Había resucitado.
Siguió con el llanto dentro del minúsculo vehículo y pensó en Ivonne, en el Lolo, en su amigo Juan José, enfermo de sífilis. Sintió pena por todos aquellos parias del Régimen que eran exactamente como él, unos perdedores.
Rosa se había enfadado. Era
un
imbécil. No pudo negárselo por más tiempo, ella le gustaba, era algo inexplicable. Desde siempre le había parecido una mujer poco atractiva, una solterona de la Sección Femenina, la más antierótica de las imágenes habidas en este mundo. Pero ahora, todo era diferente, incomprensiblemente la veía de otra manera, con otros ojos. Era una firme seguidora del Movimiento, sí, pero parecía preocuparse por las personas a quienes tenía que ayudar. Quizá sólo era una persona equivocada.
Sí, era eso. Una persona que había errado.
Era una mujer soltera y se había colocado en una situación difícil dejándose ver por ahí con un hombre casado. ¡Había subido con él en el coche a solas! Tenía que ayudarla. Él era como una especie de Midas al revés, que convertía en mierda todo lo que tocaba.
De pronto, percibió que había una sombra justo detrás del coche, en la calle. Quienquiera que fuese entró en el pequeño local, abrió la puerta del coche y se sentó junto a él. Una oleada de perfume le impactó; era penetrante, pesado y sensual.
—Hola, polizonte. ¿Qué, llorando a solas? —dijo Clarita, la vecina.
—Soy alérgico —contestó sonándose con estruendo en el pañuelo que había sacado del bolsillo.
—Ya. Has estado de excursión por el campo.
—Exacto.
—Con esa solterona.
La miró con odio.
—Vaya, te gusta de veras, ¿eh? —dijo aquella cría entre risas—. Pues poco vas a adelantar con ella. Esas de la Sección Femenina son unas estrechas.
—Estamos realizando una investigación.
—¿Ahora lo llamáis así?
Clara se le acercó mucho. Notó su respiración jadeante y sintió cómo sus pechitos se apretaban contra él moviéndose rítmicamente al respirar, parecía excitada.
—Sé que te gusto —dijo ella justo antes de besarle.
Alsina se abandonó a sus sentidos sin darse cuenta de que Clara le tomaba las manos y se las llevaba a sus tetas que, juguetonas, se estremecieron bajo la presión de las yemas de los dedos de Julio.
Ella gimió excitándolo a la vez que le colocaba la mano en la bragueta y jugueteaba con él. Alsina, maquinalmente, como en un sueño, introdujo la mano izquierda bajo su faldita y comenzó a acariciarle el sexo por encima de las braguitas. Ella volvió a gemir, retorciéndose de placer. Jadeaba. Entonces vio una sombra que pasaba detrás de ellos. Un transeúnte. Un momento... La persiana estaba subida.
¿Qué hacía?
Tuvo un momento de lucidez, como un chispazo, y la separó de un empujón.
Bajó del coche de un salto.
Ella se quedó dentro mientras Julio daba la vuelta al vehículo y abría su portezuela.
—Nos vamos —dijo como quien da una orden irrevocable.
Clara lo miró enfurecida, como una fiera, y salió corriendo de allí, aunque al pasar junto a él no se privó de decirle:
—¡Marica! ¡Medio hombre!
El detective quedó un tanto confuso, jadeante y con las manos apoyadas en la cara anterior de los muslos, como si acabara de realizar un titánico esfuerzo.
Decididamente, aquella cría era peligrosa; tomó nota para mantenerse alejado de ella como fuera. Pensó en Rosa Gil y bajó la persiana. Entonces sintió que alguien le miraba. Era una vecina, Blasa, «la platanera». Por una vez no iba acompañada de su hermano, del que nunca parecía separarse. ¿Habría visto la escena?
Eran ya las once de la noche cuando se abrió la puerta del cuarto de Rosa Gil y entró su madre, doña Ascensión, con un vaso de leche y unas cuantas galletas María.
—No has cenado —dijo.
—No tenía apetito —contestó la falangista, que leía un libro a la luz del flexo.
Quedaron en silencio. La hija dejó a un lado el libro, una biografía de José Antonio, y esperó la reprimenda:
—Dímelo.
—¿El qué?
—Ya sabes, mamá, te conozco.
—Tu padre está muy preocupado. Le he contado lo que has hecho esta mañana.
—Mamá, le ayudo con un caso de un homosexual al que he tenido en mi centro, sólo es eso.
—Sí, hija, sí. Si yo te creo, pero subirse en un coche con un hombre... ¡a solas! ¡Y delante de todo el mundo! ¿Te has vuelto loca?
Rosa permaneció silenciosa por unos instantes, como pensativa.
—La verdad es que tienes razón, mamá. No sé, no caí en la cuenta; estamos investigando un posible asesinato y quizá me dejé llevar. Todo era como en una de esas películas de detectives.
—Ya, hija, ya, pero ese hombre está casado, aún peor, ¡separado! Y es alcohólico.
—Ya no bebe.
—¿Ya no bebe? Eso lo dicen todos. Pero ¿en qué estabas pensando?
—No sé, mamá, ya sabes que yo no soy como las demás, no me importan las habladurías, yo no voy con hombres.
—Ya. Lo sé.
—Lo dices como con pena.
—No, hija, no. Nunca me metí en tus decisiones, pero sabes que tu padre y yo nos moriríamos porque nos dieras nietos, por verte casada, pero tú elegiste ese camino y te hemos respetado. Pero claro, la naturaleza tira y...
—¿Qué quieres decir?
—Pues eso, que es normal que una mujer necesite un hombre y un hombre, una mujer.
—¡No digas tonterías!
—Sí, hija, esto tenía que pasar, tarde o temprano tenías que sentir... lo que todos sentimos.
Rosa Gil miró a su madre como si no supiera de qué le hablaba.
Doña Ascensión volvió a tomar la palabra:
—Mira, Rosa, es normal que pienses en buscar a un buen chico, en un noviazgo, en casarte, no hay nada malo en ello.
—Mamá, ¡despierta!, tengo veintiocho años. Ya se me pasó la edad de novios.
—¿Y por eso te vas a liar con el primer casado que se te ponga delante? ¿Qué es esto? ¿El último tren?
—Le he acompañado a realizar una investigación. Punto.
—Sólo queremos lo mejor para ti.
Volvió a hacerse el silencio. Rosa tomó la mano de su madre amorosamente.
—Está bien, no sufras. No volveré a verle, te lo prometo.
Un suspiro de alivio dio a entender que doña Ascensión se había quitado un peso de encima. Dio un beso de buenas noches a su hija y salió del cuarto para dirigirse al salón, donde don Prudencio escuchaba, de forma clandestina, Radio España Independiente desde la Estación Pirenaica con unos auriculares que le daban un aspecto ridículo.
—Por Dios, Pruden, que no te vea la nena.
Él hizo un gesto como de cansancio:
—A quien se le diga... ¡yo con una hija falangista...! ¿Has hablado con ella?
—Sí, todo arreglado —zanjó doña Ascensión—. Me voy a la cama.
Al pasar junto al cuarto de Rosita le pareció oiría llorar.
A la mañana siguiente, Alsina despertó sobresaltado por unas voces procedentes del salón. Se puso la bata y las zapatillas y salió a ver:
—¡Mire, don Julio! —exclamó doña Salustiana, la patrona—. ¡Los Reyes han traído un televisor!
Los huéspedes parecían felices como niños, e Inés, la criada, miraba el aparato como si fuera una imagen sagrada. A él le pareció que aquel artefacto brillaba como si fuera algo mágico, olía a nuevo y parecía de calidad. De inmediato empezó a proporcionar imágenes de la carta de ajuste.
—¡Qué bien se ve! —exclamó la patrona henchida de orgullo.
Julio quedó mirando como embobado aquel flamante aparato de General Electric y recordó la oferta de su amigo Ruiz Funes. «Todos los españoles quieren un televisor en su hogar», algo así había dicho. Era cierto. Como siempre, el bueno de Joaquín, un visionario, tenía razón.
Entonces, y sonriendo por aquel revuelo, se fue a desayunar a la cocina.
Dedicó la mañana a leer la primera novela de Marcial Lafuente Estefanía,
La mascota de la pradera,
que, una vez más, le había proporcionado Inés, la criada. Después de comer, todos vieron el Noticiario en el televisor y, al terminar, Alsina se fue a dormir una siestecita.
Pasó la tarde leyendo y contemplando a ratos el patio, absorto y perdido en sus propios pensamientos. Los hijos de don Serafín estuvieron todo el tiempo jugando en aquel pequeño espacio interior pese a que el lugar resultaba ciertamente inhóspito en invierno. Con las primeras sombras, aquellos diablillos desaparecieron. A eso de las siete vio salir de casa a don Diego, viajante de comercio que llevaba las representaciones de los tejanos Lois y vivía junto al pequeño bajo de Clarita y su madre. Iba cargado de maletas. Pensó en lo duro que debía de ser aquel trabajo, tanto tiempo lejos de casa.
Pero ¿qué casa? Él vivía en una pensión, como el viajante. Siguió leyendo a la luz del flexo, al calor del brasero en su pequeña mesa camilla. Cenó con los otros huéspedes y vieron la tele:
Un millón para el mejor.
Parecía increíble que alguien pudiera ganar tanto dinero en un concurso de televisión. Corrían tiempos modernos.
Doña Salustiana hizo palomitas, o mejor, tostones, como les llamaban en Murcia. Aquello era como estar en el cine, pero gratis. Una maravilla. Pensó sonriendo en Ruiz Funes, un adelantado, sin duda. Luego programaron
Historias para no dormir,
un episodio titulado «El hombre que vendió su risa», que al parecer ya era repetido. Les dio igual. Nadie en la casa lo había visto.
Al acostarse, todos querían más, aquella caja atrapaba, contaba historias y no había comparación con los seriales de la radio. Ahí se veían físicamente las historias, las caras de los protagonistas, era como vivir una aventura. Se acostó pensando otra vez en las palabras de Joaquín Ruiz Funes; era evidente que vender televisores iba a ser un gran negocio.
Antes de dormir acudió a la cocina y se preparó un vaso de leche con coñac. Hacía frío en aquel enorme piso y la leche ayudaba a conciliar el sueño. Volvió a su habitación con el vaso en la mano y bebió un sorbo. Le sentó muy bien. Era la segunda vez, desde lo de Ivonne, que ingería algo de alcohol, o quizá la tercera. No sabía. En un par de ocasiones había mezclado un leve chorrito de coñac con la leche. No sintió nada en especial y respiró con alivio. Abrió el cajón de la mesita y tomó la botella de Licor 43. Salió al pasillo y fue directo al baño para vaciarla en el fregadero. Cuando hubo terminado, se giró con la sensación de que alguien le observaba. Allí, apoyada en el marco de la puerta, estaba su patrona. Sonreía.
—Estoy orgullosa de usted, don Julio —dijo.
—Tome, tire el casco —contestó él avergonzado entregándole la botella vacía.
Los cumplidos le azoraban mucho desde siempre.
Cuando volvió a su habitación echó un vistazo por la ventana. Vio cómo se abría la puerta de casa de don Diego, el viajante. Su mujer miraba a uno y otro lado y hacía una señal con la mano. Un tipo entró en el piso. Era el actorucho que se beneficiaba a doña Salustiana.
—Jesús, qué gente —musitó corriendo la cortina.
Desayunó con apetito ojeando el periódico en la pensión: el Murcia había empatado en el Ramón de Carranza y, según aseguraba el Régimen, los medios informativos extranjeros se felicitaban de que España hubiera abandonado, finalmente, Ifni.
—La misma historia de siempre —gruñó por lo bajo.
Rubén, el ciego vendedor del cupón, se hizo eco de la suerte del afortunado ganador de la lotería de Bilbao, un tipo al que habían tocado trescientos millones y se había enterado de la noticia cuando regresaba del entierro de su padre.
—Dio nos da y nos quita —comentó doña Salustiana, que, al parecer, se había levantado filosófica.
La mañana era fría, y Julio se arrebujó bajo el abrigo y una bufanda cuando salió a la calle. Llegó a la oficina y se encontró con que le había llegado por correo el informe de penales de la amiga de Ivonne, Veronique.
Abrió el sobre y leyó con atención: Assumpta Cárceles Beltrán era natural de Castellón y había sufrido más de diez detenciones por ejercer la prostitución. En los últimos cinco años no había tenido ni un solo problema con la ley. Figuraba una dirección, la de la casa de sus padres; así que decidió que podría telefonearles. Vivían en Madrid. Pensó hacerlo más tarde, pues no estaba seguro de darles un disgusto. Luego, descolgó el teléfono y llamó a Madrid, a la DGS. Preguntó por Herminio Pascual.
—Al aparato —se oyó al otro lado.
—Hola, Herminio, soy Alsina.
—¿Qué tal las cosas por la capital de la huerta?
—Bien, bien. He recibido tu informe. Poca cosa.
—Es lo que hay.
—Necesito otro informe de penales, toma nota, de una tal Montserrat Pau, sé que es de Barcelona.
—¿No tienes nada más? ¿Dirección, fecha de nacimiento?
—No, nada.
—Tardaré un poco, te lo envío por correo.
—Que Dios te lo pague. Cuando me pase por Madrid te invitaré a una buena cena.
—A ver si es verdad.
Colgó.
Quedó pensativo. Volvió a descolgar el aparato y marcó la extensión de Lafuente, el encargado de personas desaparecidas:
—Diga.
—¿Lafuente?
—Al habla.
—Soy Alsina. Mira, estamos actualizando los carnés de las zonas rurales y me encuentro un par de casos raros en La Tercia —mintió—. Hay dos fichas que deben de haberte llegado: una de dos cazadores que salieron de furtivos y no volvieron, y otra de una pareja que se fue con un coche a darse un revolcón y nunca más se supo.
—Te lo miro. Pásate a verme al final de la mañana.
Una vez realizadas estas dos gestiones, fue a buscar a Matías Oñate, de homicidios. Lo encontró perdido bajo una montaña de papeles y fumando como un carretero en su pequeño despacho, cuyas paredes aparecían empapeladas de horribles fotografías de asesinatos. No era muy apreciado en comisaría y todos decían que daba grima.
—Joder, Oñate —masculló Alsina cerrando la puerta tras de sí.
—Sí —asintió el otro sin apenas levantar la mirada del memorando que ojeaba—. Es lo que tiene, a la gente le impresionan mucho estas cosas.
Era un tipo bajo, rechoncho, de pobladas patillas y espeso bigote. Tenía pinta de agricultor más que de policía, o tal vez de minero o mecánico, pero no de sabueso.
Tomó asiento frente a su compañero y dijo:
—Tú llevaste el caso de Antonia García, ¿no?
Oñate interrumpió su trabajo y levantó la vista interesado: