1969 (8 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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El policía se vio en un momento rodeado de modistillas, algunas con pinta de frescas, que lo miraban lascivamente. Todas cacareaban alrededor de una inmensa mesa mientras cosían enfrascadas entre diseños y patrones. Parecían jóvenes de baja extracción social, que igual distraían un bolso que se jugaban la vida prostituyéndose en un camino oscuro.

Comenzaron a decirle cosas como si fueran albañiles. No parecían tener enmienda. Mostró la placa y se calmaron un tanto, pero seguían inquietas por la presencia de un varón en aquel santuario femenino. El local era húmedo y el frío le calaba los huesos. Se sintió muy incómodo.

Intentó evadirse oteando las paredes. Había carteles de la Sección Femenina y muchos lemas bordados en ganchillo con marcos horribles. «Hay que ser femeninas y no feministas», rezaba uno. «Practica deporte y mantente femenina», decía otro. «Mujeres, esposas y madres», señalaba un tercero.

No le agradaban aquellos adeptos del Régimen, así que sintió pena por aquellas pobres mujeres a las que martirizaban entre proclamas, rezos y bordados, con la excusa de ofrecerles una vida mejor.

De pronto, todas las jóvenes quedaron en silencio.

Levantó la mirada y vio a su vecina, Rosa, la falangista, en la puerta.

—Vaya —dijo.

—Soy la directora —se presentó la joven—. ¿Qué se le ofrece?

—Julio Alsina, soy su vecino —contestó a la vez que se ponía de pie y le tendía la mano.

—Lo sé —dijo ella muy seca—. Le conozco. Acompáñeme.

La joven de aspecto inquietante, siempre muy seria, tomó un semillero y salieron a la calle. Hacía un buen día. Atravesaron un pequeño huerto donde unos raterillos se afanaban en plantar unos bulbos.

—Aquí tenéis —ofreció la directora de aquel pequeño centro, y entregó el semillero a una monitora de Falange más joven que ella. Luego siguió caminando asegurándose de que Julio Alsina la seguía a la vez que le decía—: Son delincuentes, del Castillejo.

—Ah.

Entraron en un pequeño despacho, frío, húmedo y ascético. Ella tomó asiento y le invitó a hacer lo mismo. Las paredes habían sido encaladas y sólo había un crucifijo, una mesa, dos sillas y un enorme archivador. Sobre él, un portarretratos con una fotografía de José Antonio Primo de Rivera.

—Desde aquí controlo el huerto y el patio —dijo la directora con un tono muy áspero mirando por la ventana—. Usted dirá; me han dicho que pregunta por Manuel, ¿no?

—El Lolo.

—Manuel. En mi centro es Manuel.

—Sí, claro, Manuel.

—Aquí intentamos convertirlos en personas, ¿sabe?, de modo que se empieza por llamarles por su nombre. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho ahora?

—En principio, nada. Puede serme útil como testigo. Investigo un supuesto suicidio que me temo que pudo ser un asesinato. Él conocía a la víctima. ¿Le importa si fumo?

—No, hágalo. Hace dos días que Manuel no viene. Iba a llamar a su compañero, el que se encarga de los desviados...

—Antúnez —especificó Alsina encendiendo un Celtas sin boquilla.

—Sí, ése. Si vienen aquí a aprender un oficio, se les conmutan las penas de cárcel o de internamiento en el psiquiátrico. Pero si dejan de venir debo comunicarlo.

—Ya. ¿Tienen muchos...?

—¿Homosexuales? Claro, y prostitutas, y descarriadas, ya sabe usted, madres solteras.

—Ah.

—No, no crea, yo no los juzgo. Nuestro Señor se rodeó de gente humilde, la misma María Magdalena era..., ya sabe. Es nuestro deber ayudar a la gente que pierde el buen camino.

Alsina pensó que aquella antiestética visión, embutida en su camisa azul, simulaba tener sentimientos. Le agradó.

—Vaya. Pensaba que serían ustedes más duros con ellos.

—Sí. Como en el psiquiátrico, ¿no?

«¿Ha sonreído?», pensó Alsina. Sí, irónicamente, pero había sonreído.

La joven continuó hablando:

—Llevo mucho tiempo trabajando con gente así, señor Alsina.

—Julio, por favor.

—Bien, pues Julio. Llevo tiempo con ellos y se aprende a tenerles lástima, a ayudarles. No han tenido la suerte de nacer en buenas familias como nosotros.

El policía pensó en su padre, oficial del Ejército Rojo. ¿Se consideraría la suya buena familia?

—¿Podría decirme cómo localizarlo? A Manuel, digo —insistió.

—No, Se mete en líos, aparece, desaparece... Acabará mal, seguro. Era muy amigo de otro... homosexual... Juan José Méndez. Vive en la calle de la Gloria. Esta misma tarde voy a verlo. Está enfermo —y mirando a uno y otro lado, añadió como haciendo una confidencia—: sífilis. ¿Quiere acompañarme? Igual sabe algo.

A Alsina no le agradó la idea de acudir donde el sifilítico, pero no tenía otra cosa. Pensó por unos momentos, valorando pros y contras.

—¿La recojo en su casa? —se oyó decir a sí mismo.

—A las cinco y media. Sea puntual. No ando sobrada de tiempo.

La directora dio por terminada la conversación a la vez que le tendía la mano.

La madre de Rosa, doña Ascensión, recibió al detective con la mejor de sus sonrisas al abrirle la puerta de su casa.

—¿Qué se le ofrece? —dijo solícita la mujer que, obviamente, conocía al policía.

—Vengo a recoger a Rosa.

La respuesta provocó al instante que el gesto de la señora cambiara radicalmente. Su cara pareció demudada y lo miró muy seria, para contestar con malas pulgas y de manera muy cortante:

—Espere aquí.

Desapareció pasillo adelante, dejándolo a solas en el recibidor con la única compañía de un calendario y una lámina enmarcada del Sagrado Corazón de Jesús.

En el aire flotaban aún las palabras de Alsina.

«Se trata de un asunto oficial...», había empezado a decir. Pero aquella mujer no le había oído, seguro.

Escuchó cuchicheos, como de discusión, y al momento salió la joven falangista.

—Vamos —dijo, mientras se ponía el abrigo.

Olía bien, a agua de lavanda, y llevaba una cesta en la mano.

¿Se había pintado los labios?

—Parece que vayamos de
picnic,
como en las películas americanas —comentó él, que no sabía muy bien qué decir.

Rosa lo miró con rostro severo.

—Excursión —precisó, a la vez que comenzaba a bajar las escaleras.

—¿Cómo?

Ya en el portal, ella se giró. Siempre parecía tener prisa.

—Excursión; el idioma castellano es maravilloso, no es necesario importar más anglicismos. Se dice excursión.

—Ah, claro; ya, perdone.

—Por ejemplo: no debemos decir fútbol; mejor balompié. Cada palabra inglesa tiene dos o hasta tres españolas que la definen mejor, con más riqueza, con más matices. No debemos perder esa batalla. Además, esto no se parece en absoluto a una excursión —concluyó, y echó a andar muy decidida.

—Sí, claro —musitó Alsina siguiendo los pasos de la joven, que ya se perdía calle abajo.

Se cruzaron con dos vecinas vestidas de negro que venían de misa, las hermanas Berruezo. Ambas cuchichearon descaradamente al verlos pasar.

—Vaya... —murmuró él algo sorprendido.

—No haga caso. La gente se entretiene con esas pequeñeces.

—¿Cómo?

—Sí, hombre, está usted casado.

Entonces cayó en la cuenta. Ni lo recordaba. ¡Era un hombre casado!

—Ya; dispense, no quería perjudicarla. Por eso su madre...

—Descuide, Julio, le he dicho que me acompañaba usted por un asunto policial.

—Ya. Pero esas dos arpías se han parado a mirarnos.

—No se preocupe, a mí no me importan las habladurías, cumplo con mi deber y punto. Hay gente que pasa por el mundo sin hacer nada de valor, se pasa la vida entre chismes y no da importancia a lo que de verdad interesa.

—Ah —dijo él como si supiera de qué hablaba Rosa. ¿Qué coño era aquello de «lo que de verdad interesa»?

—A mí no me incumben sus asuntos. No le juzgo. Sólo le ayudo porque es usted policía y es mi deber.

—Claro, claro, y yo se lo agradezco. No sabe el favor que me hace, ese Lolo no es fácil de localizar...

—Manuel.

—Perdón, sí, Manuel. Pero no quisiera que la gente hablara mal de usted o que pudieran murmurar que va por ahí con un hombre casado, si quiere me quedo, hable usted con el amigo de Lolo..., perdón, de Manuel, y me cuenta.

Ella se detuvo y lo miró con franqueza.

—No tengo nada que ocultar, Julio, esto no es una cita romántica. Es una gestión oficial. No sufra.

«Afortunadamente», pensó el policía para sí. No se imaginaba liado con aquella mujer. Era lo que faltaba a su triste y agónica vida. En ese momento ella repitió, como reafirmándose:

—No me importa lo que piensen esas dos cotillas, ya se lo he dicho.

—Ya, ya —asintió, pensando que al menos la joven tenía personalidad—. Es que cuando esta mañana le propuse acompañarla ni se me ocurrió que mi compañía pudiera perjudicarla, la verdad es que ni me acuerdo de que una vez estuve casado.

—Y lo está.

—¿Cómo?

—Que lo está, y para toda la vida.

Habían llegado a la plaza de San Pedro y se cruzaron con una pareja que saludó a la joven. Obviamente, Rosa Gil era conocida en la ciudad. Alsina comprobó que muchos viandantes se volvían a su paso, observándolos con curiosidad. Obviamente, Murcia era una pequeña capital, casi un pueblo que crecía por momentos, pero un pueblo al fin y al cabo.

No tardaron en llegar al edificio de cuatro alturas en que residía Juan José Méndez, un bloque de viviendas de protección oficial, de ladrillo rojo, con el yugo y las flechas presidiendo la humilde entrada. Subieron al 4.° B, donde les abrió la hermana de Méndez, una pescadera oronda del mercado de Verónicas que acudía a la tarde a cuidar del enfermo.

Rosa le tendió la cesta diciendo:

—Aquí tienes las sulfamidas, Juani. Llama al practicante y que le ponga esta misma noche la primera inyección.

—Muchas gracias —agradeció la hermana de Méndez—. Es usted una santa, doña Rosa. Mira que se lo tengo dicho, «déjate ese vicio tan feo que tienes»... Pero el muy maricón (con perdón) no se lo quita de la cabeza. ¡Ay, si mi madre levantara la cabeza!

—¿Quién es? —preguntó una voz desde el fondo del estrecho
y
oscuro pasillo.

—Soy yo, Rosa Gil —respondió la falangista, quien hizo un gesto con la cabeza a Alsina para que la acompañara.

El dormitorio del doliente olía a cerrado. Sobre una pequeña cómoda había más de un centenar de vírgenes con el mismo número de velas, pequeñas imágenes de arcilla, otras de plástico y estampas. Resultaba un tanto escalofriante, quizá macabro.

—¿Cómo estamos, Juan José?

Rosa hizo la pregunta esbozando la mejor de sus sonrisas Al detective le chocó que una falangista como ella, dura y convencida, una fanática, se mostrara tan amable con un enemigo del Régimen como aquél.

—Bien, bien, sin fiebre. —Ha dicho el médico que te pongas las inyecciones —¡A mí no me pincha el culo nadie! —gruñó aquel tipo, amanerado, menudo, calvo y flaco como un Cristo, con una desaseada barba de tres días oscura y muy cerrada.

—Harás lo que se te diga y punto —rebatió Rosa con autoridad.

—¡Eso! —repitió la gorda tras ellos.

Juan José acató la orden asintiendo.

—Éste es Julio Alsina, de la policía —anunció Rosa Gil—. Está aquí para hacerte unas preguntas. Colabora, es una orden

—¿Conoce el paradero del Lolo? —preguntó el policía, y percibió la desaprobación en la mirada de la falangista. Era obvio que se había precipitado.

—Ni aunque lo supiera... —replicó el enfermo, que tenía realmente mala cara. Al fondo, un pequeño transistor desgranaba una canción de Luis Aguilé.

—En la cárcel no tendrás sulfamidas, y la sífilis se cura con antibióticos, ¿sabes? —dijo Rosa Gil.

—¿Cómo?

—Sí —siguió ella muy resuelta—. Me consta que si Antúnez supiera que vas por ahí contagiando a los demás, te metía entre rejas. Sabe perfectamente que tienes clientes entre la gente bien.

Aquella aseveración de Rosa a bocajarro sorprendió al Dolida. Parecía saber lo que se hacía.

Juan José Méndez puso cara de pensárselo.

Hubo un silencio.

—Intentaré mandarle recado. ¿Va a detenerlo? No me lo perdonaría.

Alsina sonrió.

—No, hombre, no. No voy a hacerle daño. Sólo tengo que hacerle unas preguntas. Una amiga suya se suicidó, aunque pienso que la empujaron desde la torre de la catedral.

—La prostituta de lujo, la del hotel Victoria.

—Sí, ésa.

Juan José contestó:

—Haré lo que pueda.

—Si viene, mándeme avisar. Ésta es mi tarjeta.

Salieron de allí sintiendo el alivio del aire fresco en el rostro; Había oscurecido.

—Nunca me acostumbraré a esta humedad —comentó Julio.

—Sí —convino Rosa—. La gente de fuera lo nota mucho. ¿De dónde es usted?

—De Madrid. No crea, me gusta el clima de aquí, el invierno es corto, casi no existe. Apenas un par de semanas al año, pero durante ellas la humedad hace que el frío se meta en los huesos. Prefiero el frío seco de Castilla.

Ella sonrió y echaron a andar.

—¿Se curará?

—El médico dice que si se pone las inyecciones, sí. Pero esta gente vive al límite y en cuanto se encuentre bien se echará a la calle. Se contagian con facilidad.

—¿Y sus clientes?

—¿Cómo?

—Sí, Rosa, ha dicho usted que tenía clientes importantes.

—Claro.

—Se contagiarán.

—Pero tienen dinero para pagar buenos médicos.

—Sí, eso es cierto. ¿Cree que encontrará a... Manuel?

—Sí, son íntimos.

—¿Pareja?

—Podría llamarse así, aunque son muy promiscuos. No son fieles pero sí leales. O al menos eso me cantó Juan José un día.

—¿Le parece mal lo que hacen? Me refiero a los homosexuales —indagó él de pronto, a la vez que encendía un cigarro. Habían llegado a la calle de Correos.

—No es natural —sentenció ella.

—Pero usted les ayuda.

—Intento que se integren en el sistema. No lo tienen fácil. El mismo Juan José se fue a vivir a Barcelona, donde un amante suyo, un hombre adinerado, lo denunció por celos y le aplicaron la Ley de Vagos y Maleantes. Estuvo dos años en Badajoz.

—¿En Badajoz? ¿Lo desterraron?

—No, hombre, no. En la cárcel. Hay dos dedicadas a ellos: la de Huelva, para «activos», y la de Badajoz, para «pasivos».

Alsina dio un respingo. Se sintió violento hablando de aquellos temas con una mujer y por ende una solterona falangista. «Activos» y «pasivos». Jesús. Ella trataba la cuestión con asombrosa naturalidad.

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