueves, el día de la institución de la Eucaristía, y deseaba decir Misa siempre que fuera posible. Hasta ahora me las había arreglado para celebrarla todos los jueves. Se rieron de mí. Era imposible ir a una iglesia: me enseñaron la orden en la que constaba que tenían que llevarme a un campo en Algiers por la ruta más corta, y sin hablar con nadie por el camino.

Ahora estaba seguro de que me consideraban peligroso y sabía también el motivo de que me llevaran a un compartimento para mí solo, aunque el tren iba atestado. Mi acompañante, que por otra parte era muy agradable, me dijo que, según los papeles que estaba leyendo, era evidente que se iban a presentar serios cargos contra mí.

Llegamos a Casablanca; la estación estaba repleta y los cuatro guardias trataban de abrirnos paso entre la multitud. En el lado opuesto estaba la prisión donde iban a encerrarme para convertirme en el hazmerreír de la ciudad. Sin embargo, cuando salimos de entre la muchedumbre, aparecieron ante nosotros, como salidas de la nada, dos o tres Hermanas franciscanas, y la impresionante figura de la Madre Monique, la Madre Provincial. Yo comprendí que tenía que dirigirle unas palabras.

La había conocido el año anterior, cuando recibí una carta en Ksar-es-Souk que decía:

Por favor, venga a verme lo antes posible.

Mére
Monique.

La carta venía de Casablanca. Como yo no había estado nunca en Casablanca ni conocía a la Madre Monique, me dirigí al general francés del campo pidiéndole que me explicara todo aquello. Yo creo que no llegó a leer la carta; cuando vio la firma «Monique» se mostró muy afectuoso y me dijo que tenía que ir inmediatamente a Casablanca.

«Cuando esta mujer escribe una carta así, solo se puede hacer una cosa… seguir sus instrucciones». No me explicó de quién se trataba y simplemente me dijo que me marchara al momento. Evidentemente aquel buen general respetaba —incluso se puede decir que temía— a la Madre Monique, y a instancias suyas dejé el campo aquella misma noche. Siempre era bueno salir de allí, y a los dos días llegaba a Rabat, donde pasé una noche con los franciscanos.

Cuando mostré la carta al buen padre Maurice, el Ecónomo, él, que era la paz y la serenidad personificadas, se puso nervioso y dijo que debía ir a verla inmediatamente; no convenía hacer esperar a aquella persona.

Bien, yo tenía que ver al obispo respecto a ciertas facultades para el campo y, un poco irritado por todo aquel alboroto por culpa de la orden de una monja, fui a visitarle en primer lugar. Respecto a las facultades, el obispo me tranquilizó con una sonrisa, diciendo: «Es usted el hijo predilecto del Santo Padre y del obispo del Sahara; haga lo que crea lo mejor». Luego le enseñé la carta de la monja, y me dijo: «Vaya al momento y muéstrese humilde en su presencia».

Yo exploté: «Excelencia, ¿quién es esa Madre Monique? ¡Todo el mundo parece respetarla… y muchos la temen!».

Se echó a reír e insistió: «Vaya y juzgue por usted mismo. Pero he de decirle algo, Padre: si no consigue ganarse la amistad de esa mujer, tampoco yo podré ayudarle. Debe prepararse también para dejar Marruecos inmediatamente».

Eran unas palabras muy fuertes, y yo esperaba ansiosamente el resultado de aquel encuentro en Casablanca, donde Anfa es, en Marruecos, la Casa Madre de las Franciscanas Misioneras de María. Llegué, y apenas me había sentado en el locutorio, cuando Madre Monique irrumpió en él.

No hay otro modo de describir su aparición —entró como un vendaval— y, antes de que yo pudiera articular palabra, se dirigió a mí gritando: «¡Así que es usted el Padre que llaman nazi, y que en el campo se comporta con los nazis con demasiada suavidad! ¿Por qué ha venido a Marruecos si pretende continuar con ese método erróneo? ¡Desde ahora, tratará usted con más dureza a esos perseguidores de la Iglesia… esos asesinos!».

Me quedé sin voz; aquello era más de lo que había esperado. ¡Una mujer dando órdenes! Reaccioné con irritación, y dije secamente: «Soy un sargento mayor alemán; ¿cree usted que voy a recibir órdenes de una mujer, de una monja? Sé personalmente cómo hay que tratar a los nazis. ¿Ha conocido a alguno? Durante años he vivido entre ellos. Como soldado, me formé con ellos, mis métodos son correctos como lo demuestran los resultados obtenidos en el campo. Si me ha escrito usted para decirme eso, me vuelvo inmediatamente». Estaba terriblemente furioso y a punto de marchar, pero ella se puso en pie y cerró la puerta. Se convirtió en la amabilidad personificada, como si no hubiera dicho nada desagradable. Daba la impresión de que mi conducta le complacía bastante; aquello era lo que admiraba en un capellán de los nazis.

«No debe tomarlo a mal, pero he oído hablar mucho de usted a la Madre Superiora Agnes en Midelt, sobre su trabajo y sobre su excelente francés, que les hace llorar al oírle». ¡Qué discreto y eficaz resultaba su modo de humillarme mientras me alababa! «Siéntese, por favor. Ahora, padre Goldmann, este es el motivo de mi llamada. Deseo ponerme de acuerdo con usted».

«¿Un acuerdo con un capellán de presos?».

«Sí, porque usted conoce el sufrimiento y el sacrificio de la vida en prisión, y deseo que ofrezca todas las pruebas de la cárcel por nuestros conventos. A cambio, nosotras ofreceremos nuestras oraciones y nuestros sacrificios por el bien de los presos. De este intercambio, Padre, solo podemos obtener bendiciones».

Me vi obligado a admirarla, pues semejante plan solo podía proceder de un corazón lleno de fe… ¡y para esto me había hecho recorrer más de mil kilómetros! Hablaba tan brillantemente de los efectos de aquel compromiso adoptado por ambas partes, aquel compromiso sincero, que no pude sino estar cordialmente de acuerdo con ella. Nos convertimos en buenos amigos, y no tuve necesidad de hacer las maletas y escabullirme de Marruecos.

No es fácil describir todo lo que hizo por nosotros aquella mujer, que tenía todo el aspecto de una reina: cómo tuvo a sus Hermanas rezando continuamente por nosotros, cómo nos ayudó con cosas materiales, cómo empleó a nuestros cristianos para cuidar los jardines de sus conventos, y cómo nos atendió con el cariño de una madre y la generosidad de una gran señora. Dios le pagará por ello, ahora que ha sido llamada para recibir su eterna recompensa.

Capítulo 23

LA SEMILLA DEL CAMPO

Allí estaba, pues, la Madre Monique, ahora en Casablanca, apareciendo como un enérgico espectro, justamente la última persona del mundo que yo esperaría encontrar. Antes de que los guardias, o yo mismo, nos hubiéramos dado cuenta, en un segundo me introdujo en un coche impidiendo cualquier resistencia. A una velocidad endiablada nos dirigimos a Anfa, al blanco convento de las Hermanas. Allí nos dieron agua para lavarnos e inmediatamente me llevaron a la sacristía, donde estaban preparados los ornamentos para la Misa y donde me esperaban dos de los hombres que trabajaban allí como miembros del equipo de trabajo. Al principio, no los reconocí:

Unos pocos meses habían bastado para que parecieran más gruesos y más saludables, vestidos con ropas nuevas, que les daban la apariencia de lores, comparados con los esqueletos andrajosos que habían sido.

Para mí, lo más importante en aquel momento era que iba a decir Misa gracias a la Madre Monique.

Después de la Misa, le pregunté cómo sabía que llegaba e incluso cuál era mi tren. Me habían sacado en secreto y se suponía que todo el mundo ignoraba mi marcha y el lugar al que me dirigía.

Sonriendo con una especie de misteriosa sonrisa, me dijo: «Realmente es muy sencillo, Padre Goldmann. Usted ha hablado con frecuencia del poder de la oración de las Hermanas y de su propia confianza en la intercesión de Santa Teresita del Niño Jesús. Hace tres semanas, dio la casualidad de que una de nuestras Hermanas estaba en París trabajando en la Oficina Central para los Prisioneros. Intentaba contratar trabajadores para el convento. Le hicieron esperar mucho tiempo en el despacho privado del comandante y, mientras esperaba», aquí se echó a reír, «su mirada cayó, por completo accidentalmente, desde luego, sobre un papel que estaba encima de la mesa. Llevaba el sello de “Estrictamente secreto” en la parte superior y, de nuevo accidentalmente, tuvo ocasión de ver el nombre de Goldmann en él. Leyó horrorizada que el Padre Goldmann, de quien tanto había oído hablar, iba a ser trasladado desde Uarzazate a un horrible campo de castigo en Algiers. Bajo las palabras “Estrictamente secreto” estaba escrito: “Sacerdote nazi”.

»Nos escribió inmediatamente dándonos tan dolorosas noticias. La carta llegó hace nueve días y causó una gran consternación entre las Hermanas. Una de ellas pensó que usted pasaría por Casablanca camino de Algiers y que quizá podríamos ayudarle en la estación».

«¿Y usted iba a la estación diariamente para encontrarse conmigo?».

«No, no, fue mucho más sencillo que eso. La Hermana Sacristana propuso hacer una novena a Santa Teresita para que usted llegara aquí a los nueve días, y considerando que hoy es el noveno día y que solamente llega un tren del sur, usted tenía que venir en él. Así que nos fuimos a la estación y ¡allí estaba usted!».

Yo me quedé mudo ante la fe de aquellas Hermanas. Pero no solo eran sencillas como palomas; también eran astutas como serpientes. Además de obsequiarme con una comida principesca, ofrecieron también los mejores alimentos a mis guardianes. El líder del grupo recibió una botella de vino y las instrucciones para que me condujera a Rabat, al monasterio franciscano.

A última hora de la tarde, los achispados franceses y yo llegamos a la estación. Viajamos en primera clase y, a eso de las nueve de la noche, llegamos a Rabat donde, avisadas por la Madre Monique, nos esperaban algunas Hermanas. Nos acompañaron en coche hasta el monasterio franciscano, donde todos disfrutamos de una cómoda habitación. Mis guardianes no habían imaginado semejante viaje y no mostraban prisa alguna, así que nos quedamos varios días en Rabat.

Fui a hablar con el anciano obispo de Vieille y le expliqué todo lo que me esperaba. Montó en cólera, lo apuntó todo y me prometió presentar una queja ante el General de Prisiones quien, más tarde, me ayudó considerablemente. Vestido de franciscano visité algunos lugares importantes y luego continuamos el viaje hacia el campo de castigo. Tuvimos que esperar una hora en Mequinez, donde nuevamente nos esperaban unas buenas Hermanas con una cesta de comida y dos gruesas mantas de lana de oveja que me resultaron muy útiles posteriormente.

En Oujda, la estación de la frontera, me llevaron en coche a un monasterio franciscano donde había estado tres años atrás al entrar en Marruecos en memorables circunstancias. El mismo amable Superior me dio la bienvenida y, después de una noche de descanso, continuamos nuestro viaje. Mis guardianes iban fortalecidos con un excelente vino y en cada parada, las buenas Hermanas nos entregaban cestas de comida. Fue un viaje muy agradable y yo intentaba alejar de mi mente lo que me esperaba al final de él.

A través de montañas y de tierras desérticas llegamos al sur de Algiers y, finalmente, a un lugar cuyo nombre no recuerdo, pero cuyas actividades no olvidaré jamás. En lo alto de la montaña había una iglesia y un poblado que podía verse desde kilómetros de distancia; el campo quedaba en el valle. En una esquina estaba la sección especial para los nazis, con doble alambrada de espino, guardias extra, y un menú especial de sopa aguada. Los reducidos barracones estaban llenos de chalados y contenían a cincuenta hombres calificados de nazis. ¡Qué estupidez! Aquellos hombres eran húngaros, polacos, rusos, italianos y belgas, muchos de los cuales eran buenas personas que no habían cometido crimen alguno. En realidad, había algunos criminales, incluidos dos asesinos, pero ¡aquellos hombres no eran nazis en absoluto!

Yo fui recibido cortésmente a la entrada del campo. El intérprete y otros franceses fueron muy amables al ver entrar a un prisionero alemán con la cruz de capellán y la bandera de la Cruz Roja bajo el brazo. Se quedaron asombrados cuando vieron que me acompañaban cuatro guardias, pero su actitud cambió radicalmente en cuanto leyeron el informe. El intérprete me increpó: «¡Nazi, cerdo, asesino embustero!».

Me rodeaban, mirándome como si fuera el demonio en persona. Después, por supuesto, me examinaron desnudo y, para general decepción, no encontraron la maldita marca de las SS en mi brazo izquierdo. Entre los que me insultaban y golpeaban había un joven cabo que se me acercó exageradamente profiriendo palabras injuriosas. Entre gritos, le oí decir en voz baja una palabra que me sonó como «seminarista». Pensé que se estaba burlando de mí y, como no le di respuesta, pareció aún más furioso. Finalmente, me condujeron a los barracones de las SS a través del campo custodiado por ametralladoras.

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