1969 (6 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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—Busco a un chico, rubio, guapo, le llaman el Lolo.

Ella sonrió como el que juega una baza ganadora.

—Puede arreglarse —contestó—. Lo conozco. Deme un par de días.

—De acuerdo —aceptó Alsina levantándose—. ¿Me paso entonces el lunes?

—Sí, claro, el lunes. Supongo entonces que Encarni no debe esperarle mañana, ¿no?

—No, no —confirmó él intentando parecer convincente—. Y, por cierto, ni se le ocurra decirle al Lolo quién soy.

—Descuide, diré que es usted viajante y que se llama Agustín. Su secreto está a salvo. ¡Si usted supiera...!

Salió de allí con la desagradable sensación de que se estaba metiendo cada vez más en aquel embrollo y que llegaría un momento sin posible marcha atrás.

Pasó la tarde del sábado durmiendo y a la mañana siguiente se fue a la sesión matinal del cine Coy. Programaban dos películas:
Las sandalias del pescador
y
Una noche en la
Ópera,
de los hermanos Marx. Compró una bolsa de palomitas y subió al gallinero, a la última fila. Se sentó en el último asiento de la izquierda, en un rincón. Estaba solo allí arriba, al final, aunque la platea se hallaba repleta y el anfiteatro en que se encontraba registraba una buena entrada. En cuanto se apagaron las luces, una pareja subió las escaleras y se sentó en la misma fila que él pero al otro lado del pasillo.

No le vieron. Eran su vecino, don Serafín, el papá de los niños horribles, y Clara, la hija púber de la costurera del bajo. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. No esperaron ni a que empezara la película. Nada más comenzar el NODO, que estaba dedicado casi en su plenitud al viaje espacial de los americanos, comenzaron a besarse. Alsina entrevió cómo la mano derecha de él se perdía bajo la corta falda de cuadros de la joven. Llevaba calcetines blancos. Aquel pervertido, aprovechando que su mujer se hallaba embarazada como siempre, se dedicaba a beneficiarse a jovencitas como si fuera soltero.

¡No podía creerlo! Ella estaba semiacostada, ocupando casi el asiento de al lado, y don Serafín se había bajado el pantalón. Vio su pálido trasero que reflejaba la luz del proyector. Ella emitió un gemido. El culo de su vecino comenzó a moverse rítmicamente. De pronto, un halo de luz les enfocó.

—¡Sinvergüenzas! —gritó alguien.

Era el acomodador acompañado de un tipo, que al parecer los había delatado.

Don Serafín se abrochaba los pantalones intentando farfullar una disculpa mientras ella se agachaba para subirse las braguitas.

—Esto es escándalo público. Habrá que llamar a la policía —manifestó el acomodador.

La gente de la platea comenzaba a gritar por aquella interrupción, mientras la del anfiteatro, perdido todo interés en la proyección, se habían girado para presenciar, descaradamente, aquel espectáculo. Todo estaba a oscuras, pero era obvio lo que había sucedido. Las cabezas se iban volviendo una a una para mirar.

—¡Enciendan las luces, enciendan las luces! —comenzó a reclamar el tipo que acompañaba al acomodador.

Varias parejas sentadas en filas aledañas comenzaron a protestar. Se habían separado de un salto al ver llegar a aquellos dos, pues estaban allí a lo mismo que don Serafín y Clara.

—¡Paco! —dijo el acomodador mirando hacia el habitáculo del proyector—, llama a la policía.

—No será necesario —se oyó decir a sí mismo Alsina a la vez que mostraba su placa—. Policía, corrupción de menores. Estos dos se vienen conmigo. A este pervertido le espera una buena en el calabozo. Llevaba ya un mes tras él.

Había dicho la primera tontería que se le ocurrió, pero al parecer había colado.

El acomodador y el chivato se hicieron a un lado. Alsina tomó a sus vecinos del brazo y los sacó de allí a toda prisa. Una vez en la calle dijo, a la vez que los empujaba hasta que giraron a la derecha, a la carrera:

—Vamos, vamos, rápido.

Luego doblaron a la izquierda, pasaron a toda prisa por el callejón que dejaba a su lado el mercado de Verónicas y una vez en la plaza de San Julián, el policía se detuvo mientras decía:

—¿Pero está usted loco?

—Yo..., ella... —farfulló don Serafín.

La chica lo miraba con descaro. No parecía en absoluto avergonzada.

—¿Te das cuenta del escándalo que se podía haber formado? Aquí, don Serafín podría haber ido hasta a la cárcel. ¡Eres una menor! Por no hablar de don Prudencio, que si se entera de esto os echa a los dos del edificio con vuestras familias y todo. Menudo es.

Ella seguía sonriendo, divertida.

Sin poder contenerse, Alsina le propinó un tremendo bofetón.

—¡Eres una niñata! —bramó indignado—. Y usted, a casa. Si le veo acercarse a esta fresca, lo meto en chirona. ¡Andando!

Aquel desgraciado salió huyendo a toda prisa de allí mientras Alsina sujetaba a la chica por el brazo. Un viandante se le acercó como para meterse en el tema, pero él mostró la placa y dijo:

—Circule.

—Tú no eres diferente. ¿Te crees que no he visto cómo me miras?

Otro tortazo.

—¿Cuántos años tienes, mona? ¿Quince?

—¡Dieciséis! —rebatió ella tocándose el rostro, que debía de tener dolorido—. Me ha gustado, ¿sabes? Dame otra torta, me excitan los hombres de verdad.

Era una descarada, definitivamente.

—No vas a causar la ruina de nadie en el edificio. Tu madre, si se entera, se muere. Como te vea acercarte a don Serafín o a algún vecino, lo pondré en manos del juez de menores. Irás al reformatorio. —Ya —repuso ella riendo—. Me quieres para ti, ¿verdad?

—Vete.

La vio alejarse con su faldita y sus maneras felinas. Sintió, en el fondo, envidia de aquel desgraciado. Quizá tenía que haber dejado que los detuvieran, pero la carrera de don Serafín se habría truncado, por no hablar de lo mucho que hubiera sufrido su mujer. Aquella Lolita era un peligro. No quiso pensar en cómo sería cuando tuviera treinta años. Por otra parte, aquel tipo era un hipócrita, un aprovechado; sintió pena por su mujer.

Se fue a la plaza de las Flores, al bar La Tapa, y pidió una Coca-Cola y unas aceitunas junto con la prensa. Una fotografía de los tres astronautas de cuerpo entero presidía la primera página: «El éxito del Apolo ha simplificado la conquista del satélite». Comenzaba a estar harto de aquel asunto. El Régimen ya no se molestaba en generar historias para tener propaganda propia, ahora la importaba de su gran aliado, los yanquis. Observó con atención los rostros de los tres héroes: jóvenes, sanos, universitarios, rubios, de ojos azules y con hermosas sonrisas de anuncio de pasta de dientes. Dios. ¡Qué envidia!

Echó un vistazo a un amplio suplemento que llevaba el diario en páginas interiores; era un resumen de lo ocurrido en aquel azaroso año 1968. Había muerto Bob Kennedy, Japón se había desarrollado espectacularmente y en España, las cosas no se habían dado mal: Massiel había ganado el Festival de Eurovisión y el «yernísimo», el doctor Martínez Bordiú, había culminado con éxito su primer trasplante de corazón, demostrando estar a la vanguardia mundial. Ojeó la ridícula cartelera dedicada a los espectáculos: abrían una nueva sala de fiestas, Pierrot, donde iban a actuar en fin de año Los Premiers.

Meditó sobre pedir o no una cerveza, pero para evitar otras tentaciones decidió irse a la pensión a comer; los domingos había paella.

Aquella noche tuvo sueños eróticos. Despertó pronto y desayunó en la pensión con el vendedor de la ONCE, Rubén, y con don Damián, el representante de mercería, de quien se decía que tenía familia en Madrid, pero nunca iba a verla. Pensó en su sueño de aquella noche; en él hacía el amor con una desconocida, una mujer enigmática y sensual de la que no recordaba la cara. No podía ir a aliviarse a la casa de citas de Madame La Croix, pues ahora pensaban que era homosexual y le interesaba mantener esa coartada para que la alcahueta le localizara al Lolo. Al menos hasta que lograra hablar con él. Así que maldijo para sus adentros y decidió centrarse en las tostadas y el café.

—Ayer se montó una buena en el cine —comentó el viajante.

—¿Cómo? —repuso Alsina apurando su café.

—Sí, en el cine Coy.

—Algo oí yo a la tarde en el casino —terció el ciego.

—Sí, sí, en el gallinero, según parece pillaron a un «parchista» sobrepasándose con una menor. Se lo llevó la policía.

—A mí me dijeron que era una pareja. ¡Fornicando!

—¡Adónde iremos a parar! —exclamó doña Salustiana, que llegaba de la cocina con una bandeja de churros—. Mano dura es lo que hace falta con esa relajación de costumbres. El Caudillo debía mandarlos a picar piedra por desvergonzados.

El policía sonrió al escuchar a su patrona. Aquella misma noche la había oído gemir, probablemente cobrando la semana a Eduardo, un joven que se decía actor y se hospedaba en el cuarto del fondo del pasillo, y a quien no se le conocía oficio ni fuente de ingresos alguna. Era muy guapo, pero un tipo que decía ganarse la vida como actor en una ciudad tan pequeña como aquella debía de tener otras fuentes de ingresos. Venían compañías al teatro Romea, sí, pero de Madrid. La única posibilidad de ganar algo de dinero con un trabajo como aquel quedaba limitada a un par de representaciones del Tenorio por Todos los Santos. Era evidente que aquel joven debía de pasar apuros y así se pagaba su estancia en la pensión.

Salió a la calle reparando en que aquella era una sociedad hipócrita. Pensó en don Serafín, doña Salustiana y los clientes de Madame La Croix, entre los que se encontraba él mismo; todos, absolutamente todos, tenían sus bajas pasiones y las ocultaban. Quizá no tan bajas. Algunas más elevadas que otras, pero pasiones a fin de cuentas, y todos simulaban ante los vecinos, ante la sociedad. Eran gente decente. Igual ocurría con los adeptos al Régimen. Quizá peor. Entró en la barbería y Fernando le expuso un resumen de lo que decía la prensa mientras le realizaba el afeitado y masaje de rigor. Al parecer, aquel año que entraba, 1969, vería al hombre poner el pie en la Luna. La exitosa misión que acababa de llevar a cabo el Apolo VIII hacía intuir que aquel logro era inminente.

Eugenio, un mutilado que había combatido en la División Azul, aunque perdió el brazo en un ridículo accidente ferroviario, dijo mientras el aprendiz le lavaba el pelo:

—¡Que se jodan los rusos!

Fernando le contó que se había producido el bombazo: Jackie Kennedy se casaba con el hombre más rico del mundo, Aristóteles Onassis.

—Vaya —murmuró Alsina fingiendo sorpresa. Le importaba un bledo, la verdad.

González había sido cedido por el Madrid al Murcia gratis.

—Si es que el merengue es un gran club —sentenció el barbero buscando la polémica.

El policía no tuvo fuerza ni ganas de discutir. Pensó en echar un buen trago. Lo haría al llegar al despacho. Pagó y salió del local a toda prisa.

No pudo hacerlo, porque nada más llegar se encontró dos notas en la mesa. Dos recados telefónicos. Una era de Madame La Croix, y decía: «Lolo desaparecido». El otro era de régimen interno: el comisario quería verle. Subió a su despacho y saludó a su secretaria, Daniela.

—Te espera —dijo ella sin levantar la mirada de su máquina de escribir—. Pasa.

Alsina llamó a la puerta y halló al comisario hablando por teléfono. Calvo, de bigotillo fino como todo el que era alguien en el Movimiento y amplia frente, parecía enfadado. Sus hombres le llamaban Matías Prats, cosa que le enojaba muchísimo,

aunque llevaba siempre unas ridículas gafas oscuras como las del locutor de moda en la España de la época que no dejaban lugar a la duda. Eran idénticos. Sin dejar de hablar, le señaló una silla que había delante de su mesa:

—... sí, sí, Eminencia, no se preocupe, déjelo de mi cuenta, es asunto resuelto. Sí, sí. De acuerdo. Para servirle a usted y a España. Muy agradecido. Adiós, adiós. ¡Jodido maricón! —gruñó tras colgar el auricular. Se quedó mirando al infinito por un segundo, con las manos juntas y moviendo los pulgares de manera circular—. Ah, sí —dijo al fin volviendo a la realidad—. Alsina, Alsina... ¿Cómo estamos?

—Bien, señor. Creo que... ahora que lo pienso... bastante bien.

—Me alegro, me alegro. Me dicen que tuviste una guardia movidita en Nochebuena, ¿no?

—Sí, más o menos.

—¿Un habano? —ofreció el preboste abriendo una caja de Veraguas.

—No, gracias. No fumo puros.

—¿Una copa entonces? —propuso el comisario con una sonrisa maliciosa.

—No. Ahora no.

—Bien, bien. ¿Y la suicida? ¿La has identificado ya?

—No, aún no —respondió sacando su bloc de notas—. A ella no, pero a una amiga suya, sí. Assumpta Cárceles Beltrán, alias Veronique, rubia. La suicida era morena y sé que su nombre de guerra era Ivonne. Prostitutas. De lujo. Ejercían en el hotel Victoria. Llevaban un mes ahí hospedadas. Alguien registró sus habitaciones, violentamente. Me temo que la rubia también debe de estar muerta.

—O sea, Alsina, que estás empeñado en identificar a la muerta, que, dicho sea de paso, está ya criando malvas en el cementerio de Espinardo.

—Sí, claro.

El comisario se acercó un poco, elevó el trasero sobre su silla, adoptó un aire más familiar, casi condescendiente, y preguntó a la vez que bajaba la voz:

—Y eso, amigo Alsina, ¿a quién le importa?

Silencio. No le gustaba aquel tipo, el comisario Jerónimo Gambín, la mano derecha del gobernador civil, un fanático

falangista que se jactaba de «haber matado más rojos que la erisipela». Era un fanfarrón, un camorrista de los que tanto abundaban en Falange. A través de su hombre de confianza, el inquietante Guarinós, controlaba a la temible Brigada Político Social.

—Hombre —murmuró Julio Alsina azorado—, pues a su familia; en algún lugar habrá una familia que querrá saber que su hija, su hermana o su prima ha muerto.

—Enternecedor. ¿Acaso no estás a gusto aquí, Alsina? ¿Te tratamos mal?

—No, no. Quiero decir que no, que no me tratan mal.

—¿Y para qué remover tanto la mierda? ¿A quién le importa una puta deprimida que se suicida en Nochebuena? ¿Sabes?, las estadísticas demuestran que en Navidad mucha gente se deprime: la nostalgia, los seres queridos que se fueron... Es la época del año en que se quita más gente de en medio.

—Ya.

—Has estado molestando a gente. Me han llamado los dueños del hotel, has pasado por Llorens a dar el coñazo. Mi mujer va a ese salón de belleza, ¡coño! ¿Qué importan dos putas? La otra se habrá ido con algún tipo con pasta a Barcelona o París y ésta se deprimió, esas tipas son todas medio tortilleras, créeme.

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