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Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

Villancico por los muertos (24 page)

BOOK: Villancico por los muertos
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—Si no os importa —interrumpió Finian—, os dejo solos —y se escabulló entre la gente.

—Por favor, continúe —me pidió Carew.

—Ésta era una casa para niñas bien que se quedaban embarazadas.

—«En dificultades», querida, por usar un término médico. Niñas de papá preñadas por algún mozo de cuadras, a punto de parir un potrillo.

—Sí, ya. Pero también presumen de haber proporcionado la misma ayuda a los pobres.

Carew dio un bufido e hizo un ampuloso gesto con los brazos, una reminiscencia de una protagonista de pantomimas.

—¿Quiénes son estos paradigmas de la virtud? Dime.

—Las hospitalarias de santa Margarita de Antioquía.

Carew levantó los ojos hacia el techo y los entrecerró. Un gesto muy característico de cuando echaba mano a su reputadísima memoria.

—Según me contaba mi padre, que era un pastor de la Iglesia de Irlanda, las monjas católicas fueron siempre tratadas con el máximo respeto, especialmente una orden de comadronas —algo excepcional dentro de la propia Iglesia de Roma— que tenía una casa en el límite del condado de Meath y Dublín, cerca de donde crecí… ya que, como me contó en tono solemne, se encargaban de una tarea por la que todos los cristianos deberíamos estar agradecidos.

—¿Y eran las hospitalarias de santa Margarita?

—Sin ninguna duda. Y aquélla era su casa de reposo.

—¿Entonces no estaban en el centro?

—No, no querida, ¡por Dios! Tenían que estar apartadas de los ojos de los creyentes.

—¿Y le contó su padre qué tipo de tareas eran ésas?

—Lo raro es que nunca se me ocurrió preguntárselo. Supongo que proporcionaban un discreto servicio protegiendo reputaciones, preparando los frutos de las imprudencias sexuales para que fueran enviados en adopción y cosas así. Deduje de las palabras de mi padre que también se ocupaban de nuestra gente.

Entonces era eso. La orden había conseguido superar las vicisitudes entre la Iglesia y el Estado sin interferencias, ya que los fieles de ambas partes usaban sus servicios. Los ricos estaban siempre preparados para pagar y acallar cualquier dificultad doméstica, especialmente los embarazos ilegítimos. La religión de aquellos que intervenían para encubrirlos les era indiferente. En el caso de la aristocracia protestante, sería probablemente una seguridad adicional contra las reclamaciones de su propiedad, si los recién nacidos quedaban a cargo del lado católico, donde había menos posibilidades de peticiones de devolución. El silencio de unos y otros fue el trato que mantuvo a la institución.

Carew frunció de pronto el ceño y me miró como si me buscara síntomas de fiebre.

—¿Eres por casualidad la hija de Paddy Bowe?

—Sí, lo soy.

—Pensé que tenías cierto parecido. ¿Cómo está? Fue un magnífico actor en sus tiempos.

Una vez más se hablaba de mi padre en pasado.

—Lo mejor que se puede estar en sus circunstancias.

—Fue una pena que malgastara su talento en esa basura televisiva.

Tuve ganas de decir: «Bueno, actuar es un trabajo bastante precario para vivir de él, y tenía una familia que alimentar, vestir y educar». Pero en su lugar pensé en la hermana Aloysius y sonreí; ella era un recordatorio de cómo había hecho feliz a mucha gente.

—¿Y eso es todo lo que sabe sobre las monjas de la abadía de Grange?

—Me temo que sí. Nunca más oí hablar de ellas hasta… ¿has dicho la abadía de Grange?

—Sí. Están en el valle del Boyne.

—Hum… Recuerdo que hace un par de años me pasaron un informe realizado por un grupo que protestaba contra el vertido ilegal de desechos médicos cerca de Duleek. Les inquietaba, entre otras cosas, que las aguas subterráneas estuviesen contaminadas. Por alguna razón se nombraba a la abadía de Grange, no me pregunte por qué. Debería hablar con alguien de esa localidad. Por cierto, ¿se puede saber por qué está investigando a la orden?

—La semana pasada se encontró un cuerpo momificado en una propiedad que les perteneció. Está cerca de Newgrange. Además el hombre al que se lo habían vendido apareció asesinado en ese mismo lugar.

—¿El promotor Frank Traynor?

—Sí. Ya veo que conoce el caso. Mi interés como arqueóloga es conservar el lugar, y puede que las monjas tengan algo que decir sobre eso. Pero también estoy intrigada por la historia de la orden. Es una especie de enigma.

Carew me apartó de un grupo de gente que podía estar escuchándonos. Entonces con voz suave, pero en tono serio, dijo:

—Me temo que no puedo decirle nada más sobre las monjas. Pero le aconsejo que excave, si me permite la broma, en la relación entre el difunto señor Traynor y Derek Ward.

—¿El ministro?

—Sí —respondió mirando alrededor—. Ward ha estado bailándole el agua a Traynor desde hace algún tiempo, especialmente en lo que se refiere a recalificaciones. Lo extraño es que no existen indicios aparentes de que Ward se beneficiara, no tiene una gran casa, ni coches espectaculares, ni vacaciones de lujo. Parece haberse mantenido con las manos limpias.

—O quizá puede que tenga un montón de trapos sucios.

—Bueno, desde luego como ministro de Turismo y Patrimonio estaba en disposición de presionar al Concejo del condado de Meath para que aceptara el hotel de Traynor. Uno se pregunta si el dinero cambió de manos. ¿Y no es muy extraño que, tan pronto como la noticia saltó a los medios, Traynor fuera asesinado? ¿No estarían tratando de asustar a Ward?

—No estará sugiriendo que…

—No, no digo que Derek Ward le clavara personalmente un cuchillo a Traynor. Pero existen muchas personas del entorno del ministro que interpretan sus deseos como si se tratara del rey Enrique con el arzobispo Becket —se estaba refiriendo a los caballeros que tomaron el desagrado que sentía Enrique como un pretexto para asesinar al rebelde sacerdote Thomas Becket en la catedral de Canterbury, en 1170.

—Eso podría hacer caer al gobierno —indiqué.

—Sí, querida. Así de importante puede llegar a ser. Pero, en cualquier caso, este gobierno lleva practicando la corrupción durante tantos años que ya no son capaces de oler su propia basura. No hicieron nada cuando…

—¡Jocelyn!

Nos dimos la vuelta para ver a una mujer muy recargada que se abalanzaba hacia nosotros.

—Eres tú —bramó, acercándose para abrazarlo en un remolino de telas perfumadas.

Y antes de que pudiera abrir la boca, se agarró del brazo de Carew y lo alejó de mi lado.

Los intérpretes de villancicos la emprendieron con una alegre versión de
Ding Dong, alegría en las alturas.
Miré alrededor buscando a Finian, pero debía de haberse ido a otra habitación mientras Carew y yo estábamos hablando. Atravesé la multitud para acercarme a los cantantes. Y acababa de empezar otra copa de vino cuando alguien me tocó la espalda. Me di la vuelta esperando que fuera Finian y me sorprendió encontrar a un antiguo ex novio.

—Hola, Tim —balbuceé y me volví para ver a los cantantes.

Me volvió a tocar, pero no respondí. Entonces sentí su aliento en mi mejilla mientras se inclinaba para decirme algo.

—Estás guapísima —susurró.

Asentí en reconocimiento y continué mirando al frente. Tim Kennedy era arqueólogo al servicio de Patrimonio. El y yo habíamos roto tres años antes. No fue una ruptura amistosa. Aunque no llegamos a vivir juntos, habíamos tenido una relación muy apasionada. La mayoría de los fines de semana él venía de Dublín a Castleboyne o nos íbamos juntos a cualquier casa rural perdida por Irlanda; también alguna vez fuimos a Londres y a París, hasta que de repente descubrí que durante la semana Tim mantenía una relación con su secretaria, la cual parecía tolerar que desapareciera de su vida los fines de semana.

—He roto con Karen —masculló en mi oído.

Esta vez me aparté hacia atrás para indicarle que quería oír el villancico. Pero Tim consiguió encajar su delgada y angulosa figura entre un hombre mayor y una mujer que compartían conmigo un estrecho espacio entre dos sofás. Tenía que escapar de alguna manera.

—Sí, se ha terminado —continuó ignorando mi escaso interés—. ¿Y qué tal tú? ¿Alguna novedad en tu vida amorosa?

Estaba a punto de responder con algún sarcasmo cuando vi a Finian por el rabillo del ojo, de pie, más allá de la pareja mayor. El villancico estaba llegando a su fin. Era mi oportunidad.

—Me tengo que ir, Tim. Lo siento.

El cuarteto estaba pronunciando las últimas palabras del estribillo del
Gloria, hosanna in excelsis
y, mientras aplaudíamos, me disculpé con la pareja de pelo blanco y me deslicé entre ellos. Al verme Finian sonrió y levantó su copa.

Pude oír a mis espaldas la voz de Tim diciéndome: «Eso, vuelve con papi».

Me sentí como si me hubieran clavado un cuchillo en la espalda. El siempre me había recriminado el hecho de estar muy empadrada, por lo que mi relación con Finian sonaba sospechosamente como una sustitución. Si ese comentario lo hubiera hecho cualquier otra persona, me habría encogido de hombros.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Finian cuando llegué.

—Nada —le mentí.

—¿No era ese Tim Kennedy? —Finian lo había visto una o dos veces—. ¿Te ha dicho algo que te haya molestado?

—Creo que ha bebido demasiado —me inventé.

Miré en la dirección de Tim, pero había desaparecido. Entonces me abracé a Finian. En todo el tiempo desde que le conocía nunca había dicho nada que pudiera herirme. Podía ser muy crítico con mis opiniones, o enfadarse conmigo algunas veces, pero nunca me había ofendido ni insultado.

—Hora de irse, ¿no te parece? —me sugirió.

—Espera a que terminen los villancicos.

—¿Quieres otra copa de vino?

Le dije que sí y se fue a buscarla. Mientras estaba fuera, me dediqué a escuchar a los cantantes con atención, siguiendo sus entonaciones y arreglos. De vez en cuando era consciente de la presencia de Edith Carew en algún lugar de la habitación, pero siempre muy alejada de mi vista.

Habían cantado dos nuevos villancicos cuando Finian volvió.

—Esto se está poniendo imposible —comentó—. Me alegro de que hayamos venido más pronto que tarde.

—Mmm… —di un sorbo al vino—. Estoy tan contenta de que me invitaras, Finian.

El coro anunció su último número:
El villancico de Coventry.

Lully, lullay, tu pequeño niño,

adiós, adiós, lully, lullay…

—Significa mucho para mí que aceptaras —me contestó pasando su brazo alrededor de mi cintura y dándome un pequeño achuchón.

Nos quedamos así, yo con la cabeza apoyada en su hombro, escuchando la suave cadencia de la bonita nana de Navidad.

Oh, qué podemos hacer, hermanos,

para no olvidar este día

y al niño al que cantamos,

adiós, adiós, lully, lullay…

Conocía de siempre la letra del villancico, pero ahora ésta sonaba distinta en mis oídos, como si la escuchara por primera vez. Distinguí a Edith Carew de pie entre la multitud, muy quieta, escuchando atentamente.

El rey Herodes en su rabia,

ha ordenado en este día,

a sus hombres más fornidos

matar a los recién nacidos…

La matanza de los inocentes era un motivo frecuentemente representado en los cuadros más que un hecho real para mí; sin embargo ahora empezaba a cobrar un nuevo significado en mi mente.

El dolor está conmigo, pobre niño, pobre de ti,

y cada mañana y cada día

por tu ausencia, ni cantos ni palabras debo decir,

adiós, adiós, lully, lullay…

—Vámonos, Finian —le susurré, sintiendo que mi incomodidad aumentaba.

—Más vale que nos despidamos de uno de nuestros anfitriones —comentó dirigiéndose hacia Edith.

Pero cuando vio que a ésta se le caían las lágrimas, hizo una leve reverencia y murmuró un «gracias» al pasar.

Cuando me acerqué, Edith forzó una sonrisa, pero sus dulces ojos oscuros la delataban, parecían hechos para expresar tristeza.

—No me hagáis caso —declaró mientras me estrechaba la mano—. Siempre me pasa lo mismo. Es un villancico para los muertos, como sabréis.

Al bajar la escalera pasamos frente un espejo y pude ver mi aspecto: la chaqueta y la falda negras, con la blusa color marfil. Una extraña combinación de colores para una celebración alegre. Me recordó a funerales y ritos, a mortajas y cenizas. Eran los colores de la muerte.

21 de diciembre
Capítulo 18

A las 7.30 de la mañana, el cielo tenía algunas vetas rosadas por el sureste, sobre la cima de la Montaña Roja. Los pájaros volaban de un lado a otro de la carretera por delante de mi coche. Por entre los claros de los setos, los campos grises comenzaban a emerger entre las sombras, y el río resplandecía en un rosa plateado, parecido al color de los salmones que una vez atestaron sus aguas. Por tercera vez desde que dejé Castleboyne escuché
El villancico de Coventry,
en una versión en CD de Lorena McKennitt que había traído conmigo. Todavía no terminaba de creerme que su verdadero sentido me hubiera pasado desapercibido durante todos estos años.

De camino a Castleboyne, Finian se dio cuenta de mi estado y lo achacó a la amenaza que había recibido esa mañana. Se ofreció para quedarse a dormir en casa, pero le dije que me bastaba con que echara un vistazo alrededor. Mientras inspeccionaba el jardín, aproveché para escuchar un mensaje que tenía de Gallagher: estaba haciendo examinar la felicitación a la policía científica y ya me daría noticias. Finian se negó a irse hasta que le prometí llamarle inmediatamente si notaba algo raro. Pero la noche transcurrió sin novedad.

Para cuando aparqué junto a un montón de coches a la entrada de Newgrange, unas gruesas y oscuras nubes cubrían la cima. Al guardar el disco en su funda, su reflejo me cegó los ojos, dándome una pista sobre algo que podría decir en mi entrevista.

Una bandada de cisnes cruzó el todavía negro cielo desde el oeste y, manteniéndose en formación —conté hasta siete mientras pasaban—, se dirigieron hacia el río al otro lado del valle. Caminé por el seto, muy pelado por el invierno, y en la penumbra contemplé los campos todavía helados, aunque en algunos eran ya visibles las marcas de arado. Prácticamente no había brisa, pero el aire frío era muy penetrante. Subí la cremallera de mi parka y me puse los guantes, preguntándome si en una mañana como ésta, cinco mil años atrás, la gente se habría reunido en las laderas de más abajo y en los prados del otro lado del río. Los bancales formados por el Boyne al socavar el suelo del valle durante millones de años constituían un inmenso anfiteatro natural. Pero puede que quizá la orilla del río, con sus templos sagrados, estuviera reservada a los sacerdotes y ancianos o a quien fuera que oficiara las ceremonias. ¿Entonces cómo hacían para pasar de un lado al otro del río si lo necesitaban? Había un vado a poca distancia río arriba, aunque seguramente estaría impracticable durante las inundaciones del invierno. Lo más viable parecía el barco.

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