—Vaya, sí que está usted informada.
—Es mi trabajo —puntualizó la joven muy seria—. El verano pasado participé en unas jornadas sobre el tema en El Escorial; sepa que se prepara una nueva ley, la de Peligrosidad y Rehabilitación Social.
—Pues yo no los veo lo que se dice... peligrosos.
Rosa lo miró con cara de pocos amigos por su ironía:
—Al Régimen no le resultan bien vistos.
—Ya. Pero a mí no me parece mal lo que hacen. No hacen daño a nadie y cada uno es libre de querer a quien quiera.
—No es natural —sentenció ella por segunda vez en pocos minutos.
Decididamente, era una fanática. Como todos los miembros del Movimiento, repetía una y otra vez las consignas que les habían inculcado. Aun así parecía interesarse por los «descarriados» que tenía a su cargo. Se habían detenido en el primer paso de cebra de la calle.
—Hace un frío tremendo. ¿Le apetece un café con leche?
La joven lo miró perpleja.
—Quisiera agradecerle su ayuda —aclaró Alsina—. Permítame invitarla a merendar en Boccaccio. Una magdalena y algo caliente no me irían mal.
—De acuerdo. Ha dado usted con mi única debilidad.
—¿El café?
—No. El dulce.
—Vaya, pues no se le nota... quiero decir... que está usted delgada.
Ella sonrió.
—Me privo, Alsina, me privo.
—Julio, Rosa, Julio.
En unos minutos llegaron a la cafetería Boccaccio de la calle de Platería y encontraron una mesa pequeña libre, en un rincón. Era un lugar del que se decía que tenía estilo y siempre se hallaba abarrotado.
—Dos cafés con leche y magdalenas, por favor —pidió al camarero.
—¿Por qué piensa que la mataron? —dijo ella de repente, con lo que lo sorprendió.
—¿
Cómo?
—A la prostituta, la amiga del Lolo.
—¿No era Manuel? —dijo él con retintín, haciendo como que le reñía.
Rosa sonrió como si hubiera cometido una travesura.
Alsina pensó en sincerarse con ella y decirle que sospechaba que había sido detenida, torturada y violada, pero de inmediato desechó la idea. Aquella mujer era falangista.
—Es sólo una corazonada —mintió—. Suelo fiarme de ellas.
El camarero trajo lo que había pedido.
Al tiempo que añadía dos terrones al café, ella dijo:
—¿Cuánto hace que su mujer...?
—¿Qué me dejó? Tres años. Se fugó con un compañero de comisaría.
—Vaya, lo siento.
—No lo sienta, Rosa. Salí ganando.
—Ya, pero la gente murmura.
—Sí, es lo que tiene ser un cornudo —murmuró sonriendo con amargura—. Pero lo que no mata engorda.
Entonces la miró y advirtió por primera vez que tras aquellas gafas se escondían unos ojos de color miel. El local estaba atestado y comprobó que al fondo había varias caras que le resultaban familiares. Uno de sus administrativos, Daniel Yuste, tomaba café con su mujer y unos amigos. Parecían cuchichear.
—¿Y ha pensado qué va a hacer al respecto?
—¿Respecto a qué? Usted lo ha dicho, es para toda la vida.
—Ella se fue, eso es abandono del hogar, podría usted pedir la anulación, rehacer su vida.
—Me sorprende, Rosa.
—¿Cómo?
—Sí, pensaba que diría que el matrimonio es para toda la vida. Ya sabe, como antes.
—Sí, sí, y lo es, lo es. Y de hecho debería usted haber ido por ella, recuperarla. Es su esposa, tiene derechos sobre ella.
El policía sonrió para decir:
—¿Y darle una paliza al otro? ¿Matarla, quizá? La ley me protege, es mía.
Rosa Gil no pudo evitar una sonrisa:
—Así, como usted lo dice, suena hasta ridículo.
—El tipo con quien se fugó era un animal, me mataría él a mí sin despeinarse; además, Adela era una golfa; «a enemigo que huye...
—... puente de plata».
—Exacto. Aunque, debo confesar que eso de la anulación ni se me había ocurrido.
—Si, como usted dice, ella es una...
—Una golfa, Rosa, puede decirlo abiertamente. Todo el mundo lo sabía. Desde el primer día.
—Pues eso, podría usted pedir la nulidad eclesiástica.
—¿Y qué más da? Me hundió y ni me di cuenta de lo que me estaba pasando.
Rosa lo miró a los ojos.
—Sí, he oído su historia.
Alsina sonrió de nuevo con amargura, y repuso:
—Ya, me sé la película: el policía cornudo, el hombre sin agallas...
—Pues no parece usted como dicen —dijo Rosa, en un claro intento de animarlo.
—¿Y qué ha oído por ahí?
—Dicen que perdió usted a su mujer y que lo relegaron en su trabajo, que bebe demasiado...
—Claro —musitó Alsina mojando una magdalena en el café con leche—. ¿Sabe?, no se lo he dicho a nadie, aunque ahora mismo caigo en la cuenta de que tampoco tengo a quién hacerlo, pero llevo varios días sin beber. Increíble, ¿no?
Ella sonrió de nuevo:
—Enhorabuena, Julio. ¿Y eso? ¿A qué se debe?
—Hoy hace una semana. Desde el suicidio de la chica.
Rosa quedó pensativa por un instante, Había apurado su café.
—Esta noche es Nochevieja. Debo irme, he de ayudar con la cena. Gracias por la invitación.
—No hay de qué, Rosa, gracias a usted —contestó tomándola por el brazo mientras hacía una seña al camarero para que le diese la cuenta.
La guardia de aquella noche fue tranquila. No bebió ni un trago, sólo café con leche de un termo que le había preparado su patrona. Por primera vez en mucho tiempo disfrutó leyendo una novela de amor que le había prestado la criada de la pensión, Inés. Era un pequeño relato de Corín Tellado, titulado ¿
Quieres ser mi mujer?
Le sorprendió que aquella joven medio lela fuera aficionada a la lectura. Él, por su parte, no dedicaba mucho tiempo a hacerlo, aunque, quizá debido al aburrimiento de aquella eterna guardia, en seguida se metió de lleno en la historia, hasta que le dio sueño y comenzó a cabecear. Soñó con Rosa Gil, con que ella se soltaba el pelo, largo, moreno, y él le hacía el amor. Sus pechos eran pequeños, como limones, pero su trasero, generoso, prieto y duro como la piedra. Gemía, excitándolo como no había podido imaginar.
Despertó a las seis, algo turbado por aquel sueño, y se tomó un par de cafés. Aprovechó para adelantar un poco el papeleo pendiente y, tras peinarse, aguardó el relevo. Echó un vistazo al periódico del día anterior para matar el tiempo y concluyó que la guardia se le había dado bien, sobre todo comparándola con la de Nochebuena. Cayó en la cuenta de que hacía casi siete días que no bebía; una semana había pasado desde lo de Ivonne, y parecía una vida.
Una guardia tranquila, como debía haber sido la anterior. Luego, al día siguiente, supo que, aprovechando la Nochevieja, los cacos habían robado dos coches en la ciudad, pero aquello era otra historia. Salió en el periódico. Cualquier nimiedad era noticia en una ciudad tan pequeña.
De camino a la pensión compró chocolate y churros para su patrona y los demás inquilinos, tras cruzarse con algunos jóvenes trajeados, que volvían de aquella noche de fiesta. Ya en su cuarto, con el estómago lleno y contento por las celebraciones que le había hecho doña Salustiana por la sorpresa que les había llevado, se quedó mirando al techo mientras pensaba en Ivonne, la prostituta muerta. La habían violado y apaleado. Suponía que había estado detenida, porque sus muñecas tenían marcas de esposas. Tenía que corroborarlo, y sabía cómo. Luego vería.
Pensó que quizá tendría que dejar el caso. No le interesaba enfrentarse con aquellos animales de la Político Social.
Pensó en Rosa Gil. Tenía algo. Quizá fuera porque la conocía, pero le empezó a caer bien. No es que fuera guapa, no, pero había algo en su forma de hablar, en sus gestos y en su voz que le agradaba. ¿Qué diablos hacía pensando en aquella solterona? Su mente iba y venía de una mujer a otra, la muerta y Rosa Gil; ¿por qué? Desde que aquellas dos mujeres entraran en su vida se sentía distinto. Raro.
Aún se despertaba, a veces, con un sabor pastoso en el paladar, dulzón, como si hubiera bebido Licor 43, bañado en sudor, como si su cuerpo secretara los humores que había acumulado del alcohol con que se había envenenado durante tantos y tantos años. Era desagradable y muy extraño. Sudaba alcohol, como si se purgase.
Se vio a sí mismo, por un instante, como una especie de moderna versión de Lázaro, vuelto a la vida tras años de permanencia en medio de la nada, de una nube espesa y con el aroma del licor. Un Lázaro resucitado, sí, sacado de la muerte en vida por Ivonne.
Ivonne.
Entonces pensó en el sueño en el que Rosa Gil cabalgaba sobre él gimiendo. Se sintió excitado y por fin se durmió con una sonrisa bobalicona en los labios.
Pasó casi todo el día de Año Nuevo durmiendo. Sólo salió de su cuarto para cenar y escuchar la radio con doña Salustiana y los otros huéspedes. Se acostó pronto, dando por terminado un día que no solía gustarle, quizá el más triste del año, frío, desangelado y solitario. Un día en que un vistazo a las calles hacía pensar que la humanidad se había extinguido con una de esas bombas atómicas que tenían los rusos y los americanos.
Al día siguiente, jueves, su amigo Joaquín Ruiz Funes se dejó caer por comisaría. Entró entre vítores, pues era recordado con cariño, y, además, el dinero atrae a la gente como la mierda a las moscas, y todos sabían que Joaquín era un tipo rumboso. Llevaba un traje azul marino, sin abrigo, con raya diplomática y un sombrero que le daban un cierto aire de mafioso norteamericano. Lucía gemelos, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y una hermosa corbata de seda. Cuidaba hasta el más mínimo complemento de su indumentaria con la minuciosidad de un dandi.
Quería invitarle a desayunar. Salieron a la plaza de Santo Domingo y caminaron entre las palomas. Hacía un día primaveral. Fueron junto a la Universidad, al bar Higueras.
Sentados delante de sendos cafés, el antiguo policía dijo:
—Alsina, tengo un trabajo para ti.
—¿Cómo?
—Un trabajo, ya sabes, dinero, mercancías, empleo... Esas cosas. La vida real.
—No entiendo.
—Sí, coño. Me he hecho con las representaciones para Levante de una casa magnífica, americana, la ITT.
—Ah.
—Y necesito gente. He pensado en ti para Murcia.
—Pero ¿para qué?
—Para vender, Julio, para vender.
—¿Vender? Vender, ¿qué?
—Televisores.
—¿Televisores?
—Sí, joder, televisores. Necesito un representante. Te triplico el sueldo. Va a ser un bombazo. Es el electrodoméstico del futuro. Todas las casas tendrán uno.
—¿Todas las casas un televisor? No digas tonterías, Joaquín —replicó Alsina escéptico.
—Que sí, que sí. En América todas las familias tienen uno, ¡o dos! Uno en el salón y otro en la cocina.
El detective miró a su amigo sonriendo.
—Decididamente, te has vuelto loco, Joaquín. Un televisor en la cocina...
—Piensa en el sueldo, más las comisiones. Es un buen trabajo, tendrás dietas, las paga la compañía.
—¿Y el coche? No tengo.
—Te ayudan con las letras en no sé qué porcentaje. Además, te adelantan el dinero y lo vas pagando poco a poco. Sólo con el kilometraje, lo amortizas en un año. Es con lo que más se gana.
—¿Un coche, yo?
—Pues claro, Alsina, son americanos. Gente moderna. No tienes futuro en la policía. No sigas consumiéndote ahí.
—Estoy con un caso.
Ahora el sorprendido fue Ruiz Funes:
—¿Cómo?
—Sí, con un caso. Ya no bebo.
—¿Ves? ¡Excelente noticia! Mejor. Ya no bebes; pues, hala, a ganar dinero. ¿No viste el periódico de ayer? Dos firmas comerciales de prestigio planean instalarse en Murcia, en la avenida José Antonio; ya sabes, grandes almacenes. Lo sé de buena tinta y tengo apalabradas las ventas, que serán tuyas.
Alsina se quedó mirándolo con una sonrisa en los labios.
—Eres un gran tipo, Joaquín. Te lo agradezco.
—Prométeme que lo pensarás.
Hubo un silencio y el policía sacó una cajetilla de Celtas del bolsillo de la chaqueta.
—¿Cómo fumas esa mierda? ¿Quieres un Winston? —le reprochó Joaquín.
—No —rechazó—. Pero te prometo que lo pensaré.
—¿Y qué tontería es ésa de que investigas un caso? ¿No ves que no te consideran?
—Una prostituta se suicidó durante mi guardia de Nochebuena.
—Sí, lo vi en el periódico. ¿Una prostituta, dices?
—Sí, y de las caras. Ella y una amiga que se hospedaban en el hotel Victoria se fueron un par de días antes, pero, ojo, dejaron las maletas.
—Iban a algún encargo.
—Exacto. No sé dónde fueron, pero las contrataron para una fiestecita. Después no se les volvió a ver el pelo, pero sé que una de ellas se suicidó y la otra no ha vuelto. Busco a un marica, el Lolo, era amigo de las dos y puede saber quién las contrató.
—No es que me importe mucho, la verdad, pero... ¿por qué das tanta importancia a un suicidio?
—Creo que la tiraron.
—¿Cómo?
—Armiñana hizo la autopsia. La habían violado y apaleado. Tenía marcas de esposas.
—Una buena sesión de sexo, hay gente rara, ¿y qué?
—Creo que estuvo detenida. Hay un registro falso, corregido con tinta correctora, blanca, del día en que se suicidó. Y la papela rosa correspondiente ha desaparecido.
—Vaya. El procedimiento habitual.
Ruiz Funes encendió un cigarro y pidió un coñac.
—¿Te molesta que beba?
—En absoluto —contestó Alsina, comprobando que su amigo arqueaba las cejas como sorprendido. Sabía que en el fondo estaba poniendo a prueba su determinación de no beber. Tengo que averiguar si los de la Político Social se las llevaron a uno de los pisos francos, pero...
—No te atreves a preguntar, claro.
—Claro.
—Normal. Yo tampoco preguntaría. ¿Y por qué iban esos cabestros a estar tan interesados en una simple puta?
—Un botones del hotel me dijo que llevaban un diario.
—Joder!
—Y tenían clientes muy importantes.
—Veré qué puedo averiguar —ofreció. Ruiz Funes atizándose un buen trago—. Ahora, más que nunca, te conviene lo de la ITT.
Alsina salió del bar y encaminó sus pasos hacia la calle de San Nicolás. Allí, frente al taller de reparación de bicicletas, se encontraba la sastrería Ríos. No tenía tiempo para hacerse un traje nuevo, pero Nicanor, el dueño, logró encontrarle uno negro en el almacén que no le quedaba mal y a un precio bastante razonable. Volvió al trabajo y luego acudió a comer a la pensión.