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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

1969 (7 page)

BOOK: 1969
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—Ya, pero...

—¡Ni peros ni hostias! Tú a lo tuyo, a tus carnés, tus papelitos, tus certificados de penales y a echar un cable en el archivo. En otra comisaría te habrían puesto de patitas en la calle hace años, Alsina. Sé buen chico y no te metas en líos y te prometo una caja entera de Licor 43, mañana mismo. El dueño de la fábrica es amigo mío. ¿Sabías que está en Cartagena?

—Sí, lo sé.

—Pues hale, no se hable más.

Alsina se levantó y se encaminó hacia la puerta sin mediar palabra, como un cordero sumiso que se deja llevar; acababa de caer en la cuenta de que no había probado el alcohol desde que empezara con aquel maldito caso.

Llegó a su mesa y abrió el cajón. Sacó la botella y el vaso. Los puso encima de la mesa. Los miró y ellos lo miraron a él, desafiantes.

¿Qué le estaba pasando?

Toda la vida metido en la mente de Julio Alsina y no lo conocía. No se conocía. No bebía por Adela, ni por ser un cornudo, un medio hombre. Eso no le importaba apenas. Nada.

Entonces lo vio claro: aquella furcia de Adela que tanto daño le hiciera y «el Sobrao» se la traían al fresco. Es más, esperaba que fueran felices, eran tal para cual. Les deseaba lo mejor, de veras.

Bebía por la falta de estímulo, por haber dejado el trabajo ante el desprecio de sus compañeros. Por haberse degradado hasta convertirse en un ser inútil, un blando, un policía de mentira. El trabajo lo mantenía vivo, sí. Comprendió que dejarlo le había empujado a beber. Tenía que ocupar su mente, hacer algo, sentirse útil. Era eso. Y no había bebido.

No se atrevía siquiera a pensarlo. ¿Cuántos días llevaba sin probarlo? Era de locos.

No tenía nadie a quien contárselo, y aunque así fuera, se reirían de él. Podía cerrar el caso, irse de allí y ocuparse de otros casos, en otro lugar. Pedir el traslado.

No. No. ¿Y si cambiaba de destino y empezaba de nuevo?

Pensó en Ivonne. ¿Quién sería? «Una puta deprimida», había dicho el comisario.

De eso nada. La empujaron. Y había estado detenida. Él lo sabía.

Alsina había sido lo bastante prudente como para no decirle nada a su jefe supremo.

Un momento, un momento... No tenía pruebas. Todo era circunstancial. ¿Acaso no sería un delirio de su mente alcoholizada para buscar algo en lo que creer?

No. Estaba seguro. ¿O no?

Y si así fuera, ¡qué coño!, merecía la pena vivir, investigar, sentirse útil. Porque llevaba unos días vivo, de eso no había duda. Vivo. El caso le había hecho revivir. Ivonne era una perdedora, como él, y le había ayudado a resucitar, a volver a la vida desde su tumba, desde dondequiera que estuviese. Entonces pensó en la rubia: muerta, seguro.

Miró la botella.

«A lo fácil —le decía su mente—. A lo fácil, Alsina, ve a lo fácil. ¡Vamos, vamos!», le gritaban sus vísceras, el corazón y un ligero murmullo que venía de donde un día tuvo los huevos.

Miró la botella y el vaso.

La Croix decía que el Lolo estaba desaparecido.

Se lo había tragado la tierra.

Descolgó el teléfono y dijo a la telefonista:

—Ponme con Antúnez.

Al momento una voz contestó:

—¿Sí?

—Antúnez, soy Alsina.

—Dime.

—¿Qué hacéis con los maricones?

—¿Cómo?

—Sí, con los maricones. Cuando los detenéis, quiero decir; eso es cosa tuya, ¿no?

—Ah, sí, sí. Los «violetas» son nuestros.

—¿«Violetas»?

—Sí, coño, Alsina, «violetas», maricona, sarasas, es lo mismo.

—Ya. ¿Y qué hacéis con ellos?

—Pues poca cosa; se les da una buena mano de hostias si han dado un escándalo público y luego se les pone en libertad, a veces pasan un par de días en el calabozo, ya sabes. Se les aplica la Ley de Vagos y Maleantes. Si dan muchos problemas les puede caer una buena temporadita de cárcel. Normalmente tres meses, pero a algunos les han metido hasta dos años, no creas.

—Ya, ya. ¿Tú los conoces a todos?

—A muchos de ellos, sí; a los de lavabos de los cines Coy, el Rex y el Iniesta, me los tengo muy calados. En el Huerto del Cura, junto al Malecón, también se ponen unos cuantos, por la noche. ¿Por qué?

Pensó que tenía que inventar algo y rápido.

—Es que tengo un conocido sarasa, casi familia, ya sabes —mintió—, y el otro día le prestó una cosa a un tal Lolo...

—El Lolo, ¡acabáramos!, menuda pieza. Es un chapero. Manuel Buendía Vivancos. Pero no busques su ficha, no tiene domicilio conocido. Se mueve mucho, es muy listo.

—¿Y cómo podría localizarlo?

Se hizo un silencio.

—Bueno, a veces los ingresan...

—¿Los ingresan? —repitió incrédulo.

—Sí, claro —dijo el otro muy serio—. Para curarlos.

Alsina se pasó la mano por la frente. Delirante.

—Curarlos, ¿dónde?

—En el psiquiátrico, en El Palmar. Luego, cuando salen del tratamiento, trabajan con ellos para enseñarles un oficio, en Auxilio Social.

—¿Cómo?

—Sí, algunos son chaperos y les enseñan a ganarse la vida decentemente y no poniendo el culo.

—Ya.

—Prueba ahí. Igual saben algo de él. Entra y sale de la cárcel con asiduidad. No te extrañe que se haya ido a otra ciudad.

—Pues, muchas gracias, Antúnez.

—Si sé algo, te aviso.

—De acuerdo.

Se incorporó y asió la botella. Fue al minúsculo baño de su sección, abrió la puerta y se encontró con el viejo retrete que siempre rezumaba agua y los papeles de periódico que a modo de papel higiénico permanecían ensartados de un clavo en la pared. De manera efectista, arrojó el contenido de la botella a la taza y tiró de la cadena. Los tres compañeros de su sección, los auxiliares administrativos que tenía a su cargo, lo miraron boquiabiertos. Se fue a la plaza de las Flores. Le apetecía tomar una ensaladilla y una Coca-Cola en el bar La Tapa.

Rosa Gil

Era 31 de diciembre y, lógicamente, aquella noche pelaría una guardia. Supuso que sería más tranquila que la anterior. Solía ser una noche algo más movida, pues eran muchos los incidentes que el alcohol solía provocar en la última fiesta del año, pero todo se limitaba apenas a cuatro borrachos y un par de broncas.

Como libraba durante el día, decidió hacer gestiones. Se levantó temprano y desayunó en la pensión mientras leía el periódico. Al parecer, los malditos astronautas habían fotografiado la cara oculta de la Luna. «El inmovilismo es inviable en nuestra época», había dicho Franco en su mensaje de fin de año. Qué cara, se dijo Alsina, y que eso lo dijera un tipo como aquel resultaba doblemente irónico. Recordó a su padre, domesticado por el Régimen que había creado el dictador, y sintió rabia. Pobre hombre.

Al menos, el Murcia había vencido al Onteniente, ya tenía cuatro positivos y estaba cuarto en la clasificación. La gente estaría contenta, y eso era bueno para todos. Aquella temporada lucharían por el ascenso a Primera. Se pasó la servilleta por la boca y, tras despedirse amablemente, se presentó en casa de don Serafín, el vecino que se beneficiaba a Clarita. Ya se oían los gritos de los malditos críos en el interior a aquella hora. ¿Es que no dormían? ¿A qué madrugar tanto para andar fastidiando a todo el mundo? Monstruos...

Abrió el mismo don Serafín anudándose la corbata. Trabajaba en Hacienda.

—Necesito su coche —espetó Alsina por todo saludo.

El otro palideció.

—¿Cómo?

—Su, coche, el seiscientos, necesito que me lo deje, por favor. Le pondré gasolina, descuide.

—Ah, sí, claro, claro —asintió el otro mirando hacia atrás, como si su mujer pudiera aparecer en cualquier momento y preguntar al policía por el incidente del cine—. Entre semana voy al trabajo a pie. Sólo lo utilizo los fines de semana, ya sabe, para ir de excursión con los críos.

Le tendió las llaves. Sabía lo que se jugaba.

—La grande es la de la cochera. Está ahí, al final de la calle, junto al número dieciocho.

—Se lo cuidaré, esta tarde lo tiene de vuelta.

Cuando salía por la portería, escuchó a don Serafín, que desde la puerta de su casa le decía alarmado: Pero ¿ya tiene usted carné?

Hacía tiempo que no conducía, pero aquel modelo era, en verdad, manejable. Tuvo que convenir que, por una vez, la publicidad y la propaganda franquista decían la verdad. Enfiló hacia el barrio del Carmen y en un momento se situó en la carretera de El Palmar, un pueblo cercano a la ciudad en el que estaba situado el psiquiátrico. Tardó unos veinte minutos en llegar. Don Serafín llevaba un pequeño receptor de radio colgado de una de las asas que había sobre las ventanillas, así que escuchó el parte y luego encontró música clásica en Radio Juventud. Llegó al hospital y, tras mostrar la placa, pidió hablar con el doctor encargado del tratamiento a los homosexuales:

—El doctor Rivera —informó un celador de uniforme blanco—. Está en agudos. Pase. Es en ese edificio del fondo.

En un momento, Alsina se vio atravesando un patio lleno de locos. Ellos, a lo suyo, jugando y haciendo gilipolleces. Apenas tres celadores vigilaban a un centenar de internos. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—¿Tienes caramelos? —dijo una voz tras de él.

Se giró y vio a un loco de unos cincuenta años, calvo, cabezón y con gafas de culo de vaso. Llevaba una camisa a cuadro con una rebeca gris y los pantalones sujetos con unos tirante estridentes.

—¿Cómo dice?

—Que si me has traído caramelos.

—No, no he traído —repuso, y siguió caminando.

El otro no se le separaba de la espalda. «¿Tienes caramelos?», repetía una y otra vez. A punto estuvo de girarse y meterle la pistola en la boca. Se puso muy nervioso. Llamó a un timbre junto a un cartel que rezaba: «Agudos». Le abrieron. «Te espero el próximo día, y trae caramelos, ¿eh?», oyó que decía el demente tras él. Parecía una amenaza.

—Jodido cabrón —musitó para sí el policía.

Era un pabellón alargado, con habitaciones a ambos lados de un largo pasillo que olía a una horrible mezcla de lejía, heces y cera para suelos.

—Pase al fondo, le esperan —le indicó un celador sin alzar la cabeza del
As.

Comenzó a caminar con cierta aprensión. Debieron de olerle, porque en un momento se vio rodeado de locos que salían de sus cuartos como muertos vivientes y le decían cosas, incoherencias, como: «¿Tienes tabaco?» o «Franco me tiene aquí recluido; soy José Antonio».

Una loca se subió el camisón y le mostró su sexo, muy peludo, diciendo: «¿Quieres follar?, ¿quieres follar?». Vio a un tipo rapado al que se le caía la baba. Miraba por la ventana de su cuarto, absorto. Sintió que se le ponían los pelos de punta.

—¡Pase, pase! Son inofensivos. No tenga cuidado —dijo una voz desde un cuarto situado al fondo.

Alsina entró medio mareado para encontrarse con un auténtico falangista: el doctor Rivera. Llevaba la camisa azul bajo la bata, en la que, bordado en un bolsillo, aparecía su nombre junto al yugo y las flechas.

—Alsina, policía —repuso a modo de saludo.

—Usted dirá, amigo. ¿Un coñac? —ofreció aquel tipo bronceado, calvo y con una boca de finos labios que indicaba una enorme determinación.

—Busco a un homosexual, el Lolo.

—Ah, el Lolo. Un caso perdido; lo hemos probado todo con pero su patología persiste.

—Persiste.

—Sí, claro.

—¿Qué terapias han probado con él? —preguntó no muy seguro de querer saber la respuesta.

—De todo: sedación total (de varios días, ¿eh?), duchas con agua fría, y la más recomendada en Alemania en los treinta, sabe usted que la humanidad nunca alcanzó tal grado de desarrollo científico como con el Tercer Reich, pero claro, ahora se les sataniza tanto...

—¿Y esa técnica?

—La electroterapia.

—No le sigo.

—Sí, hombre, descargas eléctricas ante estímulos visuales que le resultan atrayentes. Ya sabe, se les pone una fotografía, por decir algo, de Rock Hudson, a ser posible en bañador, y a continuación, ¡toma!, descarga.

El médico, un sádico, soltó una tremenda carcajada. Aquello le parecía muy divertido.

—¿En dónde? —inquirió el policía, arrepintiéndose al instante de haber hecho la pregunta.

—¿Dónde iba a ser? ¡En los genitales! La mayoría salen de aquí nuevos, no se arriman a un tío así los cuelguen.

«Y estériles», pensó para sí Alsina. No se lo había planteado nunca, la verdad, pero no pensaba que los homosexuales fueran unos enfermos. Ahora, viendo cómo los trataba el Régimen, comenzaba a sentir cierta simpatía por ellos.

—Y al Lolo este tratamiento no le surtió efecto, claro.

—Un caso recalcitrante. ¡De tratado médico! Si estando aquí, en mitad del tratamiento, lo pillé dejándose encular por un enfermero en el cuarto donde se guardan los trastos de la limpieza... Lo dejamos por imposible. Pasamos el caso a Auxilio Social; la patología no se cura, pero se les puede enseñar a ganarse la vida de forma honrada—, no poniendo el culo en los lavabos de un cine de barrio.

—Ya. A Auxilio Social, en...

—En San Benito. En la partida de San Benito, entre Murcia y Patiño hay unos locales de la Sección Femenina en mitad de la huerta, y allí los atienden durante una temporada. La última vez que estuvo aquí, hará cosa de diez días, lo pasaportamos para allá. Pero no crea, ése no tiene remedio.

—Pues muchísimas gracias, doctor Rivera.

—Es un placer colaborar con las fuerzas del orden. ¡Arriba España! —exclamó aquel loco, cuadrándose a la vez que hacía el saludo fascista.

En el camino de vuelta, los dementes volvieron a interpelarle. Ya no le parecieron tan idos después de haber visto al médico que los tenía a su cargo.

Aparcó el seiscientos en una calle recién asfaltada donde apenas había media docena de casas. Estaba en la partida de San Benito, casi en mitad de la huerta pero a un paso de la ciudad, que crecía por momentos engulléndolo todo. En aquella vivienda limpia, con rejas y bien encalada había un cartel que rezaba «Auxilio Social», con el sempiterno yugo y las flechas que se habían convertido, desde sus primeros días, en el icono del Movimiento. Llamó a la puerta y le abrió una mujer con camisa azul que lo miró con mala cara.

—Alsina, policía. Busco al Lolo, un homosexual; lo enviaron aquí hará diez días desde el psiquiátrico —dijo por toda presentación mientras exhibía su placa.

La mujer lo hizo pasar a través de un pasillo, llegaron a un salón y le invitó a que tomara asiento. Se fue en busca de alguien.

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